Mi cuerpo, mi vida, mi ser

Gabriel Marcel (1989-1973)

 

[Gabriel Marcel pronunció esta conferencia en Salzburgo en 1967. Permanecíó inédita en francés hasta que la revista Présence de Gabriel Marcel la publicó en 2007 en su nº 17 (pp. 5-23). Presentamos aquí la traducción española con permiso de sus herederos]

 

Cuando vuelvo a leer los textos del Diario metafísico de 1920 relativos a mi cuerpo, constato que en aquel momento no pensé en plantearme una pregunta que sin embargo es muy importante. Se trata de saber en qué condiciones un ser humano se ve conducido normalmente a pensarse distinto de su cuerpo o, quizás incluso, sencillamente a pensar su cuerpo (en cuanto distinto de sí mismo). Por lo tanto, no se trata en modo alguno de la conciencia confusa del cuerpo que se da de manera cenestésica y que, por lo demás, probablemente ni siquiera merezca el nombre de conciencia. La reflexión lleva aquí a distinguir dos casos límites, entre los cuales, por supuesto, cabe intercalar un gran número de intermedios.

Empiezo tomando el caso del deportista, por ejemplo el del esquiador o el del nadador. Resulta evidente que se aparece a sí mismo siendo su cuerpo; y decir esto implica estar dando por supuesta una distinción que justamente no está hecha ni puede estarlo.

    Vamos ahora al caso inverso del hombre que constata que su cuerpo ya no le obedece o, por lo menos, le obedece de manera imperfecta. En este caso, la distinción le es impuesta a la conciencia por el propio hecho.

    Recurriré aquí a una expresión mítica que verdaderamente me parece la más adecuada a la situación que intento evocar.

    Pienso en un sirviente que realiza su trabajo con tanta perfección y de manera tan discreta que el dueño puede ignorarlo por completo, ya que puede dar la impresión de que el trabajo se hace solo. En cambio, a partir del momento en que éste deja que desear, la atención del dueño se dirige inevitablemente sobre el sirviente, cuya existencia se vuelve manifiesta justamente debido al carácter defectuoso del servicio.

    Observo que en 1920, e incluso bastante después, cuando me refería a mis análisis iniciales hablaba de instrumento, y no de sirviente. Hoy estaría tentado de preguntarme si la imagen del sirviente no será preferible, al menos al comienzo, debido a su carácter personalizado.

    Otra observación se me hacía presente ayer mientras emprendía de nuevo esta indagación elemental a la vez que difícil. Consideraba el caso del hombre que, al dictar sus últimas voluntades, indica por adelantado cómo deberá ser tratado su cuerpo tras su muerte. Así, por ejemplo, especifica que su cuerpo deberá ser incinerado o que, por el contrario, deberá ser inhumado en tal cementerio junto a los que considera los suyos. Resaltaré, por otra parte, que entre estos dos casos existe una diferencia cuyo alcance digamos fenomenológico es considerable.

    Como es frecuente en mí, recurriré aquí al discurso en primera persona.

    Si reflexiono como filósofo acerca de la relación con mi cuerpo implicada en el hecho de decidir que deberá ser incinerado, constato lo siguiente: yo, en cuanto decidiendo concretamente y consignando mi decisión, intervengo como ser vivo, es decir, como encarnado, sin por otro lado preocuparme de este dato singular que es la encarnación: y esto quiere decir que esta encarnación no resulta aquí, literalmente hablando, dada. Más exacto sería decir que es ella la donadora. Ahora bien, eso de lo que estamos tratando, eso a lo que apunta mi decisión, ¿sigue siendo mi cuerpo? En verdad, se trata mucho más de esa cosa a la que todo me asegura que mi cuerpo quedará reducido como consecuencia de cierto acontecimiento del que hablo, como todos lo hacemos, sin tener, por supuesto, ninguna experiencia al respecto. Esa cosa se presenta a mi conciencia carente de cualquier valor, como si, por lo demás, estuviera destinada a destruirse según un proceso de descomposición cuya sola idea me repugna. Así que decido que esa cosa deberá ser destruida rápida y convenientemente por el fuego.

         Lo que en este caso me parece interesante destacar es que el distanciamiento entre yo y eso, esa cosa, llega tan lejos como es posible, mientras que no me parece que ése sea el caso en la otra eventualidad, si lo que exijo es que se me sepulte junto a los míos. Fijémonos en que llego con toda natu­ra­lidad a poner el pronombre personal yo en lugar de mi cuerpo, dicho más exac­tamente, en lugar de mi cadáver. Es éste un matiz muy sutil y muy difícil de formular con precisión. Puede que también aquí resulte instructivo recurrir a la idea del sirviente, quizá este recurso se ajuste con toda claridad a lo que apenas cabe llamar la experiencia de quien adopta tales disposiciones. Si es esta última voluntad la que emito, quiere decirse que, por muy confusamente que sea, tengo en consideración los servicios prestados por ese cuerpo. Precisamente es por esos servicios prestados por lo me repugna admitir que éste no será más que una cosa, una cosa vil que deberá ser tratada como tal. Por otra parte, es esencial destacar que sucede lo mismo con los cuerpos de esos otros seres que llamo los míos y que me han precedido en la muerte.

