Emilia Oliva

                                                                             Foto Chuty

 

COMO UNA LENGUA extraña

hubimos de aprender

la árida gramática de la espera

las torvas declinaciones de la distancia

la engañosa conjugación de los recuerdos

la ávida enajenación de la sintaxis

a base de briznas, de destellos

 

el final

que nada tiene que ver con el comienzo

sólo palabras lacias

cartas desvaídas

todo

        fragmentos

                                aquel amor

                                                    locuaz

vuelto silencio

 

como una lengua extraña

palpitante

entre espacios sin tránsito

la carcoma del tiempo

 

 (Emilia Oliva, Quien habita el fondoed. Celya, 2011

                IX Premio de Poesía "León Felipe"

                Tábara - Zamora, 2011)

           

 

La irreversibilidad del tiempo y

el elemento ético de la nostalgia

Vladimir Jankélévitch (1903-1985)

 

Podríamos decir del tiempo lo que Gabriel Marcel dice de Dios (¿no es ésta simplemente la divisa de la filosofía negativa?): hablar del tiempo es siempre hablar de otra cosa. Igual que hablar de la muerte es hablar de unas cosas y otras. Nadie puede concebir el fin o el comienzo del tiempo, y quien cree concebirlo y se obstina en esa creencia habla en realidad del fin o del comienzo del mundo, recayendo siempre en la cosmogonía. Lo que sí podemos imaginarnos es el fin de un mundo que perecería por el agua o el fuego -diluvio o incendio, las opiniones al respecto divergen-. Ahora bien, ¿cómo podríamos imaginarnos el fin del tiempo? Ni siquiera el fin de nuestra galaxia sería el fin del tiempo; incluso si el último cuerpo celeste acabara desapareciendo en la conflagración universal, el tiempo seguiría fluyendo. El hombre ya no estaría ahí para dar nombre a los días de la semana y a los meses del año, para decirle a este domingo de verano ‘eres domingo’; ya no habría relojes para contar el tiempo ni calendarios para situar los años y los siglos ni para localizar el tiempo presente; pero la temporalidad del tiempo sobreviviría a la aniquilación de todos los calendarios y de todos los relojes del universo. Pues el hombre es temporal de un extremo al otro y por completo; sus arrugas, sus tejidos, su sistema nervioso están en el tiempo. ¿Qué digo? ¡Sus mismos pensamientos sobre el tiempo son ya, también ellos, temporales! Mejor dicho aún: es el hombre todo él quien es el tiempo hecho carne, un tiempo bípedo, que va, que viene y que muere: el hombre no ejerce ninguna influencia sobre el tiempo; a lo sumo, podemos sustituir el tiempo por lo que no es él, confundirlo con esos contadores sociales que son los relojes y los calendarios, confundirlo con las cosas que hacemos en el tiempo, es decir, confundirlo con la historicidad y con los acontecimientos que la llenan. Los ritmos del tiempo pueden acelerarse a causa de la técnica, pero la técnica no engarza directamente con el tiempo: lo más que puede es medir, con sus metrónomos, los tiempos del tiempo y los lapsos de tiempo de la temporalidad, es decir, la velocidad; lo que hace es reducir el tiempo a la parte comprimible y materializable de la cronología; dicho de otro modo: a la duración minutable por el cronómetro… Ni siquiera la luz, aunque vertiginosamente rápida, es omnipresente, y tarda cierto tiempo en recorrer las inmensidades cósmicas. La velocidad, por muy fantástica que sea, difiere por su naturaleza y enteramente de la instantaneidad: la distancia entre una y otra sigue siendo infinita. ¿Acaso esa fracción infinitesimal de tiempo no es la rúbrica de nuestra finitud? El tiempo es consustancial a nuestro pensamiento, a nuestra existencia, a todos nuestros actos; es la carne de nuestra carne, la esencia invisible de nuestro ser y la quintaesencia invisible de nuestra esencia. Lo único que nos cabe hacer no es arrancarle un secreto ni siquiera una pizca de ese secreto, ni mucho menos pensarlo, sino vivirlo y revivirlo inagotablemente, desesperadamente. Y, a fin de cuentas, si hablar del tiempo es el ejercicio impotente de nuestra reflexión y, en consecuencia, el acto filosófico por excelencia, es porque el ejercicio filosófico consiste en manejar lo inmanejable, en ceñir objetos que no son objetos y que nadie nunca ha circunscrito ni sopesado, en plantear problemas que no son ni siquiera problemas. La filosofía desdeña el problema que es mero obstáculo, grumo, embrollo desembrollable, dificultad emplazable en el itinerario de la meditación… Pues si el problema fuera sólo eso, siempre se podría resolver o esquivar o eliminar; el empeño tendría una materia, el esfuerzo una resistencia que vencer… La vigilancia insomne junto a la agilidad acrobática: ése es el suplicio o, como habría dicho Fénelon, la ‘cruz’ de la filosofía…


Ese empeño en volver a tomar incesantemente el problema, en perseguir sin descanso una cosa que continuamente se pierde de nuevo, no indica ni un progreso ni una repetición; de alguna manera es la enfermedad crónica, la del hombre enfermo de tiempo.
        Es el tiempo mismo el que nos fuerza a ese empeño; incesantemente debo asegurarme de la evidencia para que no se me torne ambigua: pues es el tiempo el que me la arrebata por su fugacidad e irreversibilidad. La irreversibilidad no es una propiedad del tiempo: el propio tiempo es la irreversibilidad misma; ¡no hay más irreversibilidad que la del tiempo, ni tiempo que no sea irreversible! La irreversibilidad se define como la imposibilidad de repetir, y la imposibilidad de repetir implica la imposibilidad de confirmar. Lo irreversible lleva al colmo lo inasible:
deviniendo el devenir siempre sin regresar y progresando siempre en el mismo sentido, los recomienzos resultan imposibles y los arrepentimientos ineficaces; la segunda vez sigue a la primera y es por lo tanto otra distinta, aunque no sea nueva, aunque sea la repetición literal de la primera vez. El acontecimiento irreversible sólo deja tras de sí una imagen cada vez más borrosa, apenas un ídolo, un reflejo infinitamente dudoso y, al final, ya nada… ¿Cómo estar seguros de lo que hemos rozado una sola vez y un solo instante? Y, en consecuencia, ¿cómo saber dónde acaba el escrúpulo justificado y dónde empieza la enfermