Ensimismamiento y alteración

 

José Ortega y Gasset (1883-1955)

 

Casi todo el mundo está alterado, y en la alteración el hombre pierde su atributo más esencial: la posibilidad de medi­tar, de recogerse dentro de sí mismo para ponerse consigo mis­mo de acuerdo y precisarse qué es lo que cree, lo que de ver­dad estima y lo que de verdad detesta. La altera­ción le obnubila, le ciega, le obliga a actuar mecáni­ca­mente en un frenético so­nam­bulismo.

En ninguna parte advertimos que la posibilidad de meditar es, en efecto, el atributo esencial del hombre mejor que en el Jardín Zoológico, delante de la jaula de nuestros primos, los monos. El pájaro y el crustáceo son formas de vida demasiado distantes de la nuestra para que, al confrontarnos con ellos, perci­ba­mos otra cosa que diferencias gruesas, abstractas, vagas de puro excesivas. Pero el simio se parece tanto a nosotros, que nos invita a afinar el parangón, a descubrir diferencias más concretas y más fértiles.

Si sabemos permanecer un rato quietos contemplando pasivamente la escena simiesca, pronto destacará en ella, como espontáneamente, un rasgo que llega a nosotros como un rayo de luz. Y es aquel estar las diablescas bestezuelas constan­te­mente alerta, en perpetua inquietud, mirando, oyendo todas las señales que les llegan de su derredor, atentas sin descanso al contorno, como temiendo que de él llegue siempre un peligro al que es forzoso responder automáticamente con la fuga o con el mordisco, en mecánico disparo de un reflejo muscular. La bestia, en efecto, vive en perpetuo miedo del mundo, y a la vez, en perpetuo apetito de las cosas que en él hay y que en él aparecen, un apetito indomable que se dispara también sin freno ni inhibición posibles, lo mismo que el pavor. En uno y otro caso son los objetos y acaecimientos del contorno quienes gobiernan la vida del animal, le traen y le llevan como una marioneta. El no rige su existencia, no vive desde sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él. Nuestro vocablo “otro” no es sino el latino “alter”. Decir, pues, que el animal no vive desde sí mismo sino desde lo otro, traído y llevado y tiranizado por lo otro, equi­vale a decir que el animal vive siempre alte­rado, enajenado, que su vida es constitu­tiva alteración.

Contemplando este destino de inquietud sin descanso, llega un momento en que nos de­cimos: “¡qué trabajo!” Con lo cual enun­cia­mos con plena ingenuidad, sin darnos for­mal­mente cuenta de ello, la diferencia más sus­tan­tiva entre el hombre y el animal. Porque esa expresión dice que sentimos una extraña fatiga, una fatiga gratuita, suscitada por el simple anticipo imaginario de que  tuviésemos que vivir como ellos, perpetua­mente acosados por el contorno y en tensa aten­ción hacia él. Pues, qué, ¿por ventura el hombre no se halla, lo mismo que el animal, prisionero del mundo, cercado de cosas que le espantan, de cosas que le encantan, y obligado de por vida, inexorablemente, quiera o no, a ocuparse de ellas? Sin duda. Pero con esta diferencia esencial: que el hombre puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él, y sometiendo su facultad de atender a una torsión radical -incomprensible zoológicamente-, volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas.

Con palabras que de puro haber sido usadas, como viejas monedas, no logran ya decirnos con vigor lo que pretenden, solemos llamar a esa operación: pensar, meditar. Pero estas expresiones ocultan lo que hay de más sorprendente en ese hecho: el poder que el hombre tiene de retirarse virtual y provisoriamente del mundo, y meterse dentro de sí, o dicho con un espléndido vocablo, que sólo existe en nuestro idioma: que el hombre puede ensimismarse.

Noten ustedes que esta maravillosa facultad que el hombre tiene de libertarse transitoriamente de ser esclavizado por las cosas, implica dos poderes muy distintos: uno, el poder desatender más o menos tiempo el mundo en torno sin riesgo fatal; otro, el tener donde meterse, donde estar, cuando se ha salido virtualmente del mundo. Baudelaire expresa esta fa­cultad con romántico y amanerado dandysmo, cuando al preguntarle alguien dónde preferiría vivir, él respondió: “¡En cualquiera parte, con tal que sea fuera del mundo!”. Pero el mundo es la total exterioridad, el absoluto fuera que no consiente ningún fuera más allá de él. El único fuera de ese fuera que cabe es, precisamente, un dentro, un intus, la intimidad del hombre, su sí mismo, que está constituido principalmente por ideas.