    Esto no significa en modo alguno que me haga ilusiones acerca de ese proceso de descomposición al que han estado y siguen estando aún sometidos. La verdad es infinitamente más sutil y –lo repito- difícil de formular. Lo que está actuando aquí efectivamente es la memoria y la conmutación de la memoria en piedad.

    Esforcémonos en desanudar de algún modo el nudo formado por la conjunción de estas dos palabras, memoria y piedad. ¿Qué es lo que justamente quiero decir cuando las asocio? Esencialmente que lo que llamo el pasado no ha desaparecido sin más; por otra parte, si hubiera pura y lisamente desaparecido, ¿cómo podría evocarlo? ¿Cómo podría hablar de él? ¿Y qué significa exactamente aquí el término “piedad”? Designa cierta aplicación vigilante, destinada a combatir lo que quizá sea preciso designar ante todo con el nombre de inercia, la tendencia a dejar perder y aniquilar lo que ya no encaja en los marcos del mundo operativo en el que se ejerce nuestra acción cotidiana.

    Entiéndase bien lo que quiero decir con ello: en modo alguno estoy afirmando que los cuidados dedicados a mantener unas sepulturas presenten un valor irreemplazable y que la piedad hacia los difuntos deba presentarse obligatoriamente de esa forma. Sencillamente intento hacer que aflore a la conciencia la experiencia vivida de los que, a pesar de todos los argumentos esgrimidos por el racionalismo para demostrar que esos cuidados de culto carecen de todo sentido y no son más que reliquias de creencias desaparecidas, a pesar de todo, siguen produciéndose tenazmente, unos a diario, otros mucho más raramente y algunos sólo una vez al año junto a tumbas que contienen los restos quizás hoy pulverizados de aquéllos a quienes consagran esta piadosa memoria que he mencionado; lo que aquí vive, lo que se estremece, es la conciencia de algo irreductible que únicamente puede ser salvaguardado por la fidelidad, que pierde incluso todo significado donde falta esta fidelidad, de manera que, en ese caso, la ofrenda, gavilla o ramo, sólo existe como mero gesto.

    Pero el fenomenólogo como tal está obligado a poner el acento sobre el hecho de que eso irreductible es, no sentido, sino afirmado en una intencionalidad específica. Esto entraña una dificultad que inevitablemente irrita a la conciencia reflexiva y que reside en el hecho de que esta intencionalidad no debe convertirse en una objetivación que se traduzca en las palabras estar ahí. Obviamente carecería por completo de sentido decir que el ser al que va dirigida mi fidelidad está ahí. Lo que hay ahí es un residuo, un casi nada, y este casi nada se opone a esa plenitud salvaguardada del ser que para mí sigue vivo.

    En esto hay algo singular, a saber que algo en mí se obstina en preguntar dónde está ese ser. La respuesta será: no está en ningún sitio, o también: está en mí.  Apliquémonos a considerar estas dos respuestas, que puede que, por otra parte, no sean sino los dos aspectos… ¿habría que decir de una misma afirmación? Ahora bien, convendrá preguntarse si se puede seguir hablando aquí de afirmación.

   Decir que no está en ningún sitio significa que ya no existe. Esto se aplica a una cosa que ha sido aniquilada o se ha disuelto, de manera que, de ella, no queda nada, ni siquiera una huella.

    Pero ese no está en ningún sitio puede ser entendido en un sentido diferente. Puede querer decir que sigue presentando cierto modo de existencia, si bien excluye toda localización posible. Considerándolo bien, sólo puede tratarse de una existencia deslocalizada.

    Pasemos ahora a la otra formulación: está en mí o no está más que en mí. ¿Exactamente qué significan estas palabras? La reflexión más sencilla muestra que lo que llamo “yo” no puede ser un continente. En consecuencia, con esas palabras hago referencia a algo distinto de lo que significan literalmente. No hay duda de que este enunciado debería transcribirse en términos de vida. Diríamos, por ejemplo, que él no tiene otra vida sino la que yo le presto, o también, la vida que él conserva ha sido tomada de la mía…

 

    Tras este largo rodeo, me hallo ahora ante lo que mientan estas palabras: mi vida. La lección VIII de El Misterio del ser versaba ya sobre el significado que cabe concederle a estas sencillas palabras, mi vida, y hoy me inclino a pensar que la reflexión sobre mi vida es sin duda más fecunda que la reflexión sobre mi cuerpo. Lo que sí cabe decir es que, en el primer Diario metafísico, mi preocupación recaía sobre el sentido que habría que darle al término existencia, y que en esa línea de pensamiento podía resultar interesante detenerse en mi cuerpo. Pero, después de todo, cuando digo “mi cuerpo”, lo que hago es evocarlo en su actualidad viviente, en oposición al cuerpo inanimado en el que está llamado a convertirse algún día.

