El problema del sentido de la vida (y III)

Jean Grondin (1955)

 

El lenguaje del sentido

 

[…] El sentido que puede ser comprendido es lenguaje, pero no por eso el lenguaje agota toda la experiencia del sentido interior que atraviesa, pero que también puede trascender, el lenguaje efectivo de las palabras. Ocurre que este lenguaje “interior” es siempre el del querer-decir, el de lo que quiere ser expresado y entendido por la palabra. Ahora bien, lo que quiere ser expresado se resiste a la reducción que remite únicamente a los signos que han sido proferidos. Si el signo es signo, o señala, es porque nunca remite a sí mismo, sino siempre a lo que quiere ser dicho y sentido. Ese lenguaje interior sabe que puede expresarse siempre en términos distintos de aquéllos a los que ha sido confiado y a los que sería fatal reducirlo. Ciertas expresiones nos parecen más adecuadas que otras, más indispensables, más vitales, pero la instancia del diálogo interior nos permite reconocer que podrían siempre haber sido expresadas de otro, y ¡mejor! […] El lenguaje exterior, que entendemos y utilizamos, es el que nos viene de modo inmediato al espíritu. No dice nunca todo lo que habría que decir y no dice nunca de manera suficiente. Deja sin embargo resonar un discurso que no es tanto el de los sonidos como el del lenguaje interior –ése que jamás podemos expresar totalmente- que siempre podemos buscar entender.

 El lenguaje no representa entonces un encasillamiento, un encierro babilónico para la experiencia del sentido. Las fronteras del lenguaje son en sí mismas esencialmente “porosas”, tanto hacia el interior como hacia el exterior del lenguaje. Hacia el interior, puesto que el lenguaje busca por sí mismo matizar, y por ello trascender, la rigidez de sus propias expresiones. Pero también hacia el exterior en la medida en que el lenguaje permanence abierto a todo sentido que quiera ser dicho y entendido. En efecto, para el lenguaje es seimpre posible abrirse a la alteridad y a nuevos horizontes de sentido. El lenguaje actual puede entonces ser trascendido por otro lenguaje, un lenguaje que cuestiona los límites o los bloqueos de un juego de lenguaje dado. El lenguaje se encuentra así investido de una capacidad de sobreponerse a sí mismo. […]

    Esta perspectiva sobre el lenguaje vale también para la pregunta por el sentido de la vida. Considerado desde el exterior, el sentido de la vida no es más que la adhesion a un código o a un régimen de discurso que se alimenta de exclusiones. No es siempre falso, pero no ha de olvidarse que esta perspectiva proviene de una actitud objetivante, que es la actitud propia de una ciencia que sólo busca códigos allí donde hay, para los mismos participantes [en esa búsqueda científica], horizontes de vida. Ahora bien, la vida jamás se vive desde el exterior. Es de ese sentido de la vida del que aquí quisiera hablar, manteniéndome dolorosamente consciente de la debilidad de las palabras para traducir esta tensión hacia el sentido, esa tensión que excede al lenguaje.

    La búsqueda del sentido de la vida es la balbuciente búsqueda de un lenguaje susceptible de reconocer una dirección para la inquietud que desgarra el diálogo interior de cada cual. Más atrás hemos propuesto una descomposición del sentido de la vida en cuatro sentidos posibles […]. Entre ellos, el sentidio direccional se presenta como el más elemental; es decir, sólo se puede hablar de sentido –en los otros tres sentidos del sentido, esto es, de significación, de capacidad de sentir y de sabiduría- porque hay extensión en el tiempo. Comprendida y vivida como trama, la existencia se encuentra llevada por, pero también hacia, una cierta inteligibilidad de sí misma. Una filosofía del sentido de la vida no busca imponer un sentido, más bien pretende trasegarlo de la vida misma, en el sentido en que es ella la que nos conduce; es decir, que es la vida misma la que tiene un sentido y es ese sentido el que busca articularse en tal filosofía.

