¿Qué es educar: permitir o transmitir?

Elementos para un debate de fondo

 

Hurbinek: una vida rota

 

Jean-François Forges

 

Foto tomada en Polonia des­pués del 27 de enero de 1945. Son ni­ños so­bre­­vi­vien­tes de Aus­ch­witz que, poco después de ser libera­dos, cami­nan fue­ra de sus bar­ra­cas.

 

 

Hurbinek es el emblema de las vidas que no pudieron ser vividas.

    Estamos a finales de febrero de 1945. Auschwitz ha sido liberado por los soldados so­viéticos. Los antiguos prisio­neros han sido reunidos en el campo principal. Nieva. Las calles del Lager hormiguean de gentes que se llaman, que gritan, que cantan.

 

Del otro lado de las ventanas, aunque estuviese nevando co­piosa­mente, las funestas car­re­­teras del campo no estaban ya desier­tas sino que hervían en un bullicioso ir y venir de gen­te, confuso y ruidoso, que parecía un fin en sí mismo. Hasta entrada la noche se oían re­­so­­nar gritos alegres e iracundos, llamadas, canciones. A pesar de ello mi atención, y la de mis vecinos de cama, pocas veces podía eludir la presencia obsesiva, la mortal fuerza de afirmación del que entre nos­otros era el más pequeño e inerme, del más inocente: de un niño, Hurbinek.

    Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Pare­cía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nom­bre de Hurbinek se lo había­mos dado nos­otros, puede que hubiera sido una de las mujeres que había inter­pre­tado con aquellas sílabas alguno de los sonidos inarti­culados que el pe­que­ño emitía de vez en cuando. Estaba para­lítico de medio cuerpo y tenía las piernas atro­fia­das, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asae­tea­ban atrozmente vivaces, llenos de pre­guntas, de afirmaciones, del deseo de des­enca­de­nar­se, de romper la tumba de su mutismo. La palabra que le faltaba y que nadie se había pre­ocupado de enseñarle, la ne­ce­sidad de la pala­bra apremiaba desde su mirada con una ur­gencia explo­siva: era una mi­rada salvaje y humana a la vez, una mirada ma­dura que nos juz­gaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afron­tar, de tan cargada como estaba de fuerza y de dolor.

    Ninguno, excepto Henek: era mi vecino de cama, un muchacho húngaro robusto y florido, de quince años. Henek se pasaba junto a la cuna de Hurbinek la mitad del día. Era ma­ternal más que pater­nal: es bastante pro­bable que, si aquella convivencia pre­caria que te­níamos hubiese durado más de un mes, Henek hubiese ense­ñado a hablar a Hurbinek; seguro que mejor que las muchachas polacas, de­masiado tiernas y demasiado vanas, que lo mareaban con caricias y besos pero que rehuían su intimidad.

    Henek, tranquilo y testarudo, se sen­taba junto a la pequeña esfin­ge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arre­glaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían re­pugnancia; y le hablaba, natural­mente en hún­garo, con voz lenta y paciente. Una semana más tarde, Henek anunció con seriedad, pero sin sombra de pre­sun­ción, que Hurbinek «había dicho una palabra». ¿Qué palabra? No lo sabía, una palabra di­fí­cil, que no era húngara: algo parecido a «mass-klo», «matisklo». En la noche aguzamos el oído: era verdad, desde el rincón de Hurbinek nos lle­gaba de vez en cuando un sonido, una palabra. No siempre era exacta­mente igual, en realidad, pero era una palabra arti­culada con toda seguridad; o, mejor dicho, palabras articuladas lige­ra­mente diferentes entre sí, va­ria­ciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, tal vez a un nombre.

    Hurbinek siguió con sus experi­mentos obstinados mientras tuvo vida. En los días siguientes todos lo escu­chamos en silencio, ansio­sos por com­pren­derlo. Entre nosotros había gente que hablaba todas las lenguas de Europa, pero la palabra de Hurbinek se quedó en el secreto. No, no era un mensaje, no era una reve­lación: puede que fuese su nombre, si alguna vez le había tocado uno en suerte; puede (se­gún nuestras hipó­tesis) que qui­siese decir «comer», o «pan»; o tal vez «carne» en bohemio, como sos­tenía con buenos argumentos uno de nosotros que conocía esa lengua.