    Empecemos planteándonos una cuestión análoga a la que ha sido formulada más arriba y preguntémonos cómo se introduce la referencia posesiva. Está claro que ésta no existe al inicio. Vivimos mucho tiempo antes de pensar en nuestra vida y de pensarla como propia. Pero, incluso sin hacer intervenir ese estadio primero del desarrollo de cada ser humano (dejo de lado al animal), no dejaremos de constatar que, para cada uno de nosotros, se ofrece cierta posibilidad de dejarse vivir, lo que quiere decir: de abandonarse al hilo de la vida. Digo al hilo de la vida igual que se dice al hilo del agua, y esta comparación es muy instructiva. Pero esa actitud o ese comportamiento excluye el indicador posesivo que anida en el corazón de nuestra reflexión. Para que surja este indicador, tendrá que intervenir algo, una circunstancia que me haga adquirir conciencia –digamos- de mi finitud. Pero ésta es una manera demasiado abstracta de expresarme y es preciso aclarar el sentido de estas palabras, puesto que se trata de mi vida.

    Lo característico de la experiencia del dejarse vivir es cierta indefinición que no hay que confundir con la infinitud, claro está. No dejemos de observar que toda conciencia de pérdida nos encamina hacia la conciencia de finitud, al menos cuando la pérdida parece definitiva, imposible de compensar. Aquí interviene de manera parcial la conciencia de la irreversibilidad.

    Todo esto se precisa -de buena gana diría que se agudiza- cuando adquiero conciencia de mí mismo como mortal.

    Quizá lleguemos a observar que incluso aquí subsiste cierta indeterminación, dado que ignoro cuándo moriré. Es incontestable, pero esta indeterminación se presenta como dentro de una certeza, la de que moriré, que es una afirmación de finitud radical.

    Ahora bien, es el reconocimiento de esta finitud el que manifiestamente hace posible o el que impone lo que querría denominar aquí la apropiación, es decir, el acto por el que agarro mi vida como mía. ¿No podría decirse que esta apropiación presenta un carácter esencialmente defensivo? Debido a las amenazas a las que está expuesta mi vida, llego a tratarla como un bien que me pertenece a mí solo y que he de proteger.

    Un bien –he dicho-. Pero la vida aparecerá a mi reflexión también, y quizá con más fundamento, como la condición que hace posible para mí un bien, cualquiera que éste sea. Se presenta entonces como condición previa.

    Todo esto es en sí mismo bastante sencillo y evidente, pero no nos aclara acerca de la relación que mantengo yo o eso que llamo yo mismo con mi vida. ¿Tengo razones fundadas para aparecerme a mí mismo como distinto de mi vida, o bien debería sumergir, si puedo decirlo así, mediante el pensamiento, a ese yo en mi vida y decir que, a fin de cuentas, ella es el único sujeto concreto, en lugar de admitir que, junto a ella o frente a ella, haya una entidad que pueda realmente ser pensada como distinta?

    Me parece que esta difícil pregunta no se puede resolver de manera global, que no puede dar lugar a una fórmula aplicable a todos los casos. En otros términos, igual que antes hicimos, tenemos que hacer intervenir aquí situaciones a cuya luz esa relación entre yo y mi vida se presente de diferentes maneras.

    Un caso muy sencillo, un caso límite podríamos decir, sería el de un hombre atacado por un malhechor, contra el que lucha para defenderse. En este caso, no sólo me parece posible, sino inevitable, identificar al sujeto con su vida. Decir que es mi vida la que se defiende contra la agresión se ajusta a los datos de la experiencia o, más exactamente, a la manera en que ésta se presenta o se articula. Ello me parece que va unido a la brutalidad del ataque y a la necesidad de plantarle cara sin demora alguna.

    Pero consideremos un caso diferente, el de un hombre que padece una larga enfermedad. Cabe la posibilidad de que el médico constate en el enfermo cierta deficiencia que afecta a la voluntad  misma de curarse. Aquí sí que parece que se ahonde cierto intervalo entre el sujeto y su vida. Al menos, así es como al médico le parece que sucede. Creerá poder denunciar cierta falta de colaboración entre lo que llamará el propio enfermo y la acción de las fuerzas vitales que él, el médico, se esfuerza en estimular. Puede que, para ver con mayor claridad, el médico interrogue a los allegados y que éstos le digan: desgraciadamente es exacto que mi marido, o que mi padre, no tiene el deseo profundo de sanar; algunas de las palabras que se le escapan lo demuestran, parece como si se sintiera harto de vivir y le repugnase seguir o, más exactamente, recomenzar, tras la especie de tregua que la enfermedad habrá representado para él.

