Vivir es encontrarse en el mundo

José Ortega y Gasset (1889-1956)

 

(Una realidad nueva y una nueva idea de la realidad.- El ser indigente.- Vivir es encon­trar­se en el mundo.- Vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser.)

 

    Si existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es  primordialmente coexistir -es ver yo algo que no soy yo, amar yo a otro ser, sufrir yo de las cosas. […]

    El único ser indubitable que hallamos es la interdependencia del yo y las cosas -las cosas son lo que son para mí, y yo soy el que sufre de las cosas- por tanto, que el ser indu­bitable es, por lo pronto, no el suficiente, sino "el ser indigente". Ser es necesitar lo uno de lo otro. […]

    El dato radical, decíamos, es una coexistencia de mí con las cosas. Pero apenas hemos dicho esto nos percatamos de que denominar "coexistencia" al modo de existir yo con el mundo, a esa realidad primaria, a la vez unitaria y doble, a ese magnífico hecho de esen­cial dualidad, es cometer una incorrección. Porque coexistencia no significa más que estar una cosa junto a la otra, que ser la una y la otra. El carácter estático, yacente, del existir y del ser, de estos dos viejos conceptos, falsifica lo que queremos expresar. Porque no es el mundo por sí junto a mí y yo por mi lado aquí, junto a él -sino que el mundo es lo que está siendo para mí, en dinámico ser frente y contra mí, y yo soy el que actúo sobre él, el que lo mira y lo sueña y lo sufre y lo ama o lo detesta. El ser estático queda declarado cesante -ya veremos cuál es su subalterno papel- y ha de ser sustituido por un ser actuante. El ser del mundo ante mí es -diríamos- un funcionar sobre mí, y, parejamente, el mío sobre él. Pero esto -una realidad que consiste en que un yo vea un mundo, lo piense, lo toque, lo ame o deteste, le entusiasme o le acongoje, lo transforme y aguante y sufra, es lo que desde siempre se llama "vivir", "mi vida", "nuestra vida", la de cada cual. Retorceremos, pues, el pescuezo a los venerables y consagrados vocablos existir, coexistir y ser, para, en vez de ellos, decir: lo primario que hay en el Universo es "mi vivir" y todo lo demás lo hay, o no lo hay, en mi vida, dentro de ella. Ahora no resulta inconveniente decir que las cosas, que el Universo, que Dios mismo son contenidos de mi vida -porque "mi vida" no soy yo solo, yo sujeto, sino que vivir es también mundo. Hemos superado el subjetivismo de tres siglos -el yo se ha libertado de su prisión íntima, ya no es lo único que hay, ya no padece esa soledad que es unicidad, con la cual tomamos en contacto un día anterior. Nos hemos evadido de la reclusión hacia dentro en que vivíamos como modernos, reclusión tenebrosa, sin luz, sin luz de mundo y sin espacios donde holgar las alas del afán y el apetito. Estamos fuera del confinado recinto yoísta, cuarto hermético de enfermo, hecho de espejos que nos devolvían desesperadamente nuestro propio perfil -estamos fuera, al aire libre, abierto otra vez el pulmón al oxígeno cósmico, el ala presta al vuelo, el corazón apuntando a lo amable. El mundo de nuevo es horizonte vital que, como la línea del mar, encorva en torno nuestro su magnífica comba de ballesta y hace que nuestro corazón sienta afanes de flecha, él que ya por sí mismo cruento, es siempre herida de dolor o de delicia. Salvémonos en el mundo -"salvémonos en las cosas". […]

    Pero antes necesitamos averiguar qué es, en su peculiaridad, ese verdadero y primario ser que es el "vivir". […] ¿Qué es nuestra vida, mi vida? Sería inocente y una incongruencia responder a esta pregunta con definiciones de la biología y hablar de células, de funciones somáticas, de digestión, de sistema nervioso, etc. Todas estas cosas son realidades hipotéticas construidas con buen fundamento, pero construidas por la ciencia biológica, la cual es una actividad de mi vida cuando la estudio o me dedico a sus investigaciones. Mi vida no es lo que pasa en mis células como no lo es lo que pasa en mis astros, en esos puntitos de oro que veo en mi mundo nocturno. Mi cuerpo mismo no es más que un detalle del mundo que encuentro en mí -detalle que, por muchos motivos, me es de excepcional importancia, pero que no le quita el carácter de ser tan sólo un ingrediente entre innumerables que hallo en el mundo ante mí. Cuanto se me diga, pues, sobre mi organismo corporal y cuanto se me añada sobre mi organismo psíquico mediante la psicología se refiere ya a particularidades secundarias que suponen el hecho de que yo viva y al vivir encuentre, vea, analice, investigue las cosas-cuerpos y las cosas-almas. Por consiguiente, respuestas de ese orden no tangentean siquiera la realidad primordial que ahora intentamos definir.

    ¿Qué es, pues, vida? No busquen ustedes lejos, no traten de recordar sabidurías aprendidas. Las verdades fundamentales. Las que es preciso ir a buscar es que están sólo en un sitio, que son verdades particulares, localizadas, provinciales, de rincón, no básicas. Vida es lo que somos y lo que hacemos: es, pues, de todas las cosas la más próxima a cada cual. Pongamos la mano sobre ella, se dejará apresar como un ave mansa.

    Si hace un momento, al dirigirse ustedes aquí, alguien les preguntó dónde iban, ustedes habrán dicho: vamos a escuchar una lección de filosofía. Y, en efecto, aquí están ustedes oyéndome. La cosa no tiene importancia alguna. Sin embargo, es lo que ahora constituye su vida. Yo lo siento por ustedes, pero la verdad me obliga a decir que la vida de ustedes, su ahora, consiste en una cosa de minúscula importancia. Mas si somos sinceros reconoceremos que la mayor porción de nuestra existencia está hecha de parejas insignificancias: vamos, venimos, hacemos esto o lo otro, pensamos, queremos o no queremos, etc. De cuando en cuando nuestra vida parece cobrar súbita tensión, como encabritarse, concentrarse y densificarse: es un gran dolor, un gran afán que nos llama: nos pasan, decimos, cosas de importancia. Pero noten ustedes que para nuestra vida esta variedad de acentos, este tener o no tener importancia es indiferente, puesto que la hora culminante y frenética no es más vida que la plebe de nuestros minutos habituales.

