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A continuación puedes leer un artículo en defensa de la Filosofía en la enseñanza secundaria:

La Filosofía en España. Necrológica

(Publicado en El Mundo, 9 de octubre de 2013)

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¿Crisis de la educación o crisis de la vida?

Robert Redeker

 

La crisis de la escuela es una crisis de la vida

 

 «Las crisis de la enseñanza no son crisis de la enseñanza; son crisis de vida; denuncian, representan crisis de la propia vida; son crisis de vida parciales, eminentes, que anuncian y denuncian crisis de la vida general; o, si se quiere, las crisis de la vida general, las crisis de la vida social, se agravan, se concentran, culminan en las crisis de la enseñanza, que parecen particulares o parciales, pero que en realidad son totales porque representan el todo de la vida social ; (...) cuando una sociedad no puede enseñar, no es en absoluto que le falte accidentalmente algún  aparato o alguna industria;  cuando una sociedad no puede enseñar, es que esa sociedad no puede enseñarse a sí misma. Para toda la humanidad, enseñar es, en el fondo, enseñarse;  una sociedad que no enseña es una sociedad que no se quiere; que no se estima; y este es el caso de la sociedad moderna». (Charles Péguy) [1]

 

1. ¿Qué es educar?

 

Voy a limitar mi exposición a la enseñanza, confundiendo enseñanza y educación. Porque toda la cuestión de la educación se concentra en la cuestión de la enseñanza. En el mundo contemporáneo, la crisis de la enseñanza parece durable. Es un lugar común decir que es indicio de una crisis de la sociedad. Pero hay que tomarse en serio la idea de Péguy, que aparece más profunda que los trabajos de los sociólogos y las reflexiones de los periodistas, entendiéndola como una «crisis de vida». No es tanto la sociedad lo que está en crisis, sino la vida. Una crisis de la vida humana, una crisis del hombre. No vida social, no vida biológica, sino vida humana. Dicho de otra manera: es el hombre, en la humanidad de su vida, lo que está en cuestión, en la triple crisis, crisis de la enseñanza, crisis de la escuela y crisis de la educación. Es porque ya no sabemos qué es un hombre, qué es la vida humana, por lo que ya no sabemos qué es la escuela, qué es la educación. 

    Antes de volver a la crisis, y de examinarla, planteemos la pregunta: ¿qué es la educación? Educación: transmitir, vincular a la tradición, continuarla. Tradición aquí no significa encerrarse en un terruño, en una nación, en un horizonte limitado, una cultura folklórica, sino otra cosa: una fuerza que se arranca de una cultura limitada, arraigada en terruños particulares, para llevar el espíritu hacia lo universal. Hablamos de una tradición intelectual, desligada de los terruños particulares. Tradición, tal como usamos la palabra, significa lo contrario de su uso folklórico: movimiento. En la enseñanza, la tradición es, para retomar una fórmula de Hegel, la larga cadena «de los héroes de la razón que piensa», una «¿cadena sagrada?» [2] o, dicho de otra manera, las obras del espíritu. Así, de una forma general, la educación vincula a las nuevas generaciones a un hilo dinámico que atraviesa el tiempo. De esta manera, renueva el mundo manteniéndolo en la existencia. Más específicamente, la enseñanza ata al hilo de Ariadna, obras literarias, artísticas, científicas, que recorre la Historia. Este hilo de Ariadna es, evidentemente, una construcción del espíritu. No tiene existencia en sí mismo. Vincula en una unidad elementos que aparecen en principio dispersos. Para conseguir seguir este hilo de Ariadna, la enseñanza arranca a su alumno de la actualidad del tiempo presente. Este tiempo es análogo a la Caverna de Platón. Nada aparece más contrario a la enseñanza que la actualidad o el comentario de la actualidad, bajo la tiranía del presente. Que los debates sin fin en las clases sobre esta actualidad – porque pegan al alumno a la pared de la Caverna. Que el estudio de las últimas lluvias. En la enseñanza, el alumno es puesto en presencia de un pasado ausente de su mundo inmediato: Platón, Herodoto, Cervantes o Stendhal. ¡Las viejas lunes antes que la última lluvia! El François Villon de las nieves de antaño antes que un rasga-guitarra, cantante-poeta de los escenarios de hoy.  La desaparición forzosa del presente le pone de manifiesto un pasado que ignora. En otras palabras, la enseñanza reorganiza la temporalidad del alumno al mismo tiempo que mantiene en la existencia, gracias al hilo de Ariadna, las obras del pasado.   

    La enseñanza incorpora a la tradición – la de las obras del espíritu humano. Nos hace contemporáneos de Platón, de Cervantes, de Hugo. De Durero y de Goya. Nos hace contemporáneos de sus espíritus. Nos hace contemporáneos del espíritu de otro tiempo. Amplia el tiempo de cada uno. Instala a cada uno en un tiempo ampliado. Evidentemente este tiempo es más que un tiempo histórico; es un tiempo espiritual. El pasado espiritual –-un  verso de Ronsard, un mito de Platón-– deviene más contemporáneo al alumno que el presente en el que vive. Cualquier forma de educación consigue esta ampliación del tiempo que desplaza el presente. Incluso una educación modesta,  simplemente transmitiendo al niño tradiciones venidas de lejos, amplía de esta forma. El bautismo, para los católicos, los ritos de iniciación para otros, unos gestos, en los oficios manuales, técnicos o agrícolas. Sin darse cuenta de ello, el aprendiz de panadero es inscrito por su maestro, en la larga duración de los gestos que al filo de los siglos han perfeccionado esta artesanía. O el aprendiz de carpintero. O el niño que nosotros fuimos, henificando la hierba en los prados segados bajo el sol al final de la primavera, a favor de los augustos gestos campesinos. Pero la enseñanza va más allá. No se contenta con insertar en la tradición de un oficio o de un conjunto de creencias, en el archivo de gestos y habilidades corporales, sino que arranca al alumno del mundo material para precipitarlo en otro mundo, invisible,  impalpable, el mundo del pensamiento.  Que, con Platón, podemos llamar  mutatis mutandis, el mundo de las ideas. Por ahí pasa la diferencia entre la enseñanza y el aprendizaje de oficios. El aprendizaje inserta en una historia larga, da al tiempo y a la existencia del aprendiz un cierto grosor y una cierta consistencia, pero se queda en el mundo visible. El mundo palpable. Amplia el tiempo, pero manteniendo en la inmanencia. La enseñanza, por el contrario, gira al alumno hacia otro mundo, invisible. Impalpable. Un mundo trascendente al mundo material. Dicho de otra manera, la enseñanza eleva, como bien significa esta palabra (en francés « élève » significa alumno y eleva), tira del alumno hacia lo alto, hacia una trascendencia. Lo acompaña en otro país, el del pensamiento. Hannah Arendt ha forjado esta expresión, «das Land der Denkens», «el país del pensamiento» [3]. Mejor aún: la enseñanza instituye al alumno como habitante de este otro país. La enseñanza naturaliza al alumno como ciudadano de dicho país del pensamiento. 

