El origen de la cultura:

rivalidad mimética y

mecanismo victimario

 

René Girard (1923)

 

A. Mímesis de apropiación y rivalidad mimética

                                  

    René Girard: […] A pro­pósito de todo lo que hoy se puede llamar mimetismo, imitación, mímesis, reina actualmente en las ciencias del hombre y de la cultura una visión unila­teral. En los comportamientos humanos no hay nada, o casi nada, que no sea aprendido; y todo aprendi­zaje se reduce a la imitación. Si de pronto los hombres dejaran de imitar, todas las formas culturales se desvanecerían. Los neurólo­gos nos recuerdan con frecuencia que el cerebro del hombre es una enorme máquina de imitar. Para elaborar una ciencia del hombre hay que comparar la imitación humana con el mimetismo animal, señalando las modalidades propiamente humanas de los comportamientos miméticos, si es que existen. […]

    Si el comportamiento de ciertos mamíferos superiores, en particular de los simios, nos parece presagiar el del hombre, quizá sea exclusivamente porque en él juega ya un papel importante, aunque no tan importante como entre los hombres, el mimetismo de apropiación. Si un individuo ve a uno de sus congéneres tender la mano hacia un objeto, siente in­mediatamente la tentación de imitar su gesto. Sucede a veces que el animal, visiblemente, resiste a esta tentación, y si el gesto que esboza nos hace sonreír porque nos recuerda la humanidad, su negativa a completarlo, o sea, la represión de eso que casi podría ya definirse como un deseo, nos divierte más todavía. Eso hace del animal una especie de hermano, porque lo muestra sometido a la misma servidumbre fundamental de la humanidad, la de prevenir los conflictos que no puede menos de provocar la convergencia de dos o más manos igualmente ávidas hacia un mismo y único objeto. […]

    Si lo mimético en el hombre representa ese papel fun­damental que todo hace indicar, tiene que existir forzosamente una imitación adquisitiva o, si se quiere, una mímesis de apro­piación de la que habrá que estudiar los efectos y sopesar las consecuencias.

    Me diréis que en el caso de los niños -como en el de los animales- los inves­tiga­dores reco­nocen la existencia de esta imitación adqui­sitiva. Es cierto. Es posible comprobarla experi­men­tal­men­te. Poned cierto número de juguetes, todos ellos idén­ticos, en una habi­tación vacía, en compañía del mismo número de niños: es muy probable que la distribución no se haga sin disputas.

    El equivalente de la escena que aquí nos imaginamos se ve raramente entre los adultos. Esto no quiere decir que no exista entre ellos la rivalidad mimética; quizá exista más todavía; pero los adultos, lo mismo que los simios, han aprendido a desconfiar de ella y a reprimir, si no todas sus modalidades, al menos las más groseras y manifiestas, las que reconocerían inmediatamente quienes los rodean. […]

 

 

B. Función del interdicto:

prohibición de lo mimético

 

    R. Girard: Creo que los conflictos provocados por la mímesis de apropiación pueden fácilmente aclararnos una cuestión etnológica fundamental, la del interdicto [prohibición].

    J. M. Oughourlian: ¿Cree usted posible reducir todos los interdictos primitivos a un denominador común? La etnología actual ha renunciado visiblemente a ello. A nadie, que yo sepa, se le ocurre buscar el hilo de Ariadna en ese batibu­rrillo. Los psicoana­listas, desde luego, creen que lo han encontrado, pero no con­vencen a mucha gente.

    R. Girard: Son los fracasos pasados los que determinan esa acti­tud. Esos fracasos confirman la creencia de los investigadores acerca del carácter absurdo y gratuito de lo religioso. Realmente no se comprenderá lo religioso mientras no se sienta por él el respeto que ahora se muestra por las formas no directamente religiosas del «pensamiento salvaje». Como la religión anda mezclada en todo, no habrá una verdadera «rehabilitación» de este pensa­miento mientras no se justifique la existencia de lo religioso y por consiguiente de los interdictos.

    Reconozcamos en primer lugar que es manifiesta la razón de ser de ciertos interdictos. No hay cultura que no prohíba la violencia en el interior de los grupos de cohabitación. Y con la violencia efectiva quedan prohibidas todas las ocasiones de vio­lencia, las rivalidades demasiado vehementes por ejemplo, y cier­tas formas de competencia que a menudo tolera y hasta estimula nuestra sociedad.

    G. Lefort: Pero al lado de esos interdictos cuya motivación salta a la vista, hay otros que parecen absurdos.

    R. Girard: Un buen ejemplo de interdicto absurdo en apariencia es la prohibición de las conductas imitativas en muchas socie­dades. Hay que abstenerse de copiar los gestos de otro miembro de la comunidad, de repetir sus palabras. La prohibición de utili­zar los nombres propios responde sin duda a este mismo tipo de preocupación; lo mismo pasa con el miedo a los espejos, asociados muchas veces al diablo en las sociedades tradicionales.

    La imitación duplica el objeto imitado, engendra un simulacro que podría constituir el objeto de manipulaciones mágicas. Cuan­do los etnólogos se interesan por esta clase de fenómenos, los atribuyen al deseo de protegerse contra la magia llamada «imi­tativa». Y es esa la explicación que reciben cuando preguntan por la razón de ser de las prohibiciones.

    G. Lefort: Todo esto sugiere que los primitivos descubren la re­lación que hay entre lo mimético y lo violento. Saben más que nosotros sobre el deseo, y es nuestra ignorancia lo que nos impide comprender la unidad de los interdictos.

    R. Girard: Es lo que yo creo; pero no hay que ir demasiado aprisa, ya que aquí chocamos con la incomprensión tanto de los psicólogos como de los etnólogos, que no aceptan ni unos ni otros esa relación de los conflictos con el mimetismo de apro­piación.

    Se puede comenzar con una descripción formal de los interdictos. Nos imaginamos forzosamente que los interdictos que recaen sobre los fenómenos imitativos deben distinguirse clara­mente de los interdictos contra la violencia o contra las rivali­dades pasionales. Pero no tiene por qué ser así.

    Lo que impresiona en esas conductas es el hecho de que quie­nes se entregan a ellas realizan siempre los mismos gestos y no dejan de imitarse mutuamente, de transformarse cada uno de ellos en un simulacro del otro. En donde nosotros vemos sobre todo el resultado del conflicto, esto es, la victoria de uno y la derrota del otro, o sea, la diferencia que surge de la lucha, las sociedades tradicionales y primitivas ponen más bien el acento en la reciprocidad del proceso, o sea, en la imitación mutua de los antagonistas. Es el parecido entre los concurrentes lo que les choca, la identidad de sus objetivos y maniobras, la simetría de sus gestos, etcétera.

    Si examinamos de cerca los términos que utilizamos nosotros mismos, concurrencia, rivalidad, emulación, etc., comprobamos que esta perspectiva primitiva ha quedado inscrita en el lenguaje. Los que concurren corren juntos, los rivales son los que ocupan posiciones simétricas en cada orilla de un mismo arroyo [rivus], etcétera.

    De las dos maneras de ver las cosas, aquí la moderna es la excepcional; es nuestra incomprensión, más bien que el interdicto primitivo, la que resulta proble­mática. La violencia en las sociedades primitivas no se concibe nunca como la concebimos nosotros. Para nosotros la vio­len­cia posee una autonomía con­ceptual, un carácter específico, del que las sociedades primitivas no tienen idea. Nosotros vemos sobre todo el acto individual al que las sociedades primitivas no conceden más que una impor­tancia restringida, negándose a aislarlo de su contexto por razones esencialmente pragmáticas. Ese contexto es en sí mismo violento. Lo que nos permite abstraer intelectualmente el acto de violencia, ver en él un crimen aislado, es la eficacia de las instituciones judiciales que trascienden a todos los antagonistas. Si no existe aún esa trascendencia judicial, o si ha perdido su eficacia, si se ha hecho impotente para hacerse respetar, aparece enseguida el carácter imitativo y repetitivo de la violencia; incluso es en la etapa de las violencias explícitas donde resulta más patente ese carácter imitativo, adquiriendo entonces una perfección formal que antes no tenía. En efecto, en la etapa de la venganza de la sangre hemos de vérnoslas siempre con el mismo acto, con el ase­sinato ejecutado de la misma forma y por las mismas razones, en la imitación vengadora de un asesinato anterior. Y esa imitación se va propagando de uno en otro; se impone como un deber in­cluso para los parientes lejanos, extraños al acto original si es que puede identificarse aquel acto; rompe las barreras del espacio y del tiempo, sembrando la destrucción a su paso y prosiguiendo de generación en generación. La venganza en cadena se presenta como el paroxismo y la perfección de la mímesis. Reduce a los hombres a la repe­tición monótona del mismo gesto asesino. Hace de ellos unos dobles.

   

J. M. Oughourlian: Así pues, según usted, los interdictos ates­tiguan un saber que nosotros no tenemos. Si nosotros no perci­bimos su deno­minador común, es porque no perci­bimos que los conflictos humanos arraigan ante todo en lo mimético. La violencia recíproca es la escalada de la rivalidad mimética. Cuanto más divide lo mimético, más produce lo mismo.

    R. Girard: Así es. La interpretación del interdicto se hace posi­ble a partir de lo que acabamos de decir sobre la imitación ad­quisitiva.

    Es verdad que resulta un tanto para­dójico afirmar que el interdicto sabe más que nuestras ciencias sociales sobre la natura­leza de nuestros conflictos. Paradójico sobre todo si observamos que ciertos interdictos son realmente absurdos, como por ejem­plo el interdicto contra los gemelos o la fobia de los espejos en numerosas sociedades.

