La inteligencia humana es creadora

José Antonio Marina (1939)

 

Tarea

Lee detenidamente el siguiente texto de José Antonio Marina a fin de:
    a)    Localizar los asuntos que ya has estudiado en los textos anteriores,
    b)    E identificar aquéllos que no han aparecido antes.
 En uno y otro caso, resume las ideas del autor.
No te costará dar en el blanco y construir los puentes.

 

(El libro del que los he extraído, Teoría de la inteligencia creadora, seguro que te interesaría; además es muy claro y contiene muchos ejemplos que te han de sorprender).

 

 

 

Presentación de la inteligencia

 

No hace falta ser un lince para saber que un zorro es más in­teligente que una lombriz, pero hay que ser más que un lince para saber lo que eso significa, si es que significa algo. Atribui­mos inteligencia a hombres, animales, computadoras, y, última­mente, hemos comenzado a hablar de edificios inteligentes, auto­móviles inteligentes y hasta de cafeteras inteligentes. A este paso, la inteligencia va a estar tan diseminada a nuestro alrededor, in­tegrada con tanta eficacia en los objetos de uso, que nos permi­tirá la suprema listeza de volvernos estúpidos y disfrutar con ello.

El uso indiscriminado de un término no sería grave si las pa­labras no fueran un instrumento para analizar la realidad. Pero lo son. Sus significados indican senderos abiertos en las cosas, que las hacen transitables. Una palabra perdida es, tal vez, un acceso a la realidad perdido. Una palabra emborronada es un camino oculto por la maleza. Con el término «inteligencia» no podemos correr este riesgo de extraviarnos, porque saber a ciencia cierta lo que significa no es un lujo de experto, sino una dramática y ur­gente necesidad de todo el mundo.

¿Por qué es tan importante conocer la verdad sobre este asunto? Porque lo que pensamos sobre la inteligencia es lo que pensamos sobre nosotros mismos, y lo que pensamos sobre noso­tros mismos es una parte real de lo que somos. Bajo cada cultura, dirigiéndola como un destino que se disfraza de ocurrencia libre, hay una idea de lo que es la inteligencia y de lo que es un sujeto humano.

Me explicaré. Comencemos por buscar una definición de inteligencia que convenga a toda la escala ontológica, desde el es­carabajo escopetero a la cacerola inteligente, pasando por el hombre, los ordenadores hiperpotentes y los arcángeles de Rilke, si se tercia. Tal definición rezaría así: Inteligencia es la capacidad de recibir información, elaborarla y producir respuestas eficaces.

No está mal. Ni bien. Hay algo mullido y confortable en las vaguedades. Son un buen colchón donde todo el mundo acaba por encontrar una postura cómoda y adormecerse. Si resistimos al encanto de esa definición, descubriremos que convierte la in­teligencia en un mecanismo formal, aséptico, deshumanizado, sin conexión con el mundo de los fines y los valores. Y eso no es la inteligencia humana. Los psicólogos, pasado el sarampión de los tests de inteligencia, se preguntan extrañados por qué existe tanta discrepancia entre los resultados de sus pruebas y los de la vida práctica. ¿Es que la inteligencia académica y la inteligencia práctica son facultades separadas? El fracaso era de esperar, por­que bajo los tests no había una buena conceptualización de la in­teligencia. ¿Qué hay que medir? ¿Lo que una persona puede ha­cer o lo que de hecho hace? Si un niño es «capaz» de aprender matemáticas -porque así lo demuestra un test, una prueba pun­tual hecha en una situación especialmente estimulante-, pero no las aprende porque no se concentra, no es capaz de interesarse, sufre la «fobia del número o del razonamiento formal», ¿podemos decir que «es capaz»? Si restringimos la inteligencia a una serie de operaciones de cómputo de información, separadas de la conducta real del sujeto, cometemos una reducción injustificable. Inteligencia es la capacidad de resolver ecuaciones diferenciales, desde luego, pero ante todo es la aptitud para organizar los com­portamientos, descubrir valores, inventar proyectos, mantener­los, ser capaz de liberarse del determinismo de la situación, solucionar problemas, plantearlos.

