Crecer de golpe

 

[Lee atentamente este fragmento de la novela de Susana Tamaro Donde el co­ra­zón te lleve. Quiero que redactes una explicación de lo que se relata en estas líneas teniendo en cuenta lo que has aprendido hasta ahora en las clases de Filosofía.

    Te pongo en antecedentes: lo que vas a leer es un fragmento de un diario que una abuela le escribe a su nieta, que se ha ido de casa y a la que ha criado desde pequeña. Le está contando algo de cuando ella misma, la abuela, era pequeña. Fíjate en todos los detalles de lo que le dice, pues pueden ayudarte a entender lo que has aprendido.]

 

Para mi padre, como para mi madre, los hijos eran ante todo una obligación mundana. En la misma me­di­da en que se desentendían de nues­tro desarrollo inte­rior, tra­taban con extremada rigidez los aspectos más ba­na­les de la educa­ción. A la mesa tenía que sen­tar­me er­gui­da, con los codos pegados al cuerpo. Que al hacerlo pen­sa­ra solamente en cuál sería la mejor manera de sui­ci­dar­me, no tenía la menor importancia. La apariencia lo era todo, más allá sólo existían cosas inconvenientes.

    Por lo tanto, crecí con la sensación de ser algo así como una mona que tenía que estar bien adiestrada y no un ser humano, una perso­na con sus alegrías y sus pesa­dum­bres, con su necesidad de ser amada. De esta desazón pron­to nació en mi interior una gran soledad, una so­le­dad que con el paso de los años se volvió enorme, una es­pe­cie de vacío en el que me mo­vía con los gestos lentos y tor­pes de un buzo. La soledad también nacía de las pre­gun­tas, de pre­guntas que me planteaba y a las que no sabía dar respuesta. Ya desde los cuatro o cinco años miraba a mi alrededor y me pre­gun­taba: “¿Por qué estoy aquí? ¿De dónde vengo yo, de dónde vienen todas las cosas que veo a mi alrededor, qué es lo que hay detrás, han estado siempre aquí incluso cuando yo no estaba, seguirán es­tando para siempre?” Me plan­tea­ba todas las preguntas que se plantean los niños sensibles cuando se asoman a la com­ple­ji­dad del mundo. Estaba convencida de que también los mayores se las plan­teaban, de que tenían la capacidad de darles respuesta; en cambio, después de dos o tres intentos con mi madre y con la niñera, in­tuí que no solamente no sabían darles respues­ta, sino que ni siquiera se las habían planteado.

    Se acrecentó así la sensación de soledad, ¿comprendes? Me veía obligada a resolver cada enigma contando sólo con mis fuerzas; cuanto más tiempo pasaba, más preguntas me hacía so­bre todas las cosas, eran preguntas cada vez más grandes, cada vez más terribles, de sólo pensar­las daban miedo.

    El primer encuentro con la muerte lo tuve ha­cia los seis años. Mi padre tenía un perro de caza que se llamaba Argo; tenía un carácter manso y cariñoso y era mi compañero de juegos preferido. Durante tardes enteras le metía en la boca papillas que hacía con barro y hierbas, o bien lo obligaba a hacer de cliente de la pelu­quería, y él, sin rebelarse, daba vueltas por el jar­dín con las orejas cargadas de horquillas. Pero un día, justamente mientras le estaba probando un nuevo peinado, me di cuenta de que tenía bajo la garganta un bulto. Hacía ya algunas se­manas que no tenía ganas de correr y saltar como antes; si yo me acomodaba en un rincón para comer mi merienda ya no se me echaba de­lante suspirando esperanzado.

    Un mediodía, al volver de la escuela, no lo en­contré esperándome ante la cancela. Al principio pensé que habría ido a alguna parte con mi pa­dre. Pero cuando vi a mi padre tranquilamente sentado en su estudio y que Argo no estaba a sus pies, sentí en mi interior una gran agitación. Salí gritando a pleno pulmón, llamándolo por todo el jardín: volví dos o tres veces adentro y lo bus­qué, explorando la casa de cabo a rabo. Al llegar la noche, en el momento de dar a mis padres el beso obligatorio de las buenas noches, reunien­do todo mi va­lor le dije a mi padre: “¿Dónde está Argo?”. “Argo –repuso él sin levantar la vis­ta del perió­dico-, Argo se ha marchado.” “¿Y por qué?”, pregunté yo. “Porque estaba harto de que lo fastidiaras.”