    Las inconsecuencias mismas del interdicto, lejos de debilitar esta tesis, la confirman más todavía, ya que a la luz de las inter­ferencias miméticas se comprende muy bien por qué pueden exis­tir esos interdictos absurdos; en otras palabras, por qué las sociedades primitivas pueden juzgar a los espejos y a los gemelos casi tan terribles como la venganza. Tanto en un caso como en el otro se está, por lo visto, ante dos objetos que se reproducen miméticamente análogos en dos individuos que se imitan el uno al otro, y toda reproducción mimética evoca inmediatamente la violencia, aparece como una causa próxima de violencia. […]

El saber del interdicto es superior al nuestro, pero no por ello es completo; es incapaz de formularse teóricamente y sobre todo está transfigurado por las representaciones sagradas; el conflicto mimético está ciertamente ahí, siendo el verdadero denominador común de los interdictos, pero no se muestra como tal; está siempre interpretado como epifanía maléfica de lo sagrado, como furor vengador de la divinidad. Pronto veremos por qué. […]

    No hay ningún interdicto que no se reduzca al conflicto mimético cuyo principio hemos definido en el comienzo de nuestras investigaciones. […] Las sociedades primitivas reprimen el conflicto mimético prohibiendo todo lo que puede suscitarlo, como es lógico, pero también disimulándolo detrás de los grandes símbolos de lo sagrado, como la contaminación, la suciedad, etc. Esta represión se perpetúa entre nosotros, pero bajo formas paradójicas. En lugar de ver en la imitación una amenaza para la cohesión social, un peligro para la comunidad, vemos en ella una causa de conformismo y de espíritu gregario. Estamos siempre “en contra” de la imitación, pero de un modo muy distinto […]. Nosotros no vemos ni mucho menos las posibilidades conflictivas que encierra la imitación […].

    La causa del aspecto conflictivo de la imitación, repitámoslo una vez más, es la rivalidad por el objeto, es la mimesis de apropiación, de la que siempre hay que partir. Vamos a ver ahora cómo se pueden reducir a este mecanismo no sólo los interdictos, sino los ritos y la organización religiosa en su conjunto. A partir de este único principio vamos a trazar una teoría completa de la cultura humana. […]

 

Si se agrupan los interdictos antimiméticos, desde los más anodinos a los más terribles [la venganza de sangre] en un solo conjunto, se ve que dibujan en hueco las etapas de una escalada que corre el riesgo de implicar cada vez a más miembros de la comunidad, por contagio mimético, y que camina hacia formas de rivalidad cada vez más graves a propósito de los objetos que esa misma comunidad es incapaz de compartir pacíficamente: las mujeres, el alimento, las armas, los mejores emplazamientos, etc.

  También aquí se da un proceso continuo y los etnólogos ven interdictos distintos, prohibiciones independientes unas de otras, porque no ven la unidad de la crisis mimética que se trata de evitar. Lo que se prohíbe en definitiva son en primer lugar los objetos que pueden servir de pretexto a la rivalidad mimética, todos los comportamientos característicos de las fases que esa rivalidad comporta y que son cada vez más violentos, todos los individuos que parecen presentar “síntomas” necesariamente contagiosos, como los gemelos o los adolescentes en el momento de la inicia­ción, o las mujeres en período de menstruación, o también los en­fermos y los muertos que quedan excluidos, para siempre o temporalmente, de la comunidad. […]

 

C. Función del rito: exigencia de lo mimético

 

    R. Girard: Vamos a hablar ahora de los rituales. Si pasamos de los interdictos a esa segunda gran base de lo religioso, se com­prueba que nuestro modelo de crisis mimética deben de tenerlo muy presente en las sociedades religiosas ya que es él precisamente el que ahora se esfuerzan, no ya en impedir, sino en reproducir. Si los interdictos dibujan en hueco esa crisis, los rituales la dibujan en relieve. No cabe duda de que es algo que obsesiona a todo el pensamiento religioso. En efecto, como vere­mos más tarde, no hay ningún mito que no haga al menos una alusión a ello, si es que no hacen una descripción completa. […]

   

    G. Lefort: Entonces, también aquí hay que reducirlo todo a la míme­sis de apropiación.

    R. Girard: Sin duda alguna. Cuando los etnólogos nos hablan de inversión de funciones, acompañada de parodias recíprocas y de burlas insultantes que a veces degeneran en batalla campal, no cabe duda de que están describiendo la crisis mimética.

    G. Lefort: Los etnólogos hablan de ritos que consisten en “violar los interdictos”.

  R. Girard: Desde luego. Si los interdictos son antimiméticos, toda escenificación de la crisis mimética consistirá necesariamente en violar los interdictos. Hemos de vérnoslas con un verdadero de­rrumbamiento de la organización cultural. En el paroxismo de esa cri­­sis, los hombres se disputan violentamente todos los objetos nor­malmente interdictos; por eso se da a menudo el incesto ritual, esto es, la fornicación con mujeres que uno no tiene derecho a tocar durante todo el tiempo restante.

    G. Lefort: Sin embargo, a su lectura del ritual como reproduc­ción de una crisis mimética se le puede oponer la existencia de ritos no violentos, de carácter perfectamente armonioso y que parecen obedecer a una voluntad estética.

    R. Girard: Es verdad, pero si comparamos entre sí las descripciones etno­ló­gicas, veremos que no hay solución de continuidad entre la brutalidad suma y el desorden indescriptible en un extremo del panorama ritual, y el arte más sereno en el otro extremo. Se en­contrarán fácilmente todas las formas intermedias que se necesi­tan para pasar sin romper la continuidad de un extremo al otro; el que los ritos vayan siendo cada vez menos violentos tiene que consti­tuir una evolución normal, dado que los ritos consisten en trans­formar en acto de colaboración social, paradójicamente, la dis­gregación conflictiva de la comunidad.

    Las expresiones a que han recurrido los etnólogos revelan esta continuidad. En una punta de la cadena ellos hablan de “peleas” y de clamores desordenados, de cargas frenéticas. Vienen luego los “simulacros de combate” y los pataleos rítmicos acompañados de “gritos de Guerra” que se transforman insensiblemente en “contos guerreros”; más tarde las “danzas bélicas” dejan sitio a los contos y a las danzas puras y simples. Las figuras coreográficas más de­licadas, las posiciones que se intercambian sin que los participan­tes renuncien a darse la cara, los efectos “de espejo”, en todo esto se pueden ver las huellas esquematizadas y purificadas de en­frentamientos antiguos.

Reproduciendo siempre el modelo mimético dentro de un es­píritu de armonía social, la acción tiene que ir vaciándose poco a poco de toda violencia real para no dejar que subsista más que una forma “pura”. Basta con mirar esa forma para constatar que se trata siempre de dobles, esto es, de compañeros que se imitan recíprocamente; el modelo de las danzas rituales más abstractas es siempre el enfrentamiento de los dobles, pero perfec­tamente “estetizado”.

    Esto quiere decir que las formas menos violentas del ritual no comprometen la idea de un modelo conflictivo único. Para com­prender bien el rito, hay que partir no de las formas más pacíficas, sino de las más claramente conflictivas; por ejemplo, de esos in­terregnos africanos durante los cuales la sociedad entera se des­compone en la anarquía conflictiva, hasta el punto de que los etnólogos vacilan a la hora de definir el fenómeno, sin saber nunca si hay que ver en él una repetición ritual, una especie de irregu­laridad regulada, o un verdadero acon­tecimiento histórico de con­secuencias impre­visibles.

    J. M. Oughourlian: En una palabra, usted cree que los interdictos y los ritos pueden reducirse todos ellos al conflicto mimético. El denominador común es el mismo, pero hay ahí algo paradójico, puesto que se trata de prohibir en un caso lo que se obliga a hacer en el otro. Si la crisis mimética es tan terrible como nos hace pensar nuestra lectura de los interdictos, no se comprende por qué los rituales se empeñan en reproducir de modo a veces terriblemente realista lo que normalmente temen las sociedades, y con toda razón.

    No hay una mímesis inocente, una mímesis sin peligro; y no se puede remedar la crisis de los dobles, como hacen los ritos, sin correr el riesgo de introducir una verdadera violencia.

  R. Girard: Ha definido usted perfectamente esa paradoja extraor­dinaria que constituye en todas las sociedades religiosas la yuxta­posición de los interdictos y de los rituales. Si hasta ahora ha fracasado la etnología ante el enigma de lo religioso, es porque no ha llegado hasta el fondo de esa paradoja; y si no ha llegado hasta el fondo, ha sido porque siempre puede encontrar algo con que eludirla o mitigarla en lo religioso mismo. Esto no quiere decir que no exista la paradoja, sino que la misma conciencia religiosa puede llegar a una etapa en la que, lo mismo que nos pasa a no­sotros, encuentre intolerable e inconcebible esa paradoja; entonces se esfuerza en arreglar las cosas, en hacer un apaño suavizando los ángulos de la con­tradicción, bien sea agilizando los interdictos, bien sea racionalizan­do la crisis religiosa, o bien haciendo ambas cosas a la vez. En vez de minimizar la oposición entre la prohibición y el ritual o de trivializarla como se hace siempre, por ejemplo, cuando se ve en la fiesta una simple vacación temporal y festiva de los interdictos, hay que ponerla de relieve, hay que subrayar el misterio, hay que comprender que no comprendemos en lo más mínimo por qué suceden esas cosas.

    En sus rituales, las sociedades primitivas se entregan de buena gana a lo que durante todo el tiempo restante temen más: la diso­lución mimética de la sociedad.

    J. M. Oughourlian.; Si la mímesis es esa fuerza irresistible e insidiosa que sugieren tanto la psicopatología individual como las precauciones religiosas respecto a la polución, el rito se presenta como una invitación al desastre. O hay que renunciar a la teoría mimética o hay que descubrir que los sistemas religiosos tienen razones superiores para ir más allá. ¿Cuáles pueden ser estas ra­zones?

    R. Girard: La paradoja que acabamos de señalar resulta más ex­traordinaria todavía en los casos de ritos que no tienen una fecha fija, sino que se adopta la decisión de realizarlos precisamente para apartar la amenaza de una crisis muy inmediata.

    Como el tonto que va a buscar en el río un refugio contra la lluvia, se diría que las comunidades se arrojan deliberadamente en el mismo mal que tanto temen, creyendo que lo van a evitar de ese modo. Las instituciones religiosas, que se muestran tan timo­ratas en otras ocasiones, demuestran en los ritos una temeridad realmente increíble. No sólo abandonan sus precauciones habitua­les, sino que remedan cocienzudamente su propia descomposición en el mimetismo histérico; todo sucede como si creyeran que la des­integración simulada puede superar la desintegración real. Pero esta definición tiene sus dificultades. En efecto, toda distinción entre el original y la copia se ve comprometida por la concepción religiosa de la mímesis.

    G. Lefort. Hay teorías que afirman la funcionalidad del ritual. Las técnicas que consisten en remedar, todos juntos, los efectos de la discordia podrían muy bien estar contribuyendo a apartar su peligro quitándoles a los participantes el deseo de arrojarse realmente en esas conductas que temen.