El niño inteligente no es el que saca buenos resultados en una situación anormal, impuesta, estimulante o estresante, como es un test, sino el que los saca en situaciones que él mismo tiene que hacer interesantes. Es la inteligencia la que permite, me­diante una poderosa conjunción de tenacidad, retórica interior, memoria, razonamiento, invención de fines, imaginación -en una palabra, gracias al juego libre de las facultades-, que veamos una salida cuando todos los indicios muestran que no la hay. In­teligencia es saber pensar, pero, también, tener ganas o valor para ponerse a ello. Consiste en dirigir nuestra actividad mental para ajustarse a la realidad y para desbordarla.

[…] Esa definición de la inteligencia como potencia de computa­ción conviene en estricto sentido a las computadoras, en un sen­tido amplio a los animales y en un sentido mínimo al hombre. Ocurre, sin embargo, que los alardes técnicos son tan asombrosos que podemos sentir la tentación de convertir el concepto de in­teligencia que manejan en prototipo de toda inteligencia posible. Y esto es falso.

Allen Newell, uno de los patriarcas de la inteligencia artificial, ha publicado recientemente un libro titulado Unified Theo­ries of Cognition, que ha sido unánimemente elogiado por la co­munidad científica. Considera que la función de la inteligencia es relacionar dos sistemas independientes: el de los conocimien­tos y el de las metas. Cuando resuelve un problema, la inteligen­cia utiliza conocimientos para conseguir un fin, que es la solu­ción. ¿Por qué me parece errónea esta idea tan sensata? ¿Por qué me parece tan peligrosa? Porque excluye de la inteligencia dos de sus funciones esenciales -crear la información e inventar los fines-, y la enclaustra en una actividad meramente instrumental. Olvida que los hombres somos, en primer lugar, inteligentes cap­tadores de información. Más aun, somos fantásticos creadores de conocimientos, por decirlo con una expresión paradójica que pronto comentaré.

El peligro procede de excluir de la inteligencia la elección de las metas. ¿De dónde vendrán? ¿Del instinto, de las estrellas, de la sociedad? La teoría de Newell no es tan unificada como piensa, porque no es válida para la inteligencia humana. Lo diré de la manera más tajante posible: la característica esencial de la inteligencia humana es la invención y promulgación de fines. Ésta es su máxima creación, y el fulcro donde se apoya toda su actividad. Privada de esta capacidad, la inteligencia se convierte en una hábil operadora formal. La teoría de Newell carece de una idea clara de la subjetividad humana: por eso me parece peli­grosa. La idea que tengamos de lo que es ser sujeto no es indife­rente para nuestra vida. La filosofía está liberándose de una moda devaluadora. La Critique de la modernité, que acaba de pu­blicar Alain Touraine, es un reproche más a la pasada inquina contra el sujeto, que ha producido consecuencias teóricas y prácticas poco brillantes, como he estudiado en otro libro. Es posible que otra moda devaluadora se cierna sobre nosotros, procedente esta vez de los estudios de psicología computacional.

Como justificaré más adelante, no hay desarrollo de la inteli­gencia humana sin una afirmación enérgica de la subjetividad creadora. El creador selecciona su propia información, dirige su mirada sobre la realidad y se fija sus propias metas. Descuidar es­tos aspectos equivale a descuidar los aspectos más esenciales de la inteligencia humana. Atienda el lector al hecho de que funcio­nes específicamente humanas pueden transferirse al ordenador, por ejemplo, la memoria y la capacidad de tomar decisiones. Ya no nos extraña que alumnos de enseñanza primaria aprendan a sumar con calculadora. Menos todavía que los niños jueguen in­cansables con un ordenador -y esto es mucho mas grave-. Den­tro de pocos años tampoco nos asombrará que gran parte de nuestra memoria personal esté guardada fuera de nosotros, y asi­mismo nuestra capacidad de tomar decisiones. Algún experto ha señalado que el papel humano puede reducirse a ser un gigantesco sistema sensitivo al servicio de los ordenadores. No soy sos­pechoso de animadversión contra la informática, a la que considero una de las grandes creaciones científicas de la historia de la humanidad. Tampoco pienso que su avance tenga que ser forzosamente deshumanizador. Tan sólo digo que, para evitarlo, debe­mos saber con precisión cuál es el aspecto esencialmente hu­mano de la inteligencia. Es necesario conocer el modo humano de ser sujeto.