    La educación está también orientada a después de la muerte del educador. Se puede decir lo mismo de la enseñanza. ¿No es para la inmortalidad que nosotros enseñamos, que educamos? Uno de los sentidos de lo desconocido: lo que ocurrirá después de nuestra muerte. Nunca podremos saber qué ocurrirá después de nuestra muerte. Es lo desconocido. Y sin embargo, los seres que hemos educado lo vivirán, este desconocido, lo conocerán. Se educa pues siempre para lo desconocido, para el después de la muerte. Educamos a los que nos sobrevivirán. Para aquellos que vivirán en este mismo mundo, que, sin embargo, para nosotros, será otro mundo. Pero, en la medida en que hayan alcanzado con nosotros, con nuestra ayuda,  el país del pensamiento, nosotros continuaremos siendo sus contem­poráneos en ese país – el país del pensamiento tendrá mañana la misma geografía que hoy. Separados por el tiempo en este mundo de aquí, contemporáneos en el mundo del pensamiento. En esta contemporaneidad se aloja nuestra inmortalidad. La apuesta temporal de la educación: el después-de-nuestra-muerte. Por lo tanto, tomando en consideración al tiempo, por una parte la educación incorpora en un tiempo amplio cuando por otra parte afecta al después-de-nuestra-muerte. La cuestión de la muerte se coloca en el centro de la cuestión de la educación. Platón lo había visto en su Fedón. La sombra de la muerte  –con, sombra de la sombra,  la victoria sobre la muerte– planea por encima de cualquier enseñanza. En principio se trata de no dejar morir lo que nos ha sido transmitido. ¡Que la herencia, esa semilla de futuro, no muera con nosotros! Se trata, después, de no dejar desertificar el país del pensamiento – cuya existencia es responsabilidad nuestra. Pero, se trata también de preparar al otro a vivir después de nuestra muerte. Sin embargo, a pesar de la evidencia filosófica, nuestra época se niega a acercar estos dos conceptos: la educación y la muerte. 

En todo educador, profesor, maestro de aprendizaje, o bien padre o madre, se impone la preocupación de un después-de-la-muerte, de vidas autónomas, distintas de la suya, que le sobre­vivirán.  Educamos porque morimos, porque estamos llamados a  desaparecer y, algo que está vinculado a la muerte, porque somos individuos, cada uno distinto, de la especie. Somos singulares, somos personas, somos rostros; esta es la razón por la que, en sentido estricto, no existe educación en las especies animales fuera del hombre. El individuo, en esas especies, es infinitamente menos distinguible de la especie que en caso del hombre. Se destaca mucho menos del fondo de la especie. Su vida es mucho menos una vida individual. El hombre es el ser vivo para quien la muerte es una preocupación. El ser definido por la muerte. El ser en quien la muerte es la piedra de toque. El único ser para quien, en el fondo, la muerte es real. Ser « el-ser-para-la-muerte », para retomar girándola una fórmula de Martin Heidegger, y ser un individuo humano, es decir una persona, son una sola y misma cosa. 

    Educamos porque somos a la vez un ser-para-la-muerte y una persona, y ello será así para todos nuestros descendientes. Pero, sobre todo, enseñamos porque morimos, porque queremos, para atenuar esta muerte, en el deseo de que el hilo de la vida del pensamiento continúe desarrollándose después de nosotros, más allá de nosotros, que el país del pensamiento, ese país de las ideas poblado de obras, continúe siendo. Que el acceso al mismo continúe siendo posible después de nuestra muerte. Ya que sabemos perfectamente que desaparecerá si no trabajamos para que sobreviva, especialmente, si se ve abandonado. ¡Es mucho más precario que todas las Atlántidas, el país del pensamiento! Desatado del presente y de la actualidad, paradójicamente, ese país existe solamente para las nuevas generaciones que nosotros introduzcamos en él. El país del pensamiento solamente existe en tanto en cuanto pensemos en él. En tanto que vivamos en él. En tanto que seamos sus ciudadanos.

 

2. ¿Qué sentido tiene la escuela?

 

Recordamos el principio de la Metafísica de Aristóteles: «Todos los hombres desean naturalmente saber, lo que lo prueba es el placer causado por las sensaciones, ya que, incluso fuera de su utilidad, nos placen por sí mismas…» [4]. Es necesario subrayar estas palabras, que resaltan la gratuidad: «incluso fuera de su utilidad». La gratuidad alimenta el placer de saber igual que alimenta el placer de transmitir informaciones u otros contenidos gratuitos, que no sirven para nada, que no tienen utilidad inmediata. Alimenta el placer de vincular a una tradición, ella misma gratuita ya que se trata de una tradición intelectual. Unas líneas más adelante, Aristóteles sugiere que esta gratuidad diferencia a los hombres de los demás animales. En el hombre la gratuidad está en germen desde la sensación. Se ensancha en el saber. Reina en el más allá del saber: el pensamiento. Nada es más humano que la gratuidad. Toda enseñanza ha de ser una enseñanza en la gratuidad. Educación y enseñanza alimentan el placer gratuito (dicho de otro modo, el único verdadero placer, lo contrario del placer servil) de saber y de pensar sin más objetivo que saber y pensar, igual que ellas alimentan el placer de transmitir saber gratuito, que no sirve para nada. Identificamos ahí un placer propia y exclusivamente humano. Es el placer que experimentamos al habitar ese país de las ideas del que hablábamos anteriormente. Ese país invisible e intangible que no aparece en ningún mapa, al cual ningún GPS no podrá guiar a nadie, y que sin embargo es un país perfectamente real. Educar, enseñar, es hacer capaz de este placer que, una vez descubierto, rebaja a todos los demás. 