    Quizás tomamos las cosas por el lado equivocado si asimilamos, con demasiada prisa, la pregunta por el sentido de la vida a la pregunta por el sentido que podemos dar a nuestras vidas, como si la vida no tuviera sentido antes de esta donación. Y es que hay un sentido de la vida que es anterior al orden humano, en el sentido de que toda vida está animada por una cierta dirección, por una cierta aspiración y, por lo tanto, por un cierto “sentido”. […] El mundo del sentido, en el sentido direccional del término, excede el mundo humano al tiempo que lo abarca; es decir, abarca el conjunto de la naturaleza, que es de una eferves­cencia infinita tanto en el orden ínfimo de las células y los microorganismos como en el orden de lo infinitamente grande, si acaso es verdad que el universo mismo está en extension y hasta en “inflación”.

    Es cierto que la ciencia moderna considera repugnante hablar en este caso de “sentido”. La ciencia limita claramente el mundo del sentido al orden de las producciones simbólicas o semánticas, y plantea que el universo se reduce a un conjunto de masas desprovistas de sentido que se “mueven” según leyes pura­mente físicas y matemáticas. Ése es el único “movimiento” que la ciencia busca explicar. […] Un discurso objetivo sobre el orden de los fines parece por tanto imposible, y la ciencia tiene excelentes razones para dar pruebas de abstinencia en este caso. El estudio puramente mecánico de la naturaleza ha producido, por lo demás, impre­sio­nantes resultados que a nadie se le ocurriría cuestionar. Pero se olvida entonces lo que podemos continuar llamando el sentido elemental direccional de la vida, ése que no se limita a la vida humana que se sumerge en el universo de los signos simbólicos y de las palabras que tienen sentido. Antes que el lenguaje, antes que el sentido de las palabras –determinante para pensar la pregunta por el sentido de la vida- hay claramente un cierto sentido hacia la vida, a saber, una dirección, una cierta aspiración de la vida a la vida [aspiración de la vida a vivir].

    Es en este horizonte “cósmico” donde hay que aprender a reinscribir la pre­gunta por el sentido de la vida. Interrogarse por el sentido no es sólo preguntarse qué “sistema de valores” conviene mejor a la vida, o a tal vida en particular, sino entregarse a la tarea de llegar a estar atento a la tension elemental de toda vida. La ciencia moderna, en su deseo de ofrecer una explicación esencialmente mecánica (puesto que íntegramente racional) de las cosas, nos ha convertido en un poco sordos a ese sentido elemental del sentido –su sentido direccional o de “aspiración” que compartimos con el conjunto de los vivientes.ntido direccional o de "mente racional) de las cosas, nos ha convertido en un poco sordos a ese sentido elemental del sentido  […] La sensibilidad ecológica del mundo moderno, o postmoderno, ha contribuido cierta­mente a rehabilitar o a hacer menos inverosímil la idea según la cual existe un orden de la naturaleza que se opone a la dominación humana, un orden que hay que honrar y respetar. Pero resulta que la limitación que esta naturaleza supuestamente nos impone se entiende de nuevo, en realidad, como una autolimitación de la dominación humana. La dominación humana ha llegado a ser tan refinada, pero también tan total, que quiere dominarse a sí misma. Equivale entonces a una dominación de la dominación. En ese sentido, el pensamiento ecológico tal vez siga siendo partícipe del pensamiento que pretende criticar. […]

    Ahora bien, ¿se limita el sentido verdaderamente al orden simbólico, al orden de las palabras y de las ficciones útiles? Yo pienso que no: la célula que se reproduce, el planeta que gravita en torno a un astro, el salmón que migra remontando el curso de una corriente en el momento del desove, la abeja que recolecta su botín de flor en flor, ¿no tiene acaso todo ello un sentido? ¿No participamos nosotros también de ese orden de sentido? ¿No nos interrogamos sobre el sentido precisamente porque sentimos (sentire) que vamos a alguna parte? ¿Acaso ese sentido sólo depende de nosotros y de nuestras “construcciones” simbólicas?

 

La esperanza de vida

 

Si en algún momento planteamos la pregunta por el sentido de la vida de manera equivocada y nos preguntamos solamente qué sentido podemos dar a nuestras vidas, es porque también nos representamos la vida –la nuestra, en este caso- como si no fuese sino una especie de materia bruta desprovista de significación antes de esa inyección de sentido. Este “darle sentido” a la vida […] aparece entonces como una operación exterior a la vida (¿de dónde procedería?) que vendría a ordenar su curso. Ahora bien, jamás nos encontramos frente a nuestra propia vida del modo en que un panadero se encuentra frente a la masa. No, nosotros somos y estamos “ahí”, en esta vida que nos lleva y nos porta en su seno. Y eso quiere decir que no podemos adoptar frente a ella la posición de simples espectadores o de organizadores, por no decir ordenadores.

    ¿En qué sentido nos arrastra la vida? Quisiera responder a esta pregunta diciendo que no hay vida, que no hay sentido para la vida, sin esperanza. Mientras hay vida hay esperanza, reza, por lo demás, un conocido dicho que merece ser tomado al pie de la letra. Es que no hay vida sin un horizonte de esperanza que jalone su sentido. Se podría pensar que esta esperanza se encuentra más allá de la vida misma y, por tanto, sería algo que se le añade. Por el contrario, yo pienso que esta esperanza es inmanente a la vida. Toda vida es crecimiento, y hasta excrecencia; es una aspiración. ¿A qué tiende esta aspiración? […] Al respecto, yo pienso que basta con abrir los ojos, pero también los oídos; el sentido del gusto, del gusto de la vida, seguirá: toda vida aspira a la supervivencia, ciertamente a mantenerse en vida, pero también aspira a una sobre-vida, a un ser-mejor, a un “ser-más” en el que la vida tenga “más” sentido, como decía Agustín (cum sapit: “en el que la vida tenga más sabor”). […] Me importa destacar que el “sentido de la vida” no es necesariamente algo que se encuentra más allá de la vida o, peor aun, un orden de “valores” que deba ser asignado a la vida desde el exterior. Existe una suerte de esperanza inmanente a la vida que la hace vivir al mismo tiempo que la constituye como vida. Si no, la vida no viviría ni tampoco se debatiría. […]

    La tensión hacia el Bien, hacia lo mejor, hacia la sobre-vivencia es así inmanente a la vida. En el plano humano este sentido puede llegar a ser más o menos consciente. El sentido se refleja, como en un espejo. La vida se da cuenta entonces de su sentido, de su dirección. De ahí la conclusión un poco apresurada según la cual ese sentido podría “depender” de esta reflexión o de esta valoración (en el sentido activo del término). La consecuencia más desastrosa, o en todo caso la más presuntuosa, sería aquélla según la cual no habría sentido sin tal reflexión, y se subestima la dirección inmanente de la misma vida.

 

[Esperar: espera y esperanza]

 

El trabajo de la reflexión –y de una filosofía del sentido de la vida- consiste más bien en mostrarse atento al sentido de la vida; es decir, estar atento al sentido en el que la vida nos arrastra. Se puede hacer eso de dos maneras: ya sea interrogándose sobre el fin, el término o el telos de ese recorrido (lo que llamaremos en los siguientes capítulos el Bien, el sentido del Bien), ya sea inclinándose hacia la esperanza, hacia el esperar mismo, lo que se llamará la espera (esperanza), que anima la vida aquí y ahora. ¿Cuál es esta esperanza de vida que lleva la vida a la supervivencia?

    Se trata de una esperanza que descansa, en principio, en una espera. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que en español se utilice el mismo verbo para designar, a la vez, la espera y la esperanza: ‘esperar’. Decir ‘lo espero [attends] a las siete de la tarde’ es, en español, lo mismo que ‘espero [espère] que venga a las siete de la tarde’. Se podría ver en esto una pobreza de la lengua española, puesto que la distinción tan evidente entre espera y esperanza existe en la mayor parte de las lenguas. Pero la simbiosis de la espera y la esperanza me resulta más preciosa que la diferencia, si se quiere poner en claro la cuestión del sentido de la vida. Y es que la esperanza de sentido es, en principio, una espera, una ‘expectativa’, un a priori que me permite vivir, vivir con otro y actuar. Pero la espera –el a-tender, la tensión hacia…-[1] proviene a su vez de la esperanza en el preciso sentido en que ésta jamás será algo adquirido, sino solamente una dirección, un proyecto, una pro-yección. Una vez más, esta ‘proyección’ no quiere designar aquí, en principio, un propósito [o un designio] consciente, sino algo así como la anticipación (‘pro’) constitutiva del sentido al que nosotros estamos desde siempre lanzados, ‘pro-yectados’, si se quiere decir así.