    Hagamos el esfuerzo de entender, mediante un acto de simpatía, cuál es la actitud de este enfermo. Quizá podríamos decir que se siente él mismo como deshabitado por la vida, la cual, en esta exacta medida, deja inclusive de ser su vida, si bien se le hace presente como una especie de funcionamiento que ya no le concierne, un funcionamiento desfinalizado, sin un fin.

    En muchas ocasiones en el pasado insistí sobre el caso a mi entender tan patético del jubilado. Quizá cuando estaba en activo, funcionando, no experimentaba ningún placer nítido o explícito en acudir cada día a su oficina: pero eso era su vida. De buena gana yo diría que ella se le amoldaba como una vestimenta hecha a medida se amolda a la forma del cuerpo. De ahí, su desasosiego ahora. Si, como es muy posible, existe para el hombre tras su muerte una experiencia de la desencarnación, todo hace sospechar que ha de ser de este tipo. No insistiré sobre algo que cabe ver, probablemente de modo erróneo por lo demás, como una fantasía de la mente, pero a mi entender esta comparación puede ayudar a apreciar la profundidad de esa experiencia de jubilado.

    Los suyos, si sienten por él algún cariño, se afanarán sin duda en crearle algunas ocupaciones regulares, quizás una partida de petanca dos o tres veces por semana, puede que alguna visita semanal a gentes que viven lejos… En suma, de lo que se trata es de reemplazar esa vestimenta o ese uniforme en el que se sentía tan a gusto por otra vestimenta más modesta, pero confeccionada también, tanto cuanto sea posible, a medida. Sin embargo, es muy posible que todos estos intentos se revelen, al final, condenados al fracaso.

    ¿A qué viene todo esto?, murmura nuestro jubilado. Las ocupaciones que nos hemos ingeniado en procurarle le parecen arbitrarias. En el fondo, es un juego que se le pide que juegue, por oposición al trabajo serio y real que antes era el suyo, cuando participaba, por muy modestamente que fuera, en la vida de una administración, por ejemplo. Pienso que la palabra “participar” es clave aquí; al poner el acento en la participación y en la especie de satisfacción difusa que connota, nos estamos haciendo con el medio idóneo para entender que la vida de este hombre era suya en un sentido no exclusivamente privativo, sino que, muy al contrario, estaba unida a otras vidas y, como ellas, estaba centrada en unos fines o, si se prefiere –pero, eso sí, tomando la palabra en su sentido más amplio-, en una empresa que había que hacer avanzar. El desasosiego, digamos incluso la miseria del jubilado, me parece que se explica en gran medida por el hecho de que esa participación ha terminado y que, por ello, se percibe a sí mismo como arrojado al polvo de la inutilidad. ¿Cómo no habría de acabar en enfermedad una prueba así? Sin duda, no hay otro ejemplo más patente de fenómeno psicosomático.

    Hagamos ahora el esfuerzo de reunir todo esto a fin de ver con más claridad a ese sujeto que parece haberse tomado vacaciones de la vida.

    No vamos a cuestionar, claro es, que esa conciencia lúcida y desesperada, para seguir siendo ella misma, para no amortajarse como pura torpeza, supone, o sea tiene como basamento, la persistencia de las funciones biológicas. La cuestión no está ahí. Lo que constatamos y lo que aquí importa es un distanciamiento respecto a lo biológico, distanciamiento del cual lo biológico no puede dar cuenta.

    En última instancia, nos encontramos, claro está, con el suicidio –del que la experiencia que he intentado describir quizá no era sino una especie de indistinta preformación barruntada-.

    Observemos enseguida lo imprudente que sería querer presentar ahora una visión general del suicidio, como ha hecho por ejemplo Schopenhauer. El caso aquí evocado es muy distinto del de quien pone fin a sus días para sustraerse a una situación que juzga carente de salida. En línea con la indagación que he emprendido, únicamente consideramos a quien cree poder e incluso deber poner término a una existencia que se le aparece como desprovista, en lo sucesivo, de significado. Me parece muy difícil, como pretende Schopenhauer, que en un suicidio como éste se siga afirmando la voluntad de vivir. ¿No consiste el suicidio sencillamente en ratificar o en confirmar eso que ya no es realmente vivir? Lo que tenemos que preguntarnos es qué especie de relación es la que, en este caso, se está postulando entre el Ego y lo que éste llama su vida.