    La gratuidad fue señalada por Aristóteles, en la linde de su Metafísica. Más allá de todo saber, la gratuidad es el espíritu en el que se practica la filosofía. El concepto de gratuidad se apoya en el concepto ocio. La gratuidad solo es posible porque se valora el ocio. La palabra escuela viene de la palabra griega que se traduce por “ocio” (skholé).  El ocio es el espacio en el cual la escuela se despliega. Es el espacio común a los maestros y a los alumnos, aquel en el que viven juntos. Es un espacio desembarazado de todas las coerciones y torpezas que invaden la vida cuotidiana en la sociedad, especialmente el trabajo, pero también esos nuevos anexos del trabajo en las sociedades modernas que son el entretenimiento y el consumo. Varios significados se entre-penetran para hacer comprender lo que se entiende por ocio. En primer lugar, ocio quiere decir: : aparte, allí donde no se está atestado, allí donde el espíritu puede desembarazarse. Enseñar es apartarse, ponerse aparte, desembarazarse, habitar el ocio. Aparte de lo inmediato, aparte de los ruidos de la ciudad, de las molestias y necesidades de la sociedad. Enseñar es ponerse aparte de la sociedad en sus preocupaciones actuales de conducir a otro al seno de un país diferente de la sociedad, el país del pensamiento. En consecuencia, ser enseñado es ser apartado, ser arrancado, por la fuerza, para seguir un camino difícil que conduce a otro país. En la alegoría de la caverna, que encontramos en La República de Platón, uno de los prisioneros, el que está destinado a la libertad y al conocimiento de la verdad, es desatado por la fuerza, arrancado por la fuerza de su miserable condición [5]. En segundo lugar, ocio significa: ningún tiempo apremia. La escuela está aparte de la presión del tiempo. Por definición, la escuela no puede ser productivista, u obedecer a imperativos de rendimiento. La idea de escuela se opone a la autoproclamada  «cultura del rendimiento» que en realidad es una bárbara incul­tura. Ya se habrá comprendido: la escuela no es el trabajo, es incluso lo contrario del trabajo. El fino remate de la enseñanza culmina en el «para nada» que no es más que otra manera de decir «para ser». ¿Por qué saber? ¿Por qué pensar? Para saber, para pensar. Para ser. Para ser en tanto que humano. Y no para otra cosa. ¿Por qué enseñar, por qué educar? Para llevar a otros a serlo. Y no para otra cosa. Para humanizarles. Para llevarles al ser humano, dicho en otras palabras, a vivir en el país del pensamiento. El gran lógico Kurt Gödel creía que la verdadera diferencia entre el hombre y el animal reside en  la intuición de las esencias [6]. Es una forma de hablar de ese país del pensamiento al que únicamente la educación y la enseñanza conducen. El resto –-la utilidad-– solo nos llega por añadidura, y está subordinada a lo esencial. El objetivo de la educación es ser, es el ser. Desdicha: vivimos en un mundo que ha perdido el sentido de la gratuidad. Veamos en ello una deshumanización. Inversión contemporánea de la ética: gratuito pasa ahora por una falta de moral en tanto que falta contra la utilidad. 

    La preocupación de cualquier sociedad es la de su supervivencia, de su reproducción. Por lo menos este fue el caso de las sociedades que han existido hasta ahora. La educación se implicaba en esta preocupación. Esta preocupación no está evidentemente ausente de las sociedades econó­micamente desarrolladas actuales, pero parece que ha pasado a un segundo plano. Se ha producido una inversión histórica: hoy la preocupación de la educación está regida no ya por la obsesión de la reproducción, el temor a la desaparición, sino por la voluntad de poder, básicamente económico. El verdadero objetivo de la educación pública – basta con leer en la prensa todas las declaraciones oficiales para darse cuenta de ello – reside ahora en el poder. Pero lo que dirige el poder se ha desplazado de la pura política hacia la economía. El poder económico, ¡y este objetivo ha acabado por suplantar a todos los demás! La voluntad de poder, transferida a la economía, motiva las ideas oficiales sobre la educación. Dicho de otra forma, ya no es la voluntad de sobrevivir, la voluntad de reproducción de la sociedad, sino la voluntad de expansión económica para la que la reproducción de la sociedad tal como existe puede ser un freno, la que dirige la educación. Un objetivo de este tipo para la educación se expone al riesgo de limitarla al utilitarismo. No agranda el alma. Considera el desprenderse como un enemigo. Y sin embargo, aprender a desprenderse, ese es el nervio de la verdadera educación; aprender a desprenderse de sí mismo; aprender a desprenderse de la sociedad. El desprenderse significa también: aprender el espíritu crítico, aprender la crítica. ¡Desprenderse es Sócrates!   ¡Desprenderse es Epicuro y Epicteto ! ¡Es la filosofía! Una educación vertebrada por el desprenderse es una educación filosófica, es decir, una educación verdadera. El desprenderse es el motivo central del Fedón de Platón. La preocupación del filósofo, explica Sócrates,  «no es preocuparse del cuerpo, sino alejarse de él mientras se es capaz, y girase hacia el alma» [7]. ¿Qué es razonar? Sócrates responde:  «el alma razona más perfectamente cuando no vienen a perturbarla ni audición, ni visión, ni dolor, ni placer algunos;  cuando por el contrario, se concentra en sí misma y envía educadamente al cuerpo a pasear; cuando, rompiendo hasta donde es capaz cualquier asociación y cualquier contacto con él, aspira a aquello que es» [8]. Razonar, para alcanzar el país del pensamiento (que Platón llama aquí «aquello que es») impone una serie de desprendimientos. En el Fedón la muerte es la metáfora de estos desprendimientos. Solamente se puede alcanzar el país del pensamiento cuando se ha aprendido a desprenderse de la sociedad, del mundo cotidiano, y de sí mismo. El razonamiento es a la vez el camino que conduce a ese país, el vehículo que transporta, y el paso, el andar de quienes lo recorren. Aquí se plantea la pregunta de Kant: ¿quién debe educar a los educadores? Démosle la vuelta: ¿quien debe decir lo que debe ser la educación? Evidentemente, no los economistas, no el ambiente de los negocios. Y tampoco, por lo menos directamente en una relación de inmediatez,  el pueblo, la opinión pública. Lo que la educación contempla sobrepasa lo que un pueblo puede querer en uno u otro momento determinado de su historia. La existencia de sondeos prueba que los pueblos están impregnados en el presente. La educación se extravía si cae en la ilusión democrática. Toda educación debe ser aristocrática, en la medida en que se propone crear excepciones y no semejantes. No clones. La educación no se plantea fabricar el hombre de la calle, el hombre sondeado, el hombre de la tele-realidad, el hombre cualquiera, el hombre sin cualidades, sino más bien un único, una excepción. Corresponde a la educación arrancarse del presente, de sus intereses, y de su fascinación. Encontramos una mejor respuesta a esta pregunta, «¿quién debe educar a los educadores?», cuando decimos: el pensamiento. Por una parte, es el pensamiento quien debe educar a los educadores. Por otra, es él quien debe definir lo que la educación debe ser.  