    Resulta, pues, que la primera vista que tomamos sobre la vida en esta pesquisa de su esencia pura que emprendemos es el conjunto de actos y sucesos que la van, por decirlo así, amueblando. Nuestro método va a consistir en ir notando uno tras otro los atributos de nuestra vida en orden tal que de los más externos avancemos hacia los más internos, que de la periferia del vivir nos contraigamos a su centro palpitante. Hallaremos, pues, sucesivamente una serie introgrediente de definiciones de la vida, cada una de las cuales conserva y ahonda las antecedentes.

    Y, así, lo primero que hallamos es esto: Vivir es lo que hacemos y nos pasa -desde pensar o soñar o conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar batallas. Pero, bien entendido, nada de lo que hacemos sería nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña, única, que tiene el privilegio de existir para sí misma. Todo vivir es vivirse, sentirse vivir, saberse existiendo -donde saber no implica conocimiento intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin ese saberse, sin ese darse cuenta el dolor de muelas no nos dolería.

    La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma, como para todo, absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo pronto, una revelación, un no contentarse con ser, sino comprender o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor. Ahora vamos con la explicación y el título jurídico de ese extraño posesivo que usamos al decir "nuestra vida"; es nuestra porque, además de ser ella, nos damos cuenta de que es y de que es tal y como es. Al percibirnos y sentirnos tomamos posesión de nosotros, y este hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo lo demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación primigenia en que la vida consiste. […]

    Este verse o sentirse, esta presencia de mi vida ante mí que me da posesión de ella, que la hace "mía" es la que falta al demente. La vida del loco no es suya, en rigor no es ya vida. De aquí que sea el hecho más desazonador que existe ver a un loco. Porque en él aparece perfecta la fisonomía de una vida, pero sólo como una máscara tras la cual falta una auténtica vida. Ante el demente, en efecto, nos sentimos como ante una máscara; es la máscara esencial, definitiva. El loco, al no saberse a sí mismo, no se pertenece, se ha expropiado, y expropiación, pasar a posesión ajena, es lo que significan los viejos nombres de la locura: enaje­nación, alienado, decimos -está fuera de sí, está "ido", se entiende de sí mismo; es un poseído, se entiende poseído por otro. La vida es saberse -es evidencial.

    Está bien que se diga: primero es vivir y luego filosofar -en un sentido muy riguroso es, como ustedes están viendo, el principio de toda mi filosofía-; está bien, pues, que se diga eso -pero advirtiendo que el vivir en su raíz y entraña mismas consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo. Por eso, cuando iniciamos la pregunta ¿qué es nuestra vida? pudimos sin esfuerzo galanamente responder: vida es lo que hacemos -claro- porque vivir es saber lo que hacemos, es -en suma- encontrarse a sí mismo en el mundo y ocupado con las cosas y seres del mundo. […]

    Vivir es encontrarse en el mundo... Heidegger, en un recentísimo y genial libro [Ser y Tiempo], nos ha hecho notar todo el enorme significado de esas palabras... No se trata principalmente de que encontremos nuestro cuerpo entre otras cosas corporales y todo ello dentro de un gran cuerpo o espacio que llamaríamos mundo. Si sólo cuerpos hubiese no existiría el vivir, los cuerpos ruedan los unos sobre los otros, siempre fuera los unos de los otros, como las bolas de billar o los átomos, sin que se sepan ni importen los unos a los otros. El mundo en que al vivir nos encontramos se compone de cosas agradables y desagradables, atroces y benévolas, favores y peligros: lo importante no es que las cosas sean o no cuerpos, sino que nos afectan, nos interesan, nos acarician, nos amenazan y nos atormentan. Originariamente eso que llamamos cuerpo no es sino algo que nos resiste y estorba o bien nos sostiene y lleva -por tanto, no es sino algo adverso y favorable. Mundo es sensu stricto lo que nos afecta. Y vivir es hallarse cada cual a sí mismo en un ámbito de temas, de asuntos que le afectan. Así, sin saber cómo, la vida se encuentra a sí misma a la vez que descubre el mundo. No hay vivir sino es en un orbe lleno de cosas, sean objetos o criaturas; es ver cosas y escenas, amarlas u odiarlas, desearlas o temerlas. Todo vivir es ocuparse con lo otro que no es uno mismo, todo vivir es convivir con una circunstancia.

    Nuestra vida, según esto, no es sólo nuestra persona, sino que de ella forma parte nuestro mundo: ella -nuestra vida- consiste en que la persona se ocupa de las cosas o con ellas, y evidentemente lo que nuestra vida sea depende tanto de lo que sea nuestra persona como de lo que sea nuestro mundo. […]. Ni nos es más próximo el uno que el otro término: no nos damos cuenta primero de nosotros y luego del contorno, sino que vivir es, desde luego, en su propia raíz, hallarse frente al mundo, con el mundo, dentro del mundo, sumergido en su tráfago, en sus problemas, en su trama azarosa. Pero también viceversa: ese mundo, al componerse sólo de lo que nos afecta a cada cual, es inseparable de nosotros. […]

    Vivimos aquí, ahora -es decir, que nos encontramos en un lugar del mundo y nos parece que hemos venido a este lugar libérrimamente. La vida, en efecto, deja un margen de posibilidades dentro del mundo, pero no somos libres para estar o no en este mundo que es el de ahora. Cabe renunciar a la vida, pero si se vive no cabe elegir el mundo en que se vive. Esto da a nuestra existencia un gesto terriblemente dramático. Vivir no es entrar por gusto en un sitio previamente elegido a sabor, como se elige el teatro después de cenar -sino que es encontrarse de pronto, y sin saber cómo, caído, sumergido, proyectado en un mundo incanjeable, en este de ahora. Nuestra vida empieza por ser la perpetua sorpresa de existir, sin nuestra anuencia previa, náufragos, en un orbe impremeditado. No nos hemos dado a nosotros la vida, sino que nos la encontramos justamente al encontrarnos con nosotros. Un símil esclarecedor fuera el de alguien que, dormido, es llevado a los bastidores de un teatro y allí, de un empujón que le despierta, es lanzado a las baterías, delante del público. Al hallarse allí, ¿qué es lo que halla ese personaje? Pues se halla sumido en un situación difícil sin saber cómo ni por qué, en una peripecia: la situación difícil consiste en resolver de algún modo decoroso aquella exposición ante el público, que él no ha buscado ni preparado ni previsto. En sus líneas radicales, la vida es siempre imprevista. No nos ha anunciado antes de entrar en ella -en su escenario, que es siempre uno concreto y determinado-; no nos han preparado.