Para ello voy a partir de un hecho fácil de describir: el hom­bre realiza comportamientos muy alejados del comportamiento animal. Dejaremos por ahora las computadoras a un lado. No hay paralelo posible entre las presas que construye el castor y las grandes obras hidráulicas emprendidas por el hombre. EI animal repite monótonamente una técnica heredada, mientras que el hombre crea nuevas técnicas y somete su obra a planes elegidos por él mismo. A este modo de obrar, que resuelve problemas nuevos y que permite un ajustamiento flexible a la realidad, lo llamamos inteligencia.

También se la atribuimos al animal, es cierto, pero hay que distinguir entre inteligencias cautivas e inteligencias libres. Aquéllas obedecen a programas esta­ble­cidos, mientras que éstas inventan sus programas o, al menos, dan esa impresión. El ani­mal tiene una inteligencia cautiva porque una rutina biológica determina sus comportamientos. De ahí su existencia estancada. Un perro será más o menos inteligente que otro, pero siempre repetirá, con gran encanto, sin duda, conductas estereotipadas. Tenaces investigadores como Premack y Gardner han conse­guido que ilustrados chimpancés aprendan un diccionario de más de cien palabras y formen frases o simulacros de frases de cuatro miembros. Washoe, Sarah y sus congéneres han demostrado que son capaces de adquirir nuevas destrezas, de gran complejidad, pero continúan siendo inteligencias cautivas, cautivas al menos de su adiestrador, ya que, para realizar esos alardes, la inteligen­cia del chimpancé necesita ser adiestrada por una inteligencia que no sea de chimpancé. […] En resumen, el hombre es capaz de ampliar efímeramente las actuaciones animales, que sin esa ortopedia recaen en su secular rutina .

Por el contrario, la especie humana se aleja de la monotonía animal. Andamos, corremos, volamos, buceamos, nos deslizamos en el escarolado cuenco de la ola. Agrandamos el espacio que por naturaleza nos correspondía, atravesándolo con ayuda de ruedas, zancos, esquíes, globos, tablas de surf. No es que el hom­bre sea anfibio, es multibio. Ha dejado atrás los aburridos caca­reos, zureos, berridos, bramidos y demás estridencias o cadencias animales, del ronquido al gorgorito, y ha inventado diecinueve mil lenguas y la ópera. Ha transformado el soso pavoneo en una feria, elegante o cutre, de vanidades. Por naturaleza somos miopes en comparación con el águila. Por inteligencia hemos llegado a ver lo invisible. Nuestra medida es 1a desmesura, lo que ha hecho de la historia humana 1a crónica de la grandeza, pero también de 1a estupidez y 1a crueldad. Hemos explotado 1as mi­nas de los meta1es y 1as de dinamita, hemos creado los instru­mentos de música y los de tortura, 1a generosidad y el asesinato. E1 hombre no para. Es animal de lejanías: se distancia de 1as co­sas, de los otros y hasta de sí mismo. Por eso come sin hambre, bebe sin sed, mata a los miembros de su especie e incluso se sui­cida. Puede desvincularlo todo. Esta inquietud, que convierte a la humanidad en permanente surtidor de novedades ambivalen­tes, se la atribuimos con razón a la inteligencia. El hombre posee una inteligencia creadora. Este libro no es más que una explicación de esta frase.

La mirada inteligente

 

Comenzaré contando la transfiguración de la mirada. Parece un mal comienzo, porque tenemos la convicción de que la mi­rada, la percepción en general, está excluida de los circuitos de la libertad. Es evidente que no podemos ver lo que queremos, sino que en cada momento estamos sometidos al determinismo del estimulo, y si era de él de quien la libertad nos permitía liberar­nos, no podemos hablar aquí de transfiguración alguna.