 

3. ¿La sociedad contra la escuela?

 

El mundo moderno, desde el principio del siglo XIX, es el de la dictadura de la sociedad. Este vocablo entró en la filosofía en el siglo de las Luces, con Montesquieu y Rousseau entre otros. En ellos, se transforma en una palabra-valor, como lo era la palabra Dios, hasta entonces. Sobrepasa en valor a la palabra Dios. Pasa por encima de Dios. Pasa por encima de todas las demás palabras; reino, parroquia, súbdito. Una palabra globalizante, «sociedad» destruye el concepto de la vida colectiva como formada por órdenes estancos. Sociedad – esta palabra es una revolución, que trastrueca el antiguo orden, ella sola. El Siglo de las Luces fue realmente la edad del invento filosófico y político de la sociedad. La sociología continuó, en el siglo siguiente, con Auguste Comte, su creador (1824). Comte ve en la sociología la última ciencia aparecida destinada a dominar a todas las demás, la verdadera coronación del sistema de las ciencias. La sociedad posee desde ese momento su teología, que se considera materialista y empirista ocultando su fundamento metafísico: la sociología.

El pensamiento moderno de la educación ha permanecido dependiente de la primacía de la sociología instaurada por el padre del positivismo, Comte. La sociedad pasa por el alfa y el omega de la vida colectiva. Todo se explica por ella, todo se hace por ella –-ese es el prejuicio mas compartido actualmente--.  Muchos de nuestros contemporáneos  –-en los medios de comunicación, en la política-– hablan de la sociedad como si fuera Dios, sin darse cuenta de ello. Postulan  –-con Bourdieu-– un determinismo sociológico tan implacable como el determinismo metafísico de Leibniz, o la predestinación postulada por algunos teólogos. Las ciencias sociales y humanas han ido suplantando poco a poco la filosofía y la teología para anunciar lo que es conveniente hacer, para la prescripción colectiva e individual. Se pregunta a la sociología, y a otras ciencias humanas, la psicología, el psicoanálisis, qué hay que hacer. Se les pregunta como a los oráculos. Como  a la pitia de Delfos. Se venera a sus expertos como magos. Se piden también a estas ciencias, imperativos. Ya no se dirige esta petición a las ideas. Se rebaja la filosofía al rango de suplemento del alma destinada a decorar tanto la sociología como a uno de sus avatares: el pedagogismo.

    Llamamos pedagogismo a la pedagogía moderna, dominante desde los años de la década de 1980. De hecho, el pedagogismo contemporáneo –cuya máxima figura en Francia es Philippe Meirieu, y de quien Jean-Claude Michéa ha mostrado hasta qué punto no es más que un «enseñante de la ignorancia» [9]– atestigua el hecho de que la educación es devorada por las ciencias sociales y humanas.

    Esta tiranía de la sociedad impone el concepto de integración. Educar con el objetivo de integrar es la última moda ideológica. A la pregunta «¿porqué la escuela, por qué la educación?», muchas voces responden: «para integrar». Para integrar, la escuela se ha visto obligada a revisar a la baja sus exigencias intelectuales; le ha sido preciso sacrificar la cultura en beneficio de una cultura de masas a remolque del universo de la malversación industrial. Uno de los distintivos que exhiben con evidencia el dominio de la integración sobre todas las demás misiones escolares: la obligación para la institución «Educación nacional», en Francia, de ajustarse al plan fijado administrativamente de porcentajes de éxito en el bachillerato. Este examen es percibido por la institución como un dispositivo que prueba el buen funcionamiento de la escuela integradora –de ahí los porcentajes de éxito dignos de los resultados de las elecciones en los países totalitarios-. Es importante, a pesar de la proximidad de vocabulario, distinguir «hombre civil» y «ciudadano». Jean-Jacques Rousseau había visto perfectamente la antinomia entre estas dos vertientes del hombre que vive en colectividad: «hay que optar entre hacer un hombre y hacer un ciudadano» [10]. escribe en el Emile. Hoy, la escuela ni siquiera existe ya para hacer ciudadanos, lo que es un objetivo político, muerto el objetivo político de la escuela republicana, la escuela existe para integrar, es decir, para hacer hombres civiles que vivan en buena inteligencia entre ellos, más bien que ciudadanos, lo que es un objetivo sociológico. Un nuevo objetivo, devastador, ha sido fijado por la escuela: aprender a vivir juntos. Suponiendo que la escuela sirva «para socializar a los jóvenes», el gurú del pedagogismo, Philippe Meirieu, ayudado por el periodista Marc Guiraud, escribe: «La escuela o la guerra civil» [11]. El mensaje es claro: hay que integrar, a través de la escuela, y si no, la guerra civil pasará a sangre y fuego nuestras democracias. En el transcurso de los últimos decenios, la integración ha tomado el relevo de la fabricación del ciudadano.  La integración en la sociedad se ha transformado absolutamente en el horizonte de la enseñanza, en su finalidad. Por primera vez en la historia la educación se propone un objetivo tan llanamente sociológico. Cuando domina una idea de la colectividad que es la nación, o el pueblo, entonces el objetivo de la escuela es hacer ciudadanos. El ideal de la escuela republicana a la francesa, la de Jules Ferry, correspondía a esta primacía de lo político. Pero cuando dominan, a expensas de la nación y del pueblo, estas ideas políticas, la sociedad, esta idea sociológica, entonces el objetivo de la escuela es la integración. Al hilo de esta sustitución, la escuela se transforma a la vez en «la escuela del vivir juntos» y «la escuela del éxito». Se trata de integrar en lo que ya existe. Como si lo que ya existe fuera un alfa y un omega intangible –-dicho en otras palabras, educar ignorando tanto la dimensión de la crítica social, como la del desprendimiento que aporta cualquier cultura--. ¡Como si el hombre tal como existe en la sociedad fuera un ideal o un modelo educativo! En realidad, llevar la educación a la integración traduce un concepto utilitarista de la educación. Este concepto evacua lo inútil, lo gratuito; rebaja lo gratuito al rango de lo recreativo. Nunca se plantea la pregunta: ¿para integrar en qué? Sin embargo la respuesta surge: en el universo del conformismo de masas, el del consumo y del entretenimiento generalizados. Se comprende enseguida que la escuela ha alcanzado su objetivo  cuando, una vez adulto, el antiguo alumno se transforma en un humano como los demás, integrado en la máquina social. 