   R. Girard: Yo también creo en cierta funcionalidad del ritual, pero esa funcionalidad no siempre es segura; hay ritos que llevan a una verdadera discordia. Hay que comprender sobre todo que la eficacia de una institución no basta para dar cuenta de su exis­tencia. No se puede caer en las ingenuidades del funcionalismo.

 No se ve por qué ciertas sociedades, que ordinariamente reac­cionan contra cierto tipo de peligro esforzándose en evitarlo, pro­ceden bruscamente al revés, sobre todo cuando el peligro pa­rece urgente, recurriendo entonces al remedio contrario, el que debería asustarles más. Tampoco podemos imaginarnos junto a la cuna de esas culturas, como al hada bondadosa de las leyendas, a toda esa sarta de etno-psiquiatras tan sabios que con su pres­ciencia infinita las habrían dotado de instituciones rituales.

  Ninguna ciencia, ningún pensamiento, es capaz de inventar los ritos en todos sus detalles, llegando espontáneamente -a pesar de sus diferencias aparentes- a sistemas tan constantes como son los sistemas religiosos de la humanidad.

   Para resolver el problema, evidentemente no hay que eliminar nada de las instituciones que intentamos comprender. Y si redu­cimos nuestro estudio de los rituales a la crisis mimética, elimina­mos algo que normalmente figura en los ritos, que es su conclu­sión. Esa conclusión consiste generalmente en la inmolación de una víctima animal o humana.

 

D. SACRIFICIO Y MECANISMO VÍCTIMARIO

    G. Lefort. ¿No hay ritos sin conclusión sacrificial?

    R. Girard: Los hay. La conclusión del rito puede limitarse a cier­tas mutilaciones rituales, o a exorcismos que son siempre lo equi­valente del sacrificio. Pero hay también formas rituales o post-­rituales que no llevan consigo ninguna conclusión sacrificial, ni siquiera simbólica. Creo que esta cuestión tiene que reservarse para más tarde, para no extraviarnos ahora en digresiones infinitas perdiendo el hilo de la demostración. Ésta no resulta constructiva más que cuando se la sigue hasta el final; por eso no voy a res­ponder a todas las objeciones que se les ocurran a ustedes a me­dida que se presenten. La que usted acaba de plantear es una ob­jeción capital, pues afecta al inmenso problema de la desaparición del sacrificio en ciertas instituciones culturales que brotan de él y que no existen más que por él. Trataremos de ello otro día.

    J. M. Oughourlian:  Volvamos entonces a nuestros corderos… sacrificiales.

  R. Girard: Si el sacrificio es la conclusión de los ritos, es menes­ter que les parezca a las sociedades religiosas como el final de la crisis mimética puesta en escena por esos ritos. En muchos ritos todos los asistentes tienen que tomar parte en la inmolación, que se parece entonces, si no nos equivocamos, a una especie de lin­chamiento. Pero incluso cuando la inmolación se reserva a un solo sacrificador, éste actúa generalmente en nombre de todos los par­ticipantes. En el acto sacrificial se afirma la unidad de una co­munidad y esa unidad surge en el paroxismo de la división, en el momento en que la comunidad pretende estar desgarrada por la discordia mimética, entregada a la circularidad interminable de las represalias vengadoras. A la oposición de todos contra to­dos sucede de pronto la oposición de todos contra uno. A la multiplicidad caótica de los conflictos particulares sucede de repente la simplicidad de un antagonismo único: toda la comuni­dad por una parte y la víctima por la otra. Se comprende fácilmente en qué consiste esta resolución sacrificial; la comunidad vuelve a sentirse solidaria a costa de una víctima no sólo incapaz de defen­derse, sino totalmente incapaz de suscitar la venganza; su muerte no podrá provocar nuevas agitaciones y hará que se supere la crisis, ya que une a todo el mundo contra ella. El sacrificio no es sino una violencia más, una violencia que se añade a las otras violen­cias; pero es la última, es la palabra final de la violencia.

    Si nos fijamos en la hostilidad de que es objeto la víctima en ciertos sacrificios, podremos pensar que ella pasa por ser responsable, ella sola, de toda la crisis mimética. Antes de matarla, la insultan y maltratan. La verdadera cuestión es ésta: ¿cómo es posible se­mejante unión contra la víctima en ritos tan diversos?, ¿cuál es la fuerza que reúne a la colectividad contra esa víctima?

    G. Lefort: El Freud de Tótem y tabú responde que esa víctima es el padre de la horda primitiva. Según él, todos los ritos habrían guardado el recuerdo de un único asesinato fundador de la huma­nidad.

    R. Girard: Todo lo que dice Freud a este propósito merece un examen muy atento, ya que ha sido el único que ha comprendido, a partir de observaciones etnológicas menos atrasadas de lo que se dice, la necesidad de un asesinato colectivo real como modelo del sacrificio. Pero su respuesta no es válida. A partir de su asesinato único, producido una vez para siempre, no es posible comprender las repeticiones rituales.

    Por otra parte, ese asesinato está mal situado cuando él lo coloca al co  mienzo de la secuencia ritual. Los ritos en que él se apoya son raros y son ritos en los que se ha invertido el orden normal. El orden normal es el que vamos a describir: la crisis mimética viene en primer lugar y el asesinato colectivo constituye a la vez su paroxismo y su conclusión.

    La idea de que los hombres se reúnen e inmolan toda clase de víctimas para conmemorar la “culpabilidad” que siguen sintien­do por un asesinato pre­histórico es perfectamente mítica. Pero no lo es la idea de que esos hombres inmolan esas víctimas porque un primer asesinato espontáneo reunió realmente a la comunidad y puso fin a una crisis mimética real. Entonces se comprende que los hombres recurran a los ritos para apartar una amenaza real de crisis; la crisis se reproduciría no por sí misma, sino para su resolución; se trataría de llegar a esta resolución percibida como la única resolución satisfactoria de todas las crisis pasadas, presentes y venideras. Quedaría resuelta así la paradoja que nos choca. No habría contra­dicción intencional entre los interdictos y los rituales: los interdictos intentarían apartar la crisis prohibiendo las conductas que la suscitan, pero si la crisis vuelve a comenzar o parece que se va a desencadenar de nuevo, entonces los ritos se esfuerzan en canalizarla por el buen camino y llevarla a su resolución, o sea, a la reconciliación de la comunidad a costa de una víctima que hay que su­poner arbitraria. En efecto, ninguna víctima individual puede ser responsable de la crisis mimética.

    Sólo una víctima arbitraria puede resolver la crisis, ya que, como todos los fenómenos de violencia son miméticos, tienen que ser idénticos en todas partes y tienen que repartirse idénticamente en el seno de la comunidad. Nadie puede asignar a la crisis un origen, distribuir las responsabilidades. Y esa víctima expiatoria acabará necesariamente por aparecer y reconciliar a la comuni­dad, ya que la exasperación misma de la crisis, ligada a un mime­tismo cada vez más intenso, necesariamente tiene que suscitarla.

    M. Oughourlian: Eso es lo que me parece difícil de aceptar. Usted afirma que la crisis mimética, la anarquía conflictiva en el seno de la comunidad, no sólo puede, sino que debe llegar a una resolución arbitraria de ese género. Por tanto habría algo así como un mecanismo natural de resolución. Me parece que es éste un punto muy difícil de su teoría, que habrá que precisar. 

    R. Girard. Se trata de seguir hasta el fondo la lógica del conflicto mimético y de la violencia que de él se deriva. Cuanto más se exasperan las rivalidades, más tienden los rivales a olvidarse de los objetos que en principio las causan y más se sienten fascinados los unos por los otros. La rivalidad se purifica de todos sus aspectos exteriores y se convierte finalmente en rivalidad pura o de prestigio. Cada rival se convierte para el otro en el modelo-obstáculo adorable y odiable, al que necesita al mismo tiempo abatir y ab­sorber. La mimesis es más fuerte que nunca, pero ya no puede ejercerse a nivel de objeto, pues ya no hay objeto. Sólo quedan los antagonistas, a los que designamos como “dobles”, puesto que, bajo el aspecto de su antagonismo, no hay nada que los separe.

    Y si no hay objeto, tampoco hay mímesis de apropiación en el sentido que hemos definido. El único terreno que queda en el que es posible aplicar la mímesis son los propios antagonistas. Y entonces lo que va a producirse en el seno de la crisis son las sustituciones miméticas de los antagonistas.

   Si la mímesis de apropiación divide haciendo converger a dos o más individuos en un mismo y único objeto del que todos quie­ren apropiarse, la mímesis del antagonista, forzosamente, reúne haciendo converger a dos o más individuos en un mismo adversa­rio al que todos quieren abatir.

    La mímesis de apropiación es contagiosa; cuanto más nume­rosos son los individuos polarizados sobre un mismo objeto, más tienden a seguir su ejemplo los otros miembros de la comunidad no implicados todavía; lo mismo sucede forzosamente con la mímesis de antagonista, ya que se trata de la misma fuerza. Por tanto, hay que esperar que esa mímesis se convierta en una bola de nieve desde que empieza a actuar, a partir del momento en que el objeto desaparece y la locura mimética alcanza cierto grado de intensidad. Dado que la fuerza de atracción mimética se multi­plica con el número de polarizados, llegará necesariamente el mo­mento en que la comunidad entera se encuentre reunida en contra de un único individuo. Así pues, la mímesis del antagonista sus­cita de hecho una alianza contra un enemigo común; ésa es pre­cisamente la conclusión de la crisis, la reconciliación de la co­munidad.

No podemos saber, al menos en ciertos casos, qué razón insig­nificante hará converger la hostilidad mimética sobre tal víctima en lugar de tal otra; de todas formas, esa víctima será absolutamente singular, única, no sólo en virtud de la idolatría odiosa que se reúne contra ella, de la crisis que ella encarna en adelante, sino también, y sobre todo, por el efecto de reconciliación que resulta de esa polarización unánime.  

    La comunidad calma su rabia contra esa víctima arbitraria con la convicción absoluta de que allí estaba la causa única de sus males. A continuación se encuentra sin adversarios, purificada de toda hostilidad contra los que poco antes manifestaba toda su rabia.