  Este carácter súbito e imprevisto es esencial en la vida. Fuera muy otra cosa si pudiéramos prepararnos a ella antes de entrar en ella. […] Pero la vida en su totalidad y en cada uno de sus instantes tiene algo de pistoletazo que nos es disparado a quemarropa.

    Yo creo que esa imagen dibuja con bastante pulcritud la esencia del vivir. La vida nos es dada –mejor dicho, no es arrojada o somos arrojados a ella, pero eso que nos es dado, la vida, es un problema que necesitamos resolver nosotros. Y lo es no sólo en esos casos de especial dificultad que calificamos peculiarmente de conflictos y apuros, sino que lo es siempre. Cuando han venido ustedes aquí han tenido que decidirse a ello, que resolverse a vivir este rato en esta forma. Dicho de otro modo: vivimos sosteniéndonos en vilo a nosotros mismos, llevando en peso nuestra vida por entre las esquinas del mundo. Y con esto no prejuzgamos si es triste o jovial nuestra existencia; sea lo uno o lo otro, está constituida por una incesante forzosidad de resolver el problema de sí misma.

    Si la bala que dispara el fusil tuviese espíritu sentiría que su trayectoria estaba prefijada exactamente por la pólvora y la puntería, y si a esta trayectoria llamábamos su vida la bala sería un simple espectador de ella, sin intervención en ella: la bala ni se ha disparado a sí misma ni ha elegido su blanco. Pero por esto mismo a ese modo de existir no cabe llamarle vida. Esta no se siente nunca prefijada. Por muy seguros que estemos de lo que nos va a pasar mañana, lo vemos siempre como una posibilidad. Este es otro esencial y dramático atributo de nuestra vida, que va unido al anterior. Por lo mismo que es en todo instante un problema, grande o pequeño, que hemos de resolver sin que quepa transferir la solución a otro ser, quiere decirse que no es nunca un problema resuelto, sino que, en todo instante, nos sentimos como forzados a elegir entre varias posibilidades. [Si no nos es dado escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida -y ésta es su dimensión de fatalidad- nos encontramos con un cierto margen, con un horizonte vital de posibilidades -y ésta es su dimensión de libertad-; vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad]. ¿No es esto sorprendente? Hemos sido arrojados en nuestra vida y, a la vez, eso en que hemos sido arrojados tenemos que hacerlo por nuestra cuenta, por decirlo así, fabricarlo. O dicho de otro modo: nuestra vida es nuestro ser. Somos lo que ella sea y nada más -pero ese ser no está predeterminado, resuelto de antemano, sino que necesitamos decidirlo nosotros, tenemos que decidir lo que vamos a ser; por ejemplo, lo que vamos a hacer al salir de aquí. A esto llamo "llevarse a sí mismo en vilo, sostener el propio ser". […]

    Las metáforas elementales e inveteradas son tan verdaderas como las leyes de Newton. En esas metáforas venerables que se han convertido ya en palabras del idioma, sobre las cuales marchamos a toda hora como sobre una isla formada por lo que fue coral, en esas metáforas -digo- van encapsuladas instituciones perfectas de los fenómenos más fundamentales. Así hablamos con frecuencia de que sufrimos una "pesadumbre", de que nos hallamos en una situación "grave". Pesadumbre, gravedad son metafóricamente transpuestas del peso físico, del ponderar un cuerpo sobre el nuestro y pesarnos, al orden más íntimo. Y es que, en efecto, la vida pesa siempre, porque consiste en un llevarse y soportarse y conducirse a sí mismo. Sólo que nada embota como el hábito y de ordinario nos olvidamos de ese peso constante que arrastramos y somos -pero cuando una ocasión menos sólita se presenta, volvemos a sentir el gravamen. Mientras el astro gravita hacia otro cuerpo y no se pesa a sí mismo, el que vive es a un tiempo peso que pondera y mano que sostiene. Parejamente, la palabra "alegría" viene acaso de "aligerar", que es hacer perder peso. El hombre apesadumbrado va a la taberna buscando alegría -suelta el lastre y el pobre aeróstato de su vida se eleva jovialmente.

    Con todo esto hemos avanzado notablemente en esta excursión vertical, en este descenso al profundo ser de nuestra vida. En la hondura donde ahora estamos nos aparece el vivir como un sentirnos forzados a decidir lo que vamos a ser. Ya no nos contentaremos con decir, como al principio: vida es lo que hacemos, es el conjunto de nuestras ocu­pa­cio­nes con las cosas del mundo, porque hemos advertido que todo ese hacer y esas ocu­pa­ciones no nos vienen automáticamente, mecánicamente impuestas, como el repertorio de discos al gramófono, sino que son decididas por nosotros; que este ser decididas es lo que tienen de vida; la ejecución es, en gran parte, mecánica.

