LA EXISTENCIA ENCARNADA

Apuntes de clase a propósito de un texto de

Gabriel Marcel

 

    Empecemos con una historia que, aunque no te lo parezca, guarda estrecha relación con el texto de Gabriel Marcel. Se trata de una receta muy sencilla, como podrás comprobar, y muy lógica -¡de una lógica aplastante!-: la receta de Smullyan para ser inmortal. Dice así: “Para ser inmortal, todo lo que hay que hacer son estas dos cosas: 1) Siempre decir la verdad; nunca hacer ninguna declaración falsa acerca del futuro. 2) Decir simplemente: ‘¡Repetiré esta oración mañana!’. Si haces estas dos cosas, ¡te garantizo que vivirás para siempre!”. Esto fue lo que les explicó el Brujo a Annabelle y a Alexander. ¿Y quién le quitará la razón al Brujo? Como él mismo les explicó, si hoy decís verazmente: “Repetiré esta oración mañana”, entonces repetiréis la oración mañana. Y, si seguís siendo veraces mañana, entonces repetiréis la oración pasado mañana, luego al otro día, después al siguiente,... y así siempre.

 

    ¿Sabes cuál fue el comentario de Annabelle? Que le parecía un plan perfecto en teoría, pero muy difícil de poner en práctica. Por su parte, Alexander recordó el plan que, en Alicia en el país de las maravillas y en A través del espejo, el Caballero Blanco propone para atravesar la entrada: “Como explicó el Caballero Blanco –dijo Alexander-, la única dificultad está en los pies: la cabeza no supone ninguna dificultad, pues ya está lo suficientemente alta. ¡En cambio, los pies…! De modo que primero se pone la cabeza encima de la entrada: así la cabeza está lo bastante alta; luego se pone uno cabeza abajo: ahora los pies están lo suficientemente elevados. ¡Y ya está, ya has cruzado!”. Al escuchar esta historia, el Brujo rió de buena gana y a continuación respondió a la objeción de Annabelle. También él les contó una historia: el diálogo que habían mantenido un gran sabio del Este y un hombre que había partido en busca de la inmortalidad. Ante la misma receta, éste también había replicado que el plan era poco práctico: “¿Cómo puedo decir verazmente que repetiré esta oración mañana cuando ni siquiera sé si estaré vivo mañana?”. A lo que el sabio del Este replicó: “¡Oh! ¡Tú querías una solución práctica! Lo siento mucho. No soy muy bueno en la práctica; yo sólo trato con la teoría y con la lógica”. (Raymond Smullyan, Satán, Cantor y el infinito).

 

    Para Unamuno la reflexión filosófica debe tomar como punto de partida al hombre singular, el de carne y hueso, es decir, el que nace, vive y muere –sobre todo, muere (insistía el gran pensador español)-. Con Jankélévitch, nos hemos parado a pensar sobre la temporalidad de la existencia humana y, con él y Arendt, sobre el sentido de la acción que alumbra en dicha temporalidad (el ‘elemento ético de la nostalgia’, como lo denomina Jankélévitch, que anida en el hecho de nacer, como subraya Arendt). Ahora, el texto de Gabriel Marcel orienta nuestra atención sobre nuestra corporalidad, sobre la consti­tutiva encarnación de nuestra existencia. Mi cuerpo me asienta en el mundo, me abre a las demás realidades, o, como dice Guillén, no sólo soy; ante todo –y más aun-, estoy.

 