Se confunde cada vez más educar con adaptar. Se supone que la escuela debe integrar y adaptar. Integrar en la sociedad, y adaptar a lo imaginario dominante en nuestra época, la economía. La propia escuela debe ser adaptada, se nos machaca, al mundo contemporáneo, a la empresa, al mercado del empleo para poder adaptar a las nuevas generaciones.  Sin ningún pudor, se pondera el éxito escolar usando el vocabulario de la prostitución: hay que aprender  «a venderse», quienes salen de las escuelas deben «saber venderse». Dar como objetivo a la escuela y a la educación, la empresa, el empleo, la profesión, proponer como objetivo de la formación el imperativo prostitucional « saber venderse », lleva a una des-finalización de la educación. A quitarle cualquier finalidad. Dicho de otra manera, ya que skholè significa ocio, tiempo desatado de la producción para girar el espíritu hacia el mundo del pensamiento, inutilidad, el discurso utilitario sobre la escuela es des-escolarización, en el sentido propio de esta palabra. La finalidad de la escuela no es la profesión. Si la escuela se propone esa finalidad, adaptar a la sociedad, adaptar a la producción, adaptar a la profesión, adaptar a un futuro más o menos probable, la escuela se traiciona. Su papel no sería más que el de fabricar hombres utilizables por la economía en el futuro. Hombres-herramienta para las empresas. Entonces, la escuela trataría, guiada por la economía, a los niños como a futuras herramientas. La escuela, se dice también, debe hacer que tengan un buen rendimiento. Como si la función de lo humano, de la muerte en el momento traspasar, fuera el tener buen rendimiento. Tener buen rendimiento, he aquí el imperativo que ha sustituido a todos los demás; o más exactamente, subsume a todos los demás, se trata de tener buen rendimiento en todo. En Kant, los imperativos según los que se debía ordenar la vida, incluida la política,  eran imperativos morales. Nuestra época ha sustituido la moral por el buen rendimiento, y la vida humana está sometida a probar el rendimiento en todo momento. El concepto «rendimiento» –que contamina toda la existencia humana a partir del núcleo deportivo, corazón del poder espiritual de nuestro tiempo [12]-– ocupa ahora el lugar de una especie de Santo Sacramento intocable. No se deja de salmodiar, de la mañana a la noche, en todos los medios de comunicación, en las empresas, en los campos de deporte. Un interminable molino de oraciones instala esta palabra como ruido de fondo de nuestra existencia: rendimiento. Y sin embargo, la educación implica el distanciarse  de este imperativo del rendimiento. Educar, no es hacer que se tenga buen rendimiento. Enseñar, no es hacer que se tenga buen rendimiento. Educar y enseñar, es más bien colocar a las jóvenes generaciones en el camino de la desconfianza en relación con imperativos parecidos al del buen rendimiento.

    Los valores de la economía e incluso su visión del hombre, concentrados en el homo oeconomicus, sub-tratado como productor y consumidor, chocan con los valores de la escuela y de la cultura. A causa del imperio y de la influencia de la economía, la cultura ha perdido una gran parte de su legitimidad, lo que conlleva consecuencias empobrecedoras incluso en los programas escolares, conminados a adaptarse a esta evolución. Este desfase entre el curso de la civilización actual, la economía, y la cultura-la enseñanza, es un fenómeno reciente. No puede ser reabsorbido; dicho de otra forma: la crisis de la enseñanza solo puede perdurar. No se trata de demonizar a la economía, lo que sería ridículo, ni siquiera a la economía de mercado, lo que sería igualmente irrisorio, sino de insistir sobre el imperialismo de la economía, sobre el hecho de que se haya transformado en la regente de la vida colectiva, cuyos objetivos fija igual que fija los de la vida individual. Tomemos el concepto de infinitización. En él se fija el alma de la economía capitalista. Lo infinito por aumento ha llegado a ser, a partir el siglo XVIII, un valor. La infinitación es difícilmente compatible con el ideal de sabiduría desarrollado por las humanidades centradas en el límite. La sabiduría está vinculada a una auto-limitación – incluso el epicurismo nos convenció de ello. Calcar la infinitización –matriz del «siempre más», del culto del rendimiento que histeriza la vida cotidiana comportando una forma de guerra cada uno contra cada uno–-, propia de la economía, sobre el conjunto de la vida humana entra en contradicción con la enseñanza de las humanidades, con lo que las humanidades nos enseñan, con lo que pueden enseñarnos Montaigne y Pascal. Las humanidades, en armonía con la sabiduría antigua, proclaman: «nada más». La modernidad pregona: «siempre más» --consigna que se resume en la divisa olímpica «siempre más rápido, más alto, más lejos»--.

