El sustrato ético de la política

Václav Havel (l936-2011)

 

[EL PEOR ENEMIGO ESTÁ EN CADA UNO DE NOSOTROS]

 

Aprendamos nosotros y enseñemos a los demás que la po­lí­ti­ca debería expresar el deseo de contribuir al bien de la co­mu­­nidad, no la necesidad de engañar o violar a la co­mu­ni­dad. Aprendamos nosotros y enseñemos a los demás que la po­­lítica no ha de ser forzo­sa­mente un arte de lo posible –-ten­go en mente, en primer lugar, las espe­cu­­la­ciones, los cál­cu­los, las intri­gas, los acuerdos se­cre­tos y las maniobras prag­máticas-- y que puede ser el arte de lo imposible, es de­cir, de hacer cambiar para bien a cada uno de nosotros y al mundo. […] En el día de hoy, el peor enemigo está representado por nuestros propios defectos –la indi­fe­ren­cia por los asuntos de la comunidad, la vanidad, la am­bición, el egoísmo, las pre­ten­­siones personales y la rivalidad-. La batalla principal aún nos espera en este campo. (Discurso de Año Nuevo de Václav Havel, Presidente de la República Checa).


 

[CONTRA LA INDIFERENCIA CÓMPLICE]

 

Hasta podemos afirmar que todos somos abierta­mente sobor­nados: si aceptas en una empresa algún cargo (pero no como medio para servir a la mayoría, sino para ser­vir a la dirección de la empresa), se te reco­nocen tales y cuales ventajas; si te afi­lias a la Unión de la Juventud, obtendrás el derecho y los medios para par­ticipar en diferentes distracciones; si participas como creador en algunas actividades ofi­cia­­les, se te ofrecerán distintas oportun­i­dades para crear... Se te consiente pensar lo que quieras, pero de cara al exterior has de estar de acuer­do, no buscar proble­mas, re­primir tu interés por la verdad y tu conciencia: sólo entonces ten­drás todas las puertas abiertas.

   Pero, si para que los hombres puedan realizarse en la sociedad se toma como base este ‘principio de la adap­tación exterior’, ¿cómo se podrán movilizar las cua­li­­dades de los mismos y a qué tipo de gente se dejará llegar a las primeras filas?

    Existe un espacio entre defenderse del mundo movidos por el miedo y conquis­tarlo agresivamente motivados por el afán de las ventajas personales; este espacio no debemos descuidarlo porque contribuye de manera im­portante a crear el clima moral de ‘la sociedad unida’ del presente. Estoy refiriéndome a la indiferencia y a todo lo que se relacióna con ella.

Parece como si la gente hubiera perdido la fe en el futuro, como si ya no creyera en la rectificación de los asuntos comu­ni­tarios ni en el sentido de la lucha por la verdad y el derecho […]. Adoptan una actitud resignada ante todo lo que quede más allá de la atención diaria a su seguridad personal; buscan las más di­ver­sas formas de evasión; caen en la apatía, en el desinterés por los valores superiores, se desinteresan del prójimo, se vuelven espi­ri­tualmente pasivos y les agobia la depresión. Y quien trate de resistir negándose, por ejemplo, a aceptar el principio de la hipo­cre­sía como punto de partida existencial y cuestiones el valor de la autor­rea­lización pagada con el enajena­miento, es consi­de­rado por su entorno -cada día más indiferente- como un ser raro, un loco o un Don Qui­jote. Al final, es recibido inevitablemente con cierto rechazo, como todo el que se comporta de otra manera que los demás y que, por añadidura, constitu­ye el espejo crítico de quienes viven a su alrededor. Existe otra posibilidad: aparente­mente, la comunidad -ya indiferente- expulsa de su seno a tales individuos o los margina, tal como se le pide, aunque en secreto o en privado simpatiza con ellos, esperando que mediante esta encubierta simpatía por un comportamiento que quisiera para sí se tranquilice su concienca.

    No obstante y de forma paradójica, esta indiferencia repre­senta un factor social muy activo: ¿acaso no van muchos a las urnas, a las reuniones y se afilian a las or­ga­nizaciones oficiales, más por indiferencia que por miedo? ¿No es con fre­cuencia el aparente buen funcionamiento del respaldo político al régimen una cuestión de ru­tina, un hábito, automatismo y comodidad, que camufla en realidad la re­sig­na­ción total? No sólo no se cree en estos ritos políticos, sino que no tiene sentido par­ti­­ci­par en ellos, pero al menos aseguran la tranqui­lidad. Entonces, ¿qué sentido ten­­dría el no participar? Nada se lograría y, encima, se perdería esa tran­qui­lidad.

