¿Qué es actuar deliberadamente?

Christine M. Korsgaard (1952)

 

Quiero examinar más detalladamente la idea de ac­tuar deliberada o inten­cio­nada­mente. No creo que este con­cepto se refiera a un único fenómeno, sino que es una idea que engloba una serie de cuestiones que pueden ser colocadas en una escala. Es en un determinado punto de esa es­cala donde puede surgir la pregunta de si una acción tiene un carácter moral.

[I] En la parte inferior de esa escala, nos encontramos la idea de un movimiento que puede ser descrito intencional o funcionalmente. En este sentido, el concepto de intención se aplica a cualquier obje­to, tenga o no alguna forma de organización funcional, e incluyen­do no solamente a seres humanos o animales sino también a plantas y máquinas. Dentro de la economía de un objeto funcio­nal­mente organizado, algunos movimientos pueden ser descritos como dota­dos de intención: el corazón late para bombear la sangre, un reloj nos despierta, el ordenador nos avisa si escribimos una palabra erró­neamente y las hojas de una planta se extienden en dirección al sol. Pero no hay indicación de que los objetivos que persiguen estos mo­vimientos estén en las mentes de los objetos que se mueven, ni tan si­quiera en las mentes de quienquiera que los haya creado. Atribuir un propósito concreto a estos movimientos simplemente refleja el hecho de que el objeto en cuestión está funcionalmente organizado.

 

[II] En el caso de los seres vivos, y muy especialmente en el caso de los animales -incluidos los llamados animales ‘inferiores’-, al­gunos de estos movimientos intencionales están guiados por la per­cepción del animal: los peces nadan en dirección a las turbulencias de la superficie porque allí podría haber un insecto, las cucarachas co­rren a esconderse cuando inten­tamos aplastarlas con un periódico y las arañas se van acercando a la presa atrapada en su tela. Podemos aquí caer en la tentación de utilizar un lenguaje de acción; sobra de­cir por qué: cuando los movimientos de un animal se guían por su percepción, están entonces bajo el control de la mente del animal, y cuando esto ocurre podríamos estar tentados de decir que están bajo el control del propio animal. Esto es, después de todo, lo que dife­rencia una acción de un simple movimiento: que una acción puede ser atribuida a un agente, y que se lleva a cabo bajo el control de ese mismo agente. En este nivel, ¿deberíamos decir entonces que el ani­mal actúa intencionalmente o con un propósito concreto? Depende de cómo enten­damos la pregunta. El animal dirige sus movimientos, y sus movi­mientos son intencionales: los movimientos tienen un pro­pósito. En este sen­tido, el animal actúa con un propósito, pero en esta etapa no tenemos por qué decir que este propósito esté presente en la mente del animal. Bien es cierto que cuando intentamos ver la si­tuación desde el punto de vista del animal y nos preguntamos qué es exactamente lo que el animal percibe que determina sus movimien­tos, resulta prácticamente irresistible describirlos como dotados de intención. ¿Por qué una araña se dirige hacia la polilla atrapada en su tela, a menos que haya algún sentido por el cual la araña ve a la po­lilla como comida y en consecuencia intenta atraparla? Pero enten­damos como entendamos las intenciones de la araña, no tene­mos por qué asumir que la araña está pensando sobre aquello que inten­ta con­seguir.

 

[III] Por otra parte, si estamos tratando con un animal inteligente, no existe ninguna razón para no suponer que tiene un propósito concre­to en mente. Es más, no veo por qué no podríamos suponer que exis­te un continuo gradual entre lo que ocurre cuando las percepciones de una araña la hacen dirigirse hacia la polilla y una con­ciencia pura­mente cognitiva que hace que per­ciba ese algo como algo que quiere. Cuando se da esta conciencia cognitiva, se supone que la posi­bi­lidad de aprender de la experiencia sobre cómo con­seguir lo que se quiere y evitar lo que no se quiere aumenta signi­fi­ca­tivamente. Siempre se puede apren­der de la expe­riencia a través del condi­cio­na­miento, pero cuando somos conscientes del objetivo que perse­­gui­mos, podemos también aprender de la expe­riencia a través del pensa­miento y el recuerdo.

