¿Por qué necesita el niño la magia?

Bruno Bettelheim (1903-1990)

 

    Mitos y cuentos de hadas responden a las eternas preguntas: “¿A qué se parece verdaderamente el mundo? ¿Cómo viviré en él? ¿Cómo hacer para ser de verdad yo mismo?”. Los mitos ofrecen respuestas precisas, mientras que los cuentos de hadas se limitan a sugerir: sus mensajes pueden suponer algunas soluciones, pero éstas nunca se expresan claramente. Los cuentos de hadas dejan que la imaginación del niño decida si (y cómo) puede aplicarse a sí mismo lo que la historia narrada revela acerca de la vida y de la naturaleza humana.

    El cuento de hadas procede de una manera por completo adaptada a la forma en que el niño concibe y experimenta el mundo, y por esta razón le parece tan convincente el cuento. Puede obtener mucho más alivio del cuento de hadas que de todas las ideas y todos los razonamientos con los que el adulto intenta tranquilizarlo. El niño confía en lo que le cuenta el cuento de hadas porque ambos tienen la misma manera de concebir el mundo.

    Cualquiera que sea la edad que tengamos, sólo puede convencernos una historia que sea conforme a los principios en los que se basan nuestros pensamientos. Si así le sucede al adulto, que ha aprendido a admitir que dispone de más de un marco de referencia para entender el mundo –aunque en realidad resulte difícil, si no imposible, pensar en un mundo diferente al nuestro-, para el niño es particularmente verda­de­ro: su pensamiento es animista…. Si acaricia los objetos es porque está convencido de que también a éstos les gusta que los acaricien; y castiga la puerta porque está seguro de que se ha cerrado adrede, por pura maldad.

    Como mostró Piaget, el pensamiento del niño sigue siendo animista hasta la edad de la pubertad. Sus padres y sus maestros le dicen que las cosas no pueden ni sentir ni actuar, y, aunque dé la impresión de que se lo cree para complacer a los adultos o para no hacer el ridículo, en su fondo sabe a qué atenerse. Sometido a la enseñanza racional de los demás, el niño entierra profunda­mente sus “verdaderos conocimientos” en su espíritu, protegiéndolos de la racionalidad; pero puede ser formado e informado por lo que tienen que decirle los cuentos de hadas.

    Por no citar más que ejemplos del propio Piaget, para el niño de ocho años el sol está vivo porque da luz (y podemos añadir que la da con total agrado). Para el espíritu animista del niño, la piedra está viva porque es capaz de moverse cuando, por ejemplo, cae rodando por la ladera de una colina. Incluso con doce años pasados, el niño está convencido de que un torrente está vivo y dotado de voluntad porque sus aguas fluyen. El sol, la piedra y el agua están habitados, según cree el niño, por unos espíritus que se parecen mucho a los seres humanos y que sienten y actúan como éstos.  

    En el niño no existe una línea nítida de demarcación entre lo que está inanimado y lo que está vivo; y lo que vive tiene una vida muy cercana a la nuestra […]

    Cuando los niños, lo mismo que los grandes filósofos, buscan dar respuesta a todas estas preguntas: “¿Quién soy yo? ¿Qué debo hacer ante los problemas que plantea la vida? ¿Qué voy a llegar a ser?”, lo hacen basándose en su pensamiento animista. Pero, como el niño no sabe muy bien en qué consiste la existencia, la pregunta que ante todo se plantea es la de “¿Quién soy yo?”.

    En cuanto el niño empieza a desplazarse y a explorar, se interroga acerca de su identidad. Cuando espía su imagen en un espejo, se pregunta si lo que ve es realmente él, o un niño que se le parece y que se encuentra al otro lado del espejo. Intenta descubrir la verdad indagando si ese niño se le parece de verdad en todos los aspectos: hace muecas, se da la vuelta a la derecha y a la izquierda, se aleja del espejo y regresa de un salto delante de él; todo ello, para ver si el otro se ha ido o sigue estando ahí. Desde los tres años, el niño afronta ya el difícil problema de la identidad personal.

    Se pregunta: “¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Cómo se ha creado el mundo? ¿Quién ha creado al hombre y a los animales? ¿Cuál es el objetivo de la vida?” A decir verdad, sobre estas cuestiones vitales se interroga, pero no de modo abstracto, sino porque le conciernen. No le preocupa saber si existe justicia para cada ser particular, sino si él será tratado de manera equitativa. Se pregunta quién o qué le hunde en la adversidad y quiere saber qué es lo que podría protegerle. ¿Hay poderes tutelares además de los padres? ¿Cómo debe formarse, y por qué? ¿Puede tener esperanza, a pesar de lo que haya podido hacer mal? ¿Cuáles serán las consecuencias de ello en el futuro? Los cuentos de hadas ofrecen respuestas a todas estas cuestiones agobiantes y el niño va adquiriendo conciencia de todas ellas a medida que evoluciona la historia narrada.