El gran hecho fundamental con que deseaba poner a ustedes en contacto está ya ahí, lo hemos expresado ya: vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser. ¿No perciben ustedes la fabulosa paradoja que esto encierra? ¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por tanto, en lo que aún no es! Pues esta esencial, abismática paradoja es nuestra vida. […]

    Pero acaso piensan algunos de ustedes esto: "¡De cuándo acá vivir va a ser eso -decidir lo que vamos a ser! Desde hace un rato estamos aquí escuchándole, sin decidir nada, y, sin embargo, ¡qué duda cabe!, viviendo". A lo que yo respondería: "Señores míos, durante este rato no han hecho ustedes más que decidir una y otra vez lo que iban a ser. Se trata de una de las horas menos culminantes de su vida, más condenadas a relativa pasividad, puesto que son ustedes oyentes. Y, sin embargo, coincide exactamente con mi definición. He aquí la prueba: mientras me escuchaban, algunos de ustedes han vacilado más de una vez entre dejar de atenderme y vacar a sus propias meditaciones o seguir generosamente escuchando alertas cuanto yo decía. Se han decidido o por lo uno o por lo otro -por ser atentos o por ser distraídos, por pensar en este tema o en otro-, y eso, pensar ahora sobre la vida o sobre otra cosa es lo que es ahora su vida. Y, no menos, los demás que no hayan vacilado, que hayan permanecido decididos a escucharme hasta el fin. Momento tras momento habrán tenido que nutrir nuevamente esa resolución para mantenerla viva, para seguir siendo atentos. Nuestras decisiones, aun las más firmes, tienen que recibir constante corroboración, que ser siempre de nuevo cargadas como una escopeta donde la pólvora se inutiliza, tienen que ser, en suma, re-decididas. Al entrar ustedes por esa puerta habían ustedes decidido lo que iban a ser: oyentes, y luego han reiterado muchas veces su propósito -de otro modo se me hubieran ustedes poco a poco escapado de entre las manos crueles de orador".

    Y ahora me basta con sacar la inmediata consecuencia de todo esto: si nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser -por tanto, el futuro. Y, sin parar, recibimos ahora, una tras otra, toda una fértil cosecha de averiguaciones. Primera: que nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia adelante, y el presente o el pasado se descubre después, en relajación con ese futuro. La vida es futurición, es lo que aún no es.

* * *

 

    Así, es evidente que vivir es encontrarme en el mundo. Si me encontrase, por lo pronto, sólo conmigo, yo existiría, pero ese existir no sería un vivir -sería el existir meramente subjetivo del idealismo-. Pero -ahí está- es falso que yo pueda encontrarme solo a mí mismo -porque al descubrir mi yo, el mí-mismo, hallo que éste consiste en alguien que se ocupa con lo que no es él, con otros algos-, los cuales además se presentan reunidos y como articulados entra sí y frente a mí en la forma de contorno, de unidad envolvente, de mundo donde yo estoy -y estoy no yaciendo e inerte, sino atosigado por ese mundo o exaltado por él-. Mundo es, pues, lo que hallo frente a mí y en mi derredor cuando me hallo a mí mismo, lo que para mí existe y sobre mí actúa patentemente. Mundo no es la naturaleza, el Cosmos de los antiguos que era una realidad subsistente y por sí, de que el sujeto conoce este o el otro pedazo pero que se reserva su misterio. El mundo vital no tiene misterio alguno para mí, porque consiste exclusivamente en lo que advierto, tal y como lo advierto. En mi vida no interviene sino aquello que en ella se hace presente. E1 mundo, en suma, es lo vivido como tal. Supongamos que mi mundo se compusiese de puros misterios, de cosas enmascaradas, enigmáticas […]. Pues bien, eso, que eran misterios, que eran enigmas, me sería presente, evidente, transparente y actuaría sobre mí como tal misterio y tal enigma; y debería decir: el mundo que vivo es un indubitable y evidente misterio, me es patente su ser, que consiste en misteriosidad, y sería exactamente la misma situación que si dijese: el mundo es azul o amarillo.

    El atributo primero de esta realidad radical que llamamos «nuestra vida» es el existir por sí misma, el enterarse de sí, el ser transparente ante sí. Sólo por eso es indubitable ella y cuanto forma parte de ella -y sólo porque es la única indubitable es la realidad radical-.

    El «encontrarse», «enterarse» o «ser transparente» es la primera categoría que constituye el vivir. Algunos de ustedes no saben qué es categoría. No les dé vergüenza. Categoría es una cosa elemental en la ciencia filosófica. No les dé vergüenza ignorar una cosa elemental. Todos ignoramos cosas elementales que está harto de saber nuestro vecino. Lo vergonzoso no es nunca ignorar una cosa -eso es, por el contrario, lo natural-. Lo vergonzoso es no querer saberla, resistirse a averiguar algo cuando la ocasión se ofrece. Pero esa resistencia no la ofrece nunca el ignorante, sino, al revés, el que cree saber. Esto es lo vergonzoso: creer saber. El que cree que sabe una cosa pero, en realidad, la ignora, con su presunto saber cierra el poro de su mente por donde podía penetrar la auténtica verdad. La torpe idea que tiene, soberbia o terca, actúa como en las termiteras -nidos de insectos algo semejantes a las hormigas- el guardián, que tiene una cabeza enorme, charolada, durísima y se dedica al menester de ponerla en el orificio de entrada obturando con su propia testuz el agujero para que nadie entre. Así, el que cree saber cierra con su propia idea falsa, con su propia cabeza el opérculo mental par donde el efectivo saber penetrarla. […]

    Pero volvamos a nuestro asunto, que eran las categorías. Se trataba de que algunos de ustedes no tienen ni tenían por qué tener una idea clara de lo que son las categorías. Esto no importa, porque la idea de categoría es lo más sencillo del mundo. Un caballo y una estrella se diferencian en muchos de sus elementos, en la mayor parte de sus ingredientes. Pero por mucho que se diferencien algo tendrán de común cuando decimos de uno y otro que son dos cosas corpóreas. En efecto, el caballo y la estrella son ambos algo real y además cada uno ocupa un espacio y existe en un tiempo y sufre o padece cambios como el moverse, y a su vez produce cambios en otras cosas al chocar con ellas y tiene cada uno su color, forma, densidad propias, es decir, cualidades. De esta manera, más allá de sus innumerables diferencias hallamos que coinciden en un mínimum de elementos y atributos -ser real, ocupar espacio y tiempo, tener cualidades, padecer y actuar. Como ellos, todo lo que pretenda ser cosa corpórea poseerá inexorablemente ese mínimo conjunto de condiciones o propiedades, ese esqueleto esencial del ser corpóreo. Pues eso son las categorías de Aristóteles. Las propiedades que todo ser real, simplemente por serlo, trae consigo y por fuerza contiene-antes y aparte de sus demás elementos diferenciales-.