Tan clara afirmación no resiste un análisis minucioso. Me­diante la mirada -a la que tomamos como representante eximia de todo el conocimiento sensitivo- extraemos datos de la reali­dad. Eso es lo que significa ‘percibir’: coger. Pues bien, cogemos de nuestro alrededor lo que nos interesa, porque nuestro ojo no es un ojo inocente sino que está dirigido en su mirar por nuestros deseos y proyectos. El ser humano se ha rebelado contra la limi­tación de sus sentidos y esto debería darnos que pensar. Hemos inventado instrumentos para ver lo invisible, lo minúsculo y lo lejano, lo oculto y lo fugaz. El microscopio, los rayos X, la eco­grafía, la resonancia magnética, el telescopio nos permiten con­templar lo nunca visto. El deseo de ver ha dirigido la invención de los medios. Primero hemos anticipado lo que podíamos ver, y este deseo incitó la ampliación de nuestras facultades.

No hace falta, sin embargo, acudir a estos casos para com­prender que la percepci6n del hombre es un asunto complicado. […]

Los especialistas en psicología animal han subrayado que los animales son esclavos de su campo perceptivo. Köhler, que estu­dió la inteligencia de los monos en unos famosos tratados, des­cribió esta incapacidad de modificar el campo sensorial. Por el contrario, el niño adquiere pronto una cierta independencia res­pecto de su entorno concreto. Deja de actuar en el espacio inme­diato y evidente. Aprende a planificar, y sus metas e intereses determinan lo que va a ver. Como veremos después, la aparición del lenguaje le ayudará en esta tarea de controlar sus sistemas perceptivos. He dicho que vemos desde la memoria; pues bien, también percibimos desde el lenguaje.

La penetración de la iniciativa individual en los sistemas per­ceptivos permite la aparición de la mirada creadora. Puedo buscar un significado visual nuevo. El estímulo es un pre-texto donde puedo leer mi propio texto. Ni siquiera el paisaje, con su estabilidad geológica, permanece impertur­bable ante la mirada. Para el ojo de Monet esa presunta estabilidad era un espejismo.  «Un paisaje -es­cribió- no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su as­pecto cambia en cada momento. El sol va tan deprisa que no puedo seguirle. También es culpa mía: quiero asir lo inasible: esta luz que se escapa llevándose el color es algo espantoso. El color, un color, no dura ni un segundo; a veces, tres o cuatro minutos como mucho. ¿Qué se puede pintar en tres o cuatro minutos?»

Tenía razón Monet: la luz cambia constan­temente, y los estímu­los que llegan a nuestra retina, también. A través de imágenes ines­tables percibimos un mundo estable. Aunque me mueva alrededor del árbol y se alteren las perspectivas, las luces y los colores, aunque cada fragmento sea distinto y el entramado de hojas y de tallos se construya y deshaga como el juego de un lento caleidoscopio, el ár­bol permanece idéntico. Ésa es la razón de que no podamos explicar lo que percibimos como si fuera un agregado de sensaciones. Va­mos más allá: estabilizamos el flujo, adivinamos lo que no vemos, completamos con la memoria lo que se hurta a nuestros ojos. El es­tímulo cambia, pero el significado permanece. Percibir es asimilar los estímulos dándoles un significado.

Y como el significado es parcialmente obra nuestra, pertenece a nuestra estirpe, cada hombre puede interpretar un mismo patrón estimular a su manera. Unos ven como fondo lo que otros ven como figura, la botella estará medio llena o medio vacía, la novedad será percibida como amenaza o como placer. Somos creadores de significados libres, aunque esta libertad esté siempre limitada. En este caso, lo está por el estímulo. Lo que hace la mirada es inventar posibilidades perceptivas en las propiedades reales del objeto. […]

 

Identificar y reconocer

 

Percibir es dar significado a un estímulo. En efecto, con la percepción ingresamos en el mundo del significado, del que no va a salir nuestra vida mental. Toda información que se hace consciente tiene un contenido, unas señas de identidad. Da igual que sean vagas o precisas. La nada, el todo, el cero, el infinito, la raíz cuadrada de menos uno, la mesa, la silla, los ojos que me in­quietan, la angustia, todo aquello que adquiere una cierta estabi­lidad y fijeza en la imparable corriente de mi concienciar, es un significado.