    Si adoptamos el punto de vista del adulto y los términos de la ciencia moderna, las respuestas que los cuentos de hadas suministran resultan ser más fantásticas que reales. Como cabía suponer, esas soluciones parecen tan incongruentes a los ojos de numerosos adultos (que se han vuelto ajenos a los medios con los que el niño experimenta el mundo) que se niegan a transmitirle al niño unas informaciones tan “falsas”. Sin embargo, las explica­ciones realistas por lo general resultan incomprensibles al niño, que carece de la facultad de abstracción, la única que puede darles algún sentido. Cuando el adulto da una explicación científicamente justa, cree que al niño le clarifica las cosas, cuando en realidad lo que esas explica­ciones hacen es dejarlo desamparado, desbordado e intelectualmente vencido. El niño no puede lograr un sentimiento de seguridad más que si tiene la certeza de haber compren­dido lo que, antes, le desconcertaba; y evidentemente no puede obtener el mismo resultado si se le ofrecen hechos que generan nuevas incertidumbres. Incluso si acepta una respuesta de ese tipo, el niño llega a preguntarse si ha planteado la pregunta correcta: puesto que la explicación no significa nada para él, será que corresponde a algún problema desconocido, y no al que él ha enunciado.

    Así que es muy importante no olvidar que al niño únicamente le pueden convencer las afirmaciones que puede entender en los términos propios de los conocimientos que posee en ese momento y en los de sus preocupaciones efectivas. Si al niño se le ha dicho que la tierra flota en el espacio según las leyes de la atracción universal, con el movimiento que describe alrededor del sol, pero que la tierra no cae en el sol como él, el niño, se cae al suelo, atraído por la gravedad, forzosamente se le está des­orientando mucho. El niño sabe por propia ex­pe­riencia que todo debe reposar sobre alguna cosa, o ser sostenido por algo. Únicamente una expli­cación fundada en esta certeza puede hacerle sentir que entiende mejor el movi­miento de la tierra en el espacio. Y algo más importante aún: para sentirse seguro sobre la tierra, el niño necesita saber que nuestro mundo está sólidamente anclado en su sitio. Así, pues, encuentra una mejor expli­ca­ción en un mito que le cuenta que la tierra reposa sobre la espalda de una tortuga, o que es un gigante quien lo sostiene.

    Si el niño acepta como verdadero lo que le cuentan sus padres, a saber: que la tierra es un planeta al que la gravitación mantiene sólidamente en su órbita, puede en rigor imaginarse entonces que esa famosa gravitación es un tipo de cuerda. Con lo que la explicación de los padres no habrá conseguido una mejor comprensión, igual que no logró generar en él un sentimiento de seguridad. Se necesita una madurez intelectual considerable para creer que nuestra propia vida puede mantenerse estable cuando el suelo sobre el que caminamos (que es lo más sólido que hay alrededor nuestro, sobre lo que reposan todas las cosas) gira a una velocidad increíble sobre un eje invisible; que además la tierra gira alrededor del sol; y que es propulsada a través del espacio con el conjunto del sistema solar. Nunca he encontrado un niño prepúber que pudiera entender la combinación de todos esos movi­mientos, pero sí que he conocido muchos capaces de recitar todas esas informaciones: lo que hacen es repetir como loros unas explica­ciones que, según la experiencia que ellos tienen del mundo, son unas mentiras, pero que han de tener por verdaderas porque es un adulto quien se las ha dicho. Al final, lo que se deriva de ello es que estos niños acaban dudando de sus propias experiencias y, por tanto, de sí mismos y de lo que su espíritu puede hacer por ellos.

    Durante el otoño de 1973, el cometa Kohutek fue pasto de la actualidad. En esa época, un profesor de ciencias muy competente explicó qué era un cometa a un pequeño grupo de niños de entre siete y nueve años especialmente inteligentes. Cada niño había recortado cuidadosamente un círculo de papel y, sobre él, había dibujado la trayectoria de los planetas alrededor del sol; una elipse de papel encajada en una hendidura practicada en el círculo representaba la trayectoria del cometa. Los niños me mostraron el cometa, que se desplazaba según un ángulo determinado con respecto a los planetas. A propósito de una pregunta que les hice, los niños me respondieron que lo que tenían en la mano era el planeta, y me mostraron la elipse. Y cuando les pregunté cómo era posible que eso que tenían en la mano pudiera estar al mismo tiempo en el cielo, se quedaron perplejos.

    Cuando más confusos estaban, se volvieron hacia su maestro, quien les explicó con el mayor de los cuidados que lo que tenían en la mano, y que habían hecho con tanto esmero, no era más que una representación de los planetas y del cometa. Todos los niños coincidie­ron en que lo habían entendido y, si se les hubiera preguntado, habrían sido capaces de repetirlo todo. Pero, eso sí, mientras que un poco antes habían mirado con orgullo el conjunto círculo-elipse que sostenían en sus manos, ahora el objeto ya no les ofrecía ningún interés. Algunos hicieron con ello una pelota, otros tiraron la maqueta a la papelera. Mientras los pe­da­zos de papel habían sido para ellos unos cometas, desearon llevárselos a sus casas para enseñárselos a sus padres; en cambio, ahora habían perdido para ellos toda significa­ción.