    Es necesario representarse la educación como un contra-poder frente a los poderes de fabricación del conformismo, en especial el del entretenimiento de masas. Vivimos en la sociedad del entretenimiento permanente; incluso la información y la política han sido devoradas por el entretenimiento. La educación humanista, por las humanidades, aparece como algo tan exótico, en el mundo moderno, como la vida monástica. El deseo contemporáneo: ¡que la educación se parezca a los medios de información, a Internet, a la televisión! ¡Que divierta y que no exista el aburrimiento¡ Y, sin embargo, su misión es ser el contra-poder frente a este universo. No en relación con el poder político, sino en relación con el poder espiritual contemporáneo, la máquina de fabricar conformismo que difunde entretenimiento (deporte, música, información, imágenes) de forma permanente, en flujo continuo. El entretenimiento nos envuelve, es el aire que respiramos. Corresponde a la educación mantenerse separada del entretenimiento. Cuando decimos que supone el ocio, es evidentemente fuera de los ocios. En nuestra sociedad, los ocios son una de las formas tomadas por el trabajo: son la continuación, durante el tiempo pretendidamente liberado por el trabajo,  de la producción en forma de consumo. Los ocios no son el ocio sino la labor. Consumir ocios es trabajar. Los ocios representan la labor por la vertiente consumo. Ir a esquiar, a la playa, a Disneyland, comprar CD, DVD, es trabajar – es favorecer la producción por el consumo. Leer un libro difícil, estudiar durante semanas, no es trabajar, no es hacer girar lo más rápido posible el eje producción/consumo; no participa más en el proceso de creación de riquezas que en el desarrollo económico – es lento, es estar en el ocio. Los ocios son el trabajo de otra forma. La educación se definiría más bien así: el ocio aparte de los ocios. El poder espiritual ya no pertenece a la Iglesia. El poder espiritual pertenece a los grandes medios de comunicación del entretenimiento. Ya no es la Iglesia quien da forma a lo imaginario; ya no es tampoco la escuela. Ya no es el Vaticano quien dirige el alma de los adolescentes, es MTV, Skyrock, les vídeo-clips, el sistema de deporte-espectáculo. En nuestra época el significado profundo del contra-poder aguanta en la resistencia a la barbarie y al vacío. Según el filósofo Karel Kosic la enfermedad de las sociedades modernas, análoga a la peste de la Edad Media por su  invencibilidad, es el vacío [13]. Es él, el vacío quien hace que el objetivo de la lectura ya no sea el cuidado del alma. ¡La escuela se deja invadir por este vacío! Es el vacío quien hace que la poseía y los poetas sean ignorados. ¡Nada se ha perdido tanto en el mundo actual como la poesía! Es el vacío quien folkloriza la cultura  –-incluido el recuerdo de los poetas-– transformando los asuntos más serios, los más graves, que pesan con la gravidez más consecuente, en festividades que divierten. ¡Rimbaud se ha transformado en un elemento del folklore de Charleville-Mézières, que figura en sus tarjetas postales! La propia historia, la disciplina histórica, se ha transformado en un pretexto para un vasto Barnum festivo que extiende su kitsch por toda Europa. ¡Fiestas medievales, conmemoraciones con trajes de época! No es el austero conocimiento histórico lo que está actuando en estas festividades kitsch, no es al difícil e ingrato trabajo del historiador a lo que uno se vincula; es al consumo eufórico e inmediato de historia disnéysada. Vacío y barbarie: la cultura se ha transformado en parque temático. Se podría definir así a la barbarie: la conversión de cualquier asunto serio, de la cultura y de la gravedad, en fiesta. Cultura y fiesta incluso se han convertido para nuestros contemporáneos, en sinónimos. ¡El homo festivus (para retomar la denominación creada por Philippe Muray  [14] ) se confunde con el hombre cultivado! La definición escolar de la cultura es algo distinto a la fiesta. La educación –-que culmina en la escuela-– ha de transformarse en una muralla contra la fiesta. Una fortaleza contra la festividad. La escuela está obligada a ser anti-festiva. La educación en su conjunto está obligada a ser anti-festividad. Educación, escuela – el contra-poder contra el poder del entretenimiento que lo transforma todo en fiesta. El contra-poder contra el poder de la fiesta. En pocas palabras, cuando analizamos la educación como un contra-poder, se trata de un contra-poder en relación con los poderes espirituales de nuestro tiempo, con los poderes barbarizantes, que transforman cualquier cosa seria en dibujos de cómic, diversión y fiesta.  

    Detrás de la cuestión de la educación se encierra la cuestión del hombre. Cualquier educación presupone evidentemente una respuesta a la pregunta: «¿qué es el hombre?» En el sentido de una antropología filosófica, como Kant la concebía. Para el filósofo de Königsberg, efectivamente, toda la filosofía se reducía a una antropología filosófica: «¿qué es el hombre?». No es una respuesta simplemente científica, como podría dar una de las ciencias humanas, la que espera esta pregunta, sino una respuesta mucho más rica y profunda, una respuesta filosófica. Inserida en un repliegue de esta pregunta, aparece otra pregunta que nuestro mundo moderno se da prisa en ocultar, y que, a pesar de ello, preside la educación: ¿qué es lo que el hombre debe ser? Así la pregunta « ¿qué soy? » desemboca necesariamente en otra pregunta « qué debo ser? ». Nuestra época está marcada por la influencia del pedagogismo. El conformismo del  pdeagogismo reside en el sofisma implícito siguiente: lo que el hombre debe ser corresponde a lo que es empíricamente. Ahora bien, lo que el hombre es empíricamente, bajo nuestros ojos, en la vida de cada día, no es lo que él es filosóficamente, en realidad. El hombre no es lo que se ve de él. El ser del hombre es algo invisible que solamente se alcanza con el pensamiento. A la pregunta « ¿qué es el hombre? » la respuesta no es: « los seres humanos con los que nos cruzamos cada día, ellos, vosotros, yo ». Aquel bajo su sombrero australiano, aquella con su minifalda a la última moda. El hombre es ante todo una idea; y como idea no existe ni en la naturaleza ni en la sociedad, sino solamente en el pensamiento. El ser del hombre es un concepto filosófico, no algo empírico. No algo con lo que nos cruzamos cada día en la calle. Ninguna sociología, ninguna psicología, ningún psicoanálisis puede decirnos qué es el hombre – porque estas ciencias piensan en plano. Decepcionan nuestra esperanza, que es la de la razón. La asociación de los verbos deber y ser – todavía presente en la sociología de Durkheim – ha desaparecido de la antropología a lo largo del siglo XX. Un relativismo tan mortal para el concepto de hombre como para el de deber-ser ha tomado el lugar de la aprehensión de la humanidad desarrollada por las ciencias humanas. La cuestión del hombre se ha transformado en la cuestión tabú de la cultura contemporánea porque implica una interrogación sobre el deber-ser, sobre la forma, dicho de otra manera, sobre una forma universal del hombre, qué es o qué ha de ser, que obligaría a estropear el relativismo antropológico contemporáneo. 

 

4. La escuela y la muerte del hombre

 

En 1966, en las últimas páginas de su gran libro Les Mots et les Choses, (Las Palabras y las Cosas), Michel Foucault estableció la constatación de « la muerte del hombre ». Lo que la cultura europea ha llamado hasta aquí «hombre» habría sido borrado. Resultado: ya no se puede hablar del ser humano contemporáneo como se hablaba del hombre. ¿Qué es lo que ha muerto exactamente con el hombre? El tema metafísico, la interioridad, la idea de hombre –-es decir, el zócalo de las humanidades que permitía educación y enseñanza en función de una mirada, una forma ideal de hombre--. Pero sobre todo, lo que ha muerto es el hombre como unidad universal. La unidad del hombre ha sufrido un estallido. El hombre ha muerto de tres venenos: las ciencias humanas, la reducción a la animalidad, la reducción a la máquina o al ordenador (inteligencia artificial). El primero de estos venenos resultó destructor para la cultura, favoreciendo la confusión entre cultura y modo de vida, obligando a emplear la palabra cultura en plural, cuando los otros dos impiden pensar la diferencia antropológica (la diferencia entre el hombre y los demás seres). ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el ideal de hombre a realizar? ¿Cómo encontrarlo, como definirlo? La cultura moderna es incapaz de dar una respuesta a estas preguntas, que no son más que una, que es la pregunta antropológica. Esta imposibilidad de responder a la pregunta del hombre de una forma que no sea un relativismo – esta desaparición histórica del ideal del hombre, verdadero crepúsculo – es la causa de la crisis de la educación. ¿Por qué está en crisis la educación? Acabamos de dar la respuesta. Sin embargo, no hay pensamiento posible de la educación, ni siquiera educación posible, sin respuesta previa a estas preguntas. Antes de la muerte del hombre, se sabía qué era un hombre, por lo tanto se podía pensar en la educación. La muerte del hombre tiene como consecuencia: la muerte de la educación. 

