Emilia Oliva

Poco a poco

el lugar habitable

cae cerca de la cloaca

                                                                  

el sonido del agua entubada

basta a la ilusión de fuente

                                                                        

habituados a la tiniebla

cuando cae la luz

ya no encendemos las luces

 

las ilusiones

como los trajes de fiesta

se apolillan en los cajones

 

algún verso

aún vibra con la fuerza primera

conjura el espacio

y el viaje es posible

                                    a través del tiempo

 

el sabor del mar vuelve a la boca

y el horizonte se abre

                                        con su perla dorada

                                                                            como un enigma

 

                (Emilia Oliva, Quien habita el fondo, ed. Celya, 2011

                IX Premio de Poesía "León Felipe"

                Tábara - Zamora, 2011)

 

 

Acontecimiento y disponibilidad

Jean-Luc Marion (1946)

 

Jean-Luc Marion.- En relación con las cosas podemos adoptar dos actitudes. Por un lado, la actitud más extendida, para la que se nos educa, y que consiste en reducir las ocasiones en que nos sorprendan las cosas que nos rodean; en consecuencia, aprendemos incesantemente a controlarlas cada vez mejor. Sea lo que sea que suceda, contamos con poder anticiparnos a la situación y al accidente, reaccionar, controlar, corregir, poner seguridad –como suele decirse— en el baile caótico de las cosas que hay a nuestro alrededor. La mayor parte del tiempo, por lo demás, sólo estamos rodeados de objetos, que funcionan, que son esencialmente funcionales, puesto que están destinados y concebidos para funcionar en nuestro provecho, ya se trate de objetos técnicos o también incluso del acondicionamiento de las cosas naturales que nos rodean. Todo está hecho para que seamos el centro. En un coche que funciona bien, los sistemas de seguridad hacen que, suceda lo que suceda, yo debería tener unas respuestas, de hecho unas soluciones técnicas (ABS, EPS, alarmas, etc.), para al final recuperar el control del vehículo. Por ello también, en una casa que funciona bien, no pasa nada, es decir, no pasa sino lo que yo puedo decidir y constituir. El conocimiento, la educación, el dominio de una ciencia consisten en hacer que no pase nada que no pueda ser inmediatamente inteligible o que no pueda llegar a serlo rápidamente. Vivimos, pues, en un mundo que organizamos para conservar de él únicamente lo que podemos constituir como objetos, lo que podemos hacer entrar en nuestra inteligibilidad, bajo el control de un casi dueño y poseedor de la naturaleza.

René Descartes

 

Se trata de un proyecto cartesiano puesto que, al hacer eso, adquirimos la certeza, es decir, la seguridad. La certeza o la seguridad la obtenemos apartando el peligro: ¿qué quiere decir efectivamente apartar el peligro sino apartar lo imprevisto? Pero, ¿qué es lo imprevisto sino lo que no se puede constituir como objeto, eso contra lo que uno no puede precaverse? De hecho y en teoría, el sujeto trascendental se define como la figura del ego que pasa su tiempo precaviéndose, esto es anticipándose: conocer es anticipar; la seguridad es anticipar; si quiero la paz, preparo la guerra. Anticiparse a las percepciones: esto es lo que pretende la actitud trascendental. La actitud metafísica sirve para anticipar.

 

Lo cual está muy bien, claro está, pero esa racionalidad, que sólo conserva (garde) lo que mira (regarde), lo que puede anticipar, no quiere fleco alguno, fleco al que ignora voluntariamente y al que hasta intenta aniquilar de hecho tras haberlo descalificado de derecho o en la teoría. Esa racionalidad no conserva más que esa capa de realidad que podemos denominar objeto. Pero el objeto ofrece de las cosas una capa muy fina, superficial; deja de lado, en el fondo y en los márgenes, todo cuanto no puede prever, todo cuanto no puede anticipar, lo cual se considera incognoscible y, abandonado por la razón, se convierte en una analogía de esas zonas fuera de la ley, más allá de esas fronteras imprecisas y amenazadoras que no hay que atravesar. Lo que a mí me interesa, y que debería poner en movimiento a la filosofía, son esas zonas al margen de la ley, donde ya no se logra imponer el proceso de pacificación mediante la objetivación, donde sobrevienen cosas imprevisibles: los acontecimientos. Ahí es donde se despliega lo dado, ya que eso es lo que caracteriza a lo que, entre las cosas, opone resistencia a la objetivación y se da por su propia iniciativa.

