MUERTE AL TAMAGOCHI

(mayo de 1998)

 

Philippe Muray (1945-2006)

 

En este mundo sin espíritu, lo que sucede es que el espíritu viene a los objetos; o, al menos, que éstos imitan el azar que se ha eclipsado en todas partes. Bien que mal, y a su modo, recrean entonces esas “condiciones desfavorables” que el poder autocrático de la Seguridad ha hecho desaparecer para mayor desdicha de los hombres, aunque por lo general se les haya convencido de que era por su felicidad. Recomponen esa “selva” cuya ausencia -decía Nietzsche- hace que algunos individuos “enfermen”, transfor­mán­dolos entonces en “criminales”.

 

    Por doquier celebrados, aplaudidos, pregonados como conquistas fundamentales de la época que empieza, los propios fenómenos virtuales se ponen, ellos mismos, a producir efectos visibles. Aunque su éxito se deba al aspecto festivo que desde el principio presentan (es decir, desprovistos de orígenes, de referencias, de dimensiones históricas, de riesgo de conflictos y contradicciones), los fenómenos virtuales pueden incluso así, entre ciertas manos aún ineptas -todavía humanas, pues-, convertirse en algo distinto de lo que estaban destinados a ser, y revolverse dialécticamente contra sus usuarios, los cuales se imaginan, con la fe puesta en los folletos publicitarios y turísticos que alaban sus cualidades, no tener más que disfrutar de ellos sin tener que hacer nada a cambio. Cuando Homo festivus, el hombre no problemático, triunfa e invade el planeta, son las cosas que él utiliza las que se autonomizan y rebelan para ponerle un pleito (o incluso alienarlo, como se habría dicho antes). De este modo, aún le es dado conocer algunas pobres aventuras y ciertas catástrofes que le ofrecen la impresión de que nada ha cambiado en el reino de la irrealidad programada.

 

    Entre otras tantas invenciones de nuestra época fecunda en hallazgos aberrantes, entre tantas pacotillas bricoleadas con alborozo y adoptadas por todos con un buen humor igualmente destacable, el “tamagochi” parece tener una significación especial­mente rica. Creado en Japón, bautizado “tamagochi” debido a su forma ovoidea (literalmente “adorable huevecito”), este enredo ridículo también causa furor en Francia desde hace meses [y en España]. Explota los últimos hallazgos  de la técnica electrónica y consiste en un minúsculo objeto en cuyo interior “vive” un pequeño personaje, un bebé dinosaurio, un pollito o incluso un humano en la cuna, al que su propietario debe mantener, criar, alimentar, al que tiene el deber de poner los pañales, acostar y mimar como si entre sus manos tuviera el destino de un recién nacido.

 

    Empezó siendo concebido como un juguete reservado a las niñas pequeñas, sin duda porque nos obstinamos en suponerles inclinaciones maternales especiales; pero enseguida conoció un éxito parecido entre los jóvenes, lo que demuestra que los pequeños machos son en lo sucesivo mamás como las otras. Pero todavía ha seducido más a los adultos, lo cual prueba perfectamente que éstos son asimismo unos niños como todo el mundo. Tras haber recorrido así todo el campo de la indiferenciación con­tem­poránea, es decir, el territorio propiamente acósmico por el que circula libremente Homo festivus y en el que está decidido a que nada le perturbe cuando se dedica a las diversas operaciones que siempre se reducen a actividades turísticas, los “tamagochis” subyugan el planeta en su calidad de bebés de reemplazo. Y no es azaroso que esos “adorables huevecitos” triunfen al mismo tiempo que la infancia conoce una mutación sin precedentes. No es azaroso si aparecen en el momento en el que la procreación se halla en el centro de un conjunto de extraordinarias metamorfosis (que a toda prisa camuflamos sacralizando el nacimiento mismo, cosa que no cabe ejemplificar en el pasado); en el momento en el que las familias “hechas añicos” intentan recomponerse en torno a niños que ya no lo son verdaderamente; y en el que los medios de difusión hacen que crezca en potencia tanto como ponen de manifiesto el flagelo “pedófilo”, cuyos negros prestigios extienden como una pantalla destinada a quitar de la vista de todos la debacle histórica de las diferencias sexuales y a tornar imposible el análisis crítico de esta debacle, así como de sus consecuencias en todos los ámbitos.

