El problema del sentido de la vida (II)

 Jean Grondin (1955)

    El sentido del sentido

 

    Si la pregunta por el sentido de la vida nos parece trá­gica es porque la pregunta resulta mucho más evidente que la respuesta. En cierto sentido, acaso brutal, la pre­gunta parece arruinar toda posibilidad de respuesta. Cual­quier respuesta puede ser vista y desconstruida [desmontada] como una respuesta cons­truí­da, y por lo tanto artificial -es decir, deses­perada-, frente a un problema que de ningún modo tiene solución. Es así como las respuestas frente a la pregun­ta por el sentido de la vida -por ejemplo, las respuestas religiosas (la vida sólo tiene sentido en la pers­pectiva de un más allá, donde todo estará bien y donde todos los errores serán reparados), las huma­nistas (abrá­monos al avance de la cultura) o las vaga­mente hedonis­tas (disfrutemos de la vida, sólo hay una)- pue­den ser leídas como intentos de producir calma, como tentati­vas que dependerían de las dispo­si­ciones de cada cual y de la manera en que cada uno desee anestesiar la angus­tia de la existencia. Le corresponde a cada cual, suspi­raba Max Weber, encontrar los demonios que sostendrán los hilos de su existencia. ¿Son todos los demonios idénticos? ¿Es indiferente consagrarse a Buda, a Marx o a Madonna? Una cosa es segura, en todo caso, para la filosofía. A saber: sólo la vía de Sócra­tes está abier­ta, la vía del conocimiento de sí mismo o del diálogo interior. Y como la vida es una interro­ga­ción acerca de sí misma, cada cual debe res­ponder al menos una vez en la vida (la úni­ca que se nos concede y sin posibilidad de apelación) a la pregunta por el sentido de la exis­ten­cia en el tiempo. Como se trata de una respuesta que debo darme a mí mismo, a la pregunta que yo soy para mí mismo (Agus­tín), no deja de tener importancia con­sa­grarse a un san­to más que a otro. ¿Sobre qué indaga uno cuando se interroga por el sentido de la vida? Hemos visto ya que la ex­pre­sión fue empleada en primer lugar por un filólogo, Nietzsche; en consecuen­cia, por un sabio cuya pro­fe­sión consistía en interro­garse acerca del significado de los textos. ¿En qué senti­do se puede hablar del sentido de la vida? ¿Cuál es el sentido del sentido? Con una pretensión menos descons­tructora [desman­te­la­dora] que constructora y puesto que están imbricados unos en otros, se pueden distinguir varios sentidos del sentido en la expresión, y en la indagación, del “senti­do de la vida”:

   

  1. El sentido posee en primer lugar, tanto en fran­cés como en muchas otras lenguas, un sentido direccional: designa simplemente la dirección de un movi­mien­to. Es así como hablamos del sentido de las agujas del reloj, del sentido de la corriente o de una vía de “sentido único”.

    Aplicado al caso del sentido de la vida, podemos decir provisionalmente que el sentido de la vida es el de una extensión, el de un cursus que se extiende desde el naci­miento hasta la muerte. Antes de nacer, yo no era; “yo” no iba hacia ninguna parte y mi vida, o la no-vida, no tenía ningún sentido; si acaso, en el límite extremo, lo tenía para mis padres, que deseaban un hijo (cosa que con frecuencia hacen los padres para dar un sentido, un porvenir, a su existencia). La vida no tiene sentido sino porque yo he nacido, por lo tanto, porque mi naci­miento esta “detrás” de mí y porque mi vida “va” o “se va” a alguna parte. El término de ese recorrido es, evi­dentemente, la muer­te, que se encuentra delante de mí, ésa que me aguarda implacable. En el sentido direccio­nal del término, el sentido de la vida es, por tanto, el de una carrera hacia la muerte, como repetía Heideg­ger; una carrera que jamás ganaremos. La fórmula es paradójica, y esa paradoja es la que tenemos que vivir; pero el sentido de la vida, en el sentido más irrisoria­mente direccional del término, es la muerte. Toda inte­rrogación sobre el sentido de la vida presupone este hori­zante terminal.

