El peligro de repetir al adulto

(F. Dolto)

Explicación

 

En este apartado, a Dolto se le pide que señale si existe alguna peculiaridad de la infancia, un rasgo distintivo del niño. El asunto tiene su trascendencia, pues la actitud que adopte el adulto respecto al niño de­pen­de de la respuesta que le dé a esta pregunta. Además, como cabía espe­rar, la res­pues­ta no es ni blanco ni negro; exige matizaciones. Si consi­de­ramos que la infancia tiene un rasgo específico (cierta magia, cierta poesía) corremos el riesgo de encerrar al niño en esa peculiaridad. La infancia entonces se convierte para el niño en una prisión (muy mágica y de colorines, si se quiere, pero una pri­sión), en la que se le conde­na a permanecer y de la que en conse­cuencia le resultará muy difí­cil salir. En cambio, si para evitar este escollo, se considera que la infancia es primor­dial­mente una etapa de paso y que, por tanto, el niño no es más que un pre-adulto, entonces se vuelve invi­si­ble lo que tiene de niño (que queda oculto tras el registrador de la propiedad que será de ma­yor, por ejemplo). Dolto va a intentar hallar una respuesta inter­media entre ambos extremos para evitar, por un lado, aprisionarlo en el ‘círculo mágico’ de la infancia y, por el otro, que sólo veamos en él al adulto que pretendemos que llegue a ser, lo que nos llevaría a descuidar que también es un niño. Si adoptamos el punto de vista somá­tico exclusivamente, diremos que el niño es un pre-adulto (…y el adulto un pre-viejo); en la infancia no veremos más que una etapa de transición. Si, en cambio, en el niño sólo vemos al portavoz de la inocencia, al poeta capaz de expresar la pureza inconta­minada por la gastada palabra del adulto, habremos formado de él una imagen irreal (estancada, aislada del tiempo, incapaz de evolucionar) y, lo que es peor, una imagen deudora de nues­tras propias frustraciones y expectativas de adultos.

De esa foto fija es difícil que el niño logre nunca evadirse. Entre ambos extremos se sitúa Dolto: el niño –que es, no lo olvidemos, fuerza deseante- es poeta y, en calidad de tal, está llamado a ir más allá de las posibilidades que le ofrece su ho­ri­zon­te vital: puede y tiene que llegar a ser algo distinto de los modelos que se le ofre­cen. Pero necesita esos modelos para crear su propia identidad; como ella misma dice, ese proceso de construcción de sí mismo ‘de algún modo es siempre un inevitable alienarse en una apa­riencia valiosa’: tomar elementos de los demás, imi­tarles, es algo ‘inevi­ta­ble’ (como veía­mos, el niño es un ser de relación con otros seres humanos). Otra cosa es que pretenda reproducir un deter­mi­nado modelo (o varios determinados mode­los). A lo que debe aspirar es a tener el coraje y la inteligencia que le permitan decidir por sí mismo, en lugar de depen­der de lo que los demás decidan: ‘Tiene que llegar a ser él en relación con su origen vital, es decir, en relación con su deseo, no para agradar a otro, aunque éste sea su venerado padre’.

Ésa es, según Dolto, la aportación principal del psico­aná­lisis: el niño ha de poner su afán en llegar a ser ‘lo que tiene que ser según lo que él vive, lo que él es, lo que él siente, y no sólo según aquello de lo que tiene ganas y que, a sus ojos, otro posee’. Si no se hace así, es grande el riesgo de que pierda ‘energía del corazón y de la inteli­gen­cia’. En otras palabras, el niño madurará ade­cua­damente si desde el principio se le enseña a buscar por él mismo la respuesta a sus preguntas, si se le capacita para tomar sus deci­siones, etc.; lo que ante todo debe evitar el adulto es convertirse en el modelo del que quede cautivo el niño, tanto porque éste sistemáticamente lo imite como porque se oponga siste­má­ti­camente a él. Ni el niño debe adoptar a un adulto como modelo suyo ni el adulto debe sentirse orgulloso por que el niño lo haya tomado por tal. Identificar el futuro del niño con el modelo adulto presente equivale a cerrarle el futuro –que, como tal, está por venir y, en consecuencia, es desconocido-: él ten­drá que ir inven­tándoselo, desarro­llando esa energía poética (creadora) que lo caracteriza.

 

[En este punto abrimos un inter­ro­gante pues, aunque todo esto suena muy estu­pen­do, me parece que puede esconder alguna trampa. Para empezar, decidir no es lo mismo que desear y, por ello, el que un niño tenga energía de sobra para desear no implica que la tenga para decidir. De lo que carece no es sólo de los conoci­mientos precisos para tomar una deci­sión, como parece sobreenten­derse; si lo único que le faltara fuese la información necesaria, con adquirirla sería suficiente. Pero también le falta por aprender lo más duro, a saber que decidir A comporta renunciar a B. ¡Y un niño precisamente quiere a la vez A y B! Tiene que aprender asimismo a asumir las consecuencias de su decisión, que a veces le pueden quedar grandes, tanto las malas y desagra­dables como las agra­da­bles (el éxito precoz que tantos artistas y deportistas, casi niños, no saben encajar y que los arrastra). También ha de aprender a aceptar el riesgo de equi­vo­carse y soportar el dolor que muchas veces esto comporta. Y, por fin, y no menos im­por­tan­te, el adulto debe tener muy en cuenta que no todas las deci­sio­nes que afectan al niño son a escala del niño; muchas preguntas y no pocas deci­siones le desbordan (re­cuer­da el relato de Susana Tamaro y al niño de la película Tierras de penumbra). Es falaz creer que las inquietudes que tiene un niño son únicamente inquietudes de  niño. No ver esto es caer en el espe­jismo de la perfecta armonía preestablecida de la infancia, como si al niño sólo le asaltaran las inquietudes a las que pudiera hallarles respuesta; en otros términos, equivale a percibir en ella esa maravillosa etapa de colorines fuera del tiempo, más mágica e irreal que hu­mana.