 

    Convirtiendo en vedettes a sus enemigos es como Homo festivus saca la mejor tajada de su poder, y la más duradera. En festivoesfera, es decir, en este Imperio que ha perdido a su Otro -a su opuesto, a sus oponentes, a sus antagonistas, a sus contradictores- y en el que incluso las viejas nociones de distancia, de separación, de alejamiento apenas ya significan nada, las discordancias hay que recrearlas, igual que todo lo demás. Deben ser reconstruidas en todas sus piezas, y después ser conservadas cual peligros protegidos, pues este Imperio necesita birrias para ser apreciado en su justo valor, y también márgenes lo bastante sórdidos como para disuadir a cualquiera de ceder a la tentación de criticarle desde el exterior: únicamente la crítica interna, solidaria con el “sistema”, le parece digna de fomento. Gracias a los pedófilos (entre otros), y en contraste con éstos, Homo festivus puede estar seguro de que a él se le encontrará siempre más deseable, cosa no muy difícil; y, sobre todo, nadie percibirá que sobre lo que él reina es sobre un sistema presa de la más virulenta y más odiosa de las pedofilias: frente al muestrario de los siniestros crímenes de cualquier pervertido, ¿a quién se le va a ocurrir preguntarse sobre la perversión legal de los publicistas, por ejemplo, y sobre la de los vendedores vorazmente propensos al deleitoso fenómeno de los bebés prescriptores (esos insoportables neo-niños que, en número creciente, deciden qué deben comprar sus padres, desde los potitos de papillas que incluso antes de saber hablar muestran con la mano a su madre en los estantes de los supermercados, hasta la marca del coche que deberá elegir)? El mundo hiperfestivo es ante todo un reino cuyo rey es Bebé (1).

 

    Sucede igualmente que se convierte en su pesadilla. A los niños prescriptores les hacen entonces eco los babies killers, esos homicidas en pantalón corto que, al parecer, los Estados Unidos vieron nacer, pero que ahora se extienden un poco por todas partes. Hundido el principio de realidad (era el mundo adulto), al niño mutante no le queda ya ninguna razón para intentar desprenderse del principio de placer, el cual tampoco es ya un momento de lo real –como antes-, sino un universo coherente y permanente, un vasto dominio autónomo, encantado, en el que es posible habitar legítimamente a su antojo tanto tiempo cuanto se quiera. ¿De dónde podría llegarle una refutación? ¿Desde qué lugar ajeno al país de las maravillas de nuestra pedoesfera? Antes, algunas novelas sacaron a escena niños abandonados a sí mismos en islas perdidas: El Señor de las moscas o Dos años de vacaciones. Sin olvidar, más recientemente, el cruel episodio de “la isla de los niños” en Le livre du rire et de l’oubli de Kundera. Pero el fenómeno de la República de los niños, con sus consecuencias generalmente dramáticas, ya no puede ser localizado ni quizá sea siquiera narrable, puesto que ya no queda nada para divergir de él. En adelante, al niño al que, como nunca, sacralizan los falsos adultos de hoy tras, por lo demás, haberlo fabricado según técnicas totalmente nuevas, replica punto por punto y golpe a golpe el niño criminal, como el pastor a la pastora, y además en una especie de escalada mutua eufórica, signo también ésta de lo carnavalesco, aunque éste sea sangriento. Hemos tenido al adolescente de Cuers, que asesinó a tres de sus allegados y a otras catorce personas pilladas al azar en las calles. También a Véronique y a Sébastien, los famosos “asesinos natos” de Gournay-sur-Marne. Y muchos otros más, como el estudiante de un instituto de Bar-le-Duc, brillante e incluso superdotado, lector de Nietzsche y de Rimbaud, que había previsto liquidar a toda su familia pero que, finalmente, se limitó a sus dos jóvenes hermanos de trece y nueve años, a los que masacró con una picadora de carne y un cuchillo de cocina, antes de ir a ver a su “psi” y rogarle que avisara a la policía.

