Las técnicas de envilecimiento

 

Gabriel Marcel (1889-1973)

 

[…] Es evidente que, cuando hablamos de técnicas de envilecimiento, es imposible evitar evocar ante todo el empleo masivo, sistemático, que de las mismas han hecho los nazis, en particular en los campos de concen­tración. Quizá debamos empezar proponiendo un bosquejo de defini­ción: en sentido estricto, entiendo por técnicas de envilecimiento el con­junto de procedimientos llevados a cabo deliberadamente para atacar y destruir, en individuos que pertenecen a una categoría determinada, el respeto que de sí mismos pueden tener y, ello, a fin de transformarlos poco a poco en un desecho que se aprehende a sí mismo como tal y al que, a fin de cuentas, no le queda sino desesperar de sí mismo, no sólo intelectualmente, sino vitalmente. Por supuesto, sobreabundan los testi­monios directos y, como exergo, podemos poner la imagen del hombre­perro de Buchenwald. Por mi parte, me limitaré a citar dos o tres textos que me parecen totalmente reveladores.

    "Los alemanes, escribe la Sra. Jacqueline Richet a propósito de Ra­vensbruck, intentaban envilecernos por todos los medios. Explotaban todas las cobardías, excitaban todas las envidias y suscitaban todos los odios. Era necesario esforzarse día a día para conservar la propia inte­gridad moral. El barniz civilizado se pulveriza con rapidez, y vemos mujeres de mundo que no son las últimas en comportarse como verdu­leras. Pero lo más grave son las mezquindades a las que se rebajan las menos firmes entre nosotras. La educación ya no sirve de apoyo y, ante el hambre, asistimos a desmoronamientos lamentables... He visto cómo algunas mujeres se convertían en criadas de Aufseherinnen, de Blocovas o de jefes de taller. A otras, para evitar los golpes, las he visto reírse con las brutalidades de los S.S. He oído delaciones que, sobre todo en los Betriebe de trabajo, hacían imposible la existencia". (Trois Bagnes, pp. 128-129).

    Después de haber dado horribles detalles sobre cómo habían sido acondi­cionadas las letrinas en el campo de Auschwitz, la Sra. Lewinska escribe: "iY entonces comprendí! Comprendí que no era desorden ni falta de organización, sino que, muy al contrario, lo que había presidido la instalación del campo era una idea bien madurada, consciente. Se nos había condenado a perecer en nuestra propia suciedad, a ahogarnos en el lodo, en nuestros excrementos; se pretendía rebajar, humillar en no­sotros la dignidad humana, borrar de nosotros toda huella de huma­nidad, convertirnos en bestias salvajes, inspirarnos el horror y el despre­cio de nos­otros mismos y de nuestro entorno. ¡Éste era el objetivo, tal era la idea! Los ale­ma­nes se daban perfecta cuenta de ello; sabían que éramos incapaces de mirarnos unos a otros sin sentir asco. No se nece­sita matar a un ser humano en el campo para hacerle sufrir; basta con una patada para que caiga en el lodo. Caer equivalía a pere­cer. Ya no es un ser humano lo que se levanta, sino un monstruo ridículo, ama­sado de lodo" (Vingt mois à Auschwitz, pp. 61-62)... "Con plena conciencia man­ci­llaban los alemanes lo mejor de los pueblos, lo más noble, mez­clándolo con la peor podredumbre moral” (p. 137)... "Con perfecto co­nocimiento de causa, a los seres humanos se les inoculaba el bacilo de la depravación para que los desmoralizase, los matase moral y física­mente, igual que los piojos y los demás microbios; y, lo mismo que los piojos se incrustaban en nuestros cuerpos desar­mados, así la hez del campo -prostitutas, ladronas, criminales de derecho común- pene­tra­ba en nuestra vida social, la hez a la que los alemanes encargaban vi­gilarnos y que habían convertido en una 'elite' al nombrarlas funciona­rias'" (p. 131).

    Como vemos, no se trataba sólo de que los verdugos sumergieran a sus víctimas en unas condiciones materiales tan abyectas como para que éstas se vieran en muchos casos abocadas a contraer hábitos bestiales; de manera más sutil, se trataba de degradarlas estimulando el espionaje re­cíproco, fomentando entre los depor­tados no sólo el resentimiento, sino la mutua sospecha; dicho con pocas palabras, de envenenar las relacio­nes humanas en su fuente para que se convirtiera en enemigo, demonio, íncubo, quien hubiera podido ser para otro un camarada, un hermano.

    Asistimos a lo que quizás haya de considerarse como el más mons­truoso crimen colectivo de la historia; sólo han podido concebirlo ima­ginaciones intoxicadas; pero lo que sigue dejándonos confusos es pen­sar en los innumerables agentes de ejecución que, a pesar de todo, se han necesitado para hacer realidad esa idea. Por añadidura, sabemos de sobra, por los relatos de los supervivientes, que esos agentes de ejecu­ción no eran todos, ni con mucho, de raza alemana; aquí, como en otras cosas, la explicación racista acaba revelándose por completo insuficien­te; hay que alegrarse de que así sea, pues pienso que sería deplorable volver contra los alemanes el miserable modo de argumentacion del que han abusado ellos mismos de forma tan lamentable y tan estúpida. Es obvio, y lo señalo de pasada, que las innobles vejaciones como llevar la estrella y todas las disposiciones anejas, a las que recurrieron los ale­manes contra sus víctimas israelitas antes de proceder a su exterminio, aparecen como otros tantos ejemplos no menos reveladores de las téc­nicas de envilecimiento tal como las he definido.

    Y aquí se plantea un problema singular. Aun adoptando mentalmen­te el punto de vista de los torturadores, ¿qué rudimentaria justificación se puede hallar para tales métodos? Se puede, sin duda, alegar que, por razones de seguridad, a los verdugos les interesaba desplegar en los campos todo lo que propiciara la división de los detenidos e impidiera la formación del espíritu de cuerpo o de solidaridad que amenazaba siempre con traducirse en motín o rebelión.

    Sin embargo, tengo la fuerte impresión de que esta explicación utili­tarista resulta insuficiente. La voluntad de humillar es una disposición específica que, con seguridad, se puede manifestar con independencia de cualquier repre­sen­tación precisa del objetivo a alcanzar, y nada im­porta más que intentar formarse la noción correspondiente. A decir ver­dad, se podría en teoría estar tentado de destacar que envilecer y humi­llar son operaciones distintas, pues un ser puede envilecerse sin cobrar conciencia de ese envilecimiento. No obstante, yendo a lo concreto, me parece que esa distinción acaba desvaneciéndose; apenas es concebible que incluso el ser más radicalmente envilecido no se sienta traspasado por despertares fulgurantes de conciencia y no mida entonces lo hondo que ha caído. Señalemos, por otra parte, que el ser al que se quiere en­vilecer no es forzosamente aquél al que se le reconoce una dignidad ini­cial. Por el contrario, muy bien puede suceder que se recurra a tales pro­cedimientos porque precisamente se le niega esa dignidad previa. Por añadidura, en esto la verdad es tan sutil que resulta casi imperceptible. ¿Cuál es la apreciación fundamental que se ha formado del Judío al que persigue un Streicher o un Himmler? Aparentemente lo ve como el des­perdicio de la especie humana. ¿Pero acaso no es esto la traducción in­vertida de un sentimiento que más bien emparentaría mucho con la en­vidia? ¿No es la ambivalencia en este caso la regla?

    De todas maneras, el perseguidor se afana en destruir en un ser la conciencia, ilusa o no, que éste tiene al principio de su propio valor. Es preciso que llegue a ser para sí lo que se juzga o se dice juzgar que en realidad es; es preciso que quien efectivamente no vale nada reconozca su propia nada, sin que baste con que la perciba intelectualmente: es pre­ciso aún que lo sienta, igual que sentimos un olor a podrido que nos fuerza a taparnos-las narices. Pero, de verdad, ¿por qué es pre­ciso? En primer lugar, una vez más, porque, en último análisis, es el único medio de tenerlo a nuestra merced; un ser que conserva alguna conciencia de su valor, por pequeña que sea, sigue siendo capaz de reacciones, si no peligrosas, cuando menos molestas. Por otra parte, al degradar de este modo a su víctima, el perseguidor refuerza el sentimiento de su propia superioridad; en efecto, instaura como prin­cipio que el otro ya era vir­tualmente el ser desechable que efectivamente ha acabado siendo, y que, por ende, era justo tratarlo con un rigor extremo. Hay en esto un horri­ble círculo vicioso que la reflexión está obligada a poner al desnudo.