    Hurbinek, que tenía tres años y probablemente había nacido en Ausch­witz, y nunca había vis­to un árbol; Hurbinek, que había lu­chado como un hombre, hasta el último sus­piro, por con­quistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder bestial lo había exi­lia­do; Hurbinek, el sin­nombre, cuyo minús­culo antebrazo ha­bía sido marcado con el tatuaje de Auschwitz; Hur­binek murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no redi­mido. Nada que­da de él: el testimonio de su existencia son estas palabras mías. (Primo Levi, La tregua).

 

Hurbinek no es judío. Los niños judíos no eran admitidos en el campo, sino ase­si­na­dos a su llegada. Él nació en Auschwitz quizás, de padres que podían tener al­gu­na de to­das las nacionalidades de Europa. Es acaso un pequeño polaco, proba­ble­men­te un pe­queño Gitano. Los ale­manes expul­sa­ban a los habi­tantes de las region­es que coloni­zaban. Algunos se en­cuentran mis­te­rio­samente en Ausch­witz, incluidos los niños huérfanos. En el relato de Primo Levi, Hur­bi­nek no sale de su barraca y no ha visto ni un árbol en el campo principal de Auschwitz. Hoy los ár­boles son nume­­ro­sos y les alegran las ave­ni­das a los visi­tantes. El Stamm­lager ha cam­biado mu­cho.

    ¿Por qué unos niños viven en un campo de trabajo? Segu­ramente no para rea­­lizar un trabajo. ¿Están ahí para los ex­perimentos de Men­gele? ¿Están ahí por in­di­ferencia? ¿Por humanidad? Nada es seguro en Auschwitz. No hay ninguna re­gla, ninguna razón. No hay porqué”. Hay que esperarlo todo. Hay otros niños en el relato de Levi: Peter Pavel, de cinco años, pequeño animal salvaje y jui­cio­so, rubio y robus­to, que no tenía necesidad de nadie; Kleine Kiepura, de doce años, denun­ciante y “protegido” del Lagerkapo que seguía imaginán­dose el La­ger vociferando “en ale­mán órdenes impe­riosas a una tropa de es­clavos lar­va­rios", y que desa­pa­­reció misteriosamente. Henek mismo nos es presentado lar­ga­­mente, con buena salud física y mental, pequeño, dulce, atlético. Cada uno te­nía su destino de muerte pero también de vida en Auschwitz. El trabajo del es­cri­tor es el de hacer revi­vir a todos los perso­najes del Lager. (Jean-François Forges, Educar contra Auschwitz. Historia y memoria).

 

Primo Levi (1919-1987)

 

 

Educar: hacer surgir en el otro la palabra que no puedo dictarle

 

Philippe Meirieu (1949)

 

La historia de las relaciones Henek-Hurbinek ha interesa­do natu­ralmente a los pedagogos. En el curso de una confe­rencia orga­ni­zada en Belley, en relación con el museo-memo­rial de Izieu, Philippe Meirieu habló del texto de Primo Levi. Recojo aquí lo esencial de una intervención oral, que no ha sido redactada. Puede enriquecer la reflexión de quienes quie­ran utilizar en clase el relato de la corta vida de Hurbinek.

    Estamos ahí ante a una situación educativa radical, una de las más desesperadas que existen. He ahí un niño que no ha visto nunca un árbol, que no se mueve, que está ahí esperan­do verosímilmente su muerte segura, a muy corto término. Alre­de­dor de este niño, las gentes se agitan. Las jóvenes polacas juegan con el niño, tratan de alegrarlo con una sonrisa, una caricia, confundiendo la felicidad y la dignidad. Un adoles­cen­te de quince años, sin duda poco cultivado, que no tiene voca­ción par­ti­cular de ser un educador, robusto, res­plan­de­ciente, mientras que todos des­es­peraban o trataban simple­mente de sua­vizar los últimos días de Hurbinek, lo toma en serio. Co­mienza por ayu­darlo a vivir en una actitud más ma­ternal que paternal.

Todos somos a la vez maternales y paternales pero esta ruptura no es fundamentalmente edu­cativa. Henek comienza por sua­vizar la vida coti­dia­na en el sentido más material del término: acomoda las mantas, lava al niño. Ya no estamos en el juego sino en un reconocimiento de humanidad. Sobre todo, le habla como a un adulto. No le habla como a un bebé o a un ser que va a morir, sino que le habla naturalmente, en su len­gua, el húngaro. Es una verdadera actitud educativa. Ésta no se divierte con el otro, no busca suavizarle la vida. Ésta lo reco­noce como sujeto mediante la palabra que se le dirige. Yo te reconozco, puesto que te hablo. La palabra que tú no compren­des es ya un reco­no­cimiento de tu huma­nidad. Te hablo como le hablaría a un igual. Y Hurbinek termina por res­ponder. No se entiende lo que dice, pero no importa.     La historia de Hurbi­nek nos enseña que hay que aceptar el hecho de no comprender la respuesta del otro. En el misterio de esa palabra desconocida yace acaso el de toda educación, es decir, de toda relación de un ser con aquél a quien quiere hacer crecer. Él le da su digni­dad al reconocerlo como sujeto y, por esta misma razón, no le dicta lo que debe responder y acepta incluso el hecho de no comprender la respuesta.