    Igual que Unamuno insistía en que el principio de la reflexión debe ser el hombre de carne y hueso, Marcel subraya que ‘al principio de la investigación habrá que colocar un indu­bi­table... existencial’, no lógico o racional; es decir tener algo muy claro en la teoría no garantiza que eso sea en la práctica tal como lo pensamos. No basta, pues, con pasar la cabeza primero, como si, una vez hecho esto, ya “sólo” quedara pasar los pies –como aconsejaba el Caballero Blanco para ser inmortales-. Unamuno y Marcel adoptan el mismo punto de partida. Este -como subraya Marcel- no debe ofrecer ninguna duda, pero además ha de ser un auténtico punto de partida, lo que, según él, significa que ha de ser un inicio existencial. ¿Qué quiere decir esto? Significa que un tipo de arranque distinto, por ejemplo el lógico o racional, no sería de verdad un arranque o un principio, porque estaría dando por supuesto algo previo. ¿Qué es esto anterior que se está dando por supuesto, pero no se declara, sino que se escamotea, como dice Marcel? Respuesta: la propia existencia. Cualquier reflexión que emprendamos busca respuestas a preguntas que bullen en un ser humano singular, con sus afanes y sus miedos, y no en ningún limbo. Incluso cuando sucede que esas preguntas son las mismas que muchos otros se plantearon antes que yo, realmente estallan como auténticas preguntas mías, punzantes y ardientes, cuando es mía la urgencia de responderlas; es decir, cuando son interrogantes que se alzan en mi propio camino vital, zarandeando todo mi ser, sacudiendo mi existencia. Por lo tanto, mi propia existencia (o también, como hemos visto, mi estar en el mundo) es el campo en el que brotan las preguntas que me empujan a pensar y, por esto, ella, mi existencia, es eso primordial con lo que siempre hay que contar –o, mejor dicho, con lo que siempre estamos contando ya, aun cuando no seamos conscientes de estarlo haciendo-. En efecto, si hago afirmaciones como ‘nada existe’, ¿qué estoy enten­diendo por ‘existir’, ‘existencia’, ‘inexistencia’? Y, antes que esto, ¿dónde he aprendido  su significado, si no es en mi propio existir? Por consiguiente, si sostengo que ‘nada existe’, estoy en realidad diciendo algo que, en el mismo momento de decirlo, no sólo se contradice (pues parece evidente que al menos hay una cosa que sí existe: yo que lo sostengo), sino que además se muestra vacío de sentido. ¿Por qué ‘vacío de sentido’? Porque, si fuera verdad que nada existe, yo no habría podido decir con sentido que ‘nada existe’ debido sen­cilla­mente a que no habría podido aprender el significado de la idea ‘existir’. Y, como resulta que entiendo su sentido cuando le niego la existencia a todo, tengo que haber pasado por esa escuela en la que me enseñaron qué es eso de existir. ¿Y cuál es esa escuela? Respuesta: el mundo o, mejor dicho, mi vida en el mundo, mi estar en él, mi existir. En resumidas cuentas, parece que ‘hay un existente privilegiado’ al cual no se le puede negar la existencia sin caer en contradicción y sin decir un sinsentido. ¿Cuál es ese ‘existente privi­legiado’? En principio, yo mismo. Por ejemplo, cuando la necesidad te aprieta y golpeas la puerta del aseo preguntando si hay alguien, ¿qué pensarías si, del otro lado, te llegase una voz diciendo: 'no, no hay nadie'? ¿Entenderías que está vacío y, dada tu urgencia, entrarías, o seguirías tu búsqueda de un aseo libre? Ahora en serio: haz la prueba: y di ‘nada existe’. ¿No te parece que, al decirlo, lo estás desmintiendo, que estás manifestando de hecho –aunque no lo digas- que la afirmación 'nada existe' es falsa? Si fuera verdad que ‘nada existe’, sería verdad también que tampoco el yo existe (en este caso, el tuyo, tú mismo). Y esto último queda desmentido en cuanto lo dices, pues lo dices implícitamente cuando pronuncias que ‘nada existe’: ¡¡¡‘nada existe’, ni siquiera yo mismo!!! Parece claro, por tanto, que algo existe. Otra cosa bien distinta es que sepamos a ciencia cierta –es decir, de manera indubitable, como reclama Marcel- qué sea ese yo que existe. A intentar aclararlo se dedica Marcel a continuación.