    Además, todo hace pensar -y esto es capital para las conclusiones que me reservo hasta el final de estos análisis- que quien ha puesto a punto una técnica de envilecimiento, en la que ha pasado a ser el amo, experimenta al aplicarla un regocijo comparable al del sacrilegio. Sería preciso aquí proceder a un minucioso análisis para que aflorase la espe­cie de contradicción vivida sin la que desaparece el sacrilegio. A priori parece en efecto que el sacrilegio no puede darse más que donde persis­te cierta conciencia de lo sagrado; debe persistir justo lo bastante como para que la infracción cometida conserve su valor de infracción y algo así como su aroma, pero sin más, dado que un temor de orden reveren­cial amenazaría a fin de cuentas con inhibir el acto que se entiende estar realizando. ¿Se dirá que al sacrílego le basta con saber que el sentimien­to de lo sagrado subsiste en aquéllos a los que precisamente pretende es­candalizar? Dudo, sin embargo, que baste con hablar aquí de saber. Me siento inclinado a creer que ese sentimiento ha de hallar aún un eco en él, por lejano y borroso que sea. Para que el regocijo sea efectivo, se ne­cesita que el sacrílego participe en cierta medida del sentimiento que en­tiende estar desafiando. Una comparación puede resultar oportuna: po­demos evocar algu­nas atracciones del Luna-Park o de la Magic-City, esos carriles aéreos de catástrofes controladas a los que se precipitan muchachas charlatanas; es claro que si no sintieran ningún temor, tam­poco sentirían placer, pero que, si se llegara al espanto, al mismo tiempo desaparecería el placer. En ambos casos, es la existencia de la con­tradicción la que rige la experiencia misma y la que le confiere su cua­lidad propia.

    Observemos ahora que, desde el momento en que han aparecido en el mundo semejantes técnicas de envilecimiento, su empleo tiende ine­vitablemente a generalizarse.

    La tentación nace de la misma facilidad y, en este registro, lo más conveniente es pensar en el chantaje, y no ya en el sacrilegio. Cuando se dispone de un medio casi infalible de poner a quien tenemos a nues­tra merced en una situacion en la que deja de ser un adversario con el que había que contar, para convertirlo en algo que se limita a padecer dolor, ¿cómo no recurrir, a la primera ocasión o, si se prefiere, a la me­nor provocación, a un procedimiento tan eficaz? Por añadidura, es pa­tente que, a la larga, es muy fácil que las propias víctimas acaben con­taminándose, de manera que, si el juego de las vicisitudes históricas pone un día a los perseguidores a su merced, inevita­blemente se verán tentadas de tratarlos, a su vez, como antes fueron tratadas ellas mismas. Quizá la acción de la gracia no sea tan claramente discernible en ningu­na otra parte como en el acto por el que un ser libre decide interrumpir esta especie de ciclo infernal de represalias y de contrarrepresalias. Pero hay que señalar que un mundo en el que se ejercen las técnicas de envi­lecimiento de manera más generalizada es un mundo en el que, huma­namente hablando, ese acto de ruptura se vuelve cada vez más impro­bable.

 

    Pero hasta ahora sólo hemos considerado el aspecto más ostensible­mente monstruoso de esas técnicas; va a ser necesario llevar mucho mas allá el análisis para reconocer hasta qué punto se han asentado en el mundo en el que vivimos.