    Hay ahí una especie de duelo cos­toso. En el instante en el que se inicia el diálogo, uno se desprende de su deseo de verlo realizarse. Aceptar esta impotencia, no significa abdicar de nuestro poder. El otro responde lo que quiere. Ése es el precio para que él diga lo que es, y para que yo lo ayude a llegar a ser lo que será.

    Si yo me pongo en el lugar del otro, dice Lacan, el otro, ¿dónde se pondrá? La salida puede parecer un tanto irrisoria en relación con el texto de Primo Levi, pero es esencial. Educar es hacer un lugar para el otro aceptando que este lugar no esté ni pre­vis­to ni programado. Es querer hacer surgir una palabra que yo no puedo dictar de an­te­­mano. La edu­ca­ción es lo con­trario del totalitarismo. Educar es aceptar que la pa­la­bra sea errante, ines­pe­rada, discon­forme y seguir hablándole a un hom­bre huma­­na­mente. Hay ahí una de las vías posibles para que la edu­cación sea generadora de li­ber­tad y un medio para per­mitir conservar la memoria con vigilancia para que nunca más el vientre de la bestia vuelva a ser fecundo. (Philippe Meirieu, Mémoire et vi­gi­lance: quelle éducation? Tarde de debate en Belley (Ain) el 6 de abril de 1995, citado por Jean-François Forges, Educar contra Auschwitz. Historia y memoria).

 

 

 

Pero, ¿qué es educar: permitir o transmitir?

Alain Finkielkraut (1949)

 

A Philippe Meirieu le ha fascinado este relato; así, escribe: “Estamos ahí ante a una situación educativa radical”. Un adolescente y un niño; uno habla, el otro no. ¿Qué hace el que habla? Trata como a un igual a su compañero desprovisto de palabras, se dirige a él como si éste supiera hablar, aguarda su respuesta y el prodigio acontece, la respuesta llega: “Poco importa entonces que no se entienda lo que dice Hurbinek. Quizás ésa sea la recompensa de toda educación: aceptar que, al interpelarlo, el otro responda y nosotros no entendamos verdaderamente lo que dice. Desprendernos de nuestra voluntad de entender todo lo que sucede entre ‘los niños y los hombres’, de nuestro deseo de ver la relación educativa desembocar, como una relación comercial, en un intercambio perfectamente legible, transparente, medible y sin ninguna ambigüedad. Hacer el duelo de la maestría para aceptar que el otro emerja en su alteridad” –escribe Meirieu-. Así pues, Auschwitz asigna al pedagogo la misión de desatar el lazo secular entre educación y colonización de las almas. Enseñar después de Auschwitz, enseñar contra Auschwitz, es permitir y no transmitir; es prohibirse dar a alguien lo que se tiene para hacer sitio a ese alguien que no somos.

En lugar de comunicar un saber mediante la palabra, emplearse en hacer surgir una palabra que no podemos dictar de antemano. Y entonces Meirieu extrae la conclusión de su periplo memorístico: “La educación es lo contrario del totalitarismo”. Así que el pedagogo alertado identifica al maestro (maître) que tiene alumnos con el amo (maître)  que tiene esclavos. O, si existe alguna diferencia, es la que hay entre dos modalidades del despotismo: el dominus jerarquiza los seres; el magíster trabaja para homogeneizarlos. Al esclavo se le niega su humanidad, y al alumno su alteridad. “¡Nunca más!”, proclama Philippe Meirieu. Es imperiosamente necesario acabar con la detestable empresa de fabricar un hombre; hay que reconocer en cada niño un sujeto, un ser completo que tiene el derecho de ser escuchado. Que la opresión ceda el paso a la expresión, y entonces el milagro de Hurbinek volverá a producirse. Destronado por fin el verbo magistral, las subjetividades ya no encontraran traba alguna a su realización. Final del mundo único, del pensamiento único, de la cultura dominante disfrazada de cultura general: cada cual podrá al fin proferir libremente su secreto, hacer pública la cifra de su ser, sacar a la luz y comunicar el matisklo que anida en su más honda intimidad.