 

    El niño ha cambiado de sustancia, de naturaleza, de psicología; pero como el adulto también ha cambiado, y en las mismas proporciones, éste apenas se ha enterado. A ello se debe que todo el mundo hable de “niños” y de “adultos” sin advertir que estas apelaciones ya no remiten a nada conocido; y que el Occidente, con la nueva forma de arrogancia imbécil que le caracteriza, se empeña en exportar su “modelo” de niño (en adelante, por definición, criminal, aunque sólo sea en las innobles condiciones publicitarias de su supervivencia actual) por todo el planeta; y, desde lo alto de su desastre general, se afana en darles lecciones, intentando boicotearles, a los países en los que sigue existiendo el “trabajo infantil” (véase, en algunas grandes tiendas, la grotesca campaña reciente “Libera tus trapos”, acompañada del siniestro eslogan “Pon ética en la etiqueta”), sin, por supuesto, olvidar la guinda del “turismo sexual”.

 

    A medida que el niño se iba transformando, la idea que los adultos se hacían de los niños se metamorfoseaba al mismo ritmo. En el mundo de la desaparición de la realidad, en el mundo del no-aprendizaje de la vida concreta, el derecho a un niño deriva también del principio de placer. Y el bebé es un combate, como lo proclamaba una emisión televisiva hace unos meses. Lo cual prueba, una vez más, que hemos acabado de verdad con la Historia, el combate, las grandes “luchas a muerte por el reconocimiento” (en festivoesfera, también los combates han de ser recreados pieza a pieza). Y si en lo sucesivo existe un derecho al niño para el adulto, recíprocamente existen unos derechos del niño, cuya hilarante Declaración ha sido cuidadosamente cocinada por la ONU. En circunstancias así, lo que desaparece es el tiempo mismo y su despliegue: ya no tienen cabida ni la maduración ni el envejecimiento. La era hiperfestiva es la de un tiempo sin tiempo. Esta inmaterialidad suplementaria es favorable, como las otras, para perpetuar el principio de placer, al que el principio de realidad no viene ya a ponerle traba alguna. Y el niño que mata a sus padres o masacra a sus hermanos pequeños pone, a su manera, de manifiesto que el principio de realidad se ha desmoronado y que ya no hay disensión entre el sueño (ser huérfano) y lo real (adaptarse). Quizás el pedófilo –que también realiza un sueño (poseer el objeto de su deseo) y desprecia la ley (incluida la del tiempo)- lo único que hace sea avanzar en criminalidad.

 

    En este clima general de irrealización ilimitada es en el que aparece el “tamagochi”, como revelador de lo que hoy es cualquier niño concreto a los ojos de un adulto (a los ojos de alguien auto-anulado como tal adulto), y como síntoma de lo que realmente tienen los sucedáneos de adultos de ahora cuando tienen hijos. También en estas condiciones especiales es en las que puede acaecerle a este juguete virtual que produzca, “en lo real”, unos efectos que le costaría mucho inventar a lo real mismo, desinfectado de la amenaza de lo negativo y presa de una asepsia radical. En adelante, y a condición de frecuentar locales de empresa, podemos ya ver cómo unos empleados abandonan a toda prisa el monitor ante el que trabajan y, con aire preocupado, precipitarse en un rincón para, lívidos, alimentar a su “adorable huevecito” porque éste acaba de darle recuerdos lanzando unos bip-bip desgarradores. En esos momentos, sería ilusorio llamar la atención del salvador angustiado sobre el hecho de que lo que tiene entre manos no es más que un vulgar trasto desprovisto de toda existencia, no más que una quimera electrónica privada de vida, de identidad y, por supuesto, de destino. En nuestro mundo en proceso de pacificación, si ya apenas queda diferencia entre el universo humano y el universo animal, no hay mucha más entre estos dos y el universo virtual. Si la distinción entre humano y no-humano se borra, no se ve por qué los objetos –ellos también- no habrían de beneficiarse de un reconocimiento pleno e íntegro (salvo que estemos dispuestos a correr el riesgo de hacerles padecer un régimen de segregación de lo más abusivo). Y esto, tanto más cuanto que, como sucede en este caso, el “tamagochi” es un objeto adecuado para enternecer, emocionar, sacudir a una humanidad que –hay que decirlo- ya no se preocupa en absoluto de saber si es la gallina la que pone el huevo o es el huevo el que pone a la gallina. Por otro lado, ya ni siquiera hay gallina ni huevo. A su manera, el “tamagochi” realiza casi idealmente el sueño de la reproducción asexuada, de la procreación autista (sin padre y sin madre) que, quizás algún día, sea para todos el colmo de la festivofilia en lo que a engendrar se refiere.