    La vuelta a la calma parece confirmar la responsabilidad de esa víctima en las perturbaciones miméticas que habían agitado a la comunidad. La comunidad se percibe como totalmente pasiva ante la propia víctima, que aparece por el con­trario como el único agente res­pon­sable de la situación. Bastará comprender que la in­versión de la relación real entre la víctima y la comunidad se per­petúa en la resolución de la crisis para comprender también por qué esa víctima es tenida por sagrada. Es considerada como res­ponsable del retorno a la calma, lo mismo que de los desórdenes que la precedieron. Se presenta como manipuladora incluso de su propia muerte.

    J. M. Oughourlian: Voy a resumir su exposición. Una vez que la mímesis de apropiación del objeto ha llevado a cabo su obra de división y de conflicto, se transforma en mímesis de antago­nista que tiende por el contrario a reunir y a unificar a la comu­nidad. La estructura de los ritos en todo el mundo sugiere que aquí se trata no de una evolución fortuita, sino de una evolución nece­sa­ria, ligada a la misma naturaleza de la crisis y de la mí­mesis. ¿Se produce infa­li­blemente esta resolución?

    R. Girard: No podemos saberlo, pero podemos pensar que no. Podemos pen­sar que muchas comunidades humanas se desintegran bajo el efecto de una violencia que no llega nunca al meca­nis­mo que acabo de describir. Pero la observación de los sistemas religio­sos nos obliga a pensar: l] que la crisis mimética se produce siem­pre; 2] que la unión de todos contra una víctima única es la re­solución normal en el plano cultural y la resolución propiamente normativa, ya que de ella es de donde brotan todas las reglas culturales.

    Para comprender las reglas primitivas, los interdictos, los rituales y la fuerza prodigiosa de estas reglas hay que suponer una crisis mimética suficientemente larga y atroz para que la re­solución repentina contra la única víctima produzca el efecto de una liberación milagrosa. Esta experiencia de un ser sumamente maléfico y luego benéfico, cuya aparición y desaparición siguen el ritmo que marca el asesinato colectivo, no puede menos de resultar literalmente cautivadora. Esa comunidad puesta a prueba de manera tan terrible se encuentra de pronto vacía de todo antagonismo, completamente liberada.

    Se comprende fácilmente que esa comunidad se sienta total­mente animada en adelante por un deseo de paz, orientada por completo a mantener esa tregua milagrosa que le parece otorgada por ese ser tremendo y bienhechor que de alguna manera la ha visitado. Así pues, colocará todas sus acciones futuras bajo el signo de ese ser, como si se tratara de instrucciones que él hubiera dejado.

   En una palabra, la comunidad se guiará por la experiencia reciente de la crisis y de su resolución, creyéndose siempre dirigida por la misma víctima, a fin de consolidar la frágil tregua de que goza. No cuesta ningún trabajo ver que surgirán dos imperativos principales: l] no repetir los gestos de la crisis, abstenerse de todo mimetismo, de todo contacto con los anta­gonistas de antaño, de todo gesto de apropiación de los objetos que sirvieron de causa o de pretexto a la rivalidad: es el imperativo del interdicto; 2] repetir por el contrario el acontecimiento milagroso que puso fin a la crisis, inmolar nuevas víctimas sus­ti­tutivas de la víctima original en unas circunstancias lo más parecidas que sea posible a las de la experiencia original: es el imperativo del ritual.

Los hombres no comprenden el mecanismo de su reconcilia­ción; se les escapa el secreto de su eficacia; por eso se esfuerzan en reproducirlo todo con la mayor exactitud posible. Sí que se dan cuen­ta de que el mecanismo salvador se ha desencadenado únicamente cuando la lucha fratricida ha alcanzado su paroxismo. La resolución unánime y ese paro­xismo forman un conjunto que el pensamiento religioso con mucha frecuencia se niega a disociar, comprendiendo que es indisociable. Ahí es donde hay que buscar la razón de esa locura conflictiva, de esa indiferenciación cultural que constituye la fase inicial de muchos ritos, la preparación para el sacrificio.

    Lejos de buscar lo indiferenciado por lo indiferenciado, como se imagina Lévi-Strauss, los ritos no ven en la crisis más que un medio de asegurar la diferenciación. Por tanto, no hay ninguna ra­zón para asentar los ritos en lo insensato, como hace Lévi-Strauss. Lo cierto es que del mayor desorden surge el orden en la cultura humana, ya que el gran desorden supone la desaparición de todo objeto en el conflicto, y es entonces cuando la mímesis de apropiación, la mímesis conflictiva, se transforma en mímesis de antagonista y de reunificación contra ese antagonista. […]

 

E. TEORÍA DE LO RELIGIOSO

 

    ]. M. Oughourlian: Por lo visto, no se puede resolver un pro­blema en el terreno de lo religioso sin verse inmediatamente en­frentado con el problema opuesto. En algunos sistemas religiosos, el carácter antimimético de los inter­dictos es evidente, lo mismo que la crisis mimética en los ritos. Usted ha mostrado muy bien que tras esta contradicción hay una comunidad de intención. Ahora lo vemos así, pero no vemos por qué, si es justificada esta con­tradicción, puede atenuarse e incluso llegar a desaparecer por com­pleto en algunos sistemas religiosos.

    R. Girard: Es la objeción que me planteaba usted hace poco y a la que ahora podemos responder. Mientras siga vivo el recuerdo de la experiencia original, la contradicción objetiva entre repro­ducción e interdicto de la crisis mimética no constituye ningún problema para el pensamiento religioso. Puede ser que ni siquiera se observe esta contradicción. Pero resultará problemática una vez que empiece a borrarse la razón de ser del rito.

    La elaboración religiosa no cesa jamás y debe tender poco a poco a minimizar o a suprimir si es posible lo que siente, nosotros mismos lo sentimos, como una contradicción lógica, ya que no vemos en los ritos la voluntad de reproducir el mecanismo de la víctima expiatoria en su contexto propio. […]

En el mismo seno de los sistemas religiosos se producirán dis­torsiones que intentan racionalizar la práctica, bien debilitando los interdictos o bien intelectualizando los ritos, e incluso hacien­do ambas cosas a la vez. […]

    J. M. Oughourlian: Antes de continuar, quizás pudieran evocarse aquí algunas objeciones que se han hecho a La violencia y lo sagrado. Se dice, por ejemplo, que el mecanismo del “chivo expia­torio” es demasiado fugaz e insignificante para justificar unos efectos tan formidables como las formas religiosas.

  R. Girard: Hay unas cuantas cosas que no tiene en cuenta esta objeción. La primera es la naturaleza mimética del conflicto, o sea, que su objeto es nulo en definitiva. No hay nada tan difícil como admitir la nulidad básica del conflicto humano. Para los conflictos de los demás, pase; pero para nuestros propios con­flictos, la cosa resulta casi imposible. Todas las ideologías moder­nas son má­quinas inmensas para justificar e incluso legitimar los conflictos que en nuestros días podrían muy bien acabar con la humanidad. Aquí está toda la locura del hombre. Si no se admite esa locura del conflicto humano en la ac­tua­li­dad, nunca se la ad­mitirá. Si el conflicto es mimético, la resolución igualmente mi­mética no deja residuo alguno; purga por completo a la comuni­dad precisamente porque no hay ya ningún objeto. [Esto no nos obliga a pensar que todos los conflictos humanos carezcan nece­sariamente de objeto real].

El efecto reconciliador de la víctima expiatoria no puede menos de ser temporal, se dice. Es cierto, pero no se trata ni mucho menos de atribuirlo todo a ese efecto. No es directamente de la reconciliación victimario de donde brota la cultura, sino del doble imperativo del interdicto y del ritual, o sea, de la comunidad entera unida para no recaer en la crisis, guiándose según el mo­delo -y el antimodelo- que constituyen en adelante para ella la crisis y su resolución. Para comprender la cultura humana hay que admitir que la represión de las fuerzas miméticas por los interdictos, su canalización hacia las direc­ciones rituales, es lo único que puede extender y perpetuar el efecto reconciliador de la víctima expiatoria. Lo religioso no es más que ese esfuerzo in­menso por mantener la paz. Lo sagrado es la violencia, pero si lo religioso adora la violencia es siempre en la medida en que ésta pasa para dar lugar a la paz; lo religioso está orientado por com­pleto hacia la paz, pero los medios de esta paz no están nunca desprovistos de violencia sacrificial. Sería cerrar por completo los ojos a mi perspectiva ver en ella una especie de “culto de la violencia”, una apropiación del sacrificio o, en el otro extremo, una denuncia sin matices de las culturas humanas.

    Si lo religioso constituye siempre un escándalo cuando se des­compone, es porque la violencia que entra en su composición apa­rece entonces como tal y pierde su fuerza reconciliadora. Los hombres se ven impulsados enseguida a hacer de lo religioso un nuevo chivo expiatorio para no ver, una vez más, que esta vio­lencia es la suya y se desembarazan de ella, incluso entonces y más que nunca, a costa de lo sagrado, tanto cuando claman contra ella según hacen hoy, como cuando la adoran, según hacían antes. Todas las actitudes que ig­no­ran a la víctima fundadora no son más que errores opuestos, dobles que se devuelven eternamente la pelota sin dar nunca en la red ni lograr que se venga abajo la es­tructura de esa ignorancia. […]

    R. Girard: La aptitud del mecanismo victimario para producir lo sagrado se basa por completo, se ha dicho, en el desconocimiento de que es objeto ese mecanismo. En una sociedad en la que todo el mundo sabe al menos vaga­mente lo que es el “chivo expiato­rio”, ya que todos reprochan constant­e­mente a algún adversario nacional, ideológico o familiar, que “anda buscando un chivo ex­piatorio”, el mecanismo en cuestión sigue estando ahí, visible­mente, pero ha perdido demasiado de su vigor para cumplir, igual que en el pasado, las tareas que le asigna la cultura huma­na o, mejor dicho, las que ese meca­nismo asigna a la cultura hu­mana. […] La producción de lo sagrado es inversa­mente proporcional a la comprensión de los mecanismos que lo producen. Y hay que reconocer que el granito de arena del saber en el en­gra­naje de la víctima expiatoria no significa que habrá me­nos víctimas, sino todo lo contrario. No caigamos en un optimis­mo necio. Cuanto más radical sea la crisis del sis­te­ma sacrificial, más se sentirán tentados los hombres a multiplicar las víctimas para llegar, de todos modos, a los mismos efectos. […]

Hay que guardarse mucho, lo repito una vez más, de conce­bir los me­canismos fundadores de lo religioso a partir de lo que sabemos o creemos saber de los fenómenos del “chivo expiatorio”. Hay que adoptar el camino con­tra­rio. Hay que reconocer en nues­tros fenómenos de violencia y de sugestión, dema­siado débiles para llevarnos a lo sagrado de verdad, ciertas supervivencias tanto más terribles en el plano de la violencia cuanto más debilitadas están.