Vivimos entre significados que damos a la realidad. Eso es el Mundo: la totalidad de los significados que una persona concibe. Atendamos a esta palabra, porque su ambigüedad nos sirve para precisar la relaci6n de la inteligencia con la realidad. Concebir significó en un principio «coger», pero se trataba de un coger fe­cundante que acababa produciendo un nuevo ser. Lo mismo su­cede con los «conceptos», los significados que la inteligencia pro­fiere. Lo recibido es transformado por el organismo captador. De la misma raíz procede la palabra «percibir», que es también una manera de coger. Percibo un sueldo y percibo el cielo rojo del poniente. […]

Los animales, y el hombre, pueden manejar hábilmente la información. Pero hay una diferencia patente: el animal se estanca, mientras que el niño avanza velozmente. La tesis de este libro es que el niño aprende a controlar sus propias actividades. No sólo construye esquemas automáticamente, sino que puede manejarlos consciente y voluntariamente. Puede sus­citar la información contenida en ellos, con independencia de su función de reconocimiento. Su esquema perceptivo correspon­diente a «perro» no se activa tan sólo cuando ve al animal, sino que puede hacerse consciente «fuera del contexto perceptivo».

La inteligencia permite suscitar, controlar y dirigir la forma­ción de significados perceptivos. Esta capacidad es aún muy pe­queña. Los significados son esquivos y parecen escaparse de nuestro control sin la ayuda del lenguaje. […] Las palabras nos enseñan a mirar. Pero las palabras no hubieran sido posibles sin esa originaria facultad de troquelar significados. Como último eslabón en la cadena genealógica siempre encontramos una per­cepción, el elemental acto de interpretar los estímulos.

La psicología contemporánea nos dice que percibir es dar sig­nificado, percibir es reconocer, percibir es conceptualizar. La teoría de la inteligencia debe mostrar que al hacerse inteligente la percepción se aleja cada vez más del automatismo y la rutina. Percibir es inventar posibilidades perceptivas.

Una forma de ampliar la mirada consiste en mejorar nuestra capacidad de discriminación. El cardiólogo que ausculta a un pa­ciente no tiene mayor agudeza auditiva que otra persona con buen oído, pero percibe más información. Lo mismo le sucede al ornitólogo, que aprende a distinguir, en la algarabía del bosque, los lenguajes precisos de cada pájaro. Es sorprendente ver actuar a un catador de vinos, que puede diferenciar matices que resul­tan inaprensibles para el resto de los mortales.

[…] Aprender a discriminar significa aprender a reconocer partes del estímulo. Es necesario un enriquecimiento de los esquemas perceptivos, que el ser humano puede dirigir. Oímos una lengua desconocida como un flujo sonoro continuo, en el que no pode­mos segmentar las palabras. Aprendemos a reconocerlas. Lo que sabemos dirige nuestra percepción. Antes oíamos, pero no enten­díamos. Captábamos el estímulo, pero no sabíamos extraer de él la información necesaria.

Los animales también aprenden a discriminar. Consiguen que resulten significativos estímulos que antes no lo eran. Los adiestradores pueden conseguirlo con los sistemas clásicos de condicionamiento. La diferencia estriba en que el hombre puede, además, dirigir su aprendizaje perceptivo. El afinamiento de la facultad per­ceptiva está dirigido por un proyecto, que define lo que se quiere conseguir: discernir los distintos sonidos que produce el corazón. Dentro de esa totalidad confusa, la inteligencia admite la pluralidad de matices, casi como un acto de fe. Cree en los sonidos significativos antes de percibirlos. Comienza entonces un proceso análogo al de la percepción normal: el sujeto ha de aislar e identificar algún aspecto del fenómeno total. Un ritmo, un sonido que destaca sobre un ruido de fondo, un ligero murmullo tras la sístole. Al principio son configuraciones evanescen­tes, que poco a poco se van reafirmando. Nombrarlas ayuda a su consolidación. La inteligencia dirige los procesos de selección e identi­ficación y aprende a leer el estímulo.