 

    Gabriel Marcel acepta que ese punto de partida indubitable soy yo mismo, pero siempre que se añadan algunas matizaciones. (Por cierto, como podrás observar a lo largo de este texto, eso de matizar es algo que constantemente hace el autor. Tan pronto como afirma algo que parece dejar claras las cosas -¡¡¡por fin!!!-, introduce una salvedad o un matiz -¡¡¡vaya!!!-. Este modo de proceder dificulta, ciertamente, la lectura, ya que, por lo general, el lector tiene prisa por llegar a puerto y dar con la solución, mientras que el pensador, en cambio, se demora en matizaciones y salvedades, como si le importase más el viaje que la llegada. Pues bien, esta diferencia caracteriza de manera esencial al pen­sa­miento filosófico: mientras que normalmente la mirada se vuelca en las cosas que nos rodean –como si le apremiara posarse en ellas y descansar-, cuando nos ponemos a hacer filosofía la mirada no debe temer entretenerse en aquello que hace posible esa visión de las cosas, efectuando una torsión difícil y dura -como las que realizan esos contorsionistas que se diría de goma, y que nosotros no lograríamos hacer sin rompernos antes-. De ahí que al pen­sa­miento filosófico lo denominemos también re-flexión). Decíamos, pues, que podemos tomar como existente-tipo al existente que yo soy, pero siempre que tengamos en cuenta algunas matizaciones. En efecto, ¿cómo hay que entender la unión del ‘yo’ y su ‘existencia’ o, mejor dicho, la unión del ‘yo’ y ‘su’ ‘existencia’, subrayando también que es la suya propia? ¿Es la existencia algo externo a mí, algo que se me añade? ¿Soy y además, aparte, existo, o soy existiendo, es decir, existo más que soy, según el verso de Guillén? La respuesta de Marcel es rotunda: no soy una realidad-sujeto indepen­diente­men­te de mi existencia. En suma, ‘yo existo’ no es equivalente a ‘yo corro’; la existencia inunda todo el yo, de manera que –en palabras de Marcel- forman una ‘unidad indescomponible’, mientras que la carrera no se identifica con el yo que corre: yo puedo ser sin correr, pero no puedo ser sin existir. ¿Cómo entender esta inundación de la que hablamos, la inundación del yo por la existencia, por su existencia? ¿Cómo entender la estrecha unión de ambos que es ese ‘dato inicial’ o punto de partida que andábamos buscando? No como un ‘yo pienso’ ni siquiera como un ‘yo vivo’, sino como un yo siento. Fíjate bien en que aquí lo importante no es el objeto directo de este ‘sentir’, sea éste la lluvia en el rostro o el sabor de la fruta. Lo que importa es, en su unidad indisoluble, el ‘yo-siento’, con un significado muy parecido, si no idéntico, al que tienen estos versos de Jorge Guillén: ‘Todo me comunica, / … / su brío para ser / de veras real, en triunfo’. Lo esencial del existir es ese comulgar con la realidad, ‘participar’ de ella –escribe Marcel más adelante-, como si el yo -derramándose en el mundo- y lo sentido por él quedasen fundidos en la sensación… de existir. Lee atentamente este fragmento de un escritor del s. XVIII que refleja muy bien casi la misma experiencia: ‘Al final de la tarde, yo bajaba de las cimas de la isla y me iba a sentar a gusto al borde del lago, sobre la grava, en algún refugio escondido; allí, el ruido de las olas y la agitación del agua fijaban mis sentidos y expul­sa­ban de mi alma cualquier otra agitación, sumergiéndola en un ensueño delicioso en el que, sin darme cuenta, me sor­prendía la noche a me­nudo. El flujo y el reflujo de ese agua, su ruido conti­nuo pero abulta­do por los inter­va­los que, sin parar, golpeaban mi oído y mis ojos, suplían los movimientos in­ter­nos que la ensoñación apa­gaba en mí y bastaban para hacerme sen­tir con pla­cer mi exis­ten­cia, sin la mo­les­tia de pensar’ (J.-J. Rous­seau, Las ensoñaciones del paseante solitario). Se trata de esa sensación de existir en la que uno se siente comulgar con la realidad toda, implicado en el uni­verso exis­ten­te. Pero aún hay más. Existir no se agota en sentir y, con ello, sen­tirse. En él late una ‘ten­den­cia cen­trí­fuga’, un ‘movi­miento hacia el exterior’ se­gún los cuales el yo es salida y aper­tura al mundo, mani­festación hacia fuera: ‘no soy sola­mente para mí, sino que… soy mani­fiesto’ –escribe Gabriel Marcel, como si se hiciera eco de los versos de Guillén: ‘Soy, más, estoy. Respiro. / Lo profundo es el aire’-. No es en la profundidad íntima del pen­sa­miento donde existo, sino en la corporal del aire que, diáfana, me hace visible a los demás. Necesa­riamente, pues, hay que reconocer la carnalidad de la existencia: ‘hay mi cuerpo’, como subraya Marcel con una frase deli­be­ra­da­mente rara y ambigua.