    Como nuestra realidad «vivir» es muy distinta de la realidad cósmica antigua, estará constituida par un conjunto de categorías o componentes, todos ellos forzosos, igualmente originarios e inseparables entre sí. Estas categorías de «nuestra vida» buscamos. Nuestra vida «es la de cada cual», por tanto, distinta la mía de la tuya, pero ambas son «mi vivir» y en ambas habrá una serie de ingredientes comunes -las categorías de «mi vida»-. […]. «Mi vida», aplíquese este nombre a mi caso o al de cada uno de ustedes, es un concepto que desde luego implica lo individual; de donde resulta que hemos encontrado una idea rarísima que es a la par «general» e «individual». […]

  «Encontrarse», «enterarse de sí», «ser transparente» es la primera categoría de nuestra vida, y una vez más no se olvida que aquí el sí mismo no es sólo el sujeto sino también el mundo. Me doy cuenta de mí en el mundo, de mí y del mundo -esto es, por lo pronto, «vivir»-.

    Pero ese «encontrarse» es, desde luego, encontrarse ocupado con algo del mundo. Yo consisto en un ocuparme con lo que hay en el mundo y el mundo consiste en todo aquello de que me ocupo y en nada más. Ocuparse es hacer esto o lo otro -es, por ejemplo pensar-. Pensar es vivir porque es ocuparme con los objetos en esa peculiar faena y trato con ellos que es pensarlos. Pensar es hacer, par ejemplo, verdades, hacer filosofía. Ocuparse es hacer filosofía o hacer revoluciones o hacer un pitillo o hacer footing o hacer tiempo. Esto es lo que en mi vida soy yo. En cuanto a las cosas, ¿qué son? ¿Qué son en esta radical perspectiva y modo primario de ser que es su ser vividas par mí? Yo soy el que hace -piensa, corre, revoluciona o espero- ¿y qué es lo hecho? ¡Curioso! Lo hecho es también mi vida. Cuando lo que hago es esperar, lo hecho es haber esperado; cuando lo que hago es un pitillo, lo hecho no es propiamente el pitillo, sino mi acción de liarlo -el pitillo por sí y aparte de mi actividad no tiene ser primario, éste era el error antiguo. Él es lo que yo manejo al irlo haciendo, y cuando he concluido mi actividad y ha dejado de ser el tema de mi acción de liar, se convierte en otro tema -es lo que hay que encender y luego lo que hay que fumar-. Su verdadero ser se reduce a lo que representa como tema de mi ocupación. No es por sí -subsistente, jôristón- aparte de mi vivirlo, de mi actuar con él. Su ser es funcionante: su función en mi vida es un ser para -para que yo haga esto o lo otro con él. No obstante, como la filosofía tradicional, hablo del ser de las cosas como algo que éstas tienen par sí y aparte de su manipulación y servicio en mi vida -uso el sentido in­ve­te­ra­do del concepto «ser». El cual resulta, en efecto, cuando ante una cosa abstraigo de su ser primario, que es su ser servicial, usual y vivido, y encuentro que la cosa no ha des­apa­re­cido porque yo no me ocupe con ella, sino que queda ahí, fuera de mi vida, tal vez en es­pe­ra de que otra vez me sirva de algo. Perfectamente; pero entonces ese ser por sí y no pa­ra mi vida surge en virtud de mi abstraerlo de mi vida y abstraer es también un hacer y un ocuparse -es ocuparse en fingir que no vivo, por lo menos, que no vivo esta o aquella cosa, es poner ésta aparte de mí. Por tanto, ese ser por si de las cosas, su ser cós­mi­co y subsistente es también un ser para mí, es lo que son cuando dejo de vivirlas, cuando finjo no vivirlas. Esta actitud fingida -lo cual no quiere decir insincera ni falsa, sino sólo virtual- en que supongo no existir yo y, por tanto, no ver las cosas como son para mí y me pregunto cómo serán entonces, esta actitud de virtual desvivirse o no vivir es la actitud teo­rética […],la vida contemplativa. […] La teoría y su modo extremo -la filosofía- es el ensayo que la vida hace de trascender de sí misma, de des-ocuparse, de desvivirse, de des­interesarse de las cosas. Pero el desinteresarse no es pasivo, es una forma del in­teresarse: a saber, interesarse por una cosa cortando los hilos de interés intravital que la li­ga­ban a mí -salvándola de su inmersión en mi vida, dejándola sola, ella, en la pura re­fe­ren­cia a sí misma- buscando en ella su ella misma. Desinteresarse es, pues, interesarse en la mis­midad de cada cosa, es dotarla de independencia, de subsistencia, diríamos de per­so­na­lidad -ponerme yo a mirarla desde ella misma, no desde mí-. Contemplación es ensayo de transmigración. Pero eso -buscar en algo lo que tenga de absoluto sí mismo y cortar todo otro interés parcial mío hacia ella, dejar de usarla, no querer que me sirva, sino servirle yo de pupila imparcial para que se vea y se encuentre y sea ella misma y por sí- eso, eso... ¿no es el amor? ¿Entonces la contemplación es, en su raíz, un acto de amor -puesto que al amar, a diferencia del desear, ensayamos vivir desde el otro y nos des­vi­vi­mos por él? El viejo y divino Platón, que negamos, prosigue, generoso, alentando dentro de nuestra negación, nutriéndola, inspirándola y aromándola. Así, hallamos en forma cier­ta­mente nueva y distinta, su idea sobre el origen erótico del conocimiento. […] ¿Qué es, co­mo vivir, filosofar? Ya hemos visto vagamente que es un desvivir -un desvivirse por cuanto hay o el Universo-, un hacer de sí lugar y hueco donde el Universo se conozca y re­co­nozca Pero es inútil intentar sin largos análisis dar a estas palabras todo su estricto y jugoso sentido. Bástame recordar que los griegos, como no tenían aún libros propiamente filosóficos, cuando se preguntaban ¿qué es filosofía? -como Platón- pensaban en un hom­bre, en el filósofo, en una vida. Para ellos filosofar era ante todo el bíos theôrêtikós. En ri­gor, los primeros libros filosóficos -no sólo como materia sino formalmente tales- que hu­bo fue­ron los libros de vidas de los siete sabios, biografías. Todo lo que no sea definir la fi­lo­so­fía como filosofar y el filosofar como un tipo esencial de vida es insuficiente y no es radical.