A veces, su proyecto fuerza al hombre a desarrollar nuevas técnicas perceptivas. Es bien conocido que los cantantes de ópera tienen que aprender a escuchar su voz. No pueden fiarse del oído –de lo que escuchan de su voz- porque esta percepción cambia según los escenarios, y no podría garantizar la estabilidad del sonido. Los profesores de canto tienen que enseñar a sus alumnos a relacionar las imágenes auditivas con sensaciones in­ternas. Perciben su sonido gracias a informaciones no auditivas, como la localización de las vibraciones más intensas, o los movi­mientos musculares. Mientras no hayan adquirido esa habilidad, «los alumnos serán absolutamente incapaces de valorar su propia producción en cuanto se modifiquen las condiciones en las que suelen cantar, por ejemplo, cuando cambie la acústica de la sala» (Nicole Scotto di Carlo: «La voz en el canto», Mundo científico, nº 118, 1074).

Kellog ha informado que los ciegos pueden aprender a utilizar emisiones de sonido como una especie de sonar que les permitía localizar objetos (‘Sonar system of the blind’: Science, nº 137, 1962). Para mi propósito lo interesante es que todas estas habilidades es­tán dirigidas por el sujeto. Son percepciones inteligentes, porque el sujeto dirige la extracción de información. El estímulo perma­nece como «yacimiento» de información, que puede ser explotado de diferentes maneras, con mayor o menor aprovechamiento.

Otra ampliación producida por el juego de la facultad de ver es la percepción de la falta. Entro en un bar y «veo que no está» la persona que esperaba. No es una expresión puramente metafórica, pues describe con exactitud una experiencia cotidiana. Siem­pre anticipo información, estoy a la búsqueda. Desde lo que se, preveo lo que voy a ver, y si la percepción no corrobora mis ex­pectativas siento una disonancia que interpreto como «experien­cia de la falta». Advierta el lector que esta facultad de ver desde el proyecto amplía notablemente el ámbito de la mirada, que se convierte en juzgadora. […]

No hay compartimientos estancos en la subjetividad humana. Vemos desde lo que sabemos, percibimos desde el lenguaje, pen­samos a partir de la percepción, sacamos inferencias de modelos construidos sobre casos concretos. El mundo del significado es un intercambiador general de información. No vemos sólo cosas, sino conjuntos de cosas. Una manada de caballos o un rebaño de ovejas son significados percibidos, organizados por una mirada inteligente que tiene facultades constructoras.

No vemos sólo cosas, también vemos sucesos. No sólo vemos movimientos, también percibimos conductas. No vivimos en un mundo de objetos desvinculados, sin sucesos y acciones. No per­cibimos un bulto moviéndose en la misma dirección que un círculo, sino un niño jugando con un aro. Necesitamos, pues, te­ner esquemas de asimilación y reconocimiento -conceptos per­ceptivos- de sucesos. Vemos que una persona anda, corre, salta, tropieza, resbala, se cae, se levanta, da una patada a la piedra donde tropezó y se hace daño. Son esquemas narrativos que or­ganizan una secuencia de información perceptiva. Nuestro mundo se va constituyendo con estos significados. […]

 

El mundo y el lenguaje

Mediante el lenguaje, la madre enseña al niño los planos se­mánticos del mundo que tiene que construir. La realidad en bruto no es habitable: es preciso darle significados, seg­mentarla, divi­dirla en estancias y construir pasillos y relaciones para ir de una a otra. Es el niño quien ha de construirse su morada irremediablemente, puesto que necesita apropiarse por sí mismo la realidad, pero sería un gran incordio que tuviera que inventar la arquitec­tura. Desde que nace comienza su incansable edificación de la fábrica del Mundo. No necesita del lenguaje para proferir significa­dos, ni siquiera para pensar. Sin embargo, el lenguaje supondrá un gran salto hacia adelante, porque gracias a él no dependerá tan sólo de su experiencia, sino que podrá aprovechar la experiencia de los demás. El larguísimo aprendizaje que el género humano tardó en adquirir miles de años, va a asimilarlo el niño en pocos meses. Se supone que el ser humano estuvo en condiciones físicas de hablar hace ciento cincuenta mil años. En tan largo periodo, los balbuceos iniciales se convirtieron en un hablar estable y la pa­labra cambió el régimen mental de sus autores.

En el lenguaje no se transmite sólo el modo de interpretar el modo de interpretar el mundo de una cultura, sino, sobre todo, la experiencia ancestral que el hombre ha adquirido sobre sí mismo. La gran epopeya de la inteligencia, la historia de su liberación del estímulo, el reconocimiento de las actividades propias, la habilidad para dominarlas cada vez con mayor perfección, el aprender a volver reflexivamente la mirada, la destreza para inventar planes y anticipar el futuro, todas las aventuras y dramas de la humanizaci6n están reflejadas en el lenguaje, transmi­tidas por el lenguaje, hechas posible por el lenguaje.

Para recibir esos planos, el niño tiene que producir significados por su cuenta, ya que necesita suscitar en su conciencia una información que se asemeje a lo que cree que el sonido que escucha significa. El bebé es crédulo y adivino. Crédulo porque ad­mite sin reticencias que lo que su madre dice tiene un signifi­cado, aunque todavía no lo entienda. Esta creencia, a la que podríamos llamar el a priori de la significación, ha de ser innata, porque ¿cómo podríamos explicar al niño que lo que le decimos debe aprenderlo, comprenderlo y usarlo? Necesitaríamos de un lenguaje para enseñar el lenguaje, y así llegaríamos al infinito.

Es adivino, porque hace falta serlo para entender lo que un adulto dice. En efecto, a los adultos nos parece que una defini­ción ostensiva es un método pedagógico claro. Si señalo un vaso que hay sobre la mesa y digo «vaso», ya he pegado la etiqueta léxica al objeto y el niño sólo tiene que agarrar el conjunto. Objeto y palabra quedan ya emparejados para siempre. Vamos a poner­nos en el caso del niño para percatarnos de su genialidad. Visito una tribu desconocida, sin intérprete, y uno de sus miembros se encarga de ense­ñar­me su lenguaje. Poco más o menos, en un es­tado semejante de inde­fensión se encuentra el bebé. Mientras el indígena y yo paseamos por los alrededores del poblado, espanta­mos a un conejo que se escabulle veloz entre los matorrales. El buen salvaje señala al conejo y grita algo confuso que yo en­tiendo como «gnuká», pongamos por caso. ¿Qué ha querido de­cir? ¿De qué ha hecho la definición ostensiva? Tengo que adivi­nar que ese ruido, que por de pronto supongo que tiene un significado, y que no es un eructo, un taco o una expresión auto­mática de sorpresa, significa cualquiera de estas cosas: conejo, lo hemos espantado, corre, ¡qué divertido!, está asustado, animal, comestible, me lo comería ahora mismo, ser vivo, color gris, piel buena para hacerse un sombrero, regalo de los dioses, pequeño dios de las llanuras secas, o, simplemente ¡mira! Supongo que significa «conejo», de manera que cuando al volver al poblado veo que están preparando un conejo para guisarlo, digo muy ufano «gnuká». Mi profesor se ríe a carcajadas y niega con la ca­beza. ¿Qué quiere decir con ese gesto? Se me ocurren varias posi­bilidades: he pronunciado mal la palabra, y eso le divierte, he pronunciado bien la palabra y eso le sorprende, «gnuká» no sig­nifica conejo, o tal vez significa conejo vivo, pero no conejo muerto. Tal vez todos los ani­males reciben otro nombre mientras están siendo guisados. Pues bien, esta endia­blada operación de adivinar, hacer hipótesis, comprobarlas, corregirlas, es la que el niño realiza con increíble soltura a partir de su primer año de vida. Hay muchas razones para que los adultos sintamos com­plejo de inferioridad.

Aprender el lenguaje es una situación emocionante. Con la ayuda de la madre, que en los estudios psicolingüísticos es la figura de quien enseña el lenguaje, el niño trasiega a su interior, con el cubito de juguete de las palabras, la realidad inagotable. […]. (José Antonio Marina, Teoría de la inteligencia creadora).

José Antonio Marina

Teoría de la inteligencia creadora

Ed. Anagrama, col. Compactos

2005 (5ª ed.)

1993 [1ª ed.]

¿Qué es actuar deliberadamente?

(Christine Korsgaard)

 

La Razón: la inteligencia que aspira a la universalidad

(José Antonio Marina)

Mecanismo del chivo expiatorio (René Girard)