 

Aun cuando exista un continuo gradual, parece correcto decir que un animal que pueda tener en mente sus propósitos, e incluso pen­sar sobre cómo alcanzarlos, ejerce un mayor nivel de control consciente sobre sus movimientos que el que por ejemplo ejerce una araña, y por lo tanto es un agente en un sentido más profundo. Existe pues espacio para el debate sobre cuál sería la descripción inten­cional adecuada para una acción, porque es precisamente en este nivel donde comenzamos a afinar la des­cripción intencional de una acción basándonos en lo que ocurre desde el punto de vista del agente […]. Se da aquí una diferencia respecto a la etapa anterior: cuando decimos que la araña está ‘intentando conseguir comida’, no nos importa si eso es lo que la araña piensa que está haciendo. En el nivel de la araña, resulta natural que la descrip­ción intencional del movimiento y su explicación corran parejas. Pero una vez que se abriga un propósito conscientemente, la des­cripción intencional de una acción debe captar de algún modo el punto de vista del agente. Esto es así porque en este nivel asignamos una descripción intencional a la perspectiva del agente y tiene sen­tido preguntar si el mono capuchino está protestando contra una injusticia, o si simplemente está tratando de conseguir una uva. Todo ello representa una mayor profun­didad a la hora de decidir si una acción determinada es ‘intencional’ o no.

Sin embargo, algunos filósofos no creen que éste sea el nivel de inten­cio­nalidad más profundo. En el nivel que acabo de describir, el animal es consciente de sus propósitos, y piensa sobre cómo conse­guirlos. Pero no elige perseguirlos. Los propósitos le son dados al animal por sus estados afectivos: sus emociones y sus deseos, ya sean instintivos o aprendidos. Aun en los casos en los que el animal debe elegir entre dos propósitos -por ejemplo, si un macho quiere em­pare­jar­se con una hembra pero otro macho más grande se acerca y quiere evitar una pelea-- la elección le viene dada por la fuerza de sus estados afectivos. El temor que el primer macho muestra ante el ma­cho más fuerte es más poderoso que su deseo de empa­rejarse. El fin que el animal persigue viene determinado por sus deseos y emociones.

 

[IV] Los seguidores de Kant se encuentran entre los filósofos que creen que es posible un nivel de evaluación y por tanto de elección más profundo aún. Además de preguntarnos cómo conseguir lo que que­remos, también podemos preguntarnos si desearlo es una razón lo su­ficientemente buena como para actuar de una determinada manera. La pregunta no afecta únicamente a si la acción es un modo efecti­vo de conseguir nuestro objetivo, sino, aun cuando lo sea, a si nues­tro deseo de conseguir ese fin justifica nuestros actos. Evidentemen­te, Kant es célebre por pensar que el hecho de plantearnos esta pregunta sobre una acción adopta una forma concreta: formulamos lo que denominó una máxima (‘Llevaré a cabo esta acción para con­seguir este fin’) y some­te­mos esa máxima a la prueba del imperati­vo categórico: nos preguntamos si quer­ría­mos que fuese una ley universal el hecho de que todo aquél que quisiera con­se­guir tal fin llevase a cabo esta acción. De hecho, lo que estamos preguntándonos es si nuestra má­xima puede servir como principio racional. En algunos ca­sos, Kant pen­saba que no podemos querer que nuestra voluntad se convierta en ley universal, y por lo tanto tenemos que rechazar la acción descrita por errónea. Aun cuando juz­gue­mos que la acción pue­de estar justificada y actuemos en consecuencia, estaremos ac­tuan­do no a partir del mero deseo, sino a partir del juicio de que la acción está jus­tificada. 

 

¿Por qué afirmo que esto representa un nivel de intencionalidad más profundo? En primer lugar, un agente capaz de ejercer este tipo de juicios es también capaz de rechazar una acción junto con su pro­pósito final, no porque haya otra cosa más deseada o más temida, sino porque estima que llevar a cabo esa acción con ese propósito concre­to está mal. En un célebre fragmento de la Crítica de la razón prác­tica, Kant argumentaba que somos capaces de dejar a un lado nues­tros más urgentes deseos naturales (el deseo de preservar nuestra propia vida y de garantizar el bienestar de nuestros seres queridos) para evi­tar llevar a cabo una acción equivocada. Kant ofrece el ejemplo de un hombre al que su rey ordena testificar en falso contra una persona inocente de la que el rey quiere deshacerse, so pena de ser conde­na­do a muerte y de ver a su familia some­tida a sufri­miento. Kant sostiene que, aun cuando nadie podría decir con seguridad cómo actuaría en esa situación, debemos ser capaces de admitir que somos capaces de hacer lo que está bien. Ahora bien, si somos capaces de dejar a un lado nuestros propósitos cuando no nos es posible alcanzarlos por medios adecuados, entonces también ocurre que cuando decidimos alcanzar un propósito determinado, puede decirse que lo hemos adoptado como propio. Puede que sean nuestros deseos y emociones los que nos sugieran este propósito, pero no nos viene deter­minado por nuestro estado afectivo, puesto que si hubié­semos juzgado equivocado el hecho de tratar de alcanzarlo, podríamos haberlo dejado a un lado. Dado que no solamente elegimos los medios para alcanzar un fin, sino también los fines en sí mismos, esto constituye un nivel de inten­cio­nalidad mucho más profundo, por cuanto ejercemos un mayor control sobre nuestros movimientos cuando elegimos nues­tros fines, así como los fines en sí, que el control que puede exhibir un animal que persiga fines que le vienen dados por sus estados afectivos, aun cuando los persiga de forma consciente o inteligente. Otra for­ma de explicarlo es decir que no solamente tenemos intenciones, sean éstas buenas o malas, sino que además las evaluamos y las adoptamos como propias. Tenemos la capacidad de autogobernarnos normati­vamente o, en palabras de Kant, gozamos de ‘autonomía’. Es en este nivel donde surge la moralidad. La moralidad de nuestras acciones no es una función del contenido de nuestras intenciones, sino del ejercicio de un autogobierno normativo [1].