  Lo que caracteriza esencialmente a los fenómenos religiosos es una doble transferencia: primero la transferencia de agresividad y luego la transferencia de reconciliación. La transferencia de reconciliación es la que sacraliza a la víctima y es la primera en desaparecer, ya que no se produce evidentemente más que cuando el mecanismo desempeña su papel “a fondo”. En una palabra, seguimos siendo capaces de odiar a nuestras víctimas, pero ya no somos capaces de adorarlas.

   Todo esto va a entrar pronto bajo una luz propiamente cien­tífica. Insisto en esta palabra. Y aunque ya no tenemos verdade­ras sacralizaciones a nuestro alrededor, podemos observar ciertas supervivencias o bosquejos de ellas, muy descoloridas ciertamen­te, pero suficientes para confirmar la verdad estructural del pro­ceso.

   Respecto a ciertas figuras que llaman la atención de la comu­nidad, esta­dis­tas, estrellas del deporte o del cine, grandes crimi­nales, etc., constatamos fácilmente eso que el psicoanálisis llama elementos de ambivalencia.

    Esa famosa ambivalencia consiste primero en cargar sobre las figuras demasiado brillantes de la época una responsabilidad ex­cesiva para ciertas corrientes de opinión y agitación que proce­den de la comunidad entera y de las que, por consiguiente, ningún individuo puede ser responsable. Las reacciones colectivas no pue­den incluso revelarse a sí mismas ni cristalizarse más que en fun­ción de esas individualidades simbólicas y a costa de cierta inver­sión de los papeles en la relación entre lo colectivo y lo individual, el elemento activo y el sujeto pasivo. 

    Como la imaginación popular tiende a polarizar en el individuo destacado por ella sus propias alegrías y sus esperanzas lo mismo que sus terrores y angustias, la fuerza del individuo en cuestión parece que se multiplica hasta el infinito, tanto para el bien como para el mal. Ese individuo representa a la colec­tividad ante ella misma, no ya de forma abstracta sino en el estado de furor, de inquietud o de felicidad que resulta ser el suyo en el momento de la re­presentación.

    Sin embargo, es evidente que las transferencias benéficas son cada vez más débiles, esporádicas y fugaces en nuestros días; por otra parte se ven ridiculizadas por los intelectuales; mientras que las transferencias maléficas son de una fuerza extraordinaria y nunca son denunciadas más que selectivamente. Siempre hay una gran transferencia maléfica y no se trata de criticarla, ya que in­cluso sería inmoral esta crítica: es el adversario ideológico, el enemigo de clase, la generación de los vagos, los bribones que nos gobiernan, las minorías étnicas, los desconfiados de siem­pre, etcétera. […]

   J. M. Oughourlian: Al contrario, en lo sagrado de verdad, el ele­mento benéfico y reconciliador desempeña un papel muy impor­tante. La transferencia de la agresividad queda casi totalmente cu­bierta por la transferencia de la reconciliación, aunque no llegue a desaparecer por completo. Por eso precisamente no acabamos de comprender en qué consisten realmente los rituales. Y lo mismo ocurre, según creo, con los mitos tal como usted los ve.

    R. Girard: Así es. En los mitos, por debajo de la sacralización, se descubre sin dificultad la acusación de que es objeto la víctima. Esa acusación convierte a la víctima en la responsable de los des­órdenes y catástrofes que afligen a la comunidad, o sea, en la responsable de la crisis. Todo esto hay que relacionarlo con los malos tratos de que hacen objeto en muchos ritos a la víctima antes de inmolarla. Esos malos tratos demuestran que la inmo­lación no es nunca, en su ser último, un gesto puramente simbólico. Es una reacción agresiva contra una víctima, a la que no se mataría si no fuera considerada como la responsable de la crisis mimética.

    En resumen, tanto en los mitos como en los rituales, la vícti­ma -el héroe- es matada en cuanto responsable de unos crímenes que forman una sola cosa con la desintegración de la co­munidad. Lo mismo que la acción central de los rituales es la muerte, muchas veces colectiva, de la víctima, la escena central de los mitos es el asesinato, muchas veces colectivo, del héroe divinizado. […]

    G. Lefort: Pero hay mitos que ponen en escena un asesinato in­dividual.

   

R. Girard: Es verdad, pero se trata casi siempre de dos hermanos o gemelos enemigos, como Caín y Abel, Rómulo y Remo, que ocultan y revelan al mismo tiempo la relación universal de los dobles en el paroxismo de la crisis. Uno de los dos hermanos tiene que morir para que los dobles desaparezcan, esto es, para que vuelva a aparecer la diferencia y sea fundada la ciudad. El asesi­nato es único, pero representa a la comunidad entera en cuanto que se libera de la relación con el doble.

    G. Lefort: También hay mitos en los que no aparece ningún ase­sinato, como por ejemplo el de Noé.

   R. Girard: También es verdad, pero en este mito hay un super­viviente único en medio de una colectividad destinada toda ella a la muerte. Esto quiere decir que también allí se encuentra la es­tructura de todos contra uno y se puede mostrar fácilmente que se trata de una inversión de la forma más corriente, inversión siempre posible ya que la víctima encarna también el retorno a la vida, la fundación de una nueva comunidad, y es eso precisamen­te lo que tenemos en el mito del diluvio. Pero dejemos por ahora los mitos; ya volve­remos sobre ellos de un modo más completo. […]

   En el linchamiento fundador, como hemos visto, la víc­tima pasa por responsable de la crisis; polariza los mimetismos entre­cru­zados que desgarran a la comunidad; rompe el círculo vi­cioso de la violencia; se convierte en el polo -único desde aho­ra-- de un mime­tismo ritual y unificador.

  Con esta víctima, la comunidad logra desembarazarse de una experiencia demasiado intolerable en el desorden y demasiado in­comprensible en el regreso al orden para convertirla en objeto de una captación racional. Todas las lec­cio­nes que esta comunidad saca de esta experiencia pasarán necesariamente como habiendo sido enseñadas por la misma víctima. Puesto que la víctima parece capaz de cau­sar primero los más graves desórdenes y luego de restablecer el orden o de instaurar un orden nuevo, habrá que remitirse en ade­lante a esa víctima para decidir lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, el rito y el interdicto, la resolución y la crisis. […]

 

F. DIFERENCIAS ENTRE LOS MITOS BÍBLICOS Y LA MITOLOGÍA MUNDIAL

 

    G. Lefort: Hay mil comunidades que relacionan su propia funda­ción con un ase­sinato análogo. Roma, por ejemplo. Rómulo mata a Remo y queda fundada la ciudad de Roma. En los dos mitos el asesinato de un hermano por el otro tiene la misma virtud fun­dadora y diferenciadora. La discordia de los dobles se ve reempla­zada por el orden de la comunidad nueva.

   R. Girard: Sin embargo, entre los dos mitos se da una diferencia que se olvida fácilmente en el contexto de las tesis habituales sobre la mitología, pero que podría muy bien resultar formidable en nuestro propio contexto, en el texto de una antropología en­teramente constituida sobre los mecanismos victimarios y por con­siguiente sobre el desconocimiento de que son arbitrarios.

    En el mito romano, la muerte de Remo, se nos presenta como un acto quizás lamentable pero justificado por la transgresión de la víctima. Remo no respetó el límite ideal trazado par Rómulo entre el interior y el exterior de la ciudad. El motivo de la muerte quizás es ridículo, ya que la ciudad no existe, pero sin embargo es imperioso, propiamente fundamental. Para que la ciudad exista se necesita que nadie pueda impunemente traspasar las reglas que ella prescribe. Por tanto, Rómulo está justificado. Se presenta como sacrificador y sumo sacerdote; o sea, encarna el poder ro­mano bajo todas sus formas a la vez. Lo legislativo, lo judicial y lo militar no se distinguen aún de lo religioso; todo está unido.

    En el mito de Caín, por el contrario, aun cuando dispone en el fondo de los mismos poderes, como acabo de señalar, aunque es escuchado por la divinidad, Caín se nos presenta como un vulgar asesino. El hecho de que el primer asesinato dé origen al primer desarrollo cultural de la humanidad no redime ni mucho menos al asesino o a los asesinos a los ojos del texto bíblico. El carácter fundador del asesinato se señala también con claridad, quizás con mayor claridad que en los mitos no bíblicos, pero hay algo más que eso, y es el juicio moral. La condenación del asesinato preva­lece sobre cualquier otra conside­ra­ción. “¿Dónde está tu hermano Abel?”.

 

    La importancia de la dimensión ética en la Biblia es bien co­nocida. Sin embargo, son raros los comentarios que han intentado definirla con rigor, sobre todo a nivel de unos textos, no ya nece­sariamente los más antiguos, pero que se aprovechan desde luego de elementos arcaicos. Max Weber creo que lo ha logrado mejor que nadie. En su libro no acabado sobre El judaísmo antiguo comprueba en varias ocasiones una tendencia indudable en los escritores bíblicos, tanto en los textos visiblemente manipulados como en los textos compuestos en todas sus piezas, o que podrían serlo, a situarse moralmente de parte de las víctimas, a tomar el partido y la defensa de las víctimas.

  Max Weber concede a esta observación una importancia pura­mente so­cio­ló­gi­ca y cultural. Juzga esta propensión a favorecer a las víctimas como carac­te­rísticas de cierta atmósfera cultural pro­pia del judaísmo y busca sus causas en las catástrofes innumerables de la historia judía, en la ausencia en este pueblo de grandes éxitos históricos que pudieran compararse con los de los cons­tructores de imperios que le rodeaban, los egipcios, los asidos, los babi­lo­nios, los persas, los griegos, los romanos.

    Por consiguiente, no se interesa para nada par las posibles con­secuencias en el plano de los textos míticos y religiosos de lo que se le presenta en último aná­lisis como un prejuicio análogo a tantos otros, el prejuicio en favor de la víc­tima.

