Estar, existir

 

SENTIRSE FUERA DE LUGAR

Paolo Giordano (1982)

 

[Posiblemente, alguna vez hayas experimentado la misma sensación, la de sentirte ajeno a un lugar que, sin embargo, te es familiar. El fragmento que vas a leer habla incluso de una "horrible sensación de dejar de existir". Como si encontrarme fuera de mi lugar despertara la extraña sensación de dejar de existir. ¿A qué será debido?]

 

Cruzó el pasillo camino de su cuarto. Estaba seguro de que lo encontraría tal cual lo había dejado, como un ámbito inmune a la erosión del tiempo y donde tendría la sensación de que todos aquellos años de ausencia no habían sido sino un breve parén­tesis. Pero lo encontró completamente cam­biado y experimentó una frustración enajenante, similar a la horrible sensación de dejar de existir. Las paredes, antes pin­tadas de azul claro, estaban ahora empapeladas en tono cre­ma, lo que hacía el cuarto más luminoso. En el sitio de su cama habían colocado el sofá que tantos años había estado en el salón. Su escritorio sí seguía frente a la ventana, pero encima ya no se veía nada suyo, sólo una pila de periódicos y una máquina de coser. No había fotos, ni suyas ni de Mi­chela [su hermana]. (Paolo Giordano, La soledad de los números primos).

 

 

ESTAR AL OTRO LADO DEL MUNDO

Jorge Semprún (1923-2011)

 

[En este texto, el autor rememora el viaje que, junto a muchos otros prisioneros, hizo a Buchenwald, apiñados en uno de los trenes de la muerte que, al efecto, dispuso el Tercer Reich. Observa el papel preponderante que, en el relato, desempeñan las sensaciones corporales y, en particular, la de sentirse fuera del mundo, del otro lado, expulsado de él].

 

    Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este pun­zante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero ha­bré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me so­bran noches; noches de saldo. Una ma­ña­na, claro está, fue una mañana cuando comenzó este via­je. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pul­gar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún se­guíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los cen­ti­ne­las. Olví­date de aquel día, fue una desesperación. Otra no­che. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Ter­cer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta no­che, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. […]

  Reproducción del interior de uno de los vagones (foto tomada en Auschwitz, octubre de 2011)

   

    En el torbellino de la subida, en Compiègne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no ha­ber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo breve­mente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las aberturas, atrancada con alambre de púas. «Respirar es lo más importante. ¿Entiendes? Poder respirar.»

    -¿De qué te sirve reír? -dice el chico-. Cansa para nada.

    -Pienso en la noche que viene -le digo.

    -¡Qué tontería! -dice el chico-. Piensa en las noches pasadas.

    -Eres la voz de la razón.

    -Vete a la mierda -me responde.

    Llevamos cuatro días y tres noches encajados uno en el otro, su codo en mis costillas, mi codo en su es­tómago. Para que pueda colocar sus dos pies en el suelo del vagón tengo que sostenerme sobre una sola pierna. Para que yo pueda hacer lo mismo y sentir relajados los músculos de las pantorrillas, tam­bién él se mantiene sobre una pierna. Así ganamos algunos centímetros, y descan­sa­mos por turno.

    A nuestro alrededor, es la penumbra, con sus res­piraciones jadeantes y empu­jo­nes repentinos, enlo­quecidos, cuando algún tipo se derrumba. Cuando nos contaron ciento veinte ante el vagon, tuve un escalofrío, intentando imaginar lo que podía resul­tar. Es todavía peor.

    Cierro los ojos, los vuelvo a abrir. No es un sueño.

    -¿Ves bien? -le pregunto.

    -Si, ¿y qué? -dice-; es el campo.

    Es el campo, en efecto. El tren rueda lentamente sobre una colina. Hay nieve, abetos altos, serenas humaredas en el cielo gris […].