Porque las ideas poseen la extravagantísima condición de que no están en ningún sitio del mundo, que están fuera de todos los lugares; aunque sim­bó­licamente las alojemos en nuestra cabeza, como los griegos de Homero las alojaban en el corazón, y los prehoméricos las situaban en el diafragma o en el hígado. Todos estos cambios de domicilio simbólico que hace­mos padecer a las ideas coinciden siempre en colocarlas en una vís­cera; esto es, en una entraña, esto es, en lo más interior del cuerpo, bien que el dentro del cuerpo es siempre un dentro meramente relativo. De esa manera damos una expresión materializada -ya que no podemos otra- a nuestra sospecha de que las ideas no están en ningún sitio del espacio, que es pura exterioridad; sino de que constituyen, frente al mundo exterior, otro mundo que no está en el mundo: nuestro mundo interior.

He aquí por qué el animal tiene que estar siempre atento a lo que pasa fuera de él, a las cosas en torno. Porque, aunque éstas menguasen sus peli­­gros y sus incitaciones, el animal tiene que seguir siendo regido por ellas, por lo de fuera, por lo otro que él; porque no puede meterse dentro de sí, ya que no tiene un sí mismo, un chez soi, donde recogerse y reposar.

El animal es pura alteración. No puede ensimismarse. Por eso, cuando las cosas dejan de amenazarle o acariciarle; cuando le permiten una vacación; en suma, cuando deja de moverle y manejarle lo otro que él, el pobre animal tiene que dejar virtualmente de existir, esto es: se duerme. De aquí la enorme capacidad de somnolencia que manifiesta el animal, la modorra infrahumana, que continúa en parte en el hombre primitivo y, opues­ta­mente, el insomnio creciente del hombre civilizado, la casi permanente vigilia -a veces, terrible, indomable- que aqueja a los hombres de intensa vida interior. No hace muchos años, mi grande amigo Scheler -una de las mentes más fértiles de nuestro tiempo, que vivía en incesante irradiación de ideas-, se murió de no poder dormir.

Pero bien entendido -y con esto topamos por vez primera algo que reiteradamente va a aparecérsenos en casi todos los rincones y los recodos de este curso, si bien cada vez en estratos más hondos y en virtud de razones más precisas y eficaces-, las que ahora doy no son ni lo uno ni lo otro; bien entendido, que esas dos cosas, el poder que el hombre tiene de sustraerse al mundo y el poder ensimismarse, no son dones hechos al hombre. Me importa subrayar esto para aquellos que se ocupan de filosofía: no son dones hechos al hombre. Nada que sea sustantivo ha sido regalado al hombre. Todo tiene que hacérselo él.

 

Por eso, si el hombre goza de ese privilegio de liberarse transito­ria­mente de las cosas, y poder entrar y descansar en sí mismo, es porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas ha logrado reobrar sobre las cosas, trans­formarlas y crear en su derredor un margen de seguridad siempre limitado, pero siempre o casi siempre en aumento. Esta creación espe­cí­ficamente humana es la técnica. Gracias a ella, y en la medida de su progreso, el hom­bre puede ensimismarse. Pero también viceversa, el hombre es téc­nico, es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conve­niencia, porque aprovechó todo respiro que las cosas le dejaban para Ensimismarse, para entrar dentro de sí y forjarse ideas sobre ese mundo, sobre esas cosas y su relación con ellas, para fraguarse un plan de ataque a las circunstancias, en suma, para construirse un mundo interior. De este mundo interior emerge y vuelve al de fuera. Pero vuelve en calidad de prota­go­nista, vuelve con un sí mismo que antes no tenía -con su plan de campaña-, no para dejarse dominar por las cosas, sino para gobernarlas él, para imponerles su voluntad y su desig­nio, para realizar en ese mundo de fuera sus ideas, para modelar el planeta según las prefe­rencias de su intimidad. Lejos de perder su propio sí mismo en esta vuelta al mundo, por el contrario,  lleva su sí mismo a lo otro, lo proyecta enérgica, señorialmente  sobre las cosas, es decir, hace que lo otro -el mundo- se vaya convirtiendo poco a poco en él mismo. El hombre humaniza al mundo, le inyecta, lo impregna de su propia sustancia ideal y cabe imaginar que, un día de entre los días, allá en los fondos del tiempo, llegue a estar ese terrible mundo exterior tan saturado de hombre, que puedan nuestros descendientes caminar por él como mentalmente caminamos hoy por nuestra intimidad -cabe imaginar que el mundo, sin dejar de serlo, llegue a convertirse en algo así como un alma materializada, y, como en La tempestad de Shakespeare, las ráfagas del viento soplen empujadas por Ariel, el duende de las Ideas-. […]

Me parece que al presente podemos representarnos, siquiera sea en vago esquematismo, cuál ha sido la trayectoria humana mirada bajo este ángulo. Hagámoslo en un texto condensado, que nos sirva a la par como resumen y recordatorio de todo lo anterior.