    En el contexto de la antropología victimaria que acabamos de esbozar no es ya posible esta indiferencia. Si los textos mitológi­cos son el reflejo a la vez fiel y engañoso de la violencia colectiva que funda a la comunidad, si son la pre­sen­ta­ción de cuentas de una violencia real y no un informe falaz, sino falseado y transfi­gurado por la eficacia misma del mecanismo victimario, si el mito es ver­da­deramente la visión retrospectiva de los perseguidores sobre su propia per­secución, no podemos tratar como insignifi­cante un cambio de pers­pec­tiva que consiste en ponerse al lado de la víctima, en proclamar su inocencia y la cul­pabilidad de sus asesinos.

   

Si lejos de ser una invención gratuita el mito es un texto fal­seado por la creencia de los verdugos en la culpabilidad de su víctima así como también en su divinidad, si los mitos, en otras palabras, encarnan el punto de vista de la comunidad reconcilia­da por el asesinato colectivo, convencida unánimemente de que se trata de una acción legítima y sagrada querida por la divinidad misma y que no se trata de repudiar, de criticar o de analizar, la actitud que consiste en rehabilitar a la víctima y en denunciar a sus perseguidores no es una cosa tan lógica y que no exija más que comentarios desgastados y desengañados. Esa actitud no pue­de dejar de tener repercusiones no solamente sobre la mitología, sino cada vez más sobre todo lo que supone el fundamento oculto del asesinato colectivo, los rituales, los entredichos y la trascen­dencia religiosa. Progresivamente deberían verse afectadas todas las demás formas y los valores culturales, hasta los aparentemente más alejados de los mitos.

    J. M. Oughourlian: ¿No es ese mismo el caso del mito de Caín, por muy primitivo que sea?

    R. Girard: Si se examina atentamente el relato, se da uno cuenta de que la lección bíblica es que la cultura nacida de la violencia tiene que volver a la violencia. Al principio se asiste a un bri­llante impulso cultural: se inventan las técnicas, las ciudades nacen del desierto, pero pronto, mal encauzada por el asesinato fundador y por las barreras legales que salieron de él, la violen­cia se propaga y se convierte en espiral. ¿Se puede hablar de castigo legal, de sacrificio, o de venganza, cuando las siete vícti­mas de Caín se han con­vertido en setenta y siete en manos de Lámek [descendiente de Caín]?

    G. Lefort: En efecto, se trata eviden­te­mente de la propagación contagiosa de la violencia indife­ren­ciada ...

  R. Girard: El diluvio se sitúa en la prolongación de una escalada que lleva consigo, como siempre, la disolución monstruosa de todas las diferencias, el na­cimiento de los gigantes, nacidos de la promiscuidad entre los hijos de los dio­ses y las hijas de los hom­bres. La cultura entera se ve sumergida en la crisis, y su des­trucción, casi tanto como un castigo divino, aparece como el tér­mino fatal de un proceso que vuelve a la violencia de donde ha partido, gracias a las virtudes temporales del asesinato fundador.

  Bajo el aspecto de la violencia fundadora y desintegradora, la historia de Caín, a pesar de sus significaciones míticas indudables, tiene un valor revelador muy superior a la mitología no judía. Tras el relato bíblico existen ciertamente mitos que uno puede suponer conformes con la norma mitológica universal; es a la iniciativa de los redactores judíos, a su manipulación crítica a la que atribuir la afirmación de que la víctima es inocente y de que la cultura basada en el asesinato mantiene toda ella un carácter asesino que acaba volviéndose contra ella y destruyéndola, una vez agotadas las virtudes ordenadoras y sacrificiales del origen violento.

    No se trata aquí de una conjetura en el aire. Abel no es más que el primero de una larga lista de víctimas exhumadas por la Biblia y exoneradas de una culpabilidad que les imputa con fre­cuencia la colectividad entera. “Se oye a la sangre de tu herma­no clamar a mí desde el suelo”. […]

 

G. LA LEY Y LOS PROFETAS

 

    R. Girard: El Génesis y el Éxodo no son más que el comienzo. En los demás libros de la ley, y sobre todo en los profetas, un espíritu atento al papel de la víctima expiatoria no puede menos de constatar la tendencia cada vez más marcada de esa víctima a ponerse de relieve. Esta tendencia va acompañada de una sub­versión cada vez más clara de los grandes pilares de toda religión primitiva: el culto sacrificial abiertamente repudiado por los pro­fetas pre-exílicos, así como la concepción primitiva de la ley como diferenciación ob­se­siva, repulsa de toda mezcla, terror ante la indiferenciación. […] Lo que dicen los profetas en el fondo es siempre lo mismo: poco importan las prescripciones legales con tal de que no lu­chéis unos contra otros, con tal de que no os convirtáis en her­manos enemigos. Esta nueva inspiración es la que, incluso en los libros legales como el Levítico, llega a esas fórmulas decisivas como la de “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev l9, l8). […]

    R. Girard: En las colecciones proféticas no estamos ya ante unos relatos míticos o legendarios, sino ante unas exhortaciones, unas amenazas, unas predicciones sobre el porvenir del pueblo elegido. La hipótesis que aquí se propone hace aparecer una dimensión común entre la literatura profética y los grandes mitos del Pen­tateuco. El profetismo es una respuesta singular a una vasta crisis de la sociedad hebrea, agravada ciertamente por los grandes im­perios asirios y babilonios que amenazan y destruyen a los pe­queños reinos de Israel y de Judá, pero interpretada siempre por los profetas como una crisis re­li­giosa y cultural, un agotamiento del sistema sacrificial, una disolución con­flic­tiva del orden tradi­cional. La definición profética de esta crisis nos obliga a re­la­cio­­narla con la que postula la hipótesis que aquí se propone. Preci­samente porque se trata de una experiencia análoga, esta crisis puede describirse con la ayuda de temas y de metáforas sacadas de la herencia mítica del pueblo elegido.

 

Si la crisis que hay que suponer en el origen de los textos mí­ticos aparece directamente en los profetas, si se habla de ella como de una realidad religiosa y hasta cultural y social, hay moti­vos para preguntarse si la resolución específica de este tipo de crisis, el fenómeno de transferencia colectiva, el corazón de la máquina generadora de lo religioso no aparecerá también en esas obras religiosas excepcionales de una forma más directa todavía que en todos los demás sitios. Y eso es precisamente lo que ocurre. En los primeros libros de la Biblia el mecanismo fundador aparece en alguna que otra parte en un montón de textos, de manera fulgurante en ocasiones, pero siempre rápida y en el fondo ambigua. Este mecanismo no fue nunca tematizado de verdad. En la literatura profética, por el contrario, nos encontramos con un grupo de textos extraños, muy relacionados unos con otros y extraordinariamente explícitos. Se trata de los cuatro Cantos del Siervo de Yahvé, intercalados en la segunda parte de Isaías, el más grandioso quizá de todos los libros proféticos, el Libro de la consolación de Israel. Ha sido la crítica moderna la que ha aislado estos cuatro Cantos, reconocien­do su unidad y su independencia relativa respecto a cuanto les rodea. El mérito de esta crítica es tanto mayor cuanto que no ha sido nunca capaz de decir en qué consiste esta singularidad. A propósito del retorno de Babilonia autorizada por Ciro, el libro va desarrollando en un contrapunto enigmático el doble tema del Mesías triunfante, identificado aquí con el príncipe liberador, y del Mesías doliente, el Siervo de Yahvé.

    Para reconocer la pertinencia de nuestra hipótesis en lo que se refiere al Siervo, bastará con citar los pasajes clave. Notemos en primer lugar que el Siervo aparece en el contexto de la crisis profética y para resolver esta crisis. Se convierte, por decisión de Dios mismo, en el receptáculo de toda violencia; es el sustituto de todos los miembros de la comunidad:

“Todos nosotros andábamos errantes, como ovejas,

cada uno marchó por su camino,  y Yahvé descargó sobre él

la culpa de todos nosotros” (Is 53, 6)

 

    Todos los rasgos atribuidos al Siervo lo predisponen para el papel de un verdadero chivo expiatorio humano:

“Creció como un retoño delante de nosotros,

como raíz de tierra árida.

No tenía apariencia ni presencia;

(le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.

Despreciable y desecho de hombres,

varón de dolores y sabedor de dolencias,

como uno ante quien se oculta el rostro,

despreciable y no le tuvimos en cuenta” (Is 53, 2-3).

 

   Si estos rasgos hacen que se parezca a cierto tipo de víctima sacrificial en el universo pagano, al pharmakós griego par ejemplo, y si la suerte que él sufre, una suerte reservada al anatema, se parece también a la del pharmakós, no se trata aquí, sin embargo, de un sacrificio ritual, sino de un acontecimiento histórico es­pontáneo, que tiene un doble carácter colectivo y legal, sanciona­do por las autoridades:

“Tras arresto y juicio fue arrebatado,

y de su causa ¿quién se preocupa?

Fue arrancado de la tierra de los vivos;

por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte

y se puso su sepultura entre los malvados

y con los ricos su tumba,

por más que no hizo atropello,

ni hubo engaño en su boca” (Is 53, 8-9).

   

Así pues, este acontecimiento tiene los caracteres, no ya del rito, sino del tipo de acontecimiento del que mi hipótesis hace nacer los ritos y todo lo religioso. Lo más impresionante en este caso, el rasgo seguramente único, es la inocencia del Siervo, el hecho de que no tiene ninguna relación con la violencia y ninguna afinidad con ella. Numerosos pasajes hacen recaer sobre los hombres la responsabilidad principal de su muerte salvadora. Uno de esos pasajes parece incluso atribuir a éstos la responsabilidad ex­clusiva de esta muerte:

“Nosotros le tuvimos por azotado,

herido de Dios y humillado” (Is 53, 4).

 

   Por consiguiente, él no lo era. No es Dios el que le hiere y humilla; se niega implí­citamente la responsabilidad de Dios.

    En todo el antiguo testamento se lleva a cabo un trabajo exe­gético en sentido contrario al dinamismo mitoló­gico y cul­tural ha­bitual. Sin embargo, no puede decirse que este trabajo haya lle­gado allí a su culminación. Incluso en los textos más avanzados, como el cuarto canto del Siervo, sigue en pie una ambi­güedad en lo que concierne al papel de Yahvé. Si en varias ocasiones se nos presenta a la comunidad humana como responsable de la muerte de la víctima, en otras ocasiones se nos habla de Dios mismo como si fuera el autor principal de la persecución: “Plugo a Yahvé quebrantarle con dolencias” (Is 53, l0).