    Esta proyección de sentido se traduce en la solidaridad de la esperanza y la espera que el uso del verbo ‘esperar’ subraya. La espera, incluso la más banal, se encuentra habitada por una esperanza que trasciende el caso particular. Si yo lo ‘espero’ a las siete de la tarde, es, por supuesto, porque yo ‘espero’ [tengo la esperanza de] que usted vendrá. Soy yo el que espero [o aguardo], pero la realización de mi esperanza no depende nunca de mí, o no sólo de mí. Es una apuesta tanto sobre la vida como sobre la naturaleza humana. Al venir, usted me confirmará que yo he tenido razón en confiar en usted, pero también en tener confianza en la capacidad de confianza –sin embargo constantemente defraudada- de la humanidad.

    Si este lazo entre la espera y la esperanza es precioso, es porque nos permite ver que la esperanza de la vida, y de que la vida tenga un sentido, no es solamente algo que se encuentra más allá o por delante de la vida, en el futuro, como un imán que la atrae, sino algo que se encuentra también detrás de ella, que la empuja de alguna manera. Se podría hablar aquí de la esperanza inmanente a la vida, ésa que con tanta frecuencia se ignora en la medida en que es para nosotros una segunda naturaleza. Es la espera que nos permite esperar que el sol salga una vez más mañana. Pero, se nos reprochará, ése será con certeza el caso, pues la tierra sigue girando en torno al sol (y lo hará todavía, nos aseguran, durante unos seis mil millonres de años más). Pero este discurso objetivante de la ciencia no es el de la esperanza que lleva consigo la vida: si yo tengo esperanza, si yo espero que el sol salga, es que yo espero estar ‘allí’. Es evidente que nadie puede estar seguro. Pero justamente la esperanza es eso, sólo eso, pero también todo eso, nada menos que eso: una dirección, un sentido en la ausencia de certidumbre y de seguridad. Es exactamente la esperanza que intercambiamos cuando nos deseamos ‘au revoir!’ [‘¡hasta la vista!’]. Pero, ¿cómo sabemos si nos volveremos a ver? En español se dice espontáneamente ‘¡adiós!’ porque segura­mente se sabe cuán poco depende eso de nosotros. ¡Qué bella lengua! […]

    Es cierto que el intercambio de deseos o de votos es la cosa más ritual del mundo. En efecto, uno no se dice en ese intercambio nada muy preciso, pero nada resulta tan hiriente como saludar a alguien sin recibir un saludo en respuesta. Es una real falta de ‘saber vivir’. Pero el rito tiene su sentido y resume también el de nuestras espe­ranzas: yo espero que siga bien, incluso si el término o el sentido último de la vida termina siempre mal; en esta expresión el siempre es el que hace más cruelmente el mal, porque parece anular la esperanza de felicidad o de sobre-vida. Todos lo sabe­mos y no obstante esperamos esperan­za­dos. Es esta esperanza la que fundamenta nuestra humanidad, nuestra civilidad, nuestro ser-en-común, en una esperanza compartida.