 

        ¿Qué hemos alcanzado a estas alturas? Hemos llegado a percibir la ante­rio­ridad de la existencia, la que reclamaba Marcel cuando escribía que, ‘si la existencia no está en el origen, no estará en ninguna parte’. Precisamente es la existencia carnal (o, si prefieres, existencia en carne viva), con su doble dimensión de sensación y exterioridad, la que impulsa al yo a hacerse pre­guntas y, aunque parezca paradójico, a sostener incluso que ‘nada existe’. Es el hecho de estar en el mundo, como derramado sensorial y corporal­mente en él, lo que lleva al yo a aferrarse a la existencia y también a renegar de ella cuando se le vuelve insípida o insufrible. En el origen está el existir, el estar car­nal­mente en el mundo, con los demás y entre las cosas. Mi fuerza afirmativa, igual que la desdeñosa con la que reniego de todo, la tomo de esa realidad en la que estoy inmerso y de la cual participo. Esto significa que, cuando me pregunto acerca del ser y de la existencia, me estoy preguntando acerca de algo frente a lo cual no me puedo poner, como si fuesen ajenos a mí y no me afectaran. Yo, que pregunto, estoy implicado en eso acerca de lo cual pregunto, y frente a lo cual sólo me puedo situar mediante un proceso de abstracción, mediante un ejercicio de separación, de desgajamiento. En tal caso, lo que hago es considerarme como un sujeto que tiene delante de sí un objeto. Pero la existencia, en la exacta medida en que también y ante todo es la mía, no la puedo considerar separada de mí, contemplándola como si tan sólo fuese un espectáculo. Como existente que soy, estoy inmerso en ella y, en este sentido, también toda esta reflexión tiene lugar dentro de ella. Por esta razón, cuando reniego de la realidad –igual que cuando le niego la existencia a todo-, estoy implícitamente afirmándola. Es como si en mi reflexión, más que ser yo quien afirmo la realidad, fuera ésta misma la que se afirma en mí, incluso cuando reniego de ella. Por eso decíamos líneas antes que la fuerza con la que afirmo, así como la fuerza con la que niego o reniego, la tomo de la realidad de la que participo; mejor dicho: cuando afirmo la realidad –o cuando reniego de ella-, lo que quizá suceda verdaderamente es que sea la misma realidad la que me afirme a mí -o la que me expulse a mí de ella, la que reniegue de mí-. Gabriel Marcel lo expresa así: ‘reconozco que todo este proceso reflexivo queda dentro de cierta afirmación que, más que proferirla, yo soy, una afirmación de la que soy la sede, más que el sujeto’ (Ser y Tener, 167). No es que yo diga 'de boquilla' que existo; es mi propio ser, en el que mi cuerpo juega un papel protagonista, el que se afirma, el que afirma su existencia. Aunque te pueda parecer mentira, todo esto que estamos intentando explicarnos con tanta dificultad, todo ello está resonando en estos versos de Jorge Guillén: ‘La realidad me inventa, / soy su leyenda. ¡Salve!’.

 

    Por todas estas consideraciones, Marcel vacila a la hora de elegir entre decir ‘tengo un cuerpo’ o ‘soy un cuerpo’. Si bien mi cuerpo es algo mío, no dispongo de él de la misma manera en que dispongo de un coche, por ejemplo. De éste puedo prescindir, igual que de cualquier instrumento en principio. La exterioridad (o ajenidad) que reina entre un instrumento y yo no se da entre mi cuerpo y yo. En efecto, además de que no puedo prescindir de él, mi cuerpo está presente en mí como no lo está ninguna otra cosa: cuando toco con mi mano la mesa sobre la que escribo, no sólo siento la mesa; además de su superficie lisa, siento mi propia mano tocando la mesa. De esta reflexividad del tacto nos damos cuenta con mayor agudeza cuando casi ha desaparecido al quedársenos ‘dormida’ la mano. En este caso, nos acercamos a lo que quizá sea el tipo de contacto entre dos cosas inertes, el papel y la mesa en la que se apoya. La manera en que mi cuerpo me es presente no es la misma que la manera en que me es presente una cosa: ésta se me hace presente a través de mi cuerpo –casi en él-, mientras que mi cuerpo se me hace presente de manera inmediata. Por tanto, si tener algo implica reconocer que puedo prescindir de ello, entonces no es correcto afirmar que mi cuerpo sea algo que tengo.