    Esta ambigüedad en el papel de Yahvé corresponde a la con­cepción de la divinidad en el antiguo testa­mento. En la literatura profética esta concepción tiende cada vez más a limpiarse de la violencia carac­terística de las divinidades primitivas. Aunque se atribuye la venganza a Yahvé, hay numerosas expre­siones que mues­tran cómo se trata real­mente de la violencia mimética y re­cíproca que es cada vez más encarnizada a medida que se disuel­ven las viejas formas culturales. Sin embargo, nunca se llega en el antiguo testamento a una concepción de la divinidad completa­mente ajena a la violencia. […]

    R. Girard: […] Creo que es posible demostrar que solamente los textos evangélicos acaban todo lo que deja sin concluir el antiguo testamento. Por consiguiente, esos textos se situarían en la prolongación de la Biblia judía, constituirían la forma perfecta de una empresa que no llevó a su término la Biblia judía, tal como siempre lo ha afirmado la tradición cristiana. La verdad de todo esto aparece gracias a la lectura de la víctima expiatoria y aparece bajo una forma inmediatamente verificable sobre los pro­pios textos, pero de una manera insospechada hasta ahora y sor­prendente para todas las tradiciones, incluida la tradición cristia­na, que jamás ha reconocido la importancia crucial, desde el punto de vista antropológico, de lo que yo llamo la víctima expiatoria. […]

 

H. LA METÁFORA DEL SEPULCRO

 

    R. Girard: Volvamos a las maldiciones [1]. Nos hablan de una depen­dencia oculta respecto al asesinato fundador, de una continuidad paradójica entre la violencia de las generaciones pasadas y la de­nuncia de que es objeto dicha violencia por parte de los contem­poráneos. Estamos aquí en el punto neurálgico del tema; a la luz de este mecanismo, el mecanismo que venimos estudiando desde el principio, se ilumina una gran “metáfora” del texto evangélico. Es la metáfora del sepulcro. El sepulcro sirve para honrar a un muerto, pero también, y sobre todo, para ocultarlo por estar muerto, para disimular su cadáver, para hacer que no sea ya visible la muerte en cuanto tal. Esta disimulación es esen­cial. Los mismos asesinatos, esos asesinatos en que participaron directamente los pa­dres, se parecen ya a los sepulcros en esto: en que, sobre todo en los ase­si­natos colectivos y fundadores, aunque también en los in­dividuales, los hombres matan para mentir a los demás y mentir­se a sí mismos acerca de la violencia y de la muerte. Hay que matar y seguir matando, cosa extraña, para no saber que se mata.

 

Se comprende entonces por qué Jesús reprocha a los escribas y fariseos que edifiquen las tumbas a los profetas a quienes mata­ron sus padres. No reco­no­cer el carácter fundador del asesinato, bien sea negando que mataran los pa­dres, bien condenando a los culpables a fin de demostrar la propia inocencia, es rea­lizar de nuevo el gesto fundador, es perpetuar el fundamento que es la ocul­ta­ción de la verdad; no se quiere saber que la humanidad en­tera está fundada sobre el escamoteo mítico de su propia violen­cia, proyectada siempre hacia nue­vas víctimas. Todas las culturas, todas las religiones, se edifican en torno a ese fundamento que ellas disimulan, de la misma manera que el sepulcro se edifica en torno a la muerte que disimula. El asesinato apela al sepulcro y el sepulcro no es más que la prolongación y la continuación del ase­sinato. La religión-sepulcro no es más que el devenir invisible de su propio fundamento, de su única razón de ser.  “¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas que vuestros padres mataron! Por tanto, sois testigos y estáis de acuerdo con las obras de vuestros padres; porque ellos los mataron y vosotros edificáis” (Lc ll, 47-48).

    Ellos mataron y vosotros edificáis: es la historia de toda la cultura humana lo que Jesús revela y compromete de forma deci­siva. Por eso precisamente puede hacer suya la frase del salmo 78: “Haré público lo que estaba oculto desde la fundación del mundo, ápò katabolês kósmou” (Mt l3, 35).

    Si la metáfora del sepulcro se aplica a todo orden humano to­mado en su conjunto, se aplica también a los individuos forma­dos por ese orden. Tomados individualmente, los fariseos forman una sola cosa con el sistema de desconocimiento en el que se encierran en cuanto comunidad.

    No nos atrevemos a llamar aquí metafórico al uso que se hace del término sepulcro, dado que está en el corazón de la cuestión. El que dice metáfora dice desplazamiento, y aquí no hay ningún desplazamiento metafórico. Al contrario, es a partir del sepulcro como se llevan a cabo todos los desplazamientos constitutivos de la cultura. Muchas personas inteligentes piensan que esto es literalmente verdad en el plano de la historia humana tomada en su conjunto; los ritos funerarios, como hemos dicho, podrían muy bien constituir los primeros gestos propiamente cul­turales. En torno a las primeras víctimas reconciliadoras y a par­tir de las transferencias creadoras de las primeras comunidades es como tuvieron que elaborarse esos ritos. Pensemos también en aquellas piedras sacrificiales que constituyen el lugar fundador de la ciudad antigua, asociadas siempre a alguna historia de lincha­miento bastante mal disimulada. […]

   De lo que aquí se trata es de un problema de saber ya siempre perdido y que nunca ha vuelto a encontrarse. Ese saber aflora ciertamente en los grandes textos de la Biblia, y sobre todo en los profetas, pero la organización religiosa y legal se las arregla para reprimirlo. Los fariseos, satisfechos de lo que a ellos les parece un éxito religioso, están ciegos ante lo esencial y ciegan a todos a los que pretenden guiar: “¡Ay de vosotros, los legistas, que os habéis llevado la llave de la ciencia! No entrasteis vosotros, y a los que querían entrar se lo habéis impedido” (Lc ll, 52).

 

Michel Serrès fue el primero que me hizo observar la impor­tancia de esta referencia a la “llave de la ciencia”. Jesús ha veni­do a traer a los hombres esta llave. En la perspectiva evangélica, la pasión es ante todo la consecuencia de una revelación intole­rable para sus oyentes, pero es también, y más esencialmente todavía, la verificación en actos de esa misma revelación. Precisa­mente para no escuchar lo que proclama Jesús es por lo que sus oyentes se ponen de acuerdo en deshacerse de él, confirmando de este modo la exactitud profética de las “maldiciones contra los fariseos”.

    Se confían a la violencia para expulsar la verdad a propósito de la violencia: “Cuando salía de allí comenzaron los escribas y fariseos a acosarle im­placablemente y hacerle hablar de muchas cosas, buscando, con insi­dias, cazar alguna palabra de su boca” (Lc ll, 53).

    El hombre no es nunca más que una negación más o menos violenta de su violencia. A eso se reduce la religión que viene del hombre, en oposición a la que viene de Dios. Al afirmarlo sin la menor vacilación, Jesús infringe el interdicto supremo de todo orden humano y lo reduce al silencio. Los que se unen contra Jesús lo hacen para sostener la presunción arrogante que hace decir: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre de los pro­fetas”.

    La verdad del asesinato fundador se inscribe ante todo en las palabras de Jesús que relacionan la conducta presente de los hom­bres con el pasado lejano y también con el porvenir próximo, ya que anuncian la pasión y la sitúan al mismo tiempo en relación con toda la historia humana. Así pues, esta misma verdad del ase­sinato se inscribirá también, con mayor fuerza todavía, en la pa­sión misma que realiza la profecía y que le da su peso. Poco im­porta, en definitiva, que tengan que pasar muchos siglos y hasta milenios para que esta verdad recobre nueva vida. La inscripción perdura y acabará realizando su obra. Se revelará todo lo que está oculto.

 

I. LA PASIÓN

 

    R. Girard: Jesús se nos presenta como la víctima inocente de una colectividad en crisis que, al menos temporalmente, se coaliga contra él. Todos los grupos y hasta los individuos mezclados con la vida y el proceso de Jesús acaban dando su adhesión explícita o implícita a esa muerte: la gente de Jerusalén, las autoridades religiosas judías, las autoridades políticas romanas, y hasta los discípulos, ya que quienes no lo traicionaron o negaron activa­mente huyeron o permanecieron pasivos.

    Y toda esa gente, hay que advertirlo, es la misma que pocos días antes había acogido a Jesús con entusiasmo. Ahora se vuel­ve como un solo hombre contra él y exige su muerte con una insistencia que procede al menos en parte de un impulso colec­tivo irracional, ya que entre tanto no había intervenido ningún hecho que justificase este cambio de actitud.

    A pesar de sus formas legales, que son necesarias para hacer unánime esta condena a muerte en un universo en donde existen instituciones legales, la decisión de hacer morir a Jesús corresponde en primer lugar a la turba, lo cual asemeja la cru­cifixión no ya a un sacrificio ritual, sino, como en el caso del Siervo, al proceso que yo sitúo en el origen de todos los rituales y de todo lo religioso. Así pues, lo mismo que en los Cantos, y más directamente todavía, esta hipótesis viene a nuestro en­cuentro en los cuatro relatos bíblicos de la pasión.

   Precisamente porque reproduce el acontecimiento fundador de todos los ritos, la pasión tiene cierto parentesco con todos los ritos del planeta. No hay un solo incidente que no se encuentre en otros muchos ejemplos, desde el proceso juzgado ya de antemano hasta las burlas de la gente, desde los honores grotescos hasta esa especie de azar que aquí aparece, no ya en la elección de la víctima, sino en la manera de repartirse sus vestidos: la echa­ron a suertes. Finalmente, está el suplicio infamante fuera de la ciudad, para no contaminarla.

    Al observar estos paralelos con tantos otros rituales, algunos etnólogos han buscado con un espíritu de escepticismo hostil -pero que no logra quebrantar paradójicamente una fe absoluta en la historicidad del texto evangélico-, ciertos motivos rituales en la conducta de algunos de los actores de la pasión. Según ellos, Jesús debió de servir de “chivo expiatorio” a los legionarios de Pi­lato que celebraban una especie de saturnal. […]

    Para que el texto evangélico sea mítico en el sentido definido an­teriormente, habría que ignorar el carácter arbitrario e injusto de la violencia ejercida contra Jesús. Está claro, por el contrario, que la pasión se presenta como una injusticia que clama al cielo. Como todos los hechos importantes, éste es subrayado por una cita del antiguo testamento aplicada a Jesús: “Me han odiado sin motivo”. Lejos de' asumir por su cuenta la violencia colectiva, el texto la rechaza y la atribuye a los verdaderos culpables o, para emplear la expresión de las mismas maldiciones, hace caer esta violencia sobre la cabeza de sus autores: “En verdad os digo, todo esto va a caer sobre esta generación”.