    Pero he aqui el valle del Mosela. Cierro los ojos y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta cer­teza deslumbrante de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas huma­redas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados, el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. Silba, de repente. Ha debido desgarrar el paisaje de invierno, como ha des­garrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para cogerlo desprevenido. Ahí está. Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón ati­borrado de futuros cadáveres, el seguiría ahí. El va­lle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de in­vierno. Podríamos morir todos, yo mismo y este chico de Semur-en-Auxois, y el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debido derri­barle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el va­lle del Mosela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y ti­bio en el frío del invierno.

    -¿A qué juegas? -dice el chico de Semur.

    Me mira atentamente, intenta comprender.

    -¿Te encuentras mal? -me pregunta.

    -En absoluto -le digo-. ¿Por qué?

    -Entornas los párpados como una señorita -afirma-. ¡Vaya cine!

    Le dejo hablar, no quiero distraerme.

 

    El tren tuerce por el terraplén de la vía, en la la­dera de la colina. El valle se despliega. No quiero que me distraigan de esta tranquila alegría. El Mo­sela, sus ribazos, sus viñedos bajo la nieve, sus pue­blos de viñadores bajo la nieve me entran por los ojos. Hay cosas, seres y objetos de los que se dice que te salen por las ventanas de la nariz. Es una expresión francesa que siempre me ha hecho gracia. Son los ob­jetos que os estorban, los seres que os agobian, que se arrojan, metafóricamente, por las ventanas de la na­riz. Vuelven a su existencia fuera de mí, arrojados de mí, trivializados, degradados por este rechazo. Las ventanas de mi nariz se vuelven la válvula de escape de un orgullo desaforado, los símbolos propios de una conciencia que se imagina soberana. ¿Esta mujer, este amigo, esta música? Se acabó, no se hable más, por las ventanas de la nariz. Pero el Mosela es todo lo contrario. El Mosela me entra por los ojos, me inunda la mirada, empapa mi alma con sus aguas len­tas como si fuera una esponja. Ya no soy más que este Mosela que invade mi ser por los ojos. No se me debe distraer de esta alegría salvaje […].

    Aunque estuviéramos todos muertos en este vagón, muertos apiñados de pie, ciento veinte en este vagón, el valle del Mosela, de todas formas, seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. No quiero dis­traerme de esta certeza fundamental. Abro los ojos. Aquí está el valle labrado por un trabajo secular, con los viñedos esca­lo­nados por los ribazos, bajo una fina capa de nieve resquebrajada, estriada por vetas parduzcas. Mi mirada no es nada sin este paisaje. Sin este paisaje estaría ciego. Mi mirada no descubre este paisaje, es revelada por él. Es la luz de este paisaje la que inventa mi mirada. La historia de este paisaje, la larga historia de la creación de este paisaje por el trabajo de los viñadores del Mosela, es la que da a mi Mirada, a todo mi ser, su consistencia real, su densidad. Cierro los ojos. Sólo queda el ruido monótono de las ruedas en los raíles. Sólo permanece esta realidad ausente del Mosela, ausente de mí, pero presente en sí misma, tal como en sí misma la hicieron los viña­dores del Mosela. Abro los ojos, los cierro, mi vida no es más que un parpadeo.

    -¿Estás viendo visiones? -dice el chico de Semur.

    -No -digo-, no exactamente.

    -Pues lo parece, sin embargo. Parece que no crees en lo que ves.

    -Desde luego que sí.

    -O que te vas a desmayar.

    Me mira con desconfianza.

    -No te preocupes.

    -¿Resistes? -me pregunta.

    -Aguanto, te lo juro. En realidad aguanto bien.

    De repente se oyen gritos, aullidos, en el vagón. Un empujón brutal de toda la masa inerte de los cuerpos amontonados nos pega literalmente a la pa­red del vagón. Nuestras caras rozan el alambre de púas que cierra la abertura. Miramos el valle del Mosela.

    -Está bien labrada esta tierra –dice el chico de Semur.