   Aun admitiendo que la propaganda no puede ser de entrada clasifica­da como una de las técnicas de envilecimiento, hay que admitir que en­tre éstas y aquélla existe un íntimo parentesco; aun es preciso para ello lograr formarse una nítida idea de la propaganda. Muchos de nosotros hemos conocido una época en la que la propa­ganda tenía una existencia relativa a la vez que subordinada. Todavía era una propaganda para, no una propaganda en el sentido absoluto del término. Es seguro que ni siquiera se nos habría ocurrido la mera idea de que ese término pudiera alcanzar un sentido absoluto. Puede decirse que la propaganda se redu­cía al conjunto de medios de persuasión dispuestos para reclutar adeptos a una empresa o a un partido determinados. Resulta claro, por lo demás, que, incluso así enfocada, la propaganda aparece como esencialmente corruptible (además de corruptora), lo que es tanto más verdadero cuan­to que tiende a convertirse en un modo de seducción. Mientras me con­tente con desplegar las razones intrínsecas por las que la obra de la que me ocupo es útil y buena, no cabe hablar de seducción ni, en conse­cuencia, de corrupción. Bien diferente es si, por medios sinuosos, tien­do a sacar a la luz las ventajas adventicias que el otro hallará si viene a situarse bajo el mismo estandarte que yo. Ciertamente es difícil separar con precision lo que es lícito y lo que no lo es; pero es patente que cuan­to mayor sea el papel que juegue el dinero más sospechosa se torna la propaganda.

    Sin embargo, la situación es infinitamente más peligrosa allí donde la propaganda se desorbita, es decir, donde deja de ejercerse en la esfera de una empresa determinada para acabar adoptando una forma estatal; allí donde el mismo Estado tiende a comportase como partido. La his­toria. contemporánea. muestra sobradamente que el azote denominado partido único abre el camino a ese escándalo de la propaganda del Esta­do, al ser siempre el partido único la raíz o el soporte de las dictaduras modernas. Pienso que, desde esta perspectiva, aparece con la mayor cla­ridad el parentesco existente entre la propaganda y las técnicas de envi­lecimiento.

    Sin embargo, no pueden dejar de plantearse objeciones al respecto: se dirá sin duda que la propaganda no persigue envilecer a aquéllos so­bre quienes se ejerce. Pero esto es verdad sólo hasta cierto punto: ¿aca­so, a pesar de todo, no pretende realmente reducir a los hombres a una condición tal que acaben por perder toda capacidad de reacción indivi­dual? En otros términos, con independencia de que los propios jefes de la propaganda formulen o no ese juicio sobre la acción que pretenden estar ejerciendo,  ¿no es ésta de hecho esencialmente envilecedora para aquéllos a los que aspira a modelar? ¿Cómo no ver, por otro lado, que supone en quienes la dirigen un desprecio fundamental de los hombres? Si adjudicáramos, en efecto, un precio cualquiera a lo que un ser es por el mismo, a su auténtica naturaleza, ¿cómo asumiríamos la responsabi­lidad de laminarlo con la propaganda? Sobre la naturaleza de este des­precio es sobre lo que habría que preguntarse; cierto es que existen, en este dominio, matices que el análisis debe destacar; pero, ¿hay una di­ferencia real entre la actitud de un Goebbels, por ejemplo, y la de un jefe de propaganda comunista? [1] En todos los casos, nos hallamos en pre­sencia de una recusación radical y cínica de lo que se quiere ver como la insoportable pretensión del individuo. Observemos que, por lo gene­ral, el propio sentido de la verdad no puede menos que anularse insen­siblemente en quien se otorga la tarea de manipular la opinión. En efec­to, sería necesaria una dosis poco común de candidez para que, a la larga, el propagandista pudiese seguir convencido de que su verdad es tada la verdad. Una candidez así sólo es concebible en el puro fanático. Pero, por lo general, el fanático es bastante inepto para desplegar las dotes de persuasión que se requieren a fin de detectar las vías sinuosas por las que penetrar en y bajo la conciencia del otro y, así, embaucarlo. De ahí que, con tanta frecuencia, este tipo de tareas le haya sido confiado a tránsfugas. Bien es verdad que el tránsfuga puede convertirse en un fa­nático, pero es difícil que no conserve algún vestigio de su pasado y no presente cierta duplicidad. En él es donde más cabe esperar hallar los te­soros de mala fe que, para el propagandista, constituyen los fondos ne­cesarios. Hay que conocer lo bastante el estado del espíritu del adversa­rio al que se desea convencer para empezar simulando una simpatía sin la que no es posible influir sobre él, guardándose siempre, por supues­to, de llegar al fondo de lo que piensa. Se trata, en suma, de detectar las debilidades de la posición adversa y de explotarlas hábilmente, pero sin provocar en el otro el sentimiento de que se le combate.