Flanqueado de árboles, el bloque 10 de Auschwitz I.

A la derecha, detrás del árbol, puede verse la cancela que da acceso al patio en donde se encuentra el "muro de las ejecuciones"

 

Sin embargo, Hurbinek no creía que decir fuera decirse. No tomaba su interioridad por la totalidad del ser. Matisklo no era su firma, sino su súplica. Lo que brotaba en él no era la palabra, sino la necesidad de la palabra. No reclamaba una mayéutica que le permitiese hallar el tesoro que él ya poseía, que le ayudase a verter su rebosante plenitud, que despertara en él cosas e ideas durmientes; lo que reclamaba era una voz que introdujese algo nuevo en su alma, una enseñanza que le aportase más de lo que él podía extraer de sí. (…)

    Hoy día Auschwitz encarna el mal al que conduce el odio total a la democracia. Y en lo que este acontecimiento niega la democracia, de alguna manera, la funda. En efecto, lo hemos visto: la democracia moderna no es sólo una forma particular de gobierno, es una experiencia nueva del otro, de sí mismo y del mundo. En adelante, la igualdad política reposa sobre el sentimiento de igualdad entre los hombres. Quien rechaza la semejanza humana es por lo tanto el enemigo íntimo de la democracia, su supremo adversario, su gran Otro, el antagonista que la descompone, el espectro que la espanta y el fantasma que ella combatirá sin descanso incluso y sobre todo si lo lleva al poder una mayoría de electores: “Cuando la igualdad de condiciones es el principio de la convivencia, los poderes no emanan únicamente del pueblo-nación, sino también, al mismo tiempo, de la humanidad. No sólo se ejercen en nombre del pueblo-nación, sino también, al mismo tiempo, en nombre de la humanidad” –como escribe Robert Legros-.

    Con todo y con eso, hasta una fecha reciente el espíritu de la democracia cohabitaba con otras normas, otros valores, otros criterios, heterodoxos o diferentes. Esa época pasó: el espíritu de la democracia ya no soporta ningún rival. Nada puede escapar a su ley; ocupa todo el sitio. Captura las formas antiguas, somete hasta su herencia, determina cómo comprender las relaciones humanas; a las instituciones existentes les abastece de las creencias y las justificaciones que las hacen aceptables. Cada vez más conquistador e intolerante, el espíritu de la democracia marca toda disimetría con el sello de la infamia totalitaria. Cada cual, sin importar qué edad tenga, debe poder ser su propio maestro y su propio dueño (maître). El ideal subjetivista de autoengendramiento y de realización de sí por parte de sí mismo se impone por doquier (…)

    Cuando el espíritu de la democracia moviliza el más horrible de los crímenes para denunciar a la misma cultura como si ésta fuera una negación bárbara de la igualdad o de la alteridad, lo que aflora es su propia barbarie (…).” (Alain Finkielkraut, Une voix vient de l’autre rive).

Robert Legros

El advenimiento de la democracia,

Caparrós editores,

Madrid, 2004

 

Reseñas del libro

Rincón de la cita

Gracias al maestro puede un pensamiento ser verdad; gracias al maestro las cosas pueden ser en ellas mismas. O, si se quiere: la creencia no se añade a una verdad, sino que la creencia es la condición de la verdad. O, si se quiere, aún: la creencia no depende de una adhesión por parte de la voluntad a un contenido de juicio, ni de la fuerza coercitiva del contenido mismo -contenido para siempre inagotable-; la creencia es el acceso al pensamiento cuando este pensamiento procede de un rostro. El rostro es una manera particular -muy distinta del desvelamiento- de abrirse el ser a nosotros en el verbo. (Emmanuel Levinas)

Les fondements idéologiques du "pédagogisme"

(Los fundamentos ideológicos del "pedagogismo")

Los dos nacimientos del hombre (F. Dolto)

Explicación

La propia historia, urdimbre de otras historias (F. Dolto)

Explicación

Desear, hablar, crecer

Explicación

Alimentar el deseo, ...pero dominarlo y pasar el relevo (F. Dolto)

Explicación

El peligro de repetir al adulto (F. Dolto)

Explicación

Reivindicación filosófica de la infancia (M. García-Baró)

La vita activa y la condición humana (Hannah Arendt)

Los otros son el hogar originario (Jan Patocka)

La vergüenza prometeica. El deseo de ser cosa (G. Anders)