    A la mayoría de la gente no le gusta vivir en con­flicto perma­nen­te con el poder social, menos aún por­que tal conflicto puede con­cluir en la derrota del indi­viduo ais­lado. ¿Por qué entonces no ha­ría cada uno lo que se le pide? No le cuesta nada y, con el tiem­po, hasta deja de pensar: no vale siquiera la pena reflexionar sobre ello.

La desesperación conduce a la apatía, la apatía a la adap­ta­ción, ésta a la rutina (el fenómeno se presenta luego como una prue­ba de la actividad política de las masas). En su conjunto, es­to representa la base actual del llamado comportamiento nor­mal. Pero, en realidad, se trata de una idea sumamente pesimista.

Cuán más profunda es la resignación del ser humano en rela­ción con la posibi­li­dad de una rectificación global de las cosas y, de manera general, en relación con todos los valores y objetivos superiores. En otras palabras, en lo que respecta a la posi­bi­lidad de actuar ‘hacia fuera’, el individuo vuelca con mayor intensidad su energía hacia donde encuentra obstáculos relativamente me­no­res: ‘hacia dentro’. La gente piensa mucho más en sí, en su hogar, su familia, su casa porque ahí es donde encuentra la tran­qui­lidad, puede olvidarse de todas las tonterías del mundo y des­arrollar libremente su actividad creadora. Buscan, pues, muebles para la casa y cosas bonitas para elevar la calidad de vida, para hacer ésta más agradable; constru­yen casas en el campo, se dedican a sus coches, prestan más atención a la comida, la ropa y la comodi­dad casera. En una palabra: se orientan primordial­men­te hacia los parámetros materiales de su existencia pri­vada. […] Al centrar todo el interés del ser humano en asuntos estric­tamente con­sumistas, se pretende privarlo de la capacidad de perci­bir en qué medida crece su violación espiritual, política y moral; al convertirlo en nuevo portador unidi­mensional de los ideales de la so­cie­dad consumista pri­maria, se persigue reducirlo a material dócil para una mani­pu­lación global. Hay que reprimir en su inicio cualquier peligro de deseo o de aspi­ra­ción a cual­quiera de las inmensas e imprevisibles posibilidades que puede tener como persona, encerrándolo en el mísero hori­zonte de las posi­bilidades que se le ofrecen como con­sumidor […].

  Todo parece señalar que el poder social se comporta de forma adecuada para crear un ente cuyo único ob­jetivo consiste en sobrevivir. Al tratar de mantener el camino de la menor resis­ten­cia, no tiene miramientos en cuanto al precio pagado: esto repre­senta un duro ataque a la integridad humana, una brutal limi­tación del ser humano como tal.

   Al mismo tiempo, este poder social legitima con una persis­tencia obsesiva su ideología revolucionaria, lle­vando ésta además en sí el ideal de la liberación multi­lateral del ser humano [...] Pero ¿dónde ha quedado el ser humano desarrollado de forma global, armoniosa y auténtica, un ser humano liberado del dominio de los aparatos so­cia­les enajenadores, de la mistificada jerar­quía de valores y liber­ta­des vitales, de la dictadura de la propiedad y del poder feti­chista del dinero; un ser humano que goce plenamente de la justicia social y jurí­dica, participe de forma creadora en el poder eco­nómico y polí­ti­co, elevado en su dignidad humana y devuelto a sí mismo? Al final, en sustitución de la libre participación en las decisiones económicas, a cambio de una inter­vención amplia en la vida política y de un desarrollo espi­ritual libre, tan sólo se le ofrece al ser humano la posibi­lidad de decidir libremente el modelo de frigorífico o lavadora que se comprará. (Václav Havel, ‘Carta a Gustáv Husák [l975]).

 

 

LA POLÍTICA Y LA CONCIENCIA (l984)

 

No puedo liberarme de la impresión de que, por ahora, muchos hombres de Oc­ci­dente han com­pren­dido muy poco de lo que está ocurriendo en estos mo­men­tos.