    Desde que han quedado demostrados los daños de la propaganda tan claramente como han podido serlo durante estos últimos años, parece necesario cuestionar el propio postulado sobre el que la misma reposa. Cierto es que no se trata de negar la posibilidad de una manipulación de la opinión; ésta es, por el contrario –bien lo sabemos ahora-, lo más modelable del mundo. Pero, ¿no habría que sacar de ello la conclusion de que la opinión, por cuanto pertenece al dominio del se impersonal, por cuanto en realidad f1ota entre las conciencias como un pesado vapor, es en sí misma algo bastante vil y que difícilmente puede servir de base a un régimen? […] No exageraríamos si fijáramos nues­tra reflexión en el hecho de que, en el origen, casi invariablemente apa­rece una dictadura como gobierno de opinión, pero, al mismo tiempo, desemboca siempre e inevitablemente en la recusación de la que he ha­blado […]. Ahora habría que hacer ver hasta qué punto los progresos de la téc­nica en general han favorecido esa manipulación y, en particular, desta­car el papel prodigioso desempeñado por la radio. El escritor austriaco Joseph Roth [2] ha sacado a la luz el papel propiamente satánico que ésta habrá desempeñado en la historia contemporánea. Pero me pregunto si, hasta el momenta presente, los filósofos han concentrado su atención en este punto. ¿Cómo se puede comprender que la radio contribuya de modo tan visible al descenso del estiaje espiritual humano? Me siento inclinado a preguntarme si, en ella, no usurpa el hombre, en el grado casi siempre inferior que es el de su ambición personal, una prerrogati­va que aparece como el análogo caricaturesco de la omnipresencia divi­na. Un Hitler o un Mussolini hablando ante un micrófono podía verda­deramente aparecer como investido del privilegio divino de la ubicui­dad. Y no hay duda de que sería posible imaginar teóricamente que ese privilegio, puesto al servicio de un pensamiento auténticamente univer­sal, confiriera a éste un poder de difusión maravilloso y casi providen­cia!. Ahora bien, ante todo apenas es concebible que, en el mundo de hoy, un jefe de Estado esté animado de una voluntad de auténtica uni­versalidad; la experiencia más reciente, la más mortificante, nos enseña que los principios enunciados no son, la mayoría de las veces, más que un miserable camuflaje que oculta segundas intenciones impregnadas del más cínico impe­rialismo. Temo incluso que haya que ir más lejos aún y preguntarse si, en este modo de difusión mecánica, no habrá algo que inevitablemente acarree una degradación del mensaje que se pre­tende propagar. Además reconozco que no es muy fácil discernir en qué consiste esa degradación. ¿No residirá en el hecho de que el hombre se empeña aquí, sin para ello realizar ningún esfuerzo real, en trascender su condición y las limitaciones que ésta comporta? […] No estoy en absoluto seguro de […] que todo progreso técnico no comporte, para quien se beneficia de él sin haber participado en el esfuerzo de conquista cuyo coronamiento es ese progreso, un gravoso tributo que precisamente se traduce en un determinado envilecimiento del ser espiritual. Natural­mente esto no quiere decir que podamos remontar el curso de la histo­ria y que haya que romper las máquinas, sino únicamente, como lo ha dicho con tanta profundidad Bergson, que todo progreso técnico debe­ría ser equilibrado por una especie de conquista interior orientada hacia un control siempre mayor de sí mismo. Por desgracia, ignoramos si el trabajo sobre uno mismo no cuesta cada vez más de obtener de un ser que se beneficia cada día más de las facilidades que el progreso técnico pone a su disposición. Precisamente se dan todas las razones para pen­sarlo. Se puede decir que, en el mundo de hoy, un ser pierde tanto más conciencia de su realidad íntima y profunda cuanto más dependiente es de todos los mecanismos cuyo funcionamiento le asegura una vida ma­terial tolerable. Me siento tentado de afirmar que su centro de gravedad y, podría decirse, su base de equilibrio se le vuelven exteriores, que se sitúa cada vez más en las cosas, en los aparatos de los que depende para existir. No sería excesivo decir que cuanto más domina el hombre en ge­neral la naturaleza, más esclavo de esa misma conquista es de hecho el hombre en particular.