    Ahora bien, la gran paradoja de la muerte, su carác­ter literalmente insos­te­ni­ble, es que significa el fin de mi existencia. La “sustancia” que yo soy, en el sentido de que soy el sustrato de todo cuanto me acontece, ya no estará más ahí para sufrir la muerte, para recibirla, para acogerla. ¡Clic! Las luces se apagarán sin mí. Digo con esto una enorme banalidad; por supuesto, una bana­lidad que nos corresponde ser también, pero este fin no es un fin como los otros, como cuando se habla del fin de una película, de una comida o de un viaje, puesto que, después de estos fines, la vida continúa. Pero con la muer­te, nosotros ya no estaremos más para ver cómo conti­núa la vida. Habremos sido y no “seremos” nada más en un futuro que incluso resiste la enunciacion. ¿Qué hacer? De hecho, y es lo que resulta trágico, no se puede hacer nada, puesto que, hagamos lo que hagamos, la muerte nos segará. La muerte nos privará del ser que somos, aun­que ésta es una fórmula que resulta impropia puesto que nosotros ya no estaremos para ser privados de nada, no importa lo que sea. Pero estamos obligados a partir de este término, si acaso no de abandonarnos a él, si queremos interrogarnos por el sentido de la vida. Una cosa está cla­ra, a saber, que la pregunta sólo se plantea porque el sen­tido de la vida, su “término”, es la muerte; querámoslo o no, pues para nada sirve aquí el querer o el no querer.

  

 

   2. Además de ese sentido direccional, subyacente a toda filosofía del sentido de la vida, el sentido posee tam­bién un sentido que puede llamarse "significante" o “sig­nificativo”, aun corriendo el riesgo de ser tautológico. También se habla del sentido, y es casi lo más frecuen­te, para circunscribir la significación, la acepción o el alcance de una palabra. Cuando me encuentro con una palabra extranjera, puedo, por ejemplo, consultar un diccionario. La palabra que me resulta extraña se transfor­ma entonces en una palabra más familiar, mucho más familiar en cuanto puedo emplearla yo mismo con cierta seguridad, como si ya me resultara propia. La interroga­ción sobre el sentido (de una palabra o de un texto) es tal que, cuando una nueva familiaridad se ha instalado, puede dejar de plantearse.

    La interrogación sobre el sentido de la vida presupo­ne también, muy cierta­mente, un sentimiento de extra­ñeza, lo que no deja de ser curioso, pues se trata en este caso de la vida -la que vivo, la que soy, la que me tie­ne- que resulta ser entonces extranjera con relación a ella misma. Esta vida que yo soy, y que no cesará sino con mi muerte, tiene para mí, a pesar de su constante intimidad, algo de extrañeza, de misterio, de extravío; como si, sin saberlo, estuviésemos amarrados al lomo de un tigre, como clama Nietzsche. Nuestra vida se extien­de desde el nacimiento hasta la muerte, pero no tenemos ningún recuerdo de nuestro nacimiento, ni siquiera de nuestros primeros años […], y nuestra muerte tampoco forma­rá parte del campo de nuestra experiencia. Encajonados entre esos dos extremos, no tenemos ningún asidero real sobre nosotros mismos. Por lo demás, un “asidero” sólo es posible frente a un objeto que se encuentra ante nosotros, y eso jamás es el caso con nuestra existen­cia. Nadie es responsable de su nacimiento, y la muerte, en la mayor parte de los casos, queda como algo impre­visible, repentino y bestial. La muerte nos recuerda justamente que nosotros somos bestias y que pereceremos como las hormigas que aplastamos o como los animales que devoramos, salvajemente. El reto que nosotros somos (no me cansaré de repetirlo) es el del sentido que podemos reconocer o dar a nuestra mo­des­ta extension en el tiempo. Reconocer o dar (prometo volver sobre esta dua­li­dad), eso lo sabremos cuando llegue el tiempo de preguntarse si ese sentido es inmanente a la vida o si debe serle inspirado. Sólo importa, por el momento, ver que el sentido de la vida es el de una existencia que está dotada de una “signifi­ca­ción”, a pesar del sinsentido de su final.

    Pero el sentido de la vida involucra otros sentidos filosóficamente esclare­ce­dores que tal vez puedan ayu­darnos a responder la pregunta por el sentido de la vida frente al sinsentido. Y es que la noción de sentido remi­te no sólo a una dirección (1) y a una posibilidad de sig­nificación (2); la noción de sentido también apela a una capacidad de “sensación”, a un cierto “sentido” de, o mejor para, la vida.

 

    3. El sentido de la vida es también lo que podemos denominar, de nuevo tautológicamente, un cierto senti­do “sensitivo”, un olfato, una nariz para la vida. El sentido designa, en este caso, una capacidad de sentir e incluso de disfrutar la vida, capacidad para la cual algunos parecen mejor dotados que otros. De manera intuitiva se pien­sa sin más que los latinos son en ello más aptos que los nórdicos, por estar éstos petrificados de puritanismo. Saber tomar el tiempo de vivir es disponer de un cier­to “sentido” de la vida, saber reconocerle un cierto sabor a la vida, saber que es menos un “conocimiento” que una capacidad o un ser, y muy frecuentemente tam­bién una felicidad.