    Analizando una vez más por ejemplo las dos alternativas polí­ti­cas básicas entre las que oscila actualmente el intelectual cocí­dental, creo que de hecho se trata sólo de dos formas diferentes de acep­tación del juego que el poder impersonal ha ofre­cido al hombre; o sea, sólo dos maneras distintas de marchar hacia una tota­li­za­ción general. Una variante de ‘la aceptación del juego’ la constituye el juego del inte­lecto personal con el secreto de la materia –este ‘jugar a ser Dios’-, es decir, nuevos y repetidos intentos de justificar la necesidad de armas hiper­des­tructivas des­ti­nadas a ‘la defensa de la democracia’, y que sólo ayudan a que la democracia siga degradándose hasta vol­verse esa ‘ficción inhabitable’ en que se ha convertido hace mucho el socialismo en nuestra parte de Europa [sometida a la URSS].

   La otra variante de aceptación del mismo juego la constituye un embudo seductor que está succionando a muchos hombres sinceros y buenos, que se llama ‘la lucha por la paz’. Mi afir­mación no tiene una validez general, pero muchas veces me pa­rece como si ese embudo lo hubiera construido también ese pérfido poder impersonal que todo lo penetra, de manera que hubiera tendido así una celada al hombre en forma de la más poé­tica colonización de su conciencia […]. ¡En este mundo de tra­di­ciones racionalistas y de conceptos ideológicos, no existe una for­ma mejor de neutralizar al hombre honesto y amante de la liber­tad (la principal amenaza para todo poder impersonal) que la de ofrecerle una tesis, si es posible simple y con todas las carac­te­­­­rísticas aparentes de una meta benéfica! ¿Podéis imaginaros otra cosa mejor que la posibilidad de luchar contra la guerra, que pue­da encantar, emplear y ocupar más eficazmente una mente justa, y por lo tanto neutralizarla intelec­tual­mente? ¿De qué otro modo podríamos realizar con mayor habilidad esta pacificación de la mente que ir engañando al hombre con la ilusión de que él solo puede conjurar la guerra haciendo fracasar la instalación de armas, aunque éstas serán instaladas a pesar de sus esfuerzos? Difícilmente encon­traríamos una forma más fácil de totalizar el pen­sar de la gente; puesto que, cuanto más evidente resulta la ins­talación de las armas a pesar de todos los esfuerzos, tanto más rápidamente se radicaliza, fanatiza y final­men­te enajena a sí mis­ma la mente del hombre que se ha identificado plenamente con la meta de impedir esa instalación. Así, el hombre que em­pren­dió su camino con la más noble intención acaba al final apa­re­ciendo justo allí donde el poder impersonal quiere tenerlo: en los raíles del pensar totalitario, donde deja de pertenecerse a sí mismo y renuncia a su propio juicio y a su propia conciencia en be­neficio de ‘otra ficción inhabitable’. Si alcanzamos esta meta, es ya secundario el nombre que se le dé a la ficción: ‘el bienestar de la huma­nidad’, ‘el socialismo’ o ‘la paz’. Es cierto que, desde el punto de vista de la defensa y los intereses del mundo oc­ci­den­tal, no es plenamente justificable afirmar ‘mejor rojo que muer­to’; mas, desde el punto de vista del poder impersonal glo­bal (el llamado ‘planetario’ o, descriptivamente, el poder por en­ci­ma de los bloques [comunista y capitalista]), se trata de una tentación total­mente diabólica por su omnipresencia, y no pue­de desearse otra cosa mejor: semejante consigna es una se­ñal infalible de que quien está vociferando ha renun­ciado a su hu­manidad enten­dida como la capacidad de garantizar per­so­nal­mente algo que le supera; o sea, sacrificar en un caso límite has­ta su vida a ese sentido.

Patöcka escribió una vez que no vale la pe­na vivir la idea que no está dispuesta a sacrificarse a su propio sen­tido. Pero en el mundo de esa vida y de esa ‘paz’ (es decir, ‘el gobierno de cada día’) nacen las guerras con mayor facilidad: en él falta la única y genuina barrera moral contra éstas, la ga­ran­­tizada por el ánimo de contar con el supremo sa­crificio. Las puertas al ‘aseguramiento irraciónal de los inte­re­ses’ han sido abiertas de par en par. La ausencia de héroes conscientes de por qué mue­ren, representa el primer paso hacia mon­to­nes de cadáveres de los que mueren como si se tra­­tara de un rebaño de ovejas. En otras palabras: el lema ‘mejor rojo que muerto’ no me irrita co­mo una manifestación de capitulación ante la Unión Soviética, sino que me aterroriza como una ex­presión de la renuncia del hombre occidental al sen­tido de la vida y como muestra de su inte­gra­ción en el poder im­per­sonal como tal. La consigna dice en realidad esto otro: no hay nada por lo que sacri­fi­car la vida. Ahora bien, sin el horizonte del máximo sacrificio [el de la pro­pia vida], cualquier sacrificio pierde su norte o no vale la pena. Nada tiene sentido. Es una filosofía de nega­ción de la hu­ma­nidad. Y esa filosofía sólo ayuda política­mente a la totalidad so­viética; pero además crea la totalidad occidental.