   En el punto al que hemos llegado, se abren ante nosotros amplios ho­rizontes. Vemos que la idea relativamente simple de las técnicas de en­vilecimiento que pretenden la degradación de una categoría determina­da de seres humanos no es sustituida, sino que queda recargada con una idea mucho más general: llegamos, por ello, a preguntarnos si, en con­diciones que, por lo demás, hay todavía que precisar, una técnica que parece en sí misma indiferente a los valores, pero que traduce al orden material una adquisición intelectual positiva, no amenaza con convertir­se de hecho en un medio de degradación humana; y, al término de esta indagación, habrá que preguntarse si el hecho de que la técnica culmine hoy en la invención de los más formidables arte­factos de destrucción deba o pueda ser imputado al mero concurso de circuns­tancias fortuitas.

    Hay que repetir con insistencia que carecería de sentido considerar a la técnica en general, o a una técnica en particular, como si estuviera, por ella misma, aquejada de algún indicio espiritual negativo. En rigor, sería incluso más exacto decir que, considerada en sí misma, una técni­ca es buena, por cuanto encarna cierta potencia auténtica de la razón; o también, par cuanto introduce un principio de inteligibilidad en el de­sorden aparente de las cosas. Pero la cuestión que se plantea consiste en saber cuáles son las reacciones -quizá no fatales, pero sí probables­- de la técnica sobre quien, sin haber contribuido de ninguna manera a in­ventarla, llega a ser beneficiario suyo.

    ¿No nos encaminan hacia una verdad más profunda las observaciones que he esbozado más arriba? ¿No podríamos decir que la invasión de la técnica tiende a sustituir la alegría por la satisfacción, la inquietud por la insatisfacción y que los sa­tisfechos por un lado y los insatisfechos por otro tienden a reunirse en una común mediocridad? Y es que, cada vez más, la técnica se presen­ta, entre quienes toda vida interior es demasiado a menudo cegada, como el medio infalible de alcanzar un confort generalizado fuera del cual no son capaces de concebir la felicidad. Por lo demás, he recorda­do que ese confort generalizado, con sus dependencias -diversiones estandarizadas- aparece como el único susceptible de tornar tolerable una vida que ya no es en modo alguno considerada como un don divi­no, sino más bien como una "broma pesada". La existencia de un pesimismo difuso, a la altura de la risa burlona y del reniego más que del suspiro y del sollozo, me parece que es un dato fundamental del hombre contemporáneo; y no hay duda de que es en la perspectiva de ese pesi­mismo difuso, menos pensado que eructado, en la que hay que conside­rar un hecho tan grave y tan significativo como el aborto.

    Recordemos esa verdad conexa de que el logro técnico aparece cada vez más como el signo principal, si es que no único, de la superioridad humana en un mundo absurdo o informe. Cierto es que, en ello, podría haber una reivindicación prometeica que, por sí misma, no estaría des­provista de grandeza. Pero esa reivindicación se degrada y se pervierte en el plano del consumidor. Más allá de que el progreso técnico, consi­derado en esta perspectiva, aliente cierta pereza en el individuo, lo que sucede es que favorece el resentimiento o la envidia, que vienen a cen­trarse en objetos precisos cuya posesión no parece ligada a ninguna su­perioridad discernible, ni siquiera al gusto refinado del que da prueba el afinionado al escoger los objetos que colecciona. Cuando se trata de un frigorífico o de un tocadiscos, las palabras haber o posesión adquieren la significación más provo­cadora a la vez que, espiritualmente, la más hueca. "Tiene suerte de tener ese aparato; nada ha hecho para ello. De hecho, ese aparato le pertenece, pero podría también, y mucho más jus­tamente, pertenecerme a mí". Entre el aparato y su poseedor no se esta­blece en modo alguno la relación viva y en cierta forma pre­espiritual que existe entre un campesino y su tierra, con el extraordinario inter­cambio que comporta el cultivo. Pero en el mundo en el que triunfa la técnica, ¿no es el intercambio mismo el que resulta devaluado precisa­mente por no ser mecá­nico y comportar una posibilidad infinita de decepción? El viñador que, durante todo un año, ha cuidado su viña con amor puede, en el último momento, ver aniquilada su cosecha por el granizo. No existe para él ninguna garantía de segu­ridad. No cabe temer semejante escándalo en el ámbito técnico, al menos teóri­camente. Digo teóricamente, porque de hecho todo esta íntimamente relacionado, y las consecuencias de una mala cosecha y de una epidemia invaden incluso ese ámbito reservado. Y evidentemente lo ideal sería constituir una es­fera privilegiada en la que esas intrusiones de lo imprevisible no pudie­ran ya producirse, en la que las garantías de seguridad fueran plenas.