    De este modo la esperanza es un rechazo de la muerte y, por ello, una poderosa afirmación del sentido de la vida. Toda esperanza se alza contra la muerte, contra el sinsentido de la vida. Pero ¿no será entonces esta esperanza más que un engaño o una ilusión? Eso se dice frecuentemente. Pero no toda ilusión es mentira. Una vez más, la lengua española puede proporcionarnos preciosas enseñanzas. Para esa lengua, el término ‘ilusión’ es también un sinónimo de felicidad. Caí en la cuenta de eso un día en que encontré a un amigo de origen hispano. Como me pareció que estaba un podo deprimido, le pregunté qué le pasaba. Me respondió: ‘Nada, no sé, no estoy bien, no tengo ilusión’. Nórdico puritano como soy, le repliqué torpemente: ‘¿Y qué pasa, hombre? ¿Cuál es el problema? No hay ilusión, no hay engaño… ¡entonces es que vivies lúcidamente, que todo va bien!’. Me llevó su tiempo comprender que en español la palabra ‘ilusión’ tiene un significado muy diferente: a saber, que la vida tiene un cierto sabor, una meta, una esperanza, un ideal que nos anima (en español, tener ‘ilusión’ es también tener ‘ánimo’, es decir, alma o espíritu). […] Seguramente, como nos harán ver los tristes puritanos que somos, esa esperanza será quizás sólo ilusoria: la cosa puede terminar mal. Por supuesto. Pero la ilusión, la efervescencia de la sobre-vida, no es ilusoria. Es una alegría plena y entera que me impulsa a hacer proyectos, a emprender cosas, a compartir mi alegría con los demás. […] Hay situaciones en las que esta ilusión es imposible: en momentos de desesperanza y de dolor atroz, o frente al sufrimiento terminal de nuestros semejantes. Pero resulta llamativo observar que es también, y sobre todo, en esas situaciones cuando se habla con más frecuencia de esperanza. El dicho ‘mientras haya vida hay esperanza’ sed emplea justamente en las situaciones en que una persona que sufre mucho debe ser mantenida en vida, contra toda esperanza, contra toda espera. Es quizás en la des­es­pe­ranza donde finalmente la esperanza se hace más fuerte.

    Esta esperanza es inmanente a la vida. Y es que no se trata de una esperanza determinada, de la esperanza de esto o de aquello, sino de la esperanza vital, en el sentido de que sin ñesta no hay ninguna vida que sea posible vivir. […] Es esta esperanza –esta embriaguez, si se quiere- la que permite a los hombres entenderse entre sí, ir siempre más allá, hacer proyectos, pensar el porvenir y reconocerse en ideales. Y es que no hay ideal sin esperanza, sin desbordamiento de uno mismo. Esta embriaguez, esta euforia de primavera que puede ser la vida, ¿no es esencial para la vida humana y lo que la hace digna de ser vivida?

 

[La felicidad del otro]

 

La vida puede ser una primavera. Pero puede ser también espantosamente sibe­ria­na. Resulta con frecuencia, y hasta casi siempre, escandalosamente injusta. […] El su­fri­miento silencioso: ésta es la primera evidencia de la filosofía, el origen de su grito contra la existencia. Es por esto por lo que una filosofía del sentido de la vida no pue­de ser una filosofía de la felicidad. Para una filosofía del sentido de la vida, la feli­ci­dad tiene algo de excepcional, de gratuito, de fortuito; la felicidad no puede ser pro­du­cida, dispuesta, asegurada; a lo sumo puede esperarse y, sobre todo, para otro. […]

    Olvidamos la fragilidad de la felicidad y del bien, tan evidente para los griegos de la antigüedad. El instrumentalismo del pensamiento moderno desea controlarlo todo, incluso y sobre todo lo incontrolable: el tiempo, la salud, la felicidad, el modo de vida, los nacimientos, las relaciones humanas, la muerte. ¿No hay una cierta desmesura en semejante obsesión? ¿No se trata fundamen­talmente de una fuga, de una huida ante la condición humana, que se mantiene suspendida del azar del destino y de la felicidad, y que no escapará jamás a su mortalidad? ¿Quién puede verdaderamente controlar su bien-estar, su muerte, pero también su felicidad? Al respecto, la palabra del Evangelio conserva toda su fuerza poética y ética, aun para este mundo que se pretende secu­la­rizado: ‘¿Quién de vosotros, por mucho que se afane, puede añadir uno sola hora a su existencia?’ (Mt, 6, 27). […] Una filosofía del sentido de la vida no puede entonces enseñar cómo producir la felicidad. Si la filosofía se vuelca hacia el sinsentido de la vida –el del mal, la injusticia y la muerte- podrá, a lo sumo, llevarnos a tomar conciencia de las esperanzas que nos hacen vivir y que conciernen en primer lugar y sobre todo al otro. Nuestra felicidad llegará en buena hora, si es que llega. […]

    Los momentos perfectos no se viven simplemente por haberlos solicitado. En eso consiste precisamente toda la tragedia, toda la tristeza del turismo moderno: usted con­seguirá la felicidad en tal playa exótica o al contemplar aquel paisaje que le dejará sin aliento […]. Ciertamente la felicidad no está ‘allí’ y no puede construirse de seme­jan­te modo. Se produce a sí misma y, si nos lleva consigo, no podemos apuntar a ella.