La anamorfosis de Rubens (Doménico Piola, s. XVII)

 

Dan Arbib.- Me gustaría volver un instante sobre lo que usted ha pensado con el nombre de anamorfosis, a saber: que la percepción de una figura en un cuadro sólo es posible si el sujeto, el espectador, se pone a las órdenes de la figura. No es el cuadro el que se presenta al espectador, sino el espectador el que obedece a la consigna que le formula el cuadro: es la figura la que me manda y yo no mando sobre ella. Este análisis permite precisar la posición del sujeto, del yo.

Metamorfosis de Narciso (Salvador Dalí, 1938)

 

J.-L. M.- Sí, la anamorfosis define la peculiaridad de un cuadro que, si uno se pone en la posición frontal de espectador normal (la del sujeto trascendental), no ofrece aún nada que ver a no ser una confusión completa; por el contrario, es necesario pasearse a lo largo de ese mismo cuadro, mirarlo desde ángulos muy complicados, hasta encontrar, tanteando en ciertos sitios en los que el efecto de deformación y de perspectiva invertida compensa el aparente desorden del espectáculo contemplado de frente y, súbitamente, hace que el cuadro se vuelva visible y al fin normal. Hay cuadros en los que es preciso ponerse totalmente a la izquierda, o completamente abajo, o a la derecha, para que, de golpe, aparezca la cosa. Así en Roma, en el claustro del convento de la Trinidad de los Montes. El cuadro posee pues un punto secreto, en el que hay que encontrarse, que está determinado por el cuadro y no por el espectador: se necesita que el espectador obedezca al cuadro para verlo.

Convento de la Trinidad de los Montes (claustro)

 

En lo dado, en el fenómeno en cuanto se da según su carácter de no-objeto, en la imprevisibilidad, en la irreversibilidad, en la desigualdad de su aparición por y en sí, se definen un sitio y un momento en los que es preciso que el ego sepa dejarse encontrar y sobre los que él no decide. De suerte que el ego abandona su posición trascendental, obedece al acontecimiento (événement) y ve sin prever. Lo cual invierte nuestra relación objetiva con el mundo, en el que siempre somos nosotros quienes mandamos (o creemos, esperamos mandar) sobre el mundo. En el caso de lo dado, somos nosotros quienes nos encontramos mandados por la cosa, requeridos a venir a hacer la experiencia. Conviene encontrarse ahí “en el mal momento” o “en el buen momento”. Hay gente a la que siempre le sucede algo, que tienen el don de ponerse siempre en situaciones imposibles, se encuentran siempre en el buen sitio (iba a decir el malo) y en el buen momento (es decir, el malo). Ahí es donde deberían encontrarse los filósofos del futuro.

Convento de la Trinidad de los Montes

(fresco de Juan Francisco Niceron, s. XVII; detalle)

 

Es posible toda una gama de situaciones: cuando el fenómeno se da, puedo decir que se trata de azar; puede incluso tratarse de un engaño en el que creo que el fenómeno se da cuando en realidad nada se da. Puede quedarse en algo intencional por mi parte si es que me he expuesto para que me suceda eso de lo que yo tenía tantas ganas. Y puede también que alguien tuviera la intención de que tal o tal cosa me sucediera. Cabe imaginar todo eso y existen todas las gradaciones, desde el engaño completo a la elección perfecta. Entre ambas, el azar, el encuentro, el golpe de suerte, el de mala suerte, el reflejo rápido, lo puramente imprevisible, lo inaudito, la llamada; en suma, el acontecimiento. ¡Cuidado! No estoy intentando reencantar a hurtadillas un mundo desencantado –pues desencantado, el mundo sólo se lo parece a los que esperan magia de él--. Lo que estoy haciendo es evocar una relación con el mundo que no es de mandato ni de posesión trascendental hacia los objetos e insistir en la idea de que en el interior de esa relación todas las gradaciones se revelan posibles y deben ser descritas.