    Muerto el hombre, la pedagogía se ha centrado en el niño. El aumento en potencia del pedagogismo puerocentrista es una consecuencia histórica lógica de la muerte del hombre. Si el concepto de niño – por ejemplo cuando se quiere colocar  « al niño en el centro del sistema » - gusta tanto a nuestra época, es porque el niño no es un concepto normativo. El niño no es una forma. Basta con dejarle ser, dejarle expandirse. ¡Basta con dejar a un niño ser un niño! Dicho de otro modo, el niño no es un concepto al cual plegar la realidad, es un ser dado en el instante. El acento, en la educación contemporánea de tipo moderno (el pedagogismo), se ha desplazado del hombre hacia el niño. Es decir, del deber-ser universal hacia el ser presente. Así, el pedagogismo da testimonio de una crisis del futuro tanto como de una crisis de la metafísica. Precisemos: la muerte del hombre reside en la imposibilidad de pensar una esencia del hombre, una forma y un deber-ser válidos siempre y en todas partes, para todo futuro, universales.  Es también una crisis del tiempo. Incluso si, en el fondo, es una crisis de la metafísica en la medida en que lo que llamábamos « hombre» era un objeto metafísico. Paralelamente, no puede existir ningún concepto metafísico del niño parecido al del hombre, ya que el niño es un ser informe, todavía no formado, particular en devenir. Un niño, sugirió Aristóteles, es el hombre en qué ha de transformarse, el hombre que todavía no es. La esencia del niño es lo que todavía no es, el hombre. El niño solamente es por lo que todavía no es, el hombre. Metafísicamente, el niño se disuelve en el hombre. De ahí la profundidad abismal de la constatación (a condición de saberlo comprender) de Rousseau en Emile : «no conocemos en absoluto la infancia» [15]. Rousseau dice bien, porque el niño es el ser que no tiene realidad esencial propia. Y no puede tener. Esto quiere decir: es imposible, aunque Rousseau busque un saber sobre la infancia, acceder a un conocimiento, en términos metafísicos, de lo que es un niño. El niño es un agujero negro filosófico. Las ciencias humanas, con la psicología a la cabeza, intentarán ocupar el sitio marcado por esta necesaria ignorancia filosófica, para hacer creer que ellas saben qué es un niño. De la sustitución de la filosofía por la psicología, y su pretendido saber, procede el eslogan para-publicitario de uso político y pedagógico de «el niño en el centro del sistema». Pero es un niño sin horizonte. Que solo vale para él mismo aquí y ahora. 

¿Crisis de vida? ¿De la vida humana? No estamos hablando de una crisis de las condiciones de vida, sino de la esencia de la vida. De la vida en cuanto humana. Vivir como un hombre no es cómo vivir en general. No es cómo vivir animalmente, o maquinalmente, o cibernéticamente. Como el hombre ya no sabe qué es específicamente el hombre – solo lo sabe biológicamente, en una especie de zoo-universalismo que da lugar a un zoo-humanismo –, puesto que este saber se ha evaporado, el hombre ya no sabe ni por qué ni cómo vivir. Y sin embargo, era la gran pregunta de todas las sabidurías: ¿cómo vivir? No se puede fundamentar de forma seria una educación y una enseñanza mientras se sea incapaz de responder a la pregunta: «¿cómo vivir?». Las escuelas de sabiduría de la Antigüedad eran escuelas por dos razones: por una parte porque proponían una respuesta previa a la pregunta de «¿cómo vivir?» y, por otra, porque su enseñanza consistía, en el seno del ocio, en poner en práctica esta respuesta. Durante algunos decenios, la escuela republicana a la francesa, se basaba en respuestas claras a estas preguntas: «¿qué es un hombre?», «¿cómo vivir?» (objeto de la moral republicana). Y, cuando había crisis, no era todavía una crisis de vida. El hombre contemporáneo ya no responde a esta pregunta, «¿cómo vivir? », que le parece obscena; vive para consumir, vive para tener éxito, vive para no plantearse preguntas de tipo filosófico (porque son preguntas gratuitas, sin utilidad inmediata). No vive para que su vida sea un éxito en el sentido de las sabidurías filosóficas de antes, sino para tener éxito en la vida. Y, tener éxito en la vida hoy lleva a poder hacer alarde del consumo ostentoso – de ahí el famoso y patológico culto de las marcas. A poder consumir mañana un poco más que hoy. Hay crisis de la vida cuando el sentido de la vida se disuelve en el imperativo del éxito, cuando se pasa del «éxito de la vida» al «éxito en la vida». Cuando los que tienen éxito son izados al estatuto de modelos, de cánones antropológicos. Existieron en el pasado crisis de sociedad.  Existieron crisis de la cultura. Existieron crisis de la civilización. Pero nunca apareció una crisis de esta clase – una crisis de la vida humana, un tipo inédito y generalizado de crisis. Crisis de vida, crisis de la vida, algo inédito: por primera vez en la historia ya no se puede contestar a la pregunta del ser, ni del cómo, ni de la finalidad de la existencia humana. La crisis de la educación y la crisis de la enseñanza son ecos de una crisis mucho más profunda, de una crisis de vida, una crisis de la vida.

    Este mundo contemporáneo está afectado, en toda lógica, también por una crisis de la muerte, paralela a la crisis de la vida, que repercute fuertemente sobre la educación. Ya no se sabe qué es la muerte. La muerte humana, ¡no se quiere saber! Se rechaza la angustia que provoca, animalizándola. Pero ya no es objeto de meditación, como pudo serlo para Bossuet. Una civilización que no se atreve ya a pensar en la muerte –al contrario, entre miles de ejemplos, de la civilización francesa del gran siglo, de Bossuet, de Pascal, en Port-Royal, y en las profundidades de la vida cotidiana – está abocada a ocultar la vinculación entre la muerte y la educación, y por lo tanto a debilitar a esta última. Y sin embargo, ya lo hemos dicho, es porque hay muerte, por lo que hay educación y enseñanza. En lugar de pensar la muerte, nuestra sociedad apela a la ayuda, cuando la muerte ocurre, incluso en los centros escolares o universitarios, de las «células psicológicas » encargadas de eliminar a la muerte del campo de la inteligencia. 