¿Qué significan estas objeciones? Senci­lla­mente que, en contra del plan­tea­miento que ex­pone Dolto, creemos que no basta con hacerle partícipe al niño de cuanto haya suscitado en nosotros su pregunta, ni es suficiente animarle a seguir indagando para que al final pue­da elaborar él mismo la respuesta a sus preguntas: ‘tiene que ser según lo que él vive, lo que él es, lo que él siente’, hay que ‘dejarle des­arrollarse según su propia orientación’, es­cribe Dolto. ¡Sólo que –replicamos nos­otros- muchas veces el niño preci­samente está com­­pletamente deso­rientado y no sabe qué siente, ni qué vive ni qué es… como tan a menudo, por lo demás, le pasa también al adulto! Por lo general, el niño acude a éste buscando algo más que simple información; desea encon­trar en él un au­­téntico apoyo que le dé seguridad y confianza en situaciones que le des­bordan y le dejan de­s­armado. En estos casos no basta con que el adulto le ofrezca su opinión; tiene además que dar con el niño el salto de la decisión, e incluso en ocasiones darlo por él. No hacerlo así es suponer en el niño un poder de decisión que aún no posee. El niño llega al poder de decidir a partir de la impotencia confiada en los adultos que, con su cariño y cuidados, tiran de él para que crezca.

    ¿Cuál es entonces la trampa que esto esconde? La misma justamente que Dolto denun­cia: la de en­cer­rar al niño en el círculo mágico de un mundo aparte y a su medida, en el que, a dife­rencia de lo que es propio del ser humano, las inquietudes se ajustarían a las solucio­nes, las preguntas a las respuestas disponibles, y los sufrimientos a los con­suelos. En el fondo, esta imagen es tan idílica como la que Dolto denuncia como irreal, y el riesgo que entraña es el mismo, a saber: dejar atrapado al niño indefinidamente en su infancia.]

¿Quiere esto decir que hay que evitar que el niño tome decisiones porque sea un ser impotente o incapaz? No, no y no, sino que hay que adap­tarlas a su edad tras haber generado antes en él la confianza de la que hablamos. Una cosa es la ‘dichosa impre­vi­sión’ en la que el niño vive y otra muy distinta que el adulto tenga que ser im­pre­vi­sor: si el niño desconoce sus potencia­lidades no quiere decir que haya de des­co­no­cer­las el adulto. En este sentido, hay que evitar hacer de la infancia una foto fija. Ver en el niño no más que el portavoz mágico de la poesía (lo que nos lleva a adularlo y contemplarlo con expresión boba­licona) es congelar la foto en el pasado (y, encima, en un pasado idílico e irreal), y, por el contrario, ver en él única­mente a un pre-adulto, avasa­llán­dolo, es congelarla en el futuro (irreal también y que dibujamos a nuestra medida). Ver al niño en el presente es verlo cre­ciendo, des­arrollando esas poten­cia­lidades o capacidades que ignora tener y que intro­ducen una novedad en el mundo; es ver en la infancia una etapa en la que el niño está, sí,… pero yéndose de ella –como escribía Jankélévitch -.

¿Qué hacer entonces? Fomentar la energía que el niño tiene para crear pro­yec­tos, es decir, su deseo. Sólo que todo deseo se adhiere siempre a un objeto o a un modelo determi­na­do, es siempre un desear ‘esto’ o ‘aquello’ (esta playstation o aquella fiesta de cumple­años). El riesgo, como ya hemos visto, es que el niño quede fascinado o atrapado por el objeto o por el modelo, y le pase desapercibida la fuerza con la que lo desea o proyecta; de ahí que sea conveniente mostrarle diversos mode­los. Sin embargo, aquí también tenemos que ser honestos: ningún adulto admitirá que el abanico de posibles modelos que está dis­puesto a ofrecer al niño es indefinido, pues hay modelos que, desde el principio, des­car­tará por conside­rarlos per­ju­di­ciales, inmorales o que simple­mente no le agradan: el ‘come­cu­ras’ lo alejará de la religión como de la peste, y el ‘meapilas’, del ateo como del mis­mo demonio, por poner dos ejemplos tópicos. Limitar el abanico de posibles modelos nos parece que es inevitable, pues no vemos la manera de fomentar el deseo del niño sin presentarle al mismo tiempo anclajes particulares a ese deseo (los objetos concretos a los que hacíamos refe­rencia líneas antes). Ésta es la paradoja de la educa­ción, la de que no es posible una cosa sin la otra; en otros términos, la paradoja de que para llegar a ser crítico y libre, el niño antes ha de obedecer y pasar por lo que el adulto no sólo le propone, sino que también le impone. Actuando así, es verdad que se corre el riesgo de que, llegado a cierta edad, tras haber acumulado decepciones rela­ti­vas a esos modelos de futuro que se le han propuesto, el adolescente ya no quiera nin­gún futuro. Este riesgo es grande, y no es ningún juego, pero –como observa Dolto- entonces ‘se vuelve más verdadero’. En efecto, en ese momento es cuando se le vuel­ve patente que sus decisiones debe tomarlas él, acep­tan­do asumir todo lo que, como hemos visto, comporta decidirse (renunciar a otras opciones, equivocarse, no ser enten­dido por los demás, etc.) (JMAD)

 

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