Grafiti en la calle

 

D. M.- ¿Equivale esto a decir que el yo es pasivo?

 

J.-L. M.- Por un lado, ciertamente hay una situación de historicidad, de imprevisibilidad, de hecho consumado; de pasividad, pues. Pero, por otro, el término de pasividad no basta porque, ante el acontecimiento no puedo precisamente quedar pasivo: me hago disponible o me hurto, corro el riesgo o huyo; en suma, todavía decido y respondo, incluso rehusando responder. Para volverse pasivo en un encuentro así, se precisa cierta forma de actividad: exponerse a las cosas con cierta valentía. Así pues, no se trata únicamente de pasividad. Hablar de “síntesis pasiva” o de “conciencia pasiva” ya no basta, porque entenderlo así no pasa de simplemente invertir la actividad trascendental y de imaginar su ausencia total, mientras que en realidad no se trata de una mera derrota. Hay que ir al encuentro de, exponerse a, volverse hacia, etc. Cierto es que, en un primer momento, podemos limitarnos a elogiar la pura pasividad, de manera polémica –muchos filósofos lo han hecho--, pero lo que está en juego es mucho más importante, un reto que implica otro régimen de fenomenicidad que se impone a otro régimen de subjetividad, sin la postura trascendental que prevé, que controla lo que ella misma reduce al rango de objeto. Cuando la reducción va más allá de la objetividad [Husserl] y de la entidad [Heidegger], hasta lo dado, es preciso que la subjetividad misma cambie de estatura, que se reciba ella misma de lo que ella recibe. Y a ésta es a la que propongo llamar el adonado.

 

Los fenómenos saturados

 

D.A.- Pero el que se halla frente al acontecimiento se halla, de alguna manera, falto de concepto puesto que, si dispusiera de conceptos anteriores a su experiencia, la ordenaría, la comprendería perfectamente. El acontecimiento que le adviene le sorprende de alguna manera, sin que tenga a su disposición unos conceptos previos para ordenarlo. Es esta falta de concepto unida al fenómeno que se da la que usted piensa con la categoría de “fenómeno saturado”. ¿Podría volver sobre esta categoría vinculándola a la reducción y a la donación?

 

J.-L. M.- La primera definición metafísica del fenómeno, la de Kant o Husserl, lo concibe, como el tiro de caballos de Platón, mediante el encuentro de una intuición –desordenada, rapsódica y recibida pasivamente—con uno o más conceptos –que definen una significación, inteligible y todavía abstracta--. ¿Por qué estos colores aparecen repartidos aquí? El césped y además las hojas rojas que caen sobre el verde del césped, ¿cómo aparecen? Ya he dado una respuesta al utilizar unos conceptos que identifican las intuiciones sentidas como lo verde, lo rojo, el viento que revuelve las hojas. Gracias a esos conceptos pongo orden en la diversidad de la intuición, la cual, sin ello, quedaría desorganizada como tal y sin sentido. Pero yo controlo mi percepción como la de tal o cual cosa, porque de inmediato dispongo de los conceptos que permiten ordenar la intuición. Supongamos que lo dado, que se da como una intuición, se presenta tal que no dispongo aún de los conceptos apropiados. ¿Qué está pasando? Para Kant, de todos modos se utilizarán unos conceptos, puesto que siguen siendo a priori y preceden a la experiencia. En efecto, la metafísica siempre busca fijarle a la experiencia, mediante tales conceptos a priori, unas condiciones de posibilidad a priori; Descartes sostiene lo mismo con las “naturalezas simples”.

    Pero la pregunta sigue en pie: ¿disponemos siempre de los conceptos a priori y, con esos conceptos a priori, podremos siempre abarcar enteramente los datos intuitivos y acabar poniéndolos en orden para constituirlos como objetos? ¿Cómo excluir casos en los que no tendremos conceptos a priori u otros casos en los que todos los conceptos que podríamos aplicar se quedarán cortos con respecto a la donación imperturbablemente dada? Y es que estos casos no son tan raros ni tan excepcionales: hay circunstancias en las que no se puede fijar la significación de un fenómeno, en las que incluso la pregunta por la significación adecuada y unívoca, suficiente y comprehensiva pregunta, carece por completo de sentido. Esto es válido en la experiencia estética: nadie puede pretender explicar por qué un cuadro es bello y otro no. Ni por qué una música es hermosa o más hermosa que tal otra. Cabe proponer razones, pero no cabe demostrarlo. Lo bello gusta sin concepto, observa Kant.