    Y, cierto, no cabe negar el escándalo que hace un instante evocaba; pero, por otra parte, lo que la experiencia parece revelarnos es que, a partir del momento en el que el afán de seguridad domina la vida, ésta tiende a reducirse, a replegarse y acurrucarse en sí misma; en suma, a desvitalizarse. Y quizá también suceda que, entre quienes no están en condiciones de contribuir de manera efectiva al des­arrollo científico y técnico, el poder de iniciativa tiende a ejercerse de alguna forma en los márgenes y a degenerar en potencia de subversión pura. Puede que aquí resida una de las razones por las que una era técnica tiende a convertir­se en era revolucionaria. Pero también habría que saber si la extraña ge­neralización de la voluntad de subversión no va unida, en el mundo en el que estamos, a una disposición precisamente inversa, a un pequeño conservadurismo mezquino a ras del individuo; y ello, haciendo que la especie de generosidad que, hasta no hace mucho, presidía el desarrollo de una gran familia, se seque como una fuente precisamente allí donde podría ejercerse, en la procreación, en la educación, ya sea para trasla­darse al plano del discurso en el que se pierde en humo verbal, ya sea para traducirse en violencia física y culminar en la persecución de un grupo humano por otro grupo humano.

    Ahora bien, en este encadenamiento, la acción envilecedora de la téc­nica aparece a plena luz. Lo que está envilecido es la noción misma de vida, y lo demás viene por añadidura. Cabría preguntarse si el hombre de la técnica no acaba percibiendo la vida misma como una técnica completamente imperfecta en la que la chapuza sería la regIa. En tales condiciones, ¿cómo no iba a arrogarse el derecho de intervenir en el pro­pio curso de la vida, igual que se canaliza un río? Haremos nuestros cál­culos antes de saber si ha lugar poner un niño "en camino", como calculamos antes de comprar un side-car o un "simca”; calcularemos, con toda la exactitud posible, el coste anual; en un caso habrá que prever las enfermedades y las facturas de los médicos; en el otro, las averías y las facturas del garaje. Con bastante frecuencia, nos conformaremos con el perrito, que cuesta mucho menos; si las facturas del veterinario se pro­longan excesivamente, recurriremos a inyectar Azor o Coquette. Aún no hemos llegado a considerar esta solucion para Isabel o Juan. […]

    Por otra parte, es bastante pa­tente que, en el punto de la historia al que hemos llegado, tan pronto como ceden, tan pronto como, por una u otra razón, f1aquean las técnicas en las que reposa la vida civilizada, el retorno a la barbarie se ope­ra con una desconcertante rapidez. Y la verdad es que los progresos de la técnica exponen cada vez más al hombre a la tentación de atribuir a sus éxitos un valor intrínseco que no puede en modo alguno pertenecer­les. Podría decirse simplemente que el progreso técnico expone al hom­bre al peligro de la idolatría.