    Como siempre en casos similares, prefiero expresarme en primera persona: si reconozco que tengo el derecho de poner término a una vida en adelante sin contenido preciso, ¿a qué tiendo a reducirme a mí mismo? Precisemos un poco más resaltando que aquí se presentan dos perspectivas que, por lo demás, no se excluyen, sino que más bien se complementan. La primera es la de la función: constato que ya no puedo rendir servicio, que ya no sirvo para nada; es decir, en este caso me trato como una máquina en desuso que sólo queda tirar a la chatarra. La otra perspectiva es la del gozo: constato que la vida ya no me aporta los placeres que hasta el presente podían justificarla ante mis ojos; por lo tanto, ¿para qué continuar?

    Pero lo que aparece a la reflexión es que el sujeto que soy se trata a sí mismo como desprovisto de contenido; o quizá sea mejor decir que da la impresión de no mantener consigo mismo ninguna relación viva. Ahondando más, me doy cuenta de que lo que parece aquí afectado de nulidad no es sólo mi relación viva conmigo, sino también toda relación viva que yo sería, o debería ser, capaz de mantener con otro – con un Tú.

    Esta última observación es muy importante, pues nos permite salir del sistema cerrado que es el del solipsismo: nos permite reconocer que la lógica de la abdicación o de las vacaciones dadas a la vida implica un verdadero solipsismo práctico. A partir de ahí, nos daremos cuenta del hecho de que consentir al suicidio no puede ser considerado, salvo por abstracción, al margen de un contexto concreto, de una presencia o de una ausencia del Tú. Sólo con esta condición quizá sea posible hacer intervenir aquí la idea de tentación.

    Es un hecho que mi conciencia está estructurada de manera que el abandono y la abdicación de las que he hablado me pueden aparecer como una tentación. ¿Qué decir, sino que esta vía se me presenta como una desviación con respecto a cierta vía derecha o, en el sentido más fuerte, normal? Un análisis fenomenológico de la tentación muestra en efecto que, en  todos los casos, ésta implica un descuartizamiento entre la vía en la que uno considera estar obligado a perseverar, y una vía oblicua en la que uno se siente empujado a implicarse. ¿Empujado por qué o por quién?

    Con seguridad, a la mente le resulta cómodo personalizar lo que enton­ces se convierte en el Tentador. No es éste el lugar para pronunciarse acerca de si esa personalización es o no ficticia; fenome­no­ló­gicamente, la cuestión no tiene que plantearse; únicamente debemos reco­nocer que, de una manera u otra, la conciencia se encuentra colocada en un estado de disonancia respecto a sí misma. Lo expresa muy bien la frase latina: Video meliora proboque, deteriora sequor [Veo y apruebo lo mejor, pero hago lo peor].

    Sin embargo, hay que añadir que la tentación podrá traducirse por un cuestionamiento de este meliora [lo mejor]: puedo intentar persuadirme a mí mismo de que el mejor partido es el otro.

    Pero, en este caso, ¿cuál sería esa vía recta de la que tengo conciencia de estarme apartando al adelantarme a mi muerte? Más exactamente, ¿cómo es interpretada, en esa dirección, la relación entre yo y mi vida? Me parece necesario recurrir a alguna comparación, al menos como paso previo de la reflexión; y la que se presenta con toda naturalidad es el puesto que a un militar le han confiado sus superiores. Cómo no habrá de volverse culpable de deserción si abandona su puesto so pretexto de que se convierte, o amenaza con convertirse, en insostenible.

    Es inevitable que se me objete que mi situación de ser vivo es diferente, en el sentido de que no implica la existencia objetiva de un superior cuya desconfianza yo traicionara al desertar. El problema se centra aquí en las palabras “existencia objetiva”: ¿de verdad es necesario, para que tome la vida como un don, que el donante presente un carácter de objetividad? Manifies­tamente, no; incluso, esta idea de un donante objetivo está vacía de sentido.

     Pero –se proseguirá- ¿esa idea de la vida como don no presupone cierto contexto que puede decirse eclesiástico y didáctico? Se me ha enseñado, en nombre o en virtud de cierta revelación, que mi vida no me pertenece, puesto que ha sido dada, y así otras cosas… Hay que responder, sin lugar a dudas, que esa enseñanza es para mí letra muerta mientras no la haya ratificado interiormente. Esta ratificación es lo único que importa. Se trata de una verdad, no impuesta, sino propuesta.

    Esforcémonos en clarificar la situación tal y como la hemos evocado.