    Esta situación es válida a fortiori para la vida personal. ¿Por qué amamos a alguien y por qué no lo amamos? ¿Por qué, en una determinada situación, hemos adoptado tal decisión en lugar de tal otra? Muy a menudo, cuanto más importa la decisión, menos podemos aportar, incluso retrospectivamente, una razón que la justifique o un porqué. Lo cual conduce, por lo demás, a considerar con cierto escepticismo los ejercicios de filosofía moral, en los que afinamos con el objetivo de buscar razones para las decisiones, causas,  creencias, como si fuera obvio que nos determinamos a creer o a actuar por unas razones y como consecuencia de causas particulares; en suma, de porqués. Ahora bien, hallamos (y buscamos) quizá mejor las razones después  de haber decidido creer o no creer, amar o no amar sin razones ni causas, y ello para justificarnos a posteriori. No es que hayamos actuado por carecer de causa o de razón, sino porque las más altas decisiones sobrepasan, y de lejos, las razones suficientes y las causas eficientes, las cuales en estos casos no pueden nada.

 

D. A.- Pero no por ello se convierte usted en el filósofo de la irracionalidad, ¿verdad?

 

J.-L. M.- No, evidentemente. Por el contrario, pienso que lo que es irracional en muchos casos es pretender buscar las razones antes de la decisión porque, de hecho, es la decisión misma la que permite hallar razones. Cuando tenemos que tomar decisiones concernientes a objetos (por ejemplo, la de si hay que producir tal tipo de objeto según las necesidades del mercado), las razones preceden a la decisión, puesto que hablamos de objetos. Pero cuando ya no es de objetos de lo que se trata, no es más razonable empezar buscando causas o incluso razones. Cuando de lo que se trata es de responder a la pregunta: “¿Voy a amar a alguien o no, me voy a casar o a divorciarme, voy a tener hijos o no?”, no parece muy serio hablar de causas o de razones: lo serio exige mucho más que eso. En ese momento lo que está en juego no se juega con unos conceptos que nosotros pudiéramos elaborar al margen del acontecimiento, del fenómeno que se da. A menudo estamos faltos de conceptos y a menudo la decisión no procede del concepto, sino que ella misma es la que provoca la racionalidad.

    Tomemos el fenómeno de un acontecimiento, por ejemplo el caso típico de lo que denomino “fenómeno saturado”: con el acontecimiento acontece, o adviene, algo que no podíamos prever. Así, los atentados del 11 de septiembre de 2001 no eran (aparentemente) previsibles. Ahora bien, cuando ese algo imprevisible se produce efectivamente, como parece a priori que nuestros conceptos no pueden concebirlo, se enmarca en lo imposible, puesto que lo posible equivale a lo concebible, a lo cogitabile. A partir de ahí, queda invalidado el principio metafísico según el cual no pasa a ser efectivo sino lo que antes es posible. Con el acontecimiento pasa a ser efectivo algo de lo que, incluso una vez efectuado, decimos: “¡No es posible!”. El acontecimiento queda fuera del horizonte de nuestro posible, inclusive y porque se manifiesta, sin embargo, efectivo. El 11 de septiembre, cuando las torres se derrumbaban (esa mañana me encontraba delante del televisor entre mis estudiantes en el Boston College, en la ciudad en donde los terroristas emprendieron su vuelo), cada cual veía perfectamente que se estaban derrumbando, nada era más efectivo y, al mismo tiempo, decíamos que era imposible eso. ¿Por qué? Queríamos decir: inconcebible, sin concepto adecuado a la enormidad (entendido como ausencia de norma) de la intuición. En un acontecimiento como ése, sucede pues algo muy extraño: una vez que eso imposible ha pasado a ser efectivo, sigue siendo imposible concebir su posibilidad, pero, sin embargo, se hace posible redefinir el campo de lo posible a partir de él. A partir de entonces se abre un nuevo comienzo; se puede y se debe decir que, desde ese momento, comienza una nueva época – y otras fórmulas grandiosas.

 

D. A.- En este caso, es la donación la que produce la racionalidad. No depende de ella, ¿es así?

 

J.-L. M.- En efecto, no depende de ella, sino que hace época. Así es como se define el acontecimiento: debo decidirme respecto a él puesto que él no es decidido por mí. El resto del tiempo decido o, al menos, puedo imaginarme que decido. Ahí, es él el que decide, y yo, en el mejor de los casos, respondo.