    G. Lefort: Señala usted claramente que esta frase no tiene nada que ver con las antiguas maldiciones primitivas destinadas a atraer sobre el individuo maldito la venganza de una divinidad violenta. Aquí lo que se produce es todo lo contrario. La “desconstrucción” completa [o desmontaje] de todo el sistema primitivo revela el mecanismo fundador y deja a los hombres sin protec­ción sacrificial, víctimas de la vieja discordia mimética que en adelante adquirirá su forma típicamente cristiana y moderna; cada uno procura echar sobre el vecino la responsabilidad de las per­secuciones y de las injusticias de las que comienza a vislumbrar su función universal, pero de las que todavía no está dispuesto a asumir la parte que le corresponde.

    R. Girard: Es preciso vincular estrechamente la revelación verbal del asesinato fundador con la revelación en actos, la repetición de ese asesinato contra aquel que lo revela y cuyo mensaje se nie­ga a escuchar todo el mundo. En la perspectiva evangélica, la re­velación en palabras suscita inmediatamente una voluntad colec­tiva de silenciar las casas, que se concreta en la forma del asesi­nato colectivo, que reproduce en otros términos el asesinato fun­dador y que confirma de este modo la palabra misma que se em­peña en apagar. La revelación forma una sola cosa con la oposi­ción violenta a toda revelación, ya que es esa violencia mentirosa y fuente de toda mentira la que se trata ante todo de revelar. […]

    G. Lefort: Su trabajo se aventura por caminos que están en con­tradicción, no sólo con algunas, sino con todas las corrientes del pensamiento actual, tanto las cristianas como las anticristianas, tanto las progresistas como las reaccionarias. Y al mismo tiempo la acusación de buscar lo sensacional es evidentemente absurda, ya que en la mayor parte de las cuestiones desemboca usted en tesis mucho más concretas y matizadas que todos los falsos ex­tremismos de nuestra época, apoyados todos ellos unos en los otros. Lo más difícil de “encajar”, desde luego, es lo que acaba usted de señalar, o sea, la presencia explícita en mitad de los evan­gelios de esa famosa hipótesis que tanto tiempo hemos estado in­tentando demostrar sin hacer jamás la más pequeña alusión al texto evangélico.

    R. Girard: Esto significa, según creo, que toda nuestra reflexión filosófica y nuestras “ciencias humanas” que se han ido apar­tando cada vez más de la Escritura judeo-cristiana en el curso de los siglos y que se dicen modernas, creyéndose más ajenas a la Biblia que a los mitos de los ojibwa y de los tikopia –y en cier­to sentido no están del todo equivocadas- son, sin embargo, el lugar de un trabajo que, lejos de apartarlas cada vez más, como ellas se imaginan, de esos textos que tanto desprecian y aborre­cen, en realidad las acerca a ellos en un proceso cuya circularidad se les escapa.

 

Si volvemos a nuestro punto de partida sobre la base de nuestras últimas constataciones, no podemos creer que seamos nosotros los que leemos los evangelios a la luz de una revelación etnológica y moderna que sea realmente la primera. Hay que in­vertir este orden; lo primero es siempre el gran impulso judeo­cristiano. Todo cuanto pueda aparecer en la etnología, se pre­senta a la luz de una revelación en curso, de un inmenso trabajo histórico que nos permite “atrapar” textos ya explícitos en sí  mismos, pero no para esos hombres que somos nosotros, que te­nemos ojos para no ver y oídos para no oír.

    Sobre la fe de analogías, cada vez más numerosas y concretas, la investigación etnológica se esfuerza desde hace siglos en demos­trar que el cristianismo no es más que una religión como las otras. Sus pretensiones de singularidad absoluta no tendrían más fun­damento que el apego irracional de los cristianos a la religión en que el azar les hizo nacer. Se puede creer a primera vista que el descubrimiento del mecanismo productor de lo religioso, a saber, la transferencia colectiva contra la víctima primero execrada y luego sacralizada, proporcionaría la última piedra y la más esen­cial para un esfuerzo de “desmitificación” en cuya prolongación se sitúa visiblemente la presente lectura. Pero no es solamente una analogía suplementaria la que nos aporta este descubrimiento, sino que es la fuente de todas las analogías, situada por detrás de los mitos, oculta en su infraestructura y finalmente revelada, perfectamente explícita, en el relato de la pasión.

    Gracias a esta inversión inaudita, unos textos con veinte y veinticinco siglos de antigüedad, venerados al principio ciegamen­te y hoy rechazados con desprecio, van a revelarse como los únicos capaces de concluir todo lo que hay de bueno y de verdadero en la investigación moderna anticristiana, esto es, la voluntad que sigue siendo impotente de arruinar para siempre lo sagrado de la violencia. Estos textos proporcionan a esta investigación lo que nos falta para ofrecer una lectura radicalmente sociológica de todas las formas históricas de la trascendencia, situando de esta forma su propia trascendencia en un lugar inaccesible a todo tipo de críticas, ya que ha sido precisamente de ese lugar de donde brotó toda crítica.

Por otra parte, los evangelios anuncian incansablemente esa inversión de toda interpretación. Después de haber narrado a sus oyentes la parábola de los arrendatarios de la viña que se reúnen todos ellos para expulsar a los enviados del amo y finalmente para asesinar a su hijo, a fin de quedarse como los únicos propie­tarios, Cristo propone a su auditorio un problema de exégesis veterotestamentaria: “Pero él, clavando en ellos la mirada, dijo: ‘Pues, ¿qué es lo que está escrito: La piedra que desecharon los constructores se ha convertido en piedra angular?’” (Lc 20, l7).

    La cita corresponde al salmo 118. Siempre se ha dado por supuesto que la cuestión no implicaba más que respuestas “místi­cas”, esto es, poco serias en el plano del saber, que es el único que cuenta. El antirreligioso, en este plano como en tantos otros, se muestra de acuerdo con el religioso moderno.

    Si todas las religiones humanas, y a fin de cuentas toda cul­tura humana, se reducen a la parábola de los viñadores homicidas, esto es, a las expulsiones colectivas de las víctimas, y si ese fun­damento es realmente fundador en la medida en que no sale a relucir, está claro que solamente los textos en que aparece dicho fundamento dejarán de estar basados en él y serán verdaderamen­te reveladores. Por consiguiente, la frase del salmo 118 tiene un valor epistemológico prodigioso; está pidiendo una interpreta­ción que Cristo reclama irónicamente, sabiendo muy bien que él es el único capaz de proporcionarla haciéndose rechazar a sí mismo, convirtiéndose él mismo en la piedra desechada, para señalar que siempre existió esa piedra y que era el fundamento de todo de una forma oculta; y ahora se da a conocer y se revela para no fundamentar ya nada o, mejor dicho, para ser el fundamento de algo radicalmente distinto.

    El problema de exégesis planteado por Cristo no puede resol­verse en definitiva más que viendo en la frase que él cita la fór­mula misma del giro a la vez invisible y evidente que yo pro­pongo. Soportando la violencia hasta el fondo, Cristo revela y des­ar­rai­ga la matriz estructural de toda religión, aun cuando a los ojos de una crítica insu­fi­ciente no haya que ver en los evan­gelios más que una nueva producción de esta matriz.

 

El texto nos advierte, en definitiva, de su propio funcionamiento, que escapa de las leyes de toda textualidad ordinaria; pero, por eso mismo, la ad­vertencia se nos escapa, lo mismo que se les escapó a los oyentes de Cristo. Si es éste el movimiento del texto, las pretensiones del cristianismo de convertir a Cristo en el revelador universal están mucho mejor fundadas de lo que se imaginan sus propios defensores, cuando mezclan continuamente con la apolo­gética cristiana ciertos elementos de sacralización ordinaria; ellos vuelven a caer entonces invenciblemente en la textualidad ordina­ria; borran de nuevo el verdadero origen, a pesar de que está tan claro en la Escritura; rechazan de nuevo, en una última y paradó­jica expulsión, esa piedra que es Cristo y siguen ignorando que esa misma piedra, en cuanto rechazada, es la que les sirve de hecho de piedra angular oculta.

    Si leéis los comentarios que se han hecho siempre de este tipo de parábolas, tanto por parte de los cristianos como por parte de los exégetas que se dicen “científicos”, os asombraréis de esa impotencia universal para reconocer unas significa­cio­nes que ahora nos resultan tan evidentes a nosotros que tenemos miedo en repetir el razonamiento que las explicita.

  Los exégetas comprenden desde luego que Cristo se identifi­ca con la piedra rechazada por los constructores, pero no ven las formidables resonancias antropológicas de esta frase y la razón de su presencia ya en el antiguo testamento.

    En vez de leer los mitos a la luz de los evangelios, los evan­gelios han sido siem­pre leídos a la luz de los mitos. Frente a la desmitificación prodigiosa realizada por los evan­gelios, nuestras propias desmitificaciones no son más que bosquejos irrisorios y quizás incluso los obstáculos astutos que levanta obstina­damente nuestro espíritu contra la revelación evangélica. Pero ahora esos obs­táculos no son más que recursos diferidos que contribuyen a su vez al avance todavía invisible pero irresistible de esa misma revelación. (René Girard, El misterio de nuestro mundo [Des choses cachées depuis la fondation du monde, 1978]).


[1] “Mirad, os voy a enviar profetas, sabios y escribas: a unos los mataréis y los cru­ci­fi­ca­réis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que recaiga sobre vosotros toda la sangre de los justos derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el alotar. Yo os aseguro: todo esto recaerá sobre esta generación” (Mt 23, 34-36).  “’Les enviaré profetas y apóstoles; a unos los matarán, a otros los perseguirán’ para que a tal clase de gente se le pida cuenta de la sangre de los profetas derramada desde que empezó el mundo; desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os repito: Se le pedirá cuenta a esta generación” (Lc 11, 50-51).

Apuntes, comentarios y artículos de un Hombre del Subsuelo

René Girard, muy presente