    Existe al menos una perspectiva según la cual estoy llamado a pensar que mi vida no se confunde con lo que muy confusamente denomino yo mismo, según la cual esta vida no está a mi disposición. Resaltemos por otro lado que, en una gran medida, depende de los que me rodean el que esta perspectiva se precise o no. Esta observación es muy importante, porque saca a la luz el carácter arbitrario de una suerte de monadismo práctico que considera exclusi­vamente mi propia responsabilidad ante mí mismo. Cierto, esta responsabilidad subsiste, pero ¿no es preciso reconocer que tiende a difuminarse en las condiciones mismas de las que he hablado, es decir, en el caso del hombre que ve que su propia vida se vacía de su sentido e incluso de su contenido? Me parece rigurosamente exacto decir que tiende a producirse entonces una transferencia de responsabilidad, y me inclinaría a decir que, si el suicidio es un crimen, este crimen es ante todo imputable a quienes no supieron retener al desdichado en su pendiente fatal, dando pruebas con su solicitud de que su vida sigue siendo preciosa, a pesar de todas las apariencias contrarias.

         No me engaño sobre el carácter paradójico de una posición así. Demasiado bien conocemos la soledad de innumerables seres abandonados por los suyos o de los que éstos han renegado, incluso cuando tienen una familia, o esos seres reducidos al estado de desechos en unos establecimientos en los que reina, si no la animosidad o el desprecio, sí al menos la más inhumana indiferencia. Sería querer cegarse uno mismo poner en duda el inmenso desinterés del que el individuo tiende a ser víctima en una sociedad tecnificada, a partir del momento en el que ha perdido su sitio –así, al pie de la letra-, en el que ha dejado de estar integrado. Además, llevando el análisis más lejos, descu­bri­ríamos sin duda que muy a menudo, allí donde esta integración subsiste, sólo muy raramente comporta esa koinonía concreta que despide un calor vital y benéfico. Así pues hay que reconocer que, en un mundo semejante, la afirmación según la cual la vida es un don de Dios tiende a perder, no digo su plausibilidad –pues este término no cabría aplicarlo-, pero sí su resonancia, salvo en algunos seres excepcionales en quienes, con denominaciones por lo demás variables, la gracia sigue siendo susceptible de ser aprehendida como tal.

         Ahora bien, me parece que aquí es donde el filósofo debe hacer intervenir un tipo de reflexión que le pertenece en propiedad y que significa, ante todo, ponerse en guardia: pues también aquí está presente la tentación, y debe ser denunciada. Es ésa a la que, con toda evidencia, cierto existencialismo ha debido de sucumbir, y que consiste en pensar la existencia a partir de sus expresiones degradadas. Un teatro aberrante como el de Beckett nos aporta el testimonio más patente de esta perversión. Nada se puede comprender ni nada se puede aclarar a partir de la derelicción, pues ésta únicamente puede ser comprendida como límite de un proceso de decadencia. Ahora bien, sería contradictorio en los términos poner la decadencia como principio; ella es lo contrario mismo de un principio, de modo que, a partir de estas observaciones evidentes pero hoy casi universalmente desconocidas, es imposible no comprender por qué la primacía del ser, es decir, de la plenitud, debe ser mantenida a cualquier precio y contra todas las evidencias.

         Así que es en esta perspectiva óntica –algunos dirían ontológica- en la que, a fin de cuentas, ha de ser pensada la relación entre yo y mi vida. Dicho sencillamente, esto quiere decir que tengo que interrogarme sobre la relación entre mi ser y mi vida.

         Ahora bien, ¿cómo no ver que las palabras “mi ser” designan algo que me cuesta hacer aflorar a la conciencia clara? Si me pregunto cuál es el contexto en el que me veo llevado a hablar de mi ser, encuentro por ejemplo esto.

         Imaginemos que se me haga una propuesta contra la que me revuelvo porque entra en contradicción con lo más profundo de mí mismo; podría decir que es mi ser todo entero el que protesta. La calificación todo entero resulta aquí reveladora. Es como si se reconstituyera cierta unidad en esta protesta –una unidad que cabría comparar a la que una familia por lo general dividida reencuentra en una circunstancia grave-. Podríamos decir, y esto puede aclarar un poco este problema difícil, que en ese caso mi ser parece afirmarse o establecerse en una dimensión que no coincide con la de lo que llamo mi vida. ¿No puede suceder, en efecto, que mi vida, en su curso natural, dé la impresión de abandonarse a una pendiente que puede ser la de la facilidad o del dejarse llevar o, en otros casos, de la desesperanza –y esto nos está reconduciendo a lo que dijimos antes-? Pero en el ejemplo de la protesta, al menos si ésta no es meramente verbal, si toma cuerpo en un repudio, es decir, en una decisión, nos las habemos con lo que hay que llamar un recogimiento de aquello mismo que, en la dimensión de la vida abandonada a sí misma, tendía a pulverizarse o a disolverse.