    Nuestro tiempo es el de un  «presente líquido» (para recoger la fórmula de Zygmund Bauman [16]) que no favorece la educación. El líquido, como lo enseña este pensador, es la no-durabilidad de las estructuras y de las formas sociales – el líquido es la liquidación de lo sólido y durable. Tampoco favorece a la escuela, que nuestra época quiere líquida también ella, fluida y sin consistencia. Nuestra época trabaja para transformar las instituciones estables en gelatina. ¡Ha llegado el tiempo de la escuela mutada en materia gelatinosa! Hay como una incompatibilidad entre esta época y la educación, a pesar de las apariencias contrarias (todos los interminables y agotadores discursos sobre «la sociedad del saber»). Los pilares de la educación –la gratuidad, el ocio– entran en disidencia en relación a esta época «líquida» que da preferencia a lo útil e inmediatamente eficaz. Incluso los fundamentos –una idea filosófica del hombre y de su deber-ser– entran también en esa disidencia.  

    Ya no se sabe ni educar ni enseñar porque ya no se sabe no cómo ni por qué vivir. La doble crisis de la enseñanza y de la educación no puede ser considerada como  simple crisis de sociedad, o de civilización, sino que debe ser analizada como una crisis de vida que pone en juego la desaparición de la imagen unitaria, unificada, del hombre, del lugar del hombre en la vida, del vivir humanamente, es decir, es un elemento de una crisis metafísica. Por ello, la enseñanza –conducir, gracias al ocio, hacia el país del pensamiento, siendo a la vez un contra-poder que hace posible la toma de distancia y el desprendimiento de sí mismo y de la sociedad– ya no consigue hacer reconocer su legitimidad, porque sus fundamentos filosóficos han sido olvidados o declarados muertos. La crisis de la educación, la crisis de la enseñanza, no es ni una crisis sociológica, ni una crisis pedagógica. Es una crisis metafísica, de la que solamente se puede salir mediante una reconstrucción de la idea racional del hombre.  

 

NOTAS

 

[1] Charles Péguy, Pour la rentrée, Gallimard, Oeuvres complètes, Tomo I, La Pléiade, p. 1390

[2] GWF Hegel, Leçons sur l’Histoire de la philosophie (cours de 1816), Paris, Gallimard, « Folio », 1990, páginas 24-25.

[3] Hannah Arendt, La Vie de l’esprit I.La pensée (1978), Paris, PUF, 1981, p. 105.

[4] Aristote, La Métaphysique, 980a 21-25, Paris, Vrin, 1974, p.2

[5] Platon, La République, VII, 515e-516b

[6] Pierre Cassou-Noguès, Les Démons de Gödel, Paris, Seuil, 2007, p.65

[7] Platon, Phédon, 64e, Paris, Garnier-Flammarion, 1991, p.213

[8] Platon, Phédon,65c-d, Paris, Garnier-Flammarion, 1991, páginas 214-215.

[9] Jean-Claude Michéa, L’Enseignement de l’ignorance, Castelnau-le-Lez, Climats, 1999.

[10] Jean-Jacques Rousseau, Emile (1760), Œuvres complètes, Gallimard, « La Pléiade », vol.IV, p. 248.

[11] Philippe Meirieu et Marc Guiraud, L’école ou la guerre civile, Paris, Plon, 1997.            

[12] Robert Redeker, Le Sport contre les peuples, Paris, Berg International, 2002.

[13] Karel Kosic, La Crise des Temps Modernes  (1990), Paris, les Editions de la Passion, 2003, p.129.

[14] Philippe Muray, Après l’Histoire (2000), Paris, Gallimard, « Tel », 2007, p. 19.

[15] Jean-Jacques Rousseau, Emile (1760), Œuvres complètes, Gallimard, « La Pléiade », vol.IV, p.241.

[16] Zygmund Bauman, Le Présent liquide, Paris, Seuil, 2007.

 

* * *

 


[1] Conferencia de Barcelona, 18 de octubre de  2007. Traducción española de Maria- Dolores Taulat, aquí y allá modificada.

 

Rincón de la cita

Toda sociedad articula y transmite unos saberes. Así pues, si lo que se cree es que éstos son inanes, sólo queda una postura coherente, que consiste en soñar con la desaparición de toda sociedad, cualquiera que sea: no hay saber que valga porque no hay sociedad que valga, éste sería el teorema. [...] Lo que hoy proclama la divinidad es que la escuela es inútil y superflua; exige abolir los saberes: se la sirve con todas las fuerzas que se han podido reunir - gracias a la escuela y a los saberes. (Jean-Claude Milner).

Examinar la propia vida

(Sócrates / Platón)

La filosofía como actitud existencial (M. García-Baró)

Educar: ¿permitir o transmitir?

Reivindicación filosófica de la infancia (M. García-Baró)

La vita activa y la condición humana (Hannah Arendt)

La vergüenza prometeica. El deseo de ser cosa (G. Anders)

Ensimismamiento y alteración

(José Ortega y Gasset)

¿Qué es actuar deliberadamente?

(Christine Korsgaard)

¿Por qué nos asusta tanto ser libres? (Erich Fromm)

La temporalidad de la existencia humana

José Bergamín

Vladimir Jankélévitch

y explicación

El hombre existe comprendiendo un sentido

Martin Heidegger

El ser encarnado, punto central de la reflexión filosófica

Gabriel Marcel

(Filosofía concreta)

Existencia, libertad y desamparo

Jean-Paul Sartre

(El Existencialismo es un humanismo)

El sentido de "mi vida": identidad y profundidad (G. Marcel)

El rostro o mi responsabilidad para con el Otro

Emmanuel Levinas

La realidad escamoteada por la imagen (Günther Anders)

De la ciudad festivizada

(Philippe Muray)

Radiografía del hombre-masa

(José Ortega y Gasset)

Democracia liberal frente a Totalitarismo

(Tzvetan Todorov)

Marx y Tocqueville: la dimensión simbólica de los Derechos humanos

(Claude Lefort)

¿Es el Humanitarismo el final de la política?

(Pierre Manent)

Los tres paradigmas del pensamiento social y político

(Philippe Nemo)

Cine, teatro, pensamiento

Como el agua que fluye

Manuel R. Avis