    Lo que puede, lo que es y se debe poner en puntería es la felicidad de los otros. Qui­zás ésta tampoco puede ser ‘producida’, pero habrá siempre un deber de solicitud –la mayoría de las veces por interés, no hay por qué sonrojarse por ello- que nos conduce a obrar su felicidad com la esperanza de aligerar su existencia y ayudarle a cargar su fardo, su sufrimiento, que siempre es peor que el nuestro. […] La felicidad es siempre la de los otros puesto que estamos efectiva­mente al servicio de hacerlos menos infelices. Kant dijo con razón que si no podemos apuntar a nuestra propia felicidad, podemos a lo sumo hacernos ‘dignos de ser felices’ si buscamos justamente la felicidad del otro. Esta ‘ética’ del sen­tido de la vida es una ética de la felicidad al mismo tiempo que una ética del deber, una ética de la obligación y de la responsabilidad (que los filósofos cometen el craso error de separar). Esta moral no tiene que ser inventada; está presupuesta en todas partes como la condición del diálogo interior que nosotros somos. Si yo no soy sólo el lugar donde se plantea la pregunta por el sentido de la exis­tencia, sino que también tengo que responderla aquí y ahora –después será tarde-, es que la vida tiende a alguna sobre-vida, a algún bien. No se puede en ab­so­luto buscar esa felicidad para uno mismo directamente o, en todo caso, eficaz­mente. Pero lo podemos hacer para otro, en la esperanza del otro.

    Se trata de un deber imperativo de responsabilidad en el sentido más com­pro­me­tedor del término: no puedo permanecer insensible frente al sufrimiento o ante el abandono del otro a la desgracia. Por eso Emmanuel Levinas, hablando sobre la responsabilidad con el prójimo, dijo justamente que es el ‘nombre severo’ de lo que llamamos amor al prójimo, este último infinita­men­te más suave. Hay más felicidad en dar que en recibir, lo cual también es verdad para el amor, y hasta es lo que corresponde a la definición del amor. […] Levinas ha llegado al punto de hablar de una llamada a la ‘santidad’. Esa expresión hará sonreír a nuestra era y a nuestro culto al individuo, pero la santidad sólo designa una llamada a la trascendencia de sí mismo, en el sentido de vivir para y por el otro. No es necesario que esta llamada sea seguida para que se demuestre su eficacia, es decir, para sentar la base de nuestra esperanza de humanidad y para dar sentido a nuestra existencia. Levinas, sobre todo, ha percibido muy bien que esta inverosímil promesa de humanidad encarna la razón de ser de la filosofía: ‘El único valor absoluto es la posibilidad humana de dar prioridad al otro sobre uno mismo. Yo no creo que haya una humanidad que pueda recusar este ideal, que debe uno declarar ideal de santidad. Yo no digo que el hombre es un santo; digo que el hombre es aquél que ha comprendido que la santidad es incontestable. Es el comienzo de la filosofía, es lo racional, es lo inteligible’. […] Cada cual sabe lo que la santidad quiere decir y sabe que ella se encuentra en el horizonte de toda ética, de toda existencia, de todo diálogo interior. […]

 

[Recapitulación]

 

¿Qué somos nosotros en el universo? La respuesta a esta pregunta es brutal: menos que nada. Damos mucha importancia al espacio de nuestras pequeñas vanidades, pero la ciencia moderna ha vuelto a impulsar el péndulo hacia la hora cósmica. Nuestra buena y vieja Tierra no es sino un microscópico grano de arena en el universo […]. La humillación cósmica también atañe a la escala del tiempo. En efecto, el homo sapiens sólo existe desde hace unos 2,5 millones de años (los dinosaurios poblaron la Tierra durante 160 millones de años), mientras que el Big Bang –no sabemos si totalmente fortuito- se habría producido al parecer hace trece mil millones de años. Entonces el universo se las arreglaba bastante bien sin nosotros […] Ninguna filosofía del sentido de la vida puede desplegarse hoy en día sin este trasfondo cósmico, sin la extra­or­dinaria humillación infligida por el vibrante silencio del tiempo y de las estrellas.