         Desde el punto de vista de una filosofía concreta, no hay nada más importante que considerar el hecho de que nuestra estructura, cualquiera que sea la manera en la que se pretenda representarla, permite ese recogimiento.

         Otro ejemplo, por lo menos igual de característico, nos lo ofrece el desapego, es decir, el acto por el que dejo de centrarme en lo que los espi­ri­tuales llamarán los bienes de este mundo, es decir, las satisfacciones que espon­táneamente acostumbramos esperar de la vida y sin las cuales ésta tiende a aparecer como invivible.

         Por supuesto, este cambio de centro que el desapego implica corre un grave riesgo de resultarle incomprensible a quien siga estando, justamente, prisionero de la vida y de los bienes de este mundo. En esta perspectiva, el hombre del desapego, dicho con más precisión el asceta, aparecerá como víctima de una ilusión, puesto que el centro alrededor del cual gira no sólo su pensamiento, sino lo que hay que llamar su conducta, no podría hallar sitio en la vida meramente vivida. Pero ¿no es precisamente misión del filósofo denunciar la ilusión a la que cede el esclavo de la vida cuando él mismo tacha de iluso un modo del ser al que es incapaz de elevarse y en el que no alcanza a participar?

         La reflexión muestra que sería inconsiderado proceder a lo que llamaré una sobreevaluación sistemática de lo que he llamado mi ser. Por ejemplo, puede suceder que la protesta de la que he hablado apunte a un acto de coraje o a un sacrificio del que no basta con decir que me siento incapaz, sino que lo rechazo con toda mi voluntad. Sí que interviene aquí la voluntad, pero para estampar su sello a lo que es una disposición de la naturaleza.

         Me parece que la diferencia entre mi naturaleza y mi ser reside justamente en esta intervención de mi voluntad. Podrá suceder, por lo demás, que un laborioso proceso interior acabe provocando en mí una mutación tal que al final realice, quizá con una alegría dolorosa, el acto aquel al que en un principio me había negado categóricamente.

         Pero lo que aquí tiene que ser objeto de una meditación, cuyo carácter arduo reconozco plenamente, es el sentido en el que el indicador posesivo conserva o, por el contrario, tiende a perder su aplicabilidad.

         Lo que sí me parece evidente es que esa aplicabilidad permanece allí donde mi ser y mi naturaleza tienden a confundirse. Pensemos en la obsti­nación testaruda con la que, en una circunstancia como la que acabo de evocar, un hombre diga por ejemplo: “Yo soy así, nada me va a cambiar” (Y claro está que ese “Nada me va a cambiar” no es una simple constatación, sino que significa más bien: no consentiré que nadie intente cambiarme). Ahora bien, ¿no cabría concebir que ese trabajo interior al que acabo de aludir es el encargado de fundir las resistencias en nombre de las cuales el ego se afirmaba justamente como ego? Esforcémonos por entender lo que significa exactamente en un contexto espiritual como éste ese verbo “fundir”, al que nos hemos visto casi obligados a recurrir.

         Observemos por lo demás con sumo cuidado que es susceptible de aplicarse no sólo de modo distinto, sino exactamente opuesto, en el caso en el que una resolución, ella misma valerosa, es atacada de modo trapacero por las inclinaciones que ascienden de la vida y de los bienes de este mundo. Es interesante y sin duda instructivo considerar a la vez estos dos casos inversos, que parecen sin embargo presentar una analogía, puesto que, tanto en el uno como en el otro, se trata de lo que he llamado una fundición.

         Esto se aclarará si prestamos atención a las relaciones entre mi ser y mi voluntad. Empecemos destacando que mi voluntad puede ser una noluntad, es decir, un rechazo, pero que también puede desplegarse en sentido opuesto. Desde el punto de vista que es el mío en todo este estudio, no puedo dejar de destacar que el indicador posesivo se delata sobre todo, y quizá incluso exclusivamente, en el caso del repudio o, quizá más generalmente, en el de la obstinación. Por el contrario, allí donde se realiza el laborioso proceso interior al término del cual, por ejemplo, decidiré perdonar al que me ha dañado, todo sucede como si el ego estuviera como reducido o, repitiendo la metáfora empleada antes, como fundido. Por supuesto, formalmente sigo siendo yo quien perdona, pero, si mi perdón es auténtico, implica una suerte de reabsorción del yo, la cual deja sitio a un estado al que quizá podría aplicársele el término tan a menudo empleado por Heidegger de Gelassenheit. Observemos incluso, como una suerte de confirmación de todo esto, que si llego a enorgullecerme por el hecho de que perdono, poniendo así el acento sobre el Yo, en esa misma medida mi perdón se desnaturaliza, se pervierte.

