En el principio era el delirio

María Zambrano (1904-1991)

 

En su situación inicial el hombre no se siente solo. A su alrededor no hay un "espacio vital", libre, en cuyo vacío puede moverse, sino todo lo contrario. Lo que le rodea está lleno. Lleno y no sabe de qué. Mas podría no necesitar saber de qué está lleno eso que le rodea. Y si lo necesita es porque se siente diferente, extraño. No se lo pregunta tampoco; hasta llegar el momento en el que pueda preguntar por lo que le rodea, aún le queda largo camino que recorrer; pues la realidad le desborda, le sobrepasa y no le basta. No es realidad, es visión lo que le falta. Su necesidad inmediata es ver. Que esa realidad desigual se dibuje en entidades, que lo continuo se dibuje en formas separadas, identificables. Al perseguir lo que le persigue, lo primero que necesita es identificarlo.

 

Pues quizá no sea necesario decir que el delirio de persecución obliga a perseguir y quien lo padece no sabe, no puede discernir si persigue o es perseguido. Su conducta observada desde fuera es la de quien persigue, pero él va arrastrado, inocente de su acción. Y así, cuando el delirio culmine en la demanda "Permíteme Señor que vea tu cara", la hará en el máximo de la exasperación, en el límite de su resistencia tras una agotadora lucha.

 

Y cuando poéticamente los defina creerá trascribir lo que ha sido, se ha mostrado siempre así. Entonces habrá finalizado el delirio de persecución; ha alcanzado por fin el pacto.

    Los dioses griegos --homéricos-- han sufrido la interpretación de ser la expresión personificada de las fuerzas naturales. Mas, para que así fuese, hubiera sido necesario que estas fuerzas se hubieran sentido como tales. Lo contrario ha sido más bien lo cierto: las fuerzas naturales, "la naturaleza" ha sido vista tan sólo después de que los dioses en su perfecta figuración la dejaron visible; después de haberla despejado de ese algo de que son portadores; después, también, de que el pacto con ellos había desilusionado al hombre, dejándolo en libertad, pacificado ya de su primer delirio. Y, por tanto victorioso.

 

Pues en el principio era el delirio; el delirio visionario del Caos y de la ciega noche. La realidad agobia y no se sabe su nombre. Es continua ya que todo lo llena y no ha aparecido todavía el espacio, conquista lenta y trabajosa. Tanto o más que la del tiempo. Lo primero que se precisa para la aparición de un espacio libre, dentro del cual el hombre no tropiece con algo, es concretar la realidad, en la forma de irla identificando; de ir descubriendo en ella entidades, unidades cualitativas. Es el discernimiento primero, muy anterior al lógico, a la especificación de la realidad en géneros y especies, y que la prepara. No hay "cosas" ni seres todavía en esta situación; solamente quedarán visibles después de que los dioses han aparecido y tienen nombre y figura.

 

Los dioses parecen ser, pues, una forma de trato con la realidad, aplacatoria del terror primero, elemental, de la que el hombre se siente preso al sentirse distinto, al ocupar una situación impar. [...]

 

¿Por qué esta primera forma de trato con la realidad, estas identificaciones que el alma humana opera en la plenitud de la realidad, han de ser dioses? ¿Por qué ha habido siempre dioses, de diverso tipo ciertamente, pero, al fin, dioses?

    La situación a la que ha llegado el hombre occidental de un declarado o enmascarado laicismo es la que puede sugerir esta pregunta. En la necesidad de justificar todo lo que padecemos hemos de justificar ya esa necesidad abismal, definitoria de la condición humana.

    Pues dondequiera que volvamos la vista descubrimos dioses aunque de distintas especies. No todos han cumplido la función de los dioses griegos, ni han sido revelados de la misma manera. Pero todo atestigua que la vida humana ha sentido siempre estar ante algo, bajo algo, más bien.

 

En el principio era el delirio; quiere decir que el hombre se sentía mirado sin ver. Que tal es el comienzo del delirio persecutorio: la presencia inexorable de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible. Es sentirse mirado no pudiendo ver a quien nos mira. Y así, en lugar de ser fuente de luz, esa mirada es sombra. Mas, como en todos los delirios humanos, la esperanza está presente, y más quizá que en ninguno, por ser el primero. La esperanza está prisionera en el terror; la angustia de sentirse mirado envuelve la apetencia de serlo, y toda la esperanza que se despierta, que acude ante esa presencia que se manifiesta ocultándose.

    La forma primaria en que la realidad se presenta al hombre es la de una completa ocultación, ocultación radical; pues la primera realidad que al hombre se le oculta es él mismo. El hombre --ser escondido-- anhela salir de sí y lo teme; aunque la realidad toda no envolviera ningún alguien, nadie que pudiese mirarlo, él proyectaría esta mirada; la mirada de que él está dotado y que apenas puede ejercitar. Y así, él mismo, que no puede aún mirarse, se mira desde lo que le rodea. Y todo, los árboles y las piedras, le mira y, sobre todo, aquello que está sobre su cabeza y permanece fijo sobre sus pasos, como una bóveda de la que no puede escapar: el firmamento y sus huéspedes resplandecientes. Y de aquello de que no puede escapar, espera. (María Zambrano, El hombre y lo divino).