 

D. A.- Cuando algo sale a nuestro encuentro, ¿hay en ese momento un acontecimiento?

 

J.-L. M.- En ese momento el acontecimiento impone en efecto un nuevo horizonte de posibilidades que hay que intentar racionalizar. Mientras los conceptos permanecen a la altura del dato intuitivo, mientras los conceptos resultan dados al mismo tiempo y al nivel de la intuición, no pasa nada, todo se deja constituir, y yo soy el que piensa, el que decide. Sin embargo, cuando sobreviene un desequilibrio y me encuentro con que me falta el concepto, acontece algo, algo adviene, que decide, que no puedo comprender directamente y con respecto a lo cual debo decidirme respondiendo. Mi decisión nunca será más que una respuesta a la incomprensibilidad del acontecimiento mismo: a esto es a lo que denomino fenómeno saturado. Que no se me venga diciendo que no se ve de qué se trata.

 

D. A.- Entonces, ¿también la fenomenología permitiría describir la llegada de lo imposible?

 

J.-L. M.- Absolutamente.

 

D. A.- Lo imposible acontece o adviene, pues, produciendo una nueva categoría de pensamiento, pero la descripción no está entonces encorsetada a priori por unos conceptos, puesto que el acontecimiento se impone a posteriori¸ incluso como el a posteriori por excelencia.

 

J.-L. M.- Pero entre los fenómenos saturados no está sólo el acontecimiento; está también lo que llamo ídolo, es decir, la intensidad del deslumbramiento; el icono, es decir, el rostro del otro; y el cuerpo vivo, es decir, la capacidad de ser afectado.

 

D. A.- Tomemos el ejemplo del cuerpo vivo, de nuestra carne

 

J.-L. M.- El cuerpo vivo reposa en el hecho de que, como decía Heidegger, siempre estoy en una situación en la que algo me afecta, siempre estoy con una tonalidad, entonado. Nunca estoy en neutro, sin estado de ánimo: me encuentro cómodo, incómodo, inquieto, no inquieto, angustiado, no angustiado, abierto a algún proyecto, átono, atento, pensando en otra cosa; de todas formas, nunca estoy en una posición neutra. No sólo me afecta el mundo exterior; también estoy en una tonalidad interna. ¿Cómo puedo estar siempre afectado? De hecho no empiezo estando afectado por el mundo exterior; al contrario, el mundo exterior no puede afectarme si no es porque soy intrínsecamente afectable. Esa determinación intrínsecamente afectable define una pasividad superior, originaria, íntima; esa tonalidad interior atestigua una pasividad intrínseca. Ahora bien, esa pasividad interior (según un análisis más bien heideggeriano) puede atribuirse (según un análisis más bien husserliano) a la propiedad que tiene mi cuerpo de ser el mío, yo mismo en la modalidad de la pasividad. Entre todos los cuerpos extensos (por hablar como Descartes) en el mundo, hay uno que goza de una propiedad especial; a saber: que es el mío y que está afectado.

    Pongamos un ejemplo: el sillón en el que me encuentro sentado lo toco y mi mano toca su brazo. Siempre cabrá decir que mi mano y el sillón tienen la misma materialidad, que comparten el mismo espacio y, por ende, que yo soy una cosa del mundo entre otras. Sí, de acuerdo, pero sigue en pie una diferencia, y es de órdago: cuando toco el sillón, el sillón no siente mi mano que lo toca, no siente nada; pero mi mano, que no obstante sigue siendo una parte del mundo como el sillón al que toca, siente, ella y ella sola, el sillón; más aún: no siente el sillón sino porque ella se siente a sí misma. O, más bien, me siento a mí mismo cuando toco el sillón y, por lo tanto, cuando toco este sillón siento dos cosas: el sillón y, sobre todo, a mí mismo, el sentiente. No sólo no podemos sentir nada sin sentirnos a nosotros mismos, sino que es ese sentirse a sí mismo el único que hace posible sentir la otra cosa, y no al revés. Porque puedo sentirme a mí mismo puedo sentir otra cosa. ¿La prueba? La anestesia: cuando suprimimos la auto-afección, suprimimos la afección. Yo tengo el privilegio del “sentirme a sí mismo”, y lo propio de esta parte del mundo exterior que es mi cuerpo de carne viva consiste en que no es exterior, sino interior a ella misma, puesto que se siente ella misma – soy yo mismo, lo que llamamos cuerpo vivo y no conozco directamente más que uno solo: el mío. El cuerpo vivo consiste en esa parte de la materialidad que tiene que ver con el espíritu o el alma: tal es la paradoja.

 

[…]

 

D. A.- Y puesto que el acontecimiento acontece por él mismo, tengo yo que determinarme con respecto a él, como decía usted antes; soy pues el adonado, es decir, el que se recibe de lo que él recibe, de alguna manera.