    Pero ahora quisiera antes de concluir dejar un poco más avanzada la definición de «nuestra vida». Hemos visto que es un hallarse ocupándose en esto o lo otro, un hacer. Pero todo hacer es ocuparse en algo para algo. La ocupación que somos ahora radica en y surge por un propósito -en virtud de un para, de lo que vulgarmente se llama una finalidad. Ese para en vista del cual hago ahora esto y en este hacer vivo y soy, lo he decidido yo porque entre las posibilidades que ante mí tenía he creído que ocupar así mi vida sería lo mejor. Cada una de estas palabras es una categoría y como tal su análisis sería inagotable. Resulta según ellas que mi vida actual, la que hago o lo que hago de hecho, la he decidido: es decir, que mi vida antes que simplemente hacer es decidir un hacer -es decidir mi vida-. Nuestra vida se decide a sí misma, se anticipa. No nos es dada hecha -como la trayectoria de la bala a que eludí el día anterior-. Pero consiste en decidirse porque vivir es hallarse en un mundo no hermético, sino que ofrece siempre posibilidades. El mundo vital se compone en cada instante para mí de un poder hacer esto o lo otro, no de un tener que hacer por fuerza esto y sólo esto. Por otra parte, esas posibilidades no son ilimitadas -en tal caso no serían posibilidades concretas, sino la pura indeterminación, y en un mundo de absoluta indeterminación, en que todo es igualmente posible, no cabe decidirse por nada. Para que haya decisión tiene que haber a la vez limitación y holgura, determinación relativa. Esto expreso con la categoría «circunstancias». La vida se encuen­tra siempre en ciertas circunstancias, en una disposición en torno –circum- de las cosas y de­más personas. No se vive en un mundo vago, sino que el mundo vital es cons­titu­tiva­men­te circunstancia, es este mundo, aquí, ahora. Y circunstancia es algo determinado, cer­ra­do, pero a la vez abierto y con holgura interior, con hueco o concavidad donde moverse, don­de decidirse: la circunstancia es un cauce que la vida se va haciendo dentro de una cuen­ca inexorable. Vivir es vivir aquí, ahora -el aquí y el ahora son rígidos, incanjeables, pero amplios-. Toda vida se decide a sí misma constantemente entra varias posibles. Astra in­clinant, non trahunt -los astros inducen pero no arrastran-. Vida es, a la vez, fatalidad y li­bertad, es ser libre dentro de una fatalidad dada. Esta fatalidad nos ofrece un repertorio de posibilidades determinado, inexorable, es decir, nos ofrece diferentes destinos. Nosotros acep­tamos la fatalidad y en ella nos decidimos por un destino. Vida es destino. […]

    Es, pues, vida esa paradójica realidad que consiste en decidir lo que vamos a ser -por tanto, en ser lo que aún no somos, en empezar por ser futuro. Al contrario que el ser cósmico, el viviente comienza por lo de luego, por después.

    Esto sería imposible si el tiempo fuese originariamente el tiempo cósmico.

    [El tiempo cósmico solamente es el presente porque el futuro todavía no es y el pasado ya no es. ¿Cómo, entonces, pasado y futuro siguen siendo parte del tiempo? Por esto es tan difícil el concepto del tiempo, que ha puesto en aprieto a los filósofos.

    «Nuestra vida» está alojada, anclada en el instante presente. Pero ¿qué es mi vida en este instante? No es decir lo que estoy diciendo; lo que vivo en este instante no es mover los labios; eso es mecánico, está fuera de mi vida, pertenece al ser cósmico. Es, por el contrario, estar yo pensando lo que voy a decir; en este instante me estoy anticipando, me proyecto en un futuro. Pero para decirlo necesito emplear ciertos medios –palabras- y esto me lo proporciona mi pasado. Mi futuro, pues, hace descubrir mi pasado para realizarse. El pasado es ahora real porque lo revivo, y cuando encuentro en mi pasado los medios para realizar mi futuro es cuando descubro mi presente. Y todo esto acontece en un instante; en cada instante la vida se dilata en las tres dimensiones del tiempo real interior. El futuro me rebota hacia el pasado, éste hacia el presente, de aquí voy otra vez al futuro, que me arroja al pasado, y éste a otro presente, en un eterno girar.

    Estamos anclados en el presente cósmico, que es como el suelo que pisan nuestros pies, mientras el cuerpo y la cabeza se tienden hacia el porvenir. Tenía razón el cardenal Cusano cuando allá, en la madrugada del Renacimiento, decía: Ita nunc sive praesens complicat tempus. El ahora o presente incluye todo tiempo: el ya, el antes y el después.]

    Vivimos en el presente, en el punto actual, pero no existe primariamente para nosotros, sino que desde él, como desde un suelo, vivimos así el inmediato futuro.

    Reparen ustedes que de todos los puntos de la tierra el único que no podemos percibir directamente es aquel que en cada caso tenemos bajo nuestros pies.

    Antes que veamos lo que nos rodea somos ya un haz original de apetitos, de afanes y de ilusiones. Venimos al mundo, desde luego, dotados de un sistema de preferencias y desdenes, más o menos coincidentes con el prójimo, que cada cual lleva dentro de sí armado y pronto a disparar en pro o en contra de cada cosa como una batería de simpatías y repulsiones. El corazón, máquina incansable de preferir y desdeñar, es el soporte de nuestra personalidad.