 

Ésta es mi respuesta a la pregunta que De Waal nos plantea en Bien natural: ‘¿Qué hay de diferente en nuestra forma de actuar que nos hace ser, frente a otras especies, seres morales?’. Pero a pesar de que creo que la capacidad de autonomía es característica de los seres hu­manos y probablemente única, la pregunta de hasta qué punto dicha capacidad se da en el reino animal es ciertamente una cuestión em­pírica. No hay nada místico o antinatural en la capacidad para el au­togobierno normativo. Pero sí exige un cierto nivel de autoconcien­cia, a saber, ser consciente de las bases sobre las que uno se pro­pone actuar en cuanto tales. Lo que quiero decir es: un agente no hu­mano puede ser consciente del objeto de su temor o su deseo, y con­cebirlo como deseable o temeroso, y en consecuencia como algo que debería ser evitado o buscado.  Tal sería la base de sus actos. Pero un animal racional es, además, consciente del hecho de que desea o teme al objeto en cuestión, y de que en consecuencia él mismo opta por actuar de un modo u otro [2]. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de ser consciente de las bases de nuestros actos en cuanto ta­les. El animal [humano] no pien­sa únicamente sobre el objeto que teme, ni tan siquiera sobre el hecho de sentir miedo en sí, sino también sobre sus propios deseos y temores. Una vez que somos cons­cien­tes de que nos estamos moviendo en una determinada dirección, adquirimos una cierta dis­tancia reflexiva con respecto al motivo y nos encontramos en una posición en la que podemos preguntarnos: ‘¿Debería ir en esa dirección? La consecu­ción de ese fin me inclina a actuar así, pero ¿es suficiente razón para hacerlo?’. Esta­mos entonces en po­si­ción de formular una pregunta normativa sobre lo que debe­ríamos hacer.

 

En general, creo que esta forma de autoconciencia (ser consciente de las bases que conforman nuestras creencias y actos) es el origen de la razón, capacidad distinta de la inteligencia. La inteligencia se de­fine como la habi­lidad para conocer el mundo, aprender de la ex­periencia, establecer nuevas conexiones de causa-efecto y poner ese conoci­miento al servicio de la conse­cución de nuestros fines. Por el contrario, la razón mira hacia dentro, y se concentra en las co­nexiones existentes entre actividades y estados mentales, esto es, si nuestras acciones se justifican por nuestros motivos o si nuestras inferencias son justificadas por nuestras creencias. Creo que sería po­sible realizar afirmaciones sobre las creencias de los animales inteligentes no humanos que corrieran paralelamente a lo que ya he afirmado sobre sus actos. Es posible que los animales no humanos tengan creen­cias, y que lleguen a albergarlas sobre la base de alguna evidencia; pero ser la clase de animal que puede preguntarse a sí mismo si las pruebas existentes justifican una creencia determinada e ir ajustan­do sus conclusiones en función de las mismas es ir un paso más allá.

 

[…] Otros filósofos han observado la conexión existente entre este tipo de autoconciencia con la capacidad para el lenguaje. No puedo abordar estas cuestiones aquí, pero si están en lo cierto, ello sería prueba de que solamente los seres humanos poseen esta clase de autoconciencia.

Si esto es cierto, entonces la capacidad para el autogobierno normativo y el control de las intenciones en un nivel más profundo que lo acompaña es probablemente específico del ser humano. Y es en el uso adecuado de esta capacidad (la habilidad para formar juicios sobre lo que debemos hacer y actuar en consecuencia) donde se encuentra la esencia de la mora­lidad, no en el altruismo o en la bús­queda del bien.