    ¿Indelicadeza? ¿Superficialidad? ¿Sadismo? ¿Qué había en aquella res­puesta? En el momento exac­to en que escuché esas palabras, algo se rompió en mi interior. Empecé a no conciliar el sueño por las noches, de día era suficiente una nimie­dad para hacerme estallar en llanto. Al cabo de un par de meses lla­ma­ron al pediatra. “La niña tiene agotamiento”, dijo, y me suministró aceite de hí­gado de bacalao. Nadie me preguntó nunca por qué no dormía ni por qué llevaba siempre conmigo la pelotita mordisqueada de Argo.

    A ese episodio le atribuyo el comienzo de mi edad adulta. ¿A los seis años? Pues sí, exacta­mente a los seis años. Argo se había marchado porque yo había sido mala; por lo tanto, mi con­ducta influía sobre lo que me rodeaba. Influía ha­ciendo desaparecer, destruyendo.

    A partir de aquel momento, mis acciones no fueron jamás neutras, finalidades en sí mismas. Con el terror de volver a equivocarme las reduje paulatinamente al mínimo, me volví apática, va­cilante. Por las noches apretaba entre mis ma­nos la pelota y llorando decía: “Argo, por favor, regresa, aunque me haya equi­vo­cado te quiero más que a nadie.” Cuando mi padre trajo a casa otro cachorro, no quise ni mirarlo. Para mí era, y tenía que seguir siendo, un perfecto extraño.

    En la educación de los niños imperaba la hi­pocresía. Recuerdo perfec­ta­mente que en cierta ocasión, paseando con mi padre cerca de un seto, había encontrado un petirrojo tieso. Sin te­mor alguno lo había recogido y se lo había mos­trado. “Deja eso -había gritado él en seguida-, ¿no ves que está dur­mien­do?” La muerte, como el amor, era un tema que había que evitar. ¿No habría si­do mil veces preferible que me hubiesen dicho que Argo había muerto? Mi pa­dre hubiera podido cogerme en brazos y decirme: “Lo he matado yo porque es­ta­ba enfermo y sufría. Allá don­de se encuentra ahora es mucho más feliz.” Se­gu­ramente habría llorado más, me habría desesperado, durante meses y meses habría ido al sitio donde estaba enterrado y le habría hablado largamente a través de la tierra. Después, poco a poco, habría empezado a olvidarme de él, me habrían interesado otras cosas, hubiera tenido otras pasiones y Argo se habría des­lizado hacia el fondo de mis pensamientos como un recuerdo, un hermoso re­cuer­do de la infancia. De esa forma, en cambio, Argo se convirtió en un pequeño muerto que cargaba en mi interior.

    Por eso digo que a los seis años era ya mayor, porque en lugar de alegría lo que tenía era an­siedad, y en vez de curiosidad, indiferencia. (Susana Tamaro, Donde el corazón te lleve).

 

Para hablar de este texto, por favor atente al siguiente guion.

 

* * *

Rincón de la cita

El mundo entero puede ser un regazo materno, refugio cálido, cordial, sonriente, protector. O puede ser un frío cósmico, de helado y mortal aliento. Lo uno o lo otro según que en el mundo y desde el mundo salga a nuestro encuentro o no una sonrisa, una voz que nos llama. La posibilidad de la vida es la posibilidad de este calor, de esta sonrisa correspondida, de esta aceptación previa que nos pone a cubierto, pero que es asimismo un quedar nuestro ser en manos de otro. (Jan Patocka).

Jan Patocka

El movimiento de la existencia humana.

Eds. Encuentro,

2004

¿Cuánto mide la existencia? (Roger-Pol Droit)

Examinar la propia vida (Sócrates / Platón)

Filosofía y búsqueda

(García-Baró y Merleau-Ponty)

Las implicaciones de la acción (Maurice Blondel)

El filósofo en la ciudad.

Sócrates visto pòr Hannah Arendt

Vivir expuesto.

Sócrates visto por Jan Patocka

Las preguntas filosóficas de los niños (Karl Jaspers)

Tierras de penumbra (R. Attenborough)

La filosofía como actitud existencial (M. García-Baró)