    ¿Quiere esto decir, entonces, que mi cuerpo lo soy? Si al decirlo, queremos reducir el yo a cuerpo, de modo que sólo mi cuerpo exista, parece que no cabe identificar al yo con el cuerpo. En efecto, si sólo fuera cuerpo, un cuerpo más entre otros, ese derramarse por el mundo del que antes hablábamos, y que es constitutivo del yo que soy, resultaría imposible. (Ha­blando con rigor, no podemos afirmar que para una piedra -y, en general, para una cosa- exista un mundo; incluso a un animal parece más apropiado atri­buirle un medio vital o circundante, y no un mundo [recuerda lo que ya vimos]). En conclusión, ni dualidad ni identidad entre el yo y su propio cuerpo. Ambas expresiones (‘tengo un cuerpo’ y ‘soy un cuerpo’) resultan igualmente inadecuadas. Es como si la corporeidad delimitara una ‘zona fronteriza entre el ser y el tener’ (Ser y Tener, 86), escapando pues a la alternativa entre tener y ser.

 

    Antes de seguir, veamos si, con tantas matizaciones, hemos sacado algo en claro. 1) Hemos entendido cuál es la prioridad del propio cuerpo. ¿Cuál? Esa ‘cierta presencia de mi cuerpo a mí mismo, por la cual el hecho de existir adquiere para mí una consistencia’ que no tendría sin esa presencia. Esta ‘cierta presencia’ del propio cuerpo tiene un estatuto especial, puesto que mi cuerpo lo soy y al mismo tiempo lo tengo, o –lo que viene a ser lo mismo- ni lo soy por entero ni lo tengo absolutamente. Lo que parece indiscutible es que la ‘desencarnación es impracticable, mi propia estructura la excluye’, esto es, ‘no hay en rigor un reducto inteligible en el que yo pudiera establecerme fuera o más acá de mi cuerpo’. Teniendo esto en cuenta, ¿puedo considerar indiferente para mi identidad que mi cuerpo sea el que es? ¿Puedo considerar que a la identidad del yo le resulta indiferente ocupar esta situación o aquella otra? ¿Puedo considerar que seguiría siendo el mismo yo si, en lugar de estar en esta situación, estuviera en la Europa de 1940? Las experiencias que he tenido han ido escribiendo mi biografía, han ido modelando mi identidad: ¿sería ésta la misma si las experiencias hubieran sido otras? Parece claro que no, y a esto es a lo que se refiere Marcel con la pesada expresión ‘la no contingencia del dato empírico’: para el yo que soy, los datos empíricos (las experiencias) que han esculpido su identidad no resultan indiferentes o contingentes; a la vista de quien ahora soy, siento que todos esas experiencias han contribuido a cincelar ése que soy. [Recuerda que algo parecido señalaba Unamuno cuando escribía que no podía entender que alguien quisiera ser otro, arguyendo que ‘todo lo que en mí conspire a romper la unidad y la continuidad de mi vida conspira a destruirme’. [Surge aquí una pregunta –ya sabes, matizaciones y salvedades-: ese considerar no contingente al dato empírico, ¿significa que no tiene cabida el arrepentimiento? Es decir, ¿hay que entender que arrepentirse de algo es una amenaza para la propia identidad? Se diría que quienes dicen ‘yo no me arrepiento de nada y volvería a hacer lo mismo que hice’, lo entienden así. ¿Pedir perdón a alguien a quien hemos dañado injustamente equivale a minar la propia identidad? ¿A ti qué te parece?] 2) Al mismo tiempo –y esto es muy importante-, esta presencia de mi cuerpo a mí mismo resulta ser también la experiencia de mi unión con el universo (Ser y Tener, 21). Yo existo, entendido como ‘yo-siento’, significa que participo del universo: estoy inmerso en él y, en cierta medida, él en mí; esta inmersión es este cuerpo mío. 3) Precisamente esto es lo que convierte a mi cuerpo en el foco central en torno al cual se dibuja lo que Marcel llama la ‘órbita existencial’; en otros términos, mi cuerpo es ‘el punto con relación al cual se sitúan para mí los existentes’ (recuerda el ejemplo de César que pone el propio Marcel).