   Dicho con pocas palabras: no puedo quitarme de encima la impresión de que la cultura occidental está amenazada más por sí misma que por los misiles SS-20. Cuando un día un estudiante de la izquierda francesa me dijo con un brillo sincero en los ojos que Gulag era un im­pues­to pagado a los ideales del socialismo y que Solzhenit­sin era un hombre personalmente amargado, una honda nos­tal­gia se adueñó de mí. ¿Significaba que Europa es real­mente incapaz de aprender de su propia historia? ¿Es que el simpático mu­cha­cho no comprenderá jamás que hasta el proyecto más su­ges­­ti­vo, como es el del ‘bienestar público’, prue­ba su inhuma­ni­dad en el momento en que necesita una sola muerte invo­lun­taria (es decir, no aquélla que signifique un sa­cri­ficio consciente de la vida por su sentido)? ¿Es que realmente no lo comprenderá antes de ser encarcelado él mismo cerca de Tou­louse? ¿Será que el newspeak [la neohabla] del mundo moderno ha suprimido el habla humana ya tan perfectamente que dos hom­bres no pueden comunicarse ni siquiera la experiencia más sencilla?

Después de estas severas críticas esperaréis, cierta­mente, que yo os diga qué alternativa sensata veo para el hombre de Europa Occidental enfrentado cara a cara con los dilemas políticos del mun­do actual.

    Espero que todo lo dicho anteriormente haya dejado cla­ro que, tanto los de Occidente como los de Oriente, tenemos ante noso­tros una tarea fundamental de la que debería partir todo lo de­más. Se trata de hacer frente a cada paso y en todas partes, atenta, premeditada y cui­dadosamente, mas al mismo tiempo con riesgo de la vida, a la automoción irracional del poder anónimo, im­personal e inhumano de las ideologías, sistemas, apara­tos, burocracias, lenguajes artificiales y consignas polí­ticas; defen­der­se ante su presión compleja y multilate­ralmente alinea­ble, tanto en forma de consumo, publi­cidad, represión, técnica o frase he­cha (la hermana carnal del fanatismo y del pozo del pensar tota­li­ta­rio). Sin reparar en todas las burlas posibles, extraer nuestras me­didas de nuestro mundo natural y reclamar para él la existen­cia decisiva que le es negada; estimar con la humildad de los sa­bios sus límites y los secretos que están detrás de ellos; reco­no­cer que en el orden del ser hay algo que evidentemente supera to­das nuestras incum­ben­cias; re­lacionarnos siempre y suce­si­va­mente con ese horizonte ab­so­luto de nuestro ser, que –si lo in­ten­tamos un poco- descubrimos de nuevo en cada ocasión y so­por­tamos en todo momento como al prin­cipio; partir en nuestros actos y procedi­mientos, de las ex­pe­rien­cias, medidas e impe­ra­tivos personalmente garantizados, refle­jados sin prejuicios y no cen­­surados ideológicamente; confiar en la voz de nuestra con­cien­­cia más que en todas las especulaciones abstractas y no cons­truir otro tipo de res­pon­sabilidad que la que nos llama hacia esa voz; no sentir vergüenza por ser capaces de amor, amistad, soli­daridad, compa­sión y tolerancia, sino, al contrario, libe­rar las dimen­­siones básicas de nuestra humanidad, desde el des­tier­ro en el sector privado, y aceptarlas como los únicos pun­tos de sa­li­da legí­timos hacia una comunidad humana sensata; regirnos por nuestro propio juicio y servir a la verdad como experiencia ge­nui­na en todas las circuns­tancias.

    Sé que todo esto suena muy general, muy vago y poco real, pero yo os aseguro que esas palabras aparen­temente ingenuas nacen de experiencias muy concretas y no siempre muy fáciles con el mundo, y que -si me permitís decirlo de este modo- sé de qué estoy ha­blando.