         Con todo, sería inexacto decir que ese trabajo interior se efectúa al margen de la voluntad. Esto sólo cabría pretenderlo afirmando arbitrariamente que mi voluntad siempre implica una tensión o incluso una sobretensión.

         Ya en mi Diario metafísico (p. 216) escribía que pienso que “Querer es distenderse y no crisparse”. Todavía sería necesario precisar que esta distensión no es un relajamiento y que, si es un abandono, lo es en el sentido en el que abandonarse puede ser consentir. En esta línea de pensamiento, se mostraría sin dificultad que la voluntad es entonces el consentimiento a la Gracia. Siempre he citado como ejemplo de lo que quiero decir el admirable monólogo de Augusto, en el Cinna de Corneille, que es a mi entender no sólo la cima de su obra, sino una de las expresiones más nobles de la tragedia universal.

         De todas estas observaciones, se desprende que, cuando hablo de mi ser, me refiero a una región que se despliega entre el yo y lo que de buena gana denominaría el súper-yo, aunque, eso sí, sin tomar este término en el sentido exacto que le dan los psicoanalistas. Por lo demás, no nos dejemos engañar por la imagen espacial que puede provocar el término “región”, pues aquí estamos en lo temporal, aunque en las fronteras de lo que rebasa al tiempo.

         Es momento de que me esfuerce en reunir lo esencial de lo que ha sido dicho a lo largo de una indagación titubeante a la vez que sinuosa.

 

         Hemos visto, para empezar, que soy y no soy mi cuerpo. Quizá habría que decir que la afirmación soy mi cuerpo se suprime o se niega desde el momento en el que se enuncia. Decir: soy mi cuerpo implica en realidad que no soy mi cuerpo, pues el decirlo, en la medida en que esté cargado de sentido, no es y no puede ser un hecho del cuerpo.

         La reflexión sobre la afirmación soy mi vida desemboca en una conclusión sensiblemente análoga. Expresemos esto de una manera algo diferente a como lo he hecho hasta ahora: difícilmente puedo, incluso cabe que no pueda nunca, reconocerme enteramente en mi vida, aun cuando tampoco pueda disociarme o desgajarme radicalmente de ella. Pero, en última instancia, puede suceder que mi vida se me presente como extraña [étrangère]; ¿extraña a qué? No es muy fácil responder esta pregunta. Pero cabe concebir que, en el momento de morir, o en plena crisis interior que me conmociona hasta lo más hondo, yo llegue a renegar de mi vida. No se puede poner en duda que ése ha sido el caso para algunos grandes pecadores.

         No sería en absoluto razonable minimizar o despreciar el valor de ese reniego. En este sentido, la teología cristiana tiene ciertamente razón cuando concede tan grande importancia a esa disposición interior en el momento en el que el hombre va a dejar la tierra. Sólo haré una reserva, y es que, no obstante, hay que tomar en cuenta los casos, hoy tan numerosos, en los que la muerte es súbita y parece no permitir nada similar a un recogimiento interior. Pero cuando éste es posible, ¿no es patente que, más allá de mi vida, el reco­gi­miento interesa a mi ser y que éste, en cierto modo, decide entonces acerca de mí?

         Ése es el instante en el que la palabra salvación adquiere todo su sentido, y también, claro está, correlativamente, la palabra perdición, sin que tengamos que retener nada de esas imaginerías con las que los predicadores, más que los teólogos, se han afanado de manera –hay que decirlo- a menudo muy torpe en volver sensibles para los pobres humanos unas realidades espirituales que apenas se prestan a semejantes traducciones.

         Lo que ciertamente podemos permitirnos decir es que la salvación es la liberación, mientras que la perdición es, por el contrario, el repudio definitivo a soltar presa, es decir, de nuevo, la crispación de un yo que sigue centrado en sí mismo.

         Por supuesto, todas estas reflexiones requerirían que las prolongara, y tal prolongación no se podría realizar más que en una zona hiper­feno­me­nológica, a partir de testimonios que, hablando propiamente, no pertenecen al contenido revelado, sino que se sitúan en el interior de lo que Teilhard de Chardin llamaba la noosfera. Me cuidaré mucho de adentrarme en ese ámbito, pero tendría el sentimiento de faltar a la honradez si no dijese que perso­nal­mente concedo una importancia muy grande a ese estudio, a esa investigación, y que ahí reside la razón de que, desde hace medio siglo, no haya dejado de poner mi atención en la parapsicología y de sublevarme contra quienes, por miedo a comprometerse o a ser engañados, consideran tales investigaciones inadmisibles, algo que cada día me parece menos legítimo. [Traducción de Jesús María Ayuso Díez]


 

El hombre existe comprendiendo un sentido

Martin Heidegger

El ser encarnado, punto central de la reflexión filosófica

Gabriel Marcel

(Filosofía concreta)