Alimentar el deseo, ...pero dominarlo y pasar el relevo

(F. Dolto)

Explicación

 

 

Hemos dicho que el niño es deseo, y ante todo deseo de comu­nicarse; también, que éste es siempre deseo de lo nuevo, lo cual significa en el fondo que, debido a su dimensión simbólica y social, es el deseo el que lo libera del imperio de la necesidad natural. Por tanto, el alimento más nutritivo para el niño, mejor dicho, para su humanidad, será el que desarrolle en él el deseo, es decir, su capa­cidad para lo nue­vo, su crea­ti­vidad. Recuerda que alimentar el deseo equivale a alimentar aquello que rom­pe con la dictadura de la nece­sidad. Por lo tanto implica alimentar su libertad, esto es, su poder de innovar, de crear. Pero este poder de crear, ¿qué crea? Ante todo, al hom­bre mismo. Es el poder que todo ser humano tiene de inventarse a sí mismo, de tejer su ser con los mimbres de la realidad a la que ha nacido y a la que va accediendo poco a poco conforme va adquiriendo la dimensión simbólica de la que estamos ha­blan­do (que –repito- es mucho más que ir aprendiendo un idioma; por eso, considerar que el len­guaje es una herramienta de comunicación, es decir, resaltar su valor ‘instru­men­tal’ como suele suceder, equivale a empo­brecerlo –y, con ello, empobrecer la huma­ni­dad del hombre-).

Es importante tener esto claro para evitar una confusión que resulta nefasta en la educación, la de creer que al niño hay que concederle cuanto demanda. Es la confu­sión de la que llevamos hablando entre necesidad y deseo. Satisfacer todas sus de­man­das equivale a dar por supuesto que todas ellas expresan una necesidad. Pero no es así, no todo lo que el niño reclama es necesario, y corresponde a los adultos distinguir cuáles de sus peticiones son nece­sidades y cuáles no. Un niño necesita alimento, aseo, que se le alivie su dolor, que se le cure cuando caiga enfermo, relacionarse con los demás y mucho cariño. Sobre esta base se levantará el edificio que tiene que ir cons­tru­yendo: su propio ser como persona. Ahora bien, para que esos cimientos sean só­li­dos, estén bien emplas­tados, necesitan, como hemos visto, del lenguaje, otra nece­sidad primordial. Pues bien, Dolto señala algo fundamental que, en un principio, puede re­sul­tar chocante, a saber: lo que hace que crezca el ser humano que hay en el niño, en otros términos, lo que fomenta su poder de crearse, no es satisfacer sus demandas, sino todo lo contrario: ‘La creatividad del ser humano proviene de sus deseos repri­mi­dos en un clima afec­tivo suficien­te­mente gratificante como para que pueda subli­mar­los según el ejemplo de lo que le rodea. Precisa­mente, el niño va a construir su propia diferencia, y no la del vecino, a partir de lo que va a faltarle con su madre.’ Y con­clu­ye con una afirmación no menos paradójica que éstas: ‘Creo que cuanto mayor es la diferencia entre los seres, más creativo es el deseo contrariado’. Expliquemos esto.

El niño aprenderá a distinguir las necesidades de los caprichos cuando éstos sean reprimidos y aquéllas sean atendidas. No se trata de reprimir por reprimir; Dolto no hace un canto a la represión, como cualquier alma cándida podría creer. Pero tampoco aprueba satisfacer por satisfacer. Es frecuente oír decir cosas como ésta: ‘No voy a consentir que a mi hijo le falte nada de lo que yo no pude tener’; o disculpar acciones de niños con afirmaciones como esta otra, en el fondo similar a la anterior: ‘Son sólo cosas de niños’, o esta otra, el colmo no sé si del cinismo o de la necedad: ‘Al fin y al cabo, también nosotros hacíamos trastadas así cuando éramos niños’ (y quedarse tan anchos). Para empezar, no estaría mal que quienes así hablan explicasen qué significa que algo sea sólo cosa de niños. ¿Sólo? ¿Así, sin más? Da la impresión de que estas personas no quieren entender algo que nosotros hemos ido viendo en lo que llevamos de curso, a saber, que crecer puede ser doloroso, y ello porque cumplir años acaba enseñándonos que el tiem­­po pasa y no vuelve; en suma, que ‘hacerse mayor’ quiere decir aprender el signi­fi­­cado de lo irre­versible. No se trata de aquello estú­pido y cruel de que ‘la letra con sangre entra’. Pero tampoco de su extremo opuesto –y, a la postre, igual de cruel y estúpido- consis­tente en que hay que evitarle al niño cualquier contra­tiem­po, cualquier sufri­miento, no vaya a ser que se nos frustre. Ser niño no es ser un tullido.