    Los sistemas totalitarios actuales constituyen la van­guardia de ese poder im­per­sonal que está arrastrando al mundo por una vía irracional, orlada por la natura­leza devastada y plataformas lan­za­cohetes. No debe­mos ver ni disculpar, ni ceder, ni aceptar sus mo­dos de juego, ni, por lo tanto, adaptarnos a ellos. Estoy con­ven­­cido de que podremos rechazarlos mejor si los estudia­mos impar­cial­mente, si apren­demos a base de sus ejem­plos y si los afrontamos mediante nuestro ser radical­mente diferente, que nace de luchas permanentes con ese mal que aquellos sistemas en­carnan tan para­dig­máticamente, pero que está presente en todas partes y por lo tanto también en cada uno de nosotros. El mayor pe­ligro para ese mal no lo representan los misiles apunta­dos contra uno u otro Estado, sino su negación funda­mental en la estructura misma de la humanidad actual: el retorno del hombre hacia sí mismo y hacia su res­ponsabilidad por el mundo; la nueva comprensión de los derechos humanos y su reclamación per­sis­tente; la oposición contra toda manifestación de poder imper­so­nal situado fuera del bien y del mal, dondequiera que esté y sin ce­sar, aunque disfrace sus trucos y su manipulación de cualquier modo, por ejemplo, bajo la necesidad de defensa contra los sis­te­mas totalitarios. En resumidas cuentas, rechazaremos mejor la to­talidad si la desterramos de nuestra propia alma, de nuestro medio, de nuestro país; si la desterramos del hombre moderno. Y ayu­daremos mejor a quienes sufren en los Estados totalitarios si sa­be­mos oponernos en todo el mundo a ese mal que for­ma el sistema tota­litario, del que éste extrae sus fuerzas, del que emerge como ‘su vanguardia’. Si no encuentra algo que le per­mita ser su vanguardia o su reto­ño, acabará al final per­diendo su caldo de cultivo. La responsabilidad humana res­tau­rada repre­sen­ta la barrera más natural contra toda irres­pon­sa­bi­li­dad; si, por ejemplo, con una res­ponsabilidad legítima -o sea, no sólo bajo la presión de un interés egoísta por las ganancias- se propaga el po­ten­cial espiritual y tecnológico del mundo desarro­llado, im­pedirá tam­bién su transformación irres­pon­sa­ble en armas des­truc­toras: es, indudablemente, muchas veces más cuerdo operar en la es­fe­ra de las causas que reac­cionar solamente a las cones­cuen­cias; lo se­gundo, por lo general, se puede hacer sólo con medios del mis­­mo orden, o sea, igualmente inmorales. Ir por este camino sig­ni­fi­ca únicamente difundir en el mundo el mal de la irres­pon­sa­bi­lidad y producir de esa manera precisamente el veneno del que vive el tota­litarismo.

  Soy partidario de ‘una política antipolítica’. Es de­cir, de una po­lí­tica que no equivalga a una tecnología del poder y a la mani­pu­lación con él como una forma de dirección cibernética de los hombres o como un arte de finalidades concretas, prácticas o intrigas, sino de la política como una de las formas de buscar y de con­quistar el sen­tido de la vida; cómo protegerlo y cómo servirle; una política como moralidad practicada; como un servicio a la verdad; como pre­ocu­pa­ciones por nuestros prójimos, preocu­pa­ciones autén­tica­mente hu­­manas, que se rigen por medidas hu­ma­nas. Es una forma muy poco práctica en el mundo de hoy y difí­cil­mente aplicable en la vida cotidiana. No obstante, yo no conoz­co otra alternativa mejor.

Cuando fui condenado y luego cuando cumplía la pena, conocí en mi propia carne la importancia y la fuerza benéfica de la soli­da­ridad internacional. Jamás de­ja­ré de estar agrade­cido por todas sus mani­fes­taciones. Pero, sin embargo, no creo que nosotros, los que inten­ta­­mos decir la verdad en voz alta pese a nuestras con­­di­ciones, este­mos en una situa­ción asimétrica y que debamos ser los que pida­mos y esperemos siempre una ayuda, sin ser ca­pa­ces de ofre­cér­sela tam­bién a quienes nos la brindan.