Se halla el hombre, no menos que el animal, consignado al mundo, a las cosas en torno, a la circunstancia. En un principio, su existencia no difiere apenas de la existencia zoológica: también él vive gobernado por el contorno, inserto entre las cosas del mundo como una de ellas. Sin embargo, apenas los seres en torno le dejan un respiro, el hombre, haciendo un esfuerzo gigantesco, logra un instante de concentración, se mete dentro de sí, es decir, mantiene a duras penas su atención fija en las ideas que brotan dentro de él, ideas que han suscitado las cosas, y que se refieren al comportamiento de éstas, a lo que luego el filósofo va a llamar “el ser de las cosas”. Se trata, por lo pronto, de una idea tosquísima sobre el mundo, pero que permite esbozar un primer plan de defensa, una conducta preconcebida. Mas, ni las cosas en torno le permiten vacar mucho tiempo a esa concentración, ni aunque ellas lo consintieran sería capaz este hombre primigenio de pro­longar más de unos segundos o minutos esa torsión atencional, esa fijación en los impalpables fantasmas que son las ideas. Esa atención hacia dentro, que es el ensimisma­miento, es el hecho más antinatural, más ultrabiológico. El hombre ha tardado miles y miles de años en educar un poco -nada más que un poco- su capacidad de concentración. Lo que le es natural es dispersarse, distraerse hacia fuera, como el mono en la selva y en la jaula del Zoo.

El padre Chevesta, explorador y misionero, que ha sido el primer etnógrafo especializado en el estudio de los pigmeos, probablemente la variedad de hombres más antigua que se conoce, y a la que ha ido a buscar en las selvas tropicales más recónditas, el padre Chevesta, que ignora por completo la doctrina ahora expuesta por mí y se limita a  escribir lo que ve, dice en su última obra, de 1932, sobre los enanos del Congo [Bambuti die Zwerge des Congo]: “Les falta por completo el poder de concentrarse. Están siempre absorbidos por las impre­siones exteriores, cuya continua mutación les impide recogerse en sí mismos, lo que es condición inexcusable para todo aprendizaje. Sentarles en el banco de una escuela sería para estos hombrecillos un tormento insoportable. De modo que la labor del misionero y del maestro se hace sumamente difícil.”

Pero, aun instantáneo y tosco, ese primitivo ensimismamiento va a separar radicalmente la vida humana de la vida animal. Porque ahora el hombre, este hombre primigenio, va a sumergirse de nuevo entre las cosas del mundo, resistiéndolas, sin entregarse del todo a ellas. Lleva un plan contra ellas, un proyecto de trato con ellas, de manipulación de sus formas que produce una mínima transformación en su derredor, la suficiente para que le opriman un poco menos y, en consecuencia, le permitan más frecuentes y holgados ensimis­ma­mientos... y así sucesivamente.

Son, pues, tres momentos diferentes que cíclicamente se repiten a lo largo de la historia huma­na en formas cada vez más complejas y densas: 1º, el hombre se siente perdido, náufrago en las co­sas; es la alteración. 2º, el hombre, con un enérgico esfuerzo, se retira a su intimidad para formarse ideas sobre las cosas y su posible dominación; es el ensimismamiento, la vita contemplativa que de­cían los romanos, el theoretikòs bíos de los griegos, la teoría: 3º, el hombre vuelve a sumergirse en el mundo para actuar en él conforme a un plan preconcebido; es la acción, la vida activa, la praxis. [...] (José Ortega y Gasset, Ensimismamiento y alteración).

 

Lee a continuación:

Gramática creativa

(Diferencia entre hombre y animal)

(G. Steiner)

José Ortega y Gasset

Ensimismamiento y alteración

en Obras Completas, vol. 5

Alianza Editorial y Revista de Occidente

Madrid, 1983

El medio vital

   a) Texto de Ortega y Gasset

 

   b) Texto sobre J. von Uexkull

Grupo, empatía y moralidad entre los simios (F. de Waal)

Mecanismo del chivo expiatorio (René Girard)