    Pero ese silencio no es el nuestro, y no puede serlo en la medida en que somos los seres dialogantes y esperanzados que somos. La pregunta por el sentido de la vida es la respuesta a ese silencio. ‘No eres nada’, me reprende el universo. Y esta exhort­ta­ción me agita, pero también me lleva a reconocer que mi existencia tiene un sentido, en la medida en que me invita a tenerme en pie antes de ser abatido. En el universo el hombre es, sin duda, el único ser que puede así sostenerse, fijarse un ideal y mar­char hacia él sabiendo que será abatido, como un solda­do de infantería en el combate, pero sa­biendo también que al menos su vida habrá tenido un sentido, una direc­ción, una estrella.

    En un universo de helador sinsentido, la interroga­ción -acuciante- sobre el sentido de la vida me lleva a reconocer que el sentido es mi condición insupera­ble. Un mundo de sinsentido presupone un mundo con­sagrado al sentido y al Bien, que funda la conciencia que tengo de mí mismo. Ese sentido es ya el de nuestras vidas, no tenemos que inventarlo; más bien tenemos que reen­contrarlo, sentirlo, hacérselo sentir al otro. La experien­cia del sinsentido del universo y de la muerte que me espera deja aparecer una nueva solidaridad con el otro, que estrecha los lazos y me ayuda a descubrir y a redes­cubrir lo esencial: no puedo hacer nada contra mi angus­tia, no puedo realmente alargar mi modesta vida ‘ni una sola hora’, no puedo siquiera alcanzar la felicidad, pero puedo socorrer al otro, intentar hacerle feliz y dig­no de existir. Toda moral conduce a eso. Todo cuanto me apega al sentido, todo cuanto me da esperanza es la espe­ra de una vida con sentido para el otro, para que el otro pueda vivir como si la vida tuviese un sentido. Entonces será mi vida la que descubrirá su sentido, más allá de sí misma.

    En efecto, esta vida, que siempre es en primer lugar la mía, no es jamás sólo la mía, sino la de todos aquéllos que comparten mi destino como mortal. Todos, como yo, han nacido y todos van a perecer, y aunque resu1te muy doloroso aplicar esta evidencia a la propia vida, es necesario enfrentarse a ello. No obstante, esta comu­ni­dad de destino nos transmite un imperativo de sentlido: hay que vivir la vida como si de­biera ser juzgada. […]

    Si tuviera que responder a la pregunta por el sentido de la vida sin tantos rodeos, me gustaría decir que el ‘sentido’ de la nuestra vida es vivir como si nuestra vida debiera ser juzgada. […]

    Reconocerle un sentido a la vida es reco­nocerse en las esperanzas que nos hacen vivir y que son más universales de lo que solemos creer, sabiendo muy bien que se trata siempre de un senrido esperado, el de una vida con sentido o ‘juzgada’. Pero son esperanzas de mara­toniano, que exigen una templanza y una paciencia más que humanas: loca carrera, cuyo término es irreal, pero en la que al menos sabemos -habremos sabido y sen­tido- por qué corremos. […]

    La vida con sentido es aquella vida que se compromete con la esperanza –o con la apuesta, si se quiere- de una vida con sentido. […] El sentido sólo está allí donde somos atrapados, atraídos, transportados fuera de nosotros mismos.

    Ninguna vida es capaz de fundamentarse a sí mis­ma. Viene de otra parte y su aliento es limitado. Una vida con sentido se trasciende a sí misma porque tiene conciencia de sus límites, de su finitud. No somos más que un tiem­po del que no dispo­nemos. ¿Habrá que aprovechar para ‘festejar’, esperando así hacernos felices? Eso es imposi­ble porque, en ausencia de la inmortalidad, una felici­dad producida, o auto-producida, es facticia y amarga. El sentido del otro y el de las generaciones futuras, las que respirarán después de nosotros, es nuestra única opor­tunidad. La fe en una sobre-vida se funda en el otro, en el amor al otro. (Jean Grondin, Del sentido de la vida).

Jean GRONDIN,

Del sentido de la vida,

Herder, 2005.

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