[…] La habilidad para actuar moti­vado por un deber no constituye una diferencia [entre hombres y animales] precisamente pequeña. […] Una forma de vida gobernada por principios y valores es muy diferente a una forma de vida gobernada por el instinto, el deseo y la emoción, por muy inteligente y sociable que esta última sea. La historia que contaba Kant sobre el hombre que decide enfrentarse a la muerte antes que prestar falso testimonio es propia de un drama moral en toda regla, pero en nuestra vida diaria vemos analogías [o casos semejantes] constantes. Tenemos ideas sobre cómo debemos hacer las cosas y cómo comportarnos, y cons­tantemente tratamos de estar a la altura. Pero los simios no viven así. Los seres humanos nos esforzamos por ser honestos, educados, respon­sables y valientes aun en circunstancias adversas. Pero aun cuando un simio sea en ocasiones cortés, responsable o valiente, no lo es porque crea que debe serlo. Aunque sea algo primitivo, los esfuerzos que realice un adolescente para estar a la última son una manifestación de la tendencia del ser humano a vivir su vida guiado por ideales más que empujado por meros impulsos y deseos. Sufrimos enormemente cuando nos evaluamos y, por eso, desplegamos comportamientos malvados y enfermizos. Esto es parte de lo que quería decir cuando afirmé que los seres humanos aparentan estar psicoló­gicamente dañados de un modo tal que sugiere una ruptura con la naturaleza. Pero nada de esto quiere decir que la moralidad sea una fina capa que recubre nuestra naturaleza animal. Es precisamente lo contrario: el carácter distintivo de la acción humana nos dota de una forma de estar en el mundo completamente diferente [a la del animal].

Lo que quiero decir no es que los seres humanos vivan sus vidas sobre la base de principios y valores y sean siempre nobles y que el resto de animales no lo hagan y sean por tanto viles. La singularidad de la acción humana es fuente de nuestra capacidad para ejercer el mal lo mismo que para ejercer el bien. Un animal no puede ser juzgado ni ser considerado responsable por haber seguido un impulso. Los animales no son viles: simplemente, están más allá de todo juicio moral. […] Al decir que una persona que actúa con maldad actúa ‘como un animal’ […] [lo que se quiere decir es que] se ha alejado de su naturaleza humana. Al seguir sus impulsos más fuertes sin reflexionar, la persona ha perdido la capacidad de ejercer el tipo de control intencional sobre sus movimientos que nos hace humanos.  No es la única forma de hacer el mal, pero es un ejemplo. (Christine M. Korsgaard, ‘La moralidad y la singularidad de la acción humana’, en: De Waal, F., Primates y filósofos).

 

[1] Pese a que pueda no parecer del todo evidente, el argumento que aca­bo de presentar es una versión del mismo argumento que -en la pri­mera parte de Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785)- lleva a Kant a con­cluir que ‘una acción que surja del sentido de obligación adquiere su valor moral no a partir del propósito que se pretenda conseguir con ella, sino de la máxima a partir de la cual se decide’.

[2] Ser consciente de las bases de nuestras creencias y acciones en cuanto tales es una forma de autoconciencia porque implica identificarse uno mismo como el sujeto de las propias representaciones mentales.

 

Lee a continuación:

La Razón: la inteligencia que aspira a la universalidad

(José Antonio Marina)

Frans de Waal

Primates y filósofos

Editorial Paidós

2007

Rincón de la cita

Hay que oponer la reflexión al reflejo, y el pensamiento a la emoción, la cual abona el terreno para las violencias colectivas y las exclusiones consensuales. El deber de razón pasa por el elogio de la conciencia individual, por el esfuerzo de juzgar y de pensar contra el grupo si hace falta, pasa por el elogio del individuo contra la pertenencia al clan, es decir, in fine, por la aceptación de cierta soledad. (Georges Bensoussan)

Acerca del Imperativo Categórico

(Juan Miguel Palacios)

"El sistema funciona así": a vueltas con la banalidad del mal

Artículo sobre la película Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta

(Agustín Serrano de Haro)

Las tres formulaciones del Imperativo kantiano en la FMC

(Jesús María Ayuso)

El símbolo rompe el "círculo funcional"

(Ernst Cassirer)

Paisaje con grano de arena

(poema de Wislawa Szymborska)

 

Ensimismamiento y alteración

(José Ortega y Gasset)

Gramática creativa

(George Steiner)

Grupo, empatía y moralidad entre los simios (F. de Waal)

Crueldad, ensañamiento... pero gente corriente (Christopher R. Browning)

¿Por qué nos asusta tanto ser libres? (Erich Fromm)

Mecanismo del chivo expiatorio (René Girard)

La conciencia fanatizada (Gabriel Marcel)