    Estoy convencido de que lo que se llama disidencia en el blo­que so­vié­tico, repre­sen­ta una experiencia mo­derna específica: la expe­riencia de vivir en el difícil es­collo del poder personal des­hu­ma­nizado. Como tal, el ‘disentimiento’ tiene la oportu­nidad y hasta el deber de reflejar esa experiencia, de tes­ti­moniar y trans­mi­­tirla a los que han tenido la buena suerte de no sufrirla. Sig­ni­fi­ca que incluso no­so­tros tenemos la posi­bilidad de asistir en cierta forma a quienes nos ayudan, auxi­liarles en interés común de todos, en interés del hom­bre.

    La experiencia fundamental es el hecho de que lo que yo llamé ‘una política antipolítica’ es posible y puede tener su efecto, aun­que por su misma esencia no se puede calcular de antemano. Di­cho efecto tiene, natural­men­te, un carácter distinto a lo que en Oc­­ci­­dente entienden como éxito politico. Es oculto, indirecto, a lar­go plazo y difícilmente mensurable […]. Pero vemos –y creo que se trata de una expe­riencia de relevancia principal y general- que un solo hombre aparentemente impotente que se atreve a gri­tar en voz alta una palabra verídica, y que la defiende arries­gan­do toda su vida y está dispuesto a pagar duramente por ella, tiene increíblemente un poder mayor, aunque formalmente ca­rez­ca de otros derechos, que miles de electores anónimos en otras con­diciones. Se ve que incluso en este mundo de hoy –y hasta jus­to en el escollo en que silban los vientos más afilados- es po­si­ble oponer una experiencia personal y su mundo natural al poder ‘ino­­cente’, denunciando su culpa, como lo ha hecho el autor del Ar­chi­piélago Gulag. Se demuestra que la verdad y la moralidad pue­den fundar un nuevo punto de salida para la política y tener una fuerza política indudable hasta en nuestros días […]. Se ve que las categorías tan genuinamente personales, como es el bien y el mal, siguen teniendo un contenido unívoco y en ciertas cir­cunstancias pueden socavar el poder aparentemente indes­truc­ti­ble con todo su ejército de soldados, policías y buró­cra­tas. Se en­­seña que la política no tiene que ser pa­ra siempre un asunto de ex­pertos pro­fesionales en la técnica del poder, y que un simple elec­­tricista con un co­ra­zón valiente y puro, que sabe es­ti­mar al­go su­perior a sí mismo y no tiene mie­do, puede cam­biar la historia de su pue­blo.

    Sí, ‘la politica antipolítica’ es posible. La política ‘desde abajo’. La política del hombre y no del aparato [del partido]. […]

   Al escribir Jan Patocka sobre la Carta 77, aplicó la noción de ‘solidaridad de los conmovidos’. Tenía en cuenta a los que se atre­vieron a oponerse al poder impersonal, afrontándolo con lo único de que dispo­nían: su propia humanidad. ¿No estriba la pers­pectiva de un futuro mejor para este mundo en una comu­nidad internaciónal de conmovidos? Ellos fueron quienes sin res­petar las fronteras de los Estados, sistemas políticos y bloques de poder, fuera del alto juego de la política tradicional, sin aspirar a car­gos ni a secretariados, intentaron convertir en fuerza política real un fenómeno del que hoy día se burlan tanto todos los tec­nó­logos del poder: ¡la conciencia humana! (Václav Havel, La política y la conciencia, en La responsabilidad como destino).

El rincón de la cita

La experiencia de la libertad es la experiencia de una conquista: la experiencia de alcanzar la libertad, en modo alguno la de ser su tranquilo poseedor. Tal es la razón de que sea posible no sólo que haya hombres que no tienen experiencia alguna de la libertad, sino que éstos sean la mayoría y lo más normal [...]. ¿Dónde arraiga, pues, la experiencia de la libertad? Se trata de una experiencia de insatisfacción con lo dado y lo sensorial que, intensificándose, llega a la comprensión de que lo dado y lo sensible ni es todo ni es lo decisivo. (Jan Patocka)

Machado, Jaspers, Chesterton

La Ola

(película de Dennis Gansel, 2008)

Anulación de la conciencia en el Estado totalitario

(Vasili Grossman)

Democracia liberal frente a Totalitarismo

(Tzvetan Todorov)

Radiografía del hombre-masa

(José Ortega y Gasset)

De la ciudad festivizada

(Philippe Muray)

Marx y Tocqueville: la dimensión simbólica de los Derechos humanos

(Claude Lefort)

Los tres paradigmas del pensamiento social y político

(Philippe Nemo)

¿Es el Humanitarismo el final de la política?

(Pierre Manent)