 

J.-L. M.- Para comprender el adonado, hay que pensar en la respuesta que Leibniz le da a Locke a propósito del principio de los empiristas, según los cuales no hay nada en el entendimiento que no esté antes en los sentidos. Leibniz respondía que, ciertamente, no hay nada en el entendimiento que no haya antes pasado por los sentidos –también Descartes lo decía--, pero con una excepción: el entendimiento mismo; pues, para que el entendimiento reciba todo de los sentidos, es preciso que el entendimiento esté ya ahí. El entendimiento sigue siendo el lugar del a priori. Pero hay que añadir que, para que el entendimiento esté ya ahí, es preciso que también él se descubra ya dado. La debilidad del empirismo iguala a la del intelectualismo: ambos presuponen que el entendimiento está ya ahí, el uno inconscientemente, el otro conscientemente. De pronto hay que poner esta presuposición sobre el tapete diciendo que no hay más que lo dado, incluido el que recibe lo dado. En cierta forma, el momento en el que me descubro dado sigue siendo estrictamente y siempre contemporáneo del momento en que recibo lo primero dado.

    Podemos formularlo de otro modo. La filosofía ha prestado, y justamente, gran atención al fenómeno de la posibilidad de la muerte, es decir, a la muerte como una determinación de la vida, del presente: soy un ente tal que estoy destinado a morir. No obstante, esta descripción debería dejar salir su presupuesto: que soy de tal manera que voy a morir porque soy de tal manera que empecé naciendo. Hay pues una fenomenología del ser-nacido como ser que siempre ha debido ser dado, porque ha debido aparecer. El adonado designa justamente al que nade de un acontecimiento. Nacer significa ser sí mismo como un acontecimiento, forzosamente originario. El adonado se define como empieza, como el ente según el ser-por-el-nacimiento, tanto como según el ser-para-la-muerte. Decir que somos un ser destinado, orientado hacia la muerte exige, con todo derecho, que nos pensemos antes (por el inicio) como el ente que adviene o acontece como un acontecimiento. Y el ente siempre ya advenido o acontecido es según el ser-nacido, el ser por nacimiento. Por el acontecimiento nativo.

    Lo que, en el nacimiento, aclara a la muerte reside en lo que comparte con la muerte y en lo que le añade a ésta. De la muerte no sabemos nada salvo que sigue siendo incomprensible; pero como aún no ha llegado, podemos decirnos (sin creérnoslo mucho, por lo demás, si bien, aún así, tranquiliza un poco) que, cuando llegue, o ya no estaremos ahí para verla, o al menos la comprenderemos, quizá. Ahora bien, el nacimiento ya puede ser que haya acontecido, como así es, no deja por ello de ser incomprensible: fue un acontecimiento que, en un sentido, todo el mundo vio menos yo. En suma, el acontecimiento que me vio aparecer sigue siendo el acontecimiento al que nunca asistí. Sin embargo, nadie nació en mi lugar, pero todo el mundo lo vio y yo, que vengo de él, nunca tendré ninguna idea de cómo fue. Pretender que lo incomprensible siempre debe poder reducirse finalmente a lo comprensible soporta una excepción, y de envergadura: al menos hay un incomprensible que nunca llegará a ser comprensible: mi nacimiento. ¡Qué facticidad inaudita! He ahí un fenómenos estructural y que todo el mundo ha conocido, del que hay intuición puesto que tengo acceso a suficientes datos como para que las circunstancias de mi nacimiento puedan explicar mi carácter, mis traumas, mis disposiciones, etc. –lo que permite alimentar batallones de psicoanalistas, psiquiatras, pediatras, genealogistas--. Todo el mundo puede decir todo de mi nacimiento, de mis circunstancias, de mis afectos. Pero ello no obsta para que haya siempre un déficit de concepto, para los observadores y a fortiori para mí.    