 

    Es un juguete, pero no es sólo un juguete. También es una especie de pequeño “ser” al que le pasan cosas: tiene hambre, tiene sueño, puede ser víctima de accidentes si nadie se ocupa de él. De esta manera, el azar, forzosamente erradicado en pro de la seguridad general, resulta más o menos restaurado, de forma paródica, y todo el mundo está contento. Un minúsculo suceso del último mes ilustra esta situación y le ofrece una prolongación novelesca que la mayoría de los novelista actuales se las verían canutas para inventar.

 

    La cosa sucede en una carretera del Mediodía francés, cerca de La Ciotat. Bruscamente, mientras está conduciendo su coche, una joven es alertada por su “tamagochi”: éste, enganchado a su llave de contacto, se pone a lanzar gritos de agonía. Instalado junto a ella, en el asiento del pasajero, el hombre que la acompaña se precipita para alimentar al bebé electrónico e intentar arrebatárselo a una muerte segura. Sin dejar de circular, la conductora vigila esa delicada operación. Está angustiada. Se alarma. El temor de perder a su “bebé” le hace olvidar que está conduciendo, y que no se trata de un bebé. Por un instante, su propia presencia, en esa carretera a pesar de todo real, se borra de su mente. Ese “tamagochi” agonizante, ese objeto que, por sí mismo, es la anulación de la realidad, anula su existencia en ese coche y a su volante. En esto, arrolla a dos ciclistas que se equivocaron al circular a la vez que ella por la misma carretera, dos individuos que tenían la desgracia de pertenecer aún al viejo mundo de los vivos o, más bien, al mundo de los vivos a la antigua.

 

    El primero murió en el acto. El otro fue transportado al hospital en un estado grave.

 

    Pero lo que la historia no dice –y bien que lo sentimos- es si el “tamagochi” pudo ser salvado.



(1) Este rey, por supuesto, está como todos los reyes rodeado de bufones. Pero la razón de ser de éstos no tiene nada de contestatario, al revés de la función que desempeñaban ordinariamente los bufones de antaño. Los bufones del nuevo rey, generalmente investigadores, profesores, asalariados del CSIC o de otros sitios, ya no tienen energía más que para multiplicar las intervenciones aprobatorias. Inundan los periódicos con “tribunas” entusiastas cuyo único objetivo no es otro que aplaudir a lo que viene. Así, en Le Monde, un director del Centro de investigaciones sociológicas de la familia, tras haber criticado agriamente a los últimos nostálgicos de la familia a la antigua, sometida a una autoridad paterna central, recordaba que el grupo familiar nunca tiene en suma más utilidad que la de preparar hoy a los niños para que evolucionen en la sociedad de mañana. “Ahora bien –proseguía-, todas las previsiones nos anuncian que el mundo de mañana requerirá individuos autónomos, capaces de dar muestras de flexibilidad.” A este director del Centro de investigaciones le parece pues urgente incitar a las familias para que privilegien la eclosión de ese nuevo individuo flexible, de ese maravilloso hombre-chicle, de ese personaje elástico, maleable y plegable, al que está claro que no se le dejará la cualidad de “individuo” más que como premio de consolación; y a título puramente simbólico (agosto de 1998).

[Traducción de Jesús María Ayuso Díez]

 

De la era que comienza

(enero de 1998)

(Philippe Muray)

De la ciudad festivizada

(febrero de 1998)

(Philippe Muray)

De las catástrofes

(febrero de 1998)

Philippe Muray

Del arte contemporáneo

(marzo de 1998)

(Philippe Muray)