    El hombre no se percata de ello porque se hace de la idolatría una imagen infantil de cuyo engaño es víctima; la idolatría consiste, a sus ojos, en adorar pequeños fetiches grotescos: ¿cómo habrían de ser idó­latras el mecánico o el pequeño burgués que se ufanan de no creer en nada? ¿No están liberados de todas las supersticiones? Ahora bien, la ilu­sión consiste justamente en no ver que la superstición puede integrarse en la conciencia misma. Podría decirse que simplemente se enquista en lugar de aflorar a la superficie del ser. El hombre que no cree en nada no existe, y apenas tiene más posibilidades de existir que el hombre que no depende de nada; creer en algo y depender de algo en el fondo es el mis­mo acto. Se suele olvidar porque se asimila el hecho de creer al de for­mar o sostener una opinión. Pero esto es un grave error: mucho más a menudo sucede que nuestras opiniones se reducen a hábitos, a frases que nos hemos acostumbrado a pronunciar sin representarnos lo que sig­nifican, sin imaginar la manera en que se traducirían en la realidad con­creta; con frecuencia nos veríamos bien "atrapados" si a alguien se le ocurriera traducirlas en actos. No hay en ello nada que pueda asimi­larse a una creencia. Creemos verdaderamente tan sólo en aquello de lo que depen­demos; ahora bien, depender de un ser es mantener con ese ser vín­culos vitales; el hombre que nada cree, el hombre que no depende de nada, es, al pie de la letra, el hombre sin vínculos. Pero ese hombre no puede existir. La existencia sin vínculos no es pensable, es imposible.

    Falta saber en qué se convierten los vínculos allí donde ha desapare­cido no sólo la creencia en sentido pleno -la creencia en Dios-, sino la creencia en los demás -¿podría quizá decirse también la creencia en la vida?- ¿En qué se convierte entonces el tejido moral? Ruego al lec­tor que detenga su atención en este término, "tejido"; los vínculos son un tejido; pienso desde hace mucho tiempo que, en el fondo, es en tér­minos histológicos como debería ser pensada y descrita la vida moral. ¿Qué es el tejido de un hombre que ya no cree en nada? ¿A qué le pres­ta atención ese hombre? Lo diré con crudeza: a sí mismo. Pero ¿qué es aquí ese él mismo? Ante todo, sus sensaciones, y puede ser también que sea esta trans­po­sición psicológica de lo visceral la que culmine en el contentamiento o el disgusto de sí. Pero ¿cuál es la naturaleza de, por ejemplo, ese disgusto? En lo esencial, es una dispepsia. No conozco ex­presión más reveladora que "no digerir" lo que Fulano me ha dicho o hecho [no lo “trago”]. Es curioso e incluso revelador que la palabra "digerir" sólo pue­da ser empleada aquí negativamente. No "digiero" el hecho de que Fula­no haya sido ascendido o haya obtenido tal condecoración o haya recibi­do una pequeña herencia; no "digiero" la manera en que me ha hablado mi mujer o una persona del servicio doméstico o mi colega. En suma, al otro es al que no "digiero" [al que no “trago”] -el otro como tal otro, el otro me impide existir-. Esta dispepsia, por lo demás, no adopta necesariamente la forma de la envidia; puede que yo no "digiera" la miseria de mi vecino que me impide saborear tranquilamente mi pequeño confort personal […]. (Gabriel Marcel: Los hombres contra lo humano).

 


[1] Hoy todo el mundo está de acuerdo en esto, pero cuando se escribió este texto [antes de 1951], resultaba de una audacia increíble.

[2] Joseph Roth nació en Galizia en 1896. Realizó estudios de filología en Lemberg y en Vie­na. En 1916, se alista en el ejército austrfaco. En 1933, emigra a París, donde residirá hasta su muerte en 1939. Deja tres volúmenes de ensayos y trece novelas, entre ellas la celebre Marcha de Radetzky, publicada por Gabriel Marcel en la colección "Feux croisés", y reeditada en 1991 en Seuil.

 

Sello septiembre

Al 2º mini-Congreso sobre la Shoá: canción e historia

Antisemitismo, darwinismo socio-racial y eugenesia

(Cronología comentada entre 1900 y 1933)

Conversación en los montes Adirondack

Elie Wiesel

(adaptacion)

Discurso de Poznan, 6-X-1943

(H. Himmler)

6 preguntas

6 respuestas

(Mémorial de la Shoah de Paris)

Preguntas frecuentes sobre la Shoá

(Holocaust Museum Houston)

Emmanuel Levinas

Escritos inéditos I (Cuadernos del cautiverio, Escritos sobre el cautiverio, Notas filosóficas diversas),

Trotta editorial, 2013

 

Entrevista radiofónica a Miguel García-Baró (editor de la obra)

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