    Cuando los padres se empeñan en que el niño acepte explicaciones científicamente correctas, no tienen de ningún modo en cuenta los descubrimientos que se han hecho sobre los procesos mentales del niño. Estas investigaciones, y en particular las de Piaget, prueban convincentemente que el pequeño es incapaz de entender los dos conceptos abstractos esenciales de “permanencia de la cantidad” y de “reversibilidad”: no entienden, por ejemplo, que una misma cantidad de agua pueda alcanzar un nivel más alto en un recipiente estrecho que en otro más ancho; igualmente, no entienden que la resta es el proceso inverso de la suma. Mientras sea incapaz de asimilar conceptos abstractos de esta índole, el niño no podrá tener del mundo más que una expe­rien­cia subjetiva.

    Las explicaciones científicas exigen un pensamiento objetivo. La investigación teórica y la exploración experimental han mostrado que ningún niño de edad preescolar es verdade­ra­mente capaz de captar esos dos conceptos sin los cuales es imposible cualquier com­pren­sión abstracta. Durante sus primeros años, hasta la edad de ocho o diez años, el niño sólo es capaz de formarse conceptos altamente personalizados a partir de lo que él mismo experi­menta. Así, puesto que las plantas que crecen en la tierra le alimentan como hacía su madre con el pecho, le parece natural considerar a la tierra como una madre o como una diosa-madre o, al menos, como la morada de esa diosa.

    El niño, incluso muy pequeño, sabe que fue engendrado por sus padres; así que le parece lógico pensar que, igual que él, todos los seres humanos junto con el marco natural en el que viven han sido creados por personajes sobrehumanos no muy diferentes de sus padres: algún dios, algún hombre o alguna mujer. El niño que, en casa, sabe que sus padres velan por él y atienden sus necesidades, llega con total naturalidad a creer que algo semejante a ellos, pero mucho más poderoso, más inteligente y seguro –un ángel de la guarda- desempeñará la misma función en el mundo…

    Es verdad que… ni las proyecciones infantiles ni la intervención de protectores imaginarios (un ángel de la guarda, por ejemplo, que vigila al niño mientras duerme cuando su madre está ausente) ofrecen una verdadera seguridad; pero, mientras no sea posible obtener de uno mismo una seguridad completa, los fantasmas y las proyecciones son, con mucho, preferibles a la falta de seguridad. Precisamente es esta seguridad –en parte imaginaria- la que le permite al niño, si éste la ha experimentado durante suficiente tiempo, desarrollar ese sentimiento de confianza en la vida que necesita para tener confianza en sí mismo; confianza, ésta, indispensable para que aprenda a resolver con sus propias capa­ci­da­des racionales ya desarrolladas los problemas que le planteará la vida. Al final, el niño re­co­no­ce que lo que él consideraba como la verdad –la tierra madre- no es más que un símbolo…

    Conocí muchos casos en los que, en particular durante la última etapa de la adoles­cencia, fue necesario recurrir a los años de creencia en lo mágico para compensar el hecho de que el individuo hubiera sido privado de ello prematuramente en su infancia, después de haber intentado imponerle en vano la estricta realidad. Lo que sucede es que estos jóvenes sienten que aún cuentan con una última oportunidad de compensar una grave deficiencia en su experiencia de la vida, o que, a falta de haber creído en lo mágico durante cierto período, serán incapaces de enfrentarse a los rigores de la vida adulta. En nuestros días, muchos jóvenes se lanzan de pronto a buscar la evasión en los sueños que les procura la droga, reclaman ser iniciados por un gurú, creen en la astrología, se entregan a la “magia negra” o, de otra manera, huyen de la realidad refugiándose despiertos a sueños relativos a experien­cias mágicas que se supone mejorarán su vida; estos jóvenes, a menudo, se han visto forzados prematuramente a conocer la realidad de modo adulto. El hecho de que intenten escapar de la realidad por esas diferentes vías arraiga hondamente en las experiencias for­ma­doras precoces que les han impedido convencerse personalmente de que la vida debe ser dominada de manera realista…

    Durante mucho tiempo, esas explicaciones les procuraron a los hombres un senti­miento de seguridad. Después, lentamente, por su propio progreso social, científico y tecno­ló­gico, se libe­raron del temor que despertaba en ellos su propia existencia. Al sentirse más se­gu­ros en el mundo, y tam­bién en su interior, podían empezar a preguntarse sobre la va­li­dez de las imágenes que habían utilizado antes como herra­mien­tas de exploración. A partir de en­tonces, las proyec­cio­nes ‘pue­ri­les’ del hombre se disiparon y fueron sustituidas por expli­ca­cio­nes más racionales. Sin embargo, este proceso no es siem­pre tan estricto. En épocas de tensión y escasez, el hombre bus­ca de nue­vo la seguridad y la calma refugián­do­se en la noción ‘pue­ril’ de que él mismo, y su lugar natural, están en el centro del universo. (Bruno Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976), cap. 5).

 

    Si pinchas aquí, puedes leer una entrevista a Bruno Bettelheim sobre el mismo asunto, los cuentos de hadas.

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