 

    Hemos puesto tanto el acento en la inmersión del yo en la realidad, que cabe preguntarse si, de resultas de ello, no queda amenazada la objetividad. ¿Es posible, pues, un cono­ci­mien­to objetivo? Marcel responde cla­ra­mente que sí, sólo que conseguirlo exige un esfuerzo especial de abstracción, gracias al cual consideramos algo como no afectándonos, como una cosa independiente de nosotros. Entiéndase bien: insistir en el enfoque existencial no implica sostener que el mundo sólo existe porque yo lo piense. En absoluto. Lo que sí quiere subrayar, en cambio, es que todo trato con las cosas (teórico o práctico) se efectúa siempre dentro de un sistema de coordenadas cuyo punto central lo establece mi existencia. De manera que la objetividad no es primera, sino segunda: se obtiene tras un proceso hasta cierto punto de ‘des-encarnación’ o de ‘des-existenciación’ –valga el palabro este-. Es como si, en plena tormenta en alta mar, con seria amenaza de naufragio, los marinos se pusieran a considerar su situación como un problema de Física, es decir, como algo en lo que ellos mismos no se encontraran embarcados. En medio de la tormenta resulta imposible alejarse lo bastante para contemplar la situación fríamente. Por eso hablamos de ‘des-encarnación’ hasta cierto punto. Considera estos otros ejemplos. Tratar el propio cuerpo como mero objeto es algo que hacemos con más frecuencia de lo que creemos; en realidad, siempre que lo consideramos como un instrumento exclusivamente. Es innegable que ello ha permitido los avances médicos. Sin embargo, esta objetivación (o des-encarnación) tiene sus límites, que se vuelven patentes, por ejemplo, cuando el dolor insiste en hacernos presente la intimidad de nuestro cuerpo, o cuando al médico se le aconseja no tratar como paciente a un ser cer­ca­no, querido. ¿Por qué? Por lo difícil que, en ese caso, resulta desengancharse y tomar las dis­tan­cias necesarias que permitan considerar su enfermedad objetivamente, esto es, como mero objeto exterior, que no le afecta.

 

    Todo lo dicho por Marcel sirve de base para denunciar un peligro que ame­naza al hom­bre moderno, a nosotros, asiduos telespectadores (‘espectadores alejados’): convertir la realidad en espectáculo implica distanciar al hombre de la fuente de su realidad (cuya leyenda es –en palabras de Guillén-), significa cortar el cordón umbilical que liga su existencia con la realidad, de la que se nutre. Privar a la realidad de su espesor convirtiéndola en una película trae consigo reducir al hombre a poco más que un ectoplasma, curioso de informaciones y ávido de novedades -eso sí-, pero huér­fano de una realidad que él mismo ha alejado haciéndosela ajena. Lo dramático de esta situación es que, precisamente por faltarnos realidad, carezcamos de la fuerza que requiere oponer re­sis­tencia a la debacle y que, entonces, intentemos suplir la realidad que nos falta manteniendo en un estado de permanente em­briaguez una vida que, más que vivir, demanda una violenta, pero engañosa, sensación de vivir –si es posible, con la chispa de la vida embotellada-.

 

    De homo realitatis pasamos al homo videns-vorax, y de éste, al homo festivus (como lo llama Philippe Muray), ese Turistántropo en bermudas que, con una cámara en ristre, invade las ciudades y para quien el mundo entero se ha convertido en un inmenso parque temático, con aventuras y emociones a todo pasto, pero -eso sí- a la carta y bien cubiertas por un seguro. ¿Quién puede pedir más?

 

    Tendremos ocasión de volver sobre esto cuando hablemos de la televisión o, mejor dicho, de la realidad y su imagen (¿o será al revés?). Mientras tanto, léete otro clásico del tema, un fragmento de la conferencia de Jean-Paul Sartre El Existencialsmo es un humanismo. (JMAD).

 

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