    No se diga, pues, que es lo primero la impresión. Nada importa más para renovar la idea de lo que es el hombre como rectificar la perspectiva tradicional según la cual, si deseamos una cosa, es porque antes la hemos visto. Esto parece evidente y, sin embargo, es en gran parte un error. El que desea la riqueza material no ha esperado para desearla ver el oro, sino que, desde luego, la buscará dondequiera que se halle, atendiendo al lado de negocio que cada situación lleva en sí. En cambio, el temperamento artista, el hombre de preferencias estéticas atravesará esas mismas situaciones ciego para su lado económico y prestará atención, o mejor dicho, buscará por anticipado lo que en ellas resida de gracia y de belleza. Hay, pues, que invertir la creencia tradicional. No deseamos una cosa porque la hayamos visto antes, sino al revés: porque ya en nuestro fondo preferíamos aquel gé­ne­ro de cosas, las vamos buscando con nuestros sentidos por el mundo. De los ruidos que en ca­da instante llegan a nosotros y materialmente podríamos oír, sólo oímos, en efecto, aquellos a que atendemos; es decir, aquellos que favorecemos con el subrayado de nues­tra atención, y como no se puede atender una cosa sin desatender otras, al escuchar un son que nos interesa desoímos enérgicamente todos los demás Todo ver es un mirar, todo oír es a la postre un escuchar, todo vivir un incesante, original preferir y desdeñar. […]

    A esta extrema medida y hasta este punto es el humano vivir constante anticipo y preformación del futuro. Siempre somos muy perspicaces para aquellas cosas en que se realizan las calidades que preferimos, y, en cambio, somos ciegos para percibir las que res­tan, aunque sean perfecciones superiores o iguales, las que residen en cosas que están en órdenes extraños a nuestra innata sensibilidad. Lo primero es el futuro; incesantemente lo oprimimos con nuestra atención vital para que en nuestra mano rezume el jugo favo­ra­ble, y sólo en vista de lo que de él demandamos y en vista de lo que de él esperamos tornamos la mirada al presente y al pasado para hallar en ellos los medios con que satisfacer nuestro afán. El porvenir es siempre el capitán, el Dux; presente y pretérito son siempre soldados y edecanes Vivimos avanzando en nuestro futuro, apoyados en el presente, mientras que el pasado, siempre fiel, va a nuestra vera, un poco triste, un poco inválido, como, al hacer camino en la noche, la luna, paso a paso, nos acompaña apoyando en nuestro hombro su pálida amistad.

    En un buen orden psicológico, pues, lo decisivo no es la suma de lo que hemos sido, sino de lo que anhelamos ser: el apetito, el afán, la ilusión, el deseo. Nuestra vida, queramos o no, es en su esencia misma futurismo. El hombre va siendo llevado du bout du nez [por la punta de la nariz] por sus ilusiones, imagen que en su barroquismo pintoresco está justificada porque, en efecto, la punta de la nariz es lo que suele ir a la vanguardia, lo que va de nosotros al más allá espacial; en suma, lo que nos anticipa y nos precede.

   El decidir esto o lo otro es aquella porción de nuestra vida que tiene un carácter de libertad. Constantemente estamos decidiendo nuestro ser futuro y para realizarlo tenemos que contar con el pasado y servirnos del presente operando sobre la actualidad, y todo ello dentro del «ahora»; porque ese futuro no es uno cualquiera, sino el posible «ahora», y ese pasado es el pasado hasta ahora, no el de quien vivió hace cien años. ¿Ven ustedes? «Ahora» es nuestro tiempo, nuestro mundo, nuestra vida. Va ésta cursando mansa o revuelta, ribera o torrente por el paisaje de la actualidad, de esa actualidad única, de ese mundo y ese tiempo que con una etiqueta abstracta llamamos 1929 después de Jesucristo. En él vamos incrustados, él nos marca un repertorio de posibilidades e imposibilidades, de condiciones, de peligros, de facilidades y de medios. Él limita con sus facciones la libertad de decisión que mueve nuestra vida y es, frente a nuestra libertad, la presión cósmica, es nuestro destino. No era, pues, una frase decir que nuestro tiempo es nuestro destino. El presente en que se resume y condensa el pasado -el pasado individual y el histórico- es, pues, la porción de fatalidad que interviene en nuestra vida y, en este sentido, tiene ésta siempre una dimensión fatal y por eso es un haber caído en una trampa. Sólo que esa trampa no ahoga, deja una margen de decisión a la vida y permite siempre que de la situación impuesta, del destino, demos una solución elegante y nos forjemos una vida bella. Por esto, porque la vida está constituida de un lado por la fatalidad, pero de otro por la necesaria libertad de decidirnos frente a ella, hay en su misma raíz materia para un arte, y nada la simboliza mejor que la situación del poeta que apoya en la fatalidad de la rima y el ritmo la elástica libertad de su lirismo. Todo arte implica aceptación de una traba, de un destino, y como Nietzsche decía: «El artista es el hombre que danza encadenado.» La fatalidad que es el presente no es una desdicha, sino una delicia, es la delicia que siente el cincel al encontrar la resistencia del mármol.

    Imaginen ustedes por un momento que cada uno de nosotros cuidase tan sólo un poco más cada una de las horas de sus días, que le exigiese un poco más de donosura e intensidad, y multiplicando todos estos mínimos perfeccionamientos y densificaciones de unas vidas por las otras, calculen ustedes el enriquecimiento gigante, el fabuloso enno­ble­ci­miento que la convivencia humana alcanzaría.

    Eso sería vivir en plena forma; en vez de pasar las horas como naves sin estabilidad y a la deriva, pasarían ante nosotros cada una con su nueva inminencia.   

    No se diga tampoco que la fatalidad no nos deja mejorar nuestra vida, porque la belleza de la vida está precisamente no en que el destino nos sea favorable o adverso -ya que siempre es destino-, sino en la gentileza con que le salgamos al paso y labremos de su materia fatal una figura noble.

    Pero conviene recoger en una fórmula clara todo el análisis que hemos hecho de lo que es en su esencia radical nuestra vida. Estas percepciones de hecho fundamentales se escapan fácilmente de la comprensión, como pájaros ariscos -y es útil encerrarlas en una jaula, en un nombre expresivo que entre sus alambres nos deje ver siempre la idea saltando prisionera-.

    Hemos visto que el vivir consiste en estar decidiendo lo que vamos a ser. Muy finamente, Heidegger dice: entonces la vida es «cuidado», cuidar –Sorge- lo que los latinos llaman cura, de donde viene procurar, curar, curiosidad, etc. En antiguo español la palabra «cuidar» tenia exactamente el sentido que nos conviene en giros tales como cura de almas, curador, procurador. Pero prefiero expresar una idea parecida, aunque no idéntica, con un vocablo que me parece más justo, y diga: vida es preocupación y lo es no sólo en los momentos difíciles, sino que lo es siempre y, en esencia, no es más que eso: pre­ocuparse. En cada instante tenemos que decidir lo que vamos a hacer en el siguiente, lo que va a ocupar nuestra vida. Es pues, ocuparse par anticipado, es pre-ocuparse.