    Aun cuando Nietzsche haya sido probablemente el primero en hablar de un sentido de la vida, esa idea de un “sabor de la vida” es muy antigua. Se encuen­tra, por ejemplo, en Agustín cuando escribe en alguna par­te que “el alma tiene que existir siempre, ella vive ‘más’ si es ‘sentida’ y menos cuando es ‘no sentida’” (sed quia magis vivit cum sapit, minusque cum desipit). La traduc­ción francesa que he citado habla de “vida sentida” o no, mientras que Agustín emplea simplemente el verbo sapere. Es un verbo magnífico. En su primer sentido, intransi­tivo -precisamente el que viene al caso aquí-, el verbo sapere quiere decir simplemente que una cosa “tiene sabor o gus­to” (sapit). En el pasaje que nos interesa, dice Agustín en efecto que el alma vive manifiestamente “más” si tie­ne sabor (cum sapit) que si no lo tiene (cum desipit). Sin hacer muchos juegos de palabras, está claro que ese sentido intransitivo de sapio habita aún el sentido transitivo del verbo sapere, vale decir, cuando significa “sentir” e inclu­so “saber” algo: yo “sé” algo cuando siento ese algo y cuan­do le encuentro algún sabor. El contraste establecido por Agustín entre sapio (“tener sabor”) y desipio (“ser insípido”) permite aclarar lo que podemos entender por un sentido de la vida: la vida puede ser picante o amarga, en conse­cuencia, ser sentida (sapere) o no sentida (desipere).

    En este sentido “sensitivo” es en el que hablamos de los cinco sentidos que nos abren tanto al otro como al mun­do. Algunos sentidos están más desarrollados que otros, algunos seres son más sensibles a los olores, a los gustos o a los sonidos. Pero también se habla, en un sentido cercano, de un sentido de las buenas maneras, de un sentido del tacto, de un sentido para esto o para aquello (que tam­bién es siempre un “buen” sentido y un sentido que pue­de ser común, en el sentido del common sense o del sensus communis). En todas estas acepciones, el sentido designa una facultad de sentir, un cierto sentido de la vida. La pre­gunta por el sentido de la vida es también, entonces, tan­to la capacidad de encontrarle un cierto sabor a la vida como la de reencontrarse en la existencia. Nos equivoca­ríamos totalmente si creyéramos que la filosofía es extra­ña a esta sensibilidad. De hecho, su función principal -aun cuando tan poco se ejerza hoy día (lo cual es sólo argumento contra el hoy día)- es quizás la de recordar­nos lo que hace la vida digna de ser sentida.

    Esta idea de un arte de vivir o de una sensibilidad de (o hacia) la vida nos lle­va a evocar un último nivel de sentido para esta expresión de “un sentido de la vida”.

 

    4. Se entiende también por “sentido”, esta vez en un sentido un poco más reflexivo, una capacidad de juzgar, de apreciar la vida. Así, en francés se emplea la expresión “à mon sens” [“a mi entender”] con la connotación de una cierta aprecia­ción reflexiva de las cosas. Se hablará asimismo de un hombre sensato o de un juicio con sentido (sensé). El sen­tido se encuentra en este caso acoplado con una cierta sabiduría en la que se conjugan la experiencia, la razón e incluso una cierta simplicidad natural. La cuestión del sentido de la vida aspira a tal sabiduría que es la razón de ser, la esperanza de toda filosofía. (Jean Grondin, Del sentido de la vida).

 

A continuación, lee detenidamente un texto de Gabriel Marcel sobre lo que significa para el hombre su cuerpo, su existencia encarnada o corporal. Pincha aquí.

Rincón de la cita

De los tres sentidos del sentido: significación (conceptual), manifestación (sensible), dirección (tensional), el último es la raíz de los otros dos (Henri Maldiney).

Jean Grondin

Del sentido de la vida,

Herder, Barcelona

2005

Estar, existir

Paolo Giordano

Jorge Semprún

¿Quiere el hombre seguir vivendo?

(Rémi Brague)

La temporalidad de la existencia humana

José Bergamín

Vladimir Jankélévitch

El hombre existe comprendiendo un sentido

Martin Heidegger

(La idea de la filosofía...)

Vivir es encontrarse en el mundo

José Ortega y Gasset

(¿Qué es filosofía?,

lecciones X y XI)

Mi cuerpo, mi vida, mi ser

Gabriel Marcel

Conferencia inédita

El sentido de la vida (I) (Jean Grondin)

El sentido de "mi vida": identidad y profundidad (G. Marcel)

El problema del sentido de la vida (y III)

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