    Contemplo la tierra bien labrada […]

 

    El tren silba. Pienso que un silbido de locomotora obedece siempre a razones concretas. Tiene un sen­tido concreto. Pero, por la noche, en los cuartos de hotel alquilados bajo nombre falso cerca de la esta­ción, cuando se tarda en dormir por todo lo que se piensa, o se piensa demasiado, en estos cuartos de hotel desco­no­cidos, el silbido de las locomotoras co­bra resonancias inesperadas. Pierden su sentido con­creto, racional, se convierten en una llamada o un aviso income­prensibles. Los trenes silban en la noche y uno da vueltas en la cama, extraña­mente inquieto. Es una impresión nutrida de mala literatura, sin duda, pero no deja de ser real. Mi tren silba en el va­lle del Mosela y veo desfilar lentamente el paisaje de invierno. Cae la noche. Hay gente que se pasea por la carretera, junto a la vía. Van hacia ese pueblecito, con su halo de humaredas tranquilas. Acaso tendrán una mirada para este tren, una mirada distraída, no es más que un tren de mercancías, como pasan a me­nudo. Van hacia sus casas, este tren les trae sin cui­dado, ellos tienen su vida, sus preocupaciones, sus propias historias. Por lo pronto, y al verles caminar por esta carretera, advierto, como si fuera algo muy sencillo, que yo estoy dentro y ellos están fuera. Me invade una profunda tristeza física. Estoy dentro, hace meses que estoy dentro y ellos están fue­ra. No sólo es el hecho de que estén libres, habría mu­cho que decir a este respecto; sencillamente, es que ellos están fuera, que para ellos hay caminos, setos a lo lar­go de las carreteras, frutas en los árboles frutales, uvas en las vinas. Están fuera, sencillamente, mien­tras que yo estoy dentro. No se trata tanto de no ser libre de ir a donde quiero, nunca se es libre para ir a donde se quiere. Nunca he sido tan libre como para ir a donde que­ría. He sido libre para ir a donde tenía que ir, y era preciso que yo fuera en este tren, porque era también preciso que yo hiciera lo que me ha conducido a este tren. Era libre para ir en este tren, completamente libre, y aproveché mi libertad. Ya estoy en este tren. Estoy en él libremente, pues hubiera podido no estar. No se trata pues de esto. Sencilla­men­te es una sensación física: se está dentro. Existe un afuera y un adentro, y yo estoy dentro. Es una sensación de tristeza física que le invade a uno, nada más.

    Después, esa sensación se hace todavía más vio­lenta. A veces se hace intolera­ble. Ahora miro a la gente que pasea, y no sé todavía que esta sensación de estar dentro va a resultar insoportable […] (Jorge Semprún, El largo viaje).

 

A continuación lee el siguiente texto del filósofo alemán Martin Heidegger. En él subraya que, para el hombre, existir implica comprender un sentido. Creo que te ofrecerá algunas coordenadas para poner orden en las impresiones que hayan despertado en ti los dos textos que acabas de leer. Pincha aquí.

Jorge Semprún

El largo viaje

Tusquets eds., Barcelona

2004

 

El hombre existe comprendiendo un sentido

Martin Heidegger

Vivir es encontrarse en el mundo

José Ortega y Gasset

(¿Qué es filosofía?,

lecciones X y XI)

El problema del sentido de la vida (II)

Jean Grondin

El ser encarnado, punto central de la reflexión filosófica

Gabriel Marcel

(Filosofía concreta)

Existencia, libertad y desamparo

Jean-Paul Sartre

(El Existencialismo es un humanismo)

El encuentro interpersonal

Juan Martín Velasco

El yo y los otros: la intersubjetividad

Gabriel Marcel

La temporalidad de la existencia humana

José Bergamín

Vladimir Jankélévitch

La existencia y los otros

Gabriel Marcel

El rostro o mi responsabilidad para con el Otro

Emmanuel Levinas

Mi cuerpo, mi vida, mi ser

Gabriel Marcel

Conferencia inédita

La fidelidad creadora

Gabriel Marcel

El sentido de la vida

(Inicio del capítulo)

Emilia Oliva

César Vallejo

Wislawa Szymborska

Miguel de Unamuno