    Pero tal vez alguien, remiso a la entrega, de temple vigilante, me opone ahora en su interior estas palabras: «Señor mío, eso es un juego de palabras. Admito que la vida consista en decidir en cada instante lo que vamos a hacer, pero la palabra preocupación tiene, en el idioma usual, un sentido que indica siempre angustia, momento difícil; preocuparse por algo es hacerse muy en serio cuestión de ello. Ahora bien, cuando nosotros hemos decidido venir aquí, pasar este rato de este modo, no tenga usted la pretensión de que nos hemos hecho gran cuestión. Así, la mayor parte de la vida, y lo mismo la de usted, va fluyendo despreocupada. ¿A qué, pues, emplear esa palabra tan grave, tan patética, si no coincide con lo que se nombra? No estamos, afortunadamente, bajo el imperio del romanticismo, que se alimentaba de exageración y de impropiedad. Exigimos que se hable con limpieza, exactitud y claridad, con vocablos precisos y desinfectados como instrumentos de un cirujano.»

    Con otro giro, no sé por qué presumo en algunos de ustedes esta objeción. Es, en efecto, una objeción certera, y para un intelectual de vocación -no pretendo ser otra cosa, y lo soy con frenesí- las objeciones certeras son la cosa más agradable del mundo, pues como intelectual no he venido a esta tierra más que a hacer y recibir objeciones. Así, pues, las acojo encantado, y no sólo las acojo, sino que las estimo, y no sólo las estimo, sino que las solicito. Siempre sé extraer de ellas excelente ganancia. Si conseguimos rebatirlas nos proporcionan el placer del triunfo y podemos hacer el gesto del buen sagitario que ha puesto la flecha en el blanco de la pieza; y si, por el contrario, la objeción nos vence y hasta nos convence, ¿qué mayor ventura? Es la voluptuosidad del convaleciente, el despertar de una pesadilla, hemos nacido a una nueva verdad y la pupila irradia entonces, reflejando esta luz recién nacida. Por tanto, acepto la objeción: limpieza, claridad, exactitud son también las divinidades a quienes yo dedico un culto tembloroso.

    Pero, claro está, como he sido atacado, bien que imaginariamente, necesito defenderme con armas eficaces, y si estoy seguro de que éstas sean limpias, no lo estoy tanto de que no incluyan alguna aspereza.

    Quedamos hipotéticamente en que algunos de ustedes han venido aquí sin preocuparse de lo que hacían, sin hacerse cuestión de ello. Nada ocurre con más frecuencia y si ciertas suspicacias de psicólogos no nos impidiesen apearnos de lo aparente, habríamos de creer que la forma natural de la vida es la despreocupación. Pero entonces, si no han venido aquí por una razón propia y especial, preocupados, ¿por qué han venido aquí? La respuesta es inevitable: porque otros venían. He aquí todo el secreto de la despreocupación. Cuando creemos no preocuparnos en nuestra vida en cada instante de ella la dejamos flotar a la deriva, como una boya sin amarras, que va y viene empujada por las corrientes sociales. Y esto es lo que hace el hombre medio y la mujer mediocre, es decir, la inmensa mayoría de las criaturas humanas. Para ellas vivir es entregarse a lo unánime, dejar que las costumbres, los prejuicios, los usos, los tópicos se instalen en su interior, los hagan vivir a ellos y tomen sobre sí la tarea de hacerlos vivir. Son ánimos débiles que al sentir el peso, a un tiempo doloroso y deleitoso, de su propia vida, se sienten sobrecogidos y entonces se preocupan, precisamente para quitar de sus hombros el peso mismo que ellos son y arrojarlo sobre la colectividad; es decir, se preocupan de despreocuparse. Bajo la aparente indiferencia de la despreocupación late siempre un secreto pavor de tener que resolver por sí mismo, originariamente, los actos, las acciones, las emociones -un humilde afán de ser como los demás, de renunciar a la responsabilidad ante el propio destino, disolviéndolo entre la multitud; es el ideal eterno del débil: hacer lo que hace todo el mundo es su preocupación-. […]

     Recordemos el rito de las sepulturas egipcias, de aquel pueblo que creía que en ultratumba la persona era sometida a un tribunal. En ese tribunal se juzgaba su vida y el primer y supremo acto de juicio consistía en el pesaje de su corazón. Para evitar este pesaje, para engañar a esos poderes de vida y de ultravida, el egipcio hacía que los enterradores suplantasen su corazón de carne por un escarabajo de bronce o por un corazón de piedra negra; querían suplantar su vida. Eso precisamente es lo que intenta hacer el despreocupado: suplantarse a sí mismo. De esto se preocupa. No hay modo de escaparse a la condición esencial del vivir […]

    Los sacerdotes japoneses maldicen de lo terreno, siguiendo este prurito de todos los sacerdotes, y para denigrar la inquietante futilidad de nuestro mundo lo llaman «mundo de rocío». En un poeta, Isa, aparece un sencillo hai-kai, al cual me atengo, y dice así: «Un mundo de rocío no es más que un mundo de rocío. Y ¡sin embargo!...» Sin embargo..., aceptemos este mundo de rocío como materia para hacer una vida más completa. (J. Ortega y Gasset: ¿Qué es filosofía?, Lecciones X y XI).

Estar, existir

Paolo Giordano

Jorge Semprún

¿Quiere el hombre seguir vivendo?

(Rémi Brague)

El hombre existe comprendiendo un sentido

Martin Heidegger

(La idea de la filosofía...)

El ser encarnado, punto central de la reflexión filosófica

Gabriel Marcel

(Filosofía concreta)

Mi cuerpo, mi vida, mi ser

Gabriel Marcel

Conferencia inédita

El problema del sentido de la vida (II)

Jean Grondin

La temporalidad de la existencia humana

José Bergamín

Vladimir Jankélévitch

El yo y los otros: la intersubjetividad

Gabriel Marcel

Emilia Oliva

César Vallejo

Wislawa Szymborska

Miguel de Unamuno