    Ese acontecimiento incomprensible no por ello deja de ser el acontecimiento absoluto: no le corresponde un concepto adecuado, pero fija todo lo posible para mí. Es un fenómeno saturado que nadie puede negar, puesto que ningún ser vivo puede negar su propio nacimiento. A partir de ahí, yo mismo soy un acontecimiento, yo mismo un fenómeno saturado, por lo tanto yo mismo en la situación, no del ego trascendental, sino claramente del adonado. Esta nueva figura de la subjetividad permite describir numerosas situaciones que ni la actitud teórica ni la constitución de objeto gobiernan. Pensemos, por ejemplo, en la figura del testigo: sabe perfectamente lo que dice, hasta el punto de poner en riesgo su vida para mantenerlo; pero no forzosamente ha comprendido lo que ha pasado. Ahora bien, la mayor parte del tiempo, nos hallamos en la posición del testigo, de quien está seguro de lo que ha visto y, no obstante, no puede resolver el enigma de lo que ha visto y no había pedido ver. Está también la actitud de quien se ve involucrado en un acontecimiento, en el sentido de la retórica del compromiso: ¿hay que tomar partido? ¿Hay que evitar tomar partido? ¿Soy responsable o no? Esta retórica, un poco empalagosa, de la época sartriana gana aquí sentido. O también: la cuestión ética según Levinas se vuelve completamente racional a partir de la situación del testigo y puede formularse en términos de obligaciones: las que he elegido y las que no he elegido yo, las que me preceden y las que provoco yo. La articulación de la ética con la teoría pasa a ser entonces perfectamente inteligible. Podríamos decir otro tanto de las cuestiones políticas. Es evidente que todas estas cuestiones escapan al ámbito trascendental.

    Ahora ya es posible multiplicar los modos de racionalidad. Pues sobre todo no se trata de tirarnos de cabeza a la irracionalidad. Muy al contrario, la irracionalidad surge de una definición muy estrecha de la racionalidad que la limita a la objetidad y a la constitución trascendental, que expulsa a las tinieblas de la supuesta irracionalidad una inmensa multitud de fenómenos que muy bien habrían podido, en una racionalidad más holgada, beneficiar de una ciudadanía plena. Pero la mejor objetidad del mundo, por muy estupenda que sea, no puede dar más de lo que tiene […] De hecho, sostener que la objetidad y la objetividad constituyen los límites de la racionalidad equivale a colocar lo infinito en el campo de lo irracional y a no considerarlo sino como una amenaza. Del mismo modo que nuestra sociedad, obsesionada con la seguridad tecnológica y con la objetividad, provoca la inseguridad y la violencia.

 

Una racionalidad abierta

 

D. A.- ¿La irracionalidad es entonces correlativa de una racionalidad demasiado estrecha? ¿Sería ése el mal de nuestra sociedad?

 

J.-L. M.- En efecto, estamos paradójicamente en una sociedad muy irracional. El caso más flagrante es la irracionalidad de la economía de mercado: considerada el nec plus ultra de la autorregulación, no deja de contradecir los criterios técnicos con las pasiones del consumismo en régimen normal, con la pasión de acumular en régimen de especulación. Tomemos una situación que no sea de crisis financiera, la situación de una economía capitalista desarrollada y estable: el mercado, para desarrollar el consumo, y por tanto el crecimiento, debe no sólo producir los objetos técnicos más racionales, sino sobre todo transformarlos en objetos de deseo. Al final de los fines, la inutilidad irracional del deseo se convierte en el verdadero motor del crecimiento (se dice que por el consumo, pero ¿acaso hay otro, en última instancia?). Se trata de vender coches a gentes que no los necesitan y con unas prestaciones que no se pueden usar, aunque no sea más que porque la sacro-santa seguridad lo prohíbe. ¿Qué se vende en realidad? La objetivación de un fantasma, un objeto brillante de deseo. Así, la irracionalidad del consumidor suscita y mantiene la producción y la venta de un producto racional. Esta contradicción, intrínseca a la economía moderna, aparece muy claramente cuando se superponen dos determinaciones que atraviesas al objeto técnico y vendido él mismo: por un lado, la técnica de la racionalidad en su concepto y en su producción; por el otro, la necesidad, por lo tanto también el fantasma del consumidor, que obedece a la lógica del deseo. Entre ambas surge una contradicción interna a la racionalidad del mercado, contradicción mucho más fuerte que sus contradicciones puramente económicas. He ahí un caso en el que la estrechez de nuestra definición de la racionalidad provoca la irracionalidad y, por ello, al final, la violencia. (Jean-Luc Marion, La rigueur des choses. Entretiens avec Dan Arbib, Flammarion, 2012; trad. esp. de JMAD).

 

Jean-Luc Marion

La rigueur des choses,

Flammarion 2012

El rostro o mi responsabilidad para con el Otro

Emmanuel Levinas