Es funda­men­tal entender que, entre las nece­si­dades del niño, está la de alimen­tar su deseo. ¡Y esto no se con­si­gue dándoles satisfacción a todos! Señala Dolto dos con­di­cio­nes para que el niño vaya creando el ser hu­ma­no que ha de llegar a ser: a) re­primir sus de­seos, reorien­tándolos o resimbo­lizán­do­los, y b) un clima afectivo grati­fi­cante que le permita su­bli­marlos siguiendo el modelo de su entorno. Las dos condiciones deben darse juntas, y de ese modo el niño entenderá que una cosa es el deseo que le reprimen y otra cosa es él, al que aman. Esta distinción es esencial para evitar crear en el niño sufrimientos inútiles: aunque no te concedo lo que pides, mi amor por ti no mengua. Más aun, el niño acabará al final entendiendo cuál es el juego que se está en realidad jugando (si bien -¡qué le vamos a hacer!- sucederá más adelante, cuando ya vaya dejando atrás su infancia). Y ¿cuál es ese juego? El de ha­cer­le crecer como persona (y no como un caprichoso y un bobón), es decir, el de per­mi­tirle ‘construir su propia di­fe­rencia, y no la del vecino’.

Todo esto está muy bien, dirás, pero ¿por qué para con­se­guir­lo hay que reprimirle sus deseos? Para impedir que quede absorbido por el objeto que desea. Vamos a explicar esto. El niño al que se le satisfacen todas sus demandas acaba atrapado en un engranaje simple y diabólico, el de ‘me gusta-y-lo-obtengo’ o, más exactamente, ‘me-gusta-y-eso-basta-para-obtenerlo’. No hay pro­ceso de elabo­ración íntima ni, por lo tanto, separación entre lo deseado y el deseante: desear algo viene a ser lo mismo que obtenerlo; tal es la trampa en la que ha caído el caprichoso. No existe la separación de la que llevamos ha­blando y que, como señalábamos, es la puerta de acceso a la nueva realidad a la que el niño ha nacido. La inme­diatez se impone y, por supuesto, cierta ino­cencia forzada que es falsa: ¿qué caprichoso se considera culpable, por muy estú­pi­do o cruel que sea lo que desea? Juzgarse culpable re­quiere una relación consigo me­dia­da por los demás; es decir: para juzgarme culpable he de verme a mí mismo no con mis ojos, sino con los de quienes han sido o pueden ser mis víctimas. Percibirse culpa­ble le resulta impo­sible a quien se empeña en mantener consigo una relación de in­mediatez (cosa distinta es que lo consiga): mi mirada tiende a ser indulgente cuando me miro a mí mismo sin considerar a los otros en su relación conmigo.

Es verdad que, cuando mi deseo es reprimido, me siento mal, sufro, echo de menos el objeto que me prohíben. Sí, pero, con ello, estoy empezando a percibirme como al­guien distinto al objeto. A la postre, seré capaz de darme cuenta de que mi vida no está tan ligada a éste como para hacerme dependiente de él: el objeto deseado y yo no somos lo mismo. Claro está que, para percibirlo así, el ambiente debe ser de cariño; de lo contrario, el niño confundirá la represión centrada en el objeto (o el acto, el gesto, etc.) con la represión cen­tra­da en él. Tiene que entender el siguiente silogismo: rechazan el objeto que de­man­do, pero no me rechazan a mí; luego, el objeto deseado y yo no somos lo mismo. Así es como aprenderá a poner distancia entre el objeto de­sea­do y él mismo. ¿Basta pues con reprimir el deseo para que el niño desarrolle su perso­na­lidad? No. Es necesario, pero no suficiente. Hay que hablar (¡otra vez el lenguaje!). Hablando sobre su deseo, le haremos más fácil al niño establecer esa distinción entre el objeto deseado y él mismo como sujeto deseante. O, como dice Dolto, ‘justi­fi­camos su deseo, pero no lo satis­fa­cemos’. Con el ‘juego de los esca­parates’ le manifestamos que enten­demos que le atraiga el objeto, pero, al no satisfacer su deseo, le hacemos ver que no es una ne­ce­si­dad lo que le mueve a pedirlo. No te lo doy porque ahora no puedo hacerlo (porque no hay dinero para comprarlo o porque no tienes edad para ello o por la razón que sea).

Al reprimirle su deseo y hablar sobre ello, el niño aprende no sólo a distin­guirlo de la necesidad; aprende también que cuando se le justifica el deseo (aunque no se le sa­tis­faga) no se le justifica por que se le confunda con la necesidad. Esto es importante ya que, al actuar así, estamos enseñándole al niño que no le confun­dimos (a él que es puro deseo) con el objeto que desea. La necesidad va ligada al objeto que la satisface, mientras que el deseo puede, como hemos visto, desligarse de él y volar en otras di­rec­­ciones. Precisa­mente eso es lo que propicia la subli­mación de la que el psico­aná­lisis y Dolto hablan. Es como si se le dijera: entiendo tu deseo (te entiendo a ti) y, por ello, creo que está bien que lo mantengas vivo; pero no acepto el objeto sobre el que éste se vuelca; por ello te impido satisfacerlo al tiempo que te permito orientarlo en otra dirección superior y aceptable, es decir, sublimarlo.

    Al actuar así, liberamos al niño de la cárcel en la que le encierra la fasci­nación que siente por el objeto deseado y al mismo tiempo, al hablar sobre todo ello, le intro­du­ci­mos en la cultura. Estamos forzándole (o, si prefieres, invitándole) a expre­sar verbal­mente lo que siente por el juguete que hay en el escaparate y, al hacerlo, está por un lado poniendo orden en sus sentimientos y, por otro, alzándose al plano de la universalidad, es decir, al de las razones que hay que esgrimir en términos que otros entiendan y acepten, y no sólo él. En este plano al que va elevándose ya no vale aquello de ‘lo quiero porque sí’: ‘Toda cultura –afirma Dolto- se produce al desplazar el objeto del deseo sobre otro objeto, sirviendo este desplaza­miento para que sujetos de lenguaje se comu­niquen’. En efecto, si hu­bie­ra obtenido el objeto deseado, el niño se habría aislado del mundo con su cacharro (al que, por lo demás, pronto habría dado de lado); al no haberlo con­se­guido, se siente por el contrario defraudado, pero se siente, se siente a sí mismo distinto del objeto; si además se le ayuda a ver­ba­lizar sus sentimientos se le están abriendo las puertas de lo simbólico, de la cultura, del mundo humano en suma. Y, como dijimos antes, el len­guaje, mientras libera del imperio de la nece­si­dad, alimenta el deseo, es decir, abre el horizonte de la posibilidad. Nada menos que todo esto es lo que expresamos cuando decimos que ‘si el deseo es siempre satisfecho es la muerte del deseo’.

Al mismo tiempo, el niño aprende que el otro ser humano, en este caso el adulto que rehúsa satis­fa­cerle, es también un sujeto de deseo, y no una marioneta a sus ór­de­nes: son ‘dos sujetos que sostienen cada uno su deseo’. Esto es muy importante a fin de que el niño vaya aprendiendo que la realidad ofrece resistencia a sus demandas, esto es, que el mundo no es plastilina que él pueda modelar a su an­tojo. De ahí que sea malo que nunca encuentre resistencia: aca­baría con­fun­­dien­do realidad y deseo, y su capa­cidad creativa se anularía. Existen otras personas dis­pues­tas a defender sus deseos y habrá de tenerlas en cuenta en su vida. Es más, no to­dos los deseos valen lo mis­mo: unos son más atendibles que otros, por razones de oportunidad o de conve­nien­cia, por lo que sea: debe asumir que los deseos se ordenan jerár­qui­camente. Ésta es la función estruc­turadora de su personalidad que tienen las prohibiciones.

Con todo esto, el niño habrá ido aprendiendo a distinguir entre el objeto o el pro­­yecto -que se le rehúsan- y su poder de desear, de innovar, de crear -que se le rea­fir­ma-. A diferencia de lo que le sucede al caprichoso, el que se caiga el objeto de­seado no implica que también se hunda el sujeto deseante. Esta dife­rencia es la con­di­ción para que llegue a ser capaz de mantener con tesón su deseo aunque no alcance a verlo satisfecho. Tendrá sentido seguir deseando aunque el objeto sea esquivo. Ya habrá otros que lo vean cumplirse. La dimensión social del deseo se manifiesta aquí en este gesto de ‘pasar el relevo’ a otros, incluso a lejanos en el tiempo, de modo que lo que ahora parece imposible acaba siendo posible y real. Decíamos que el deseo no es la necesidad (atada al pasado cuyas demandas ha de llenar); aquí se ve cómo el tiempo del deseo es el fututo, lo por venir, el tiempo de lo nuevo, lo impensable, lo que, en este momento, resulta impo­sible e incon­cebible que pueda advenir. ¡Pero que el brío de nuestro deseo puede hacer real! Ésta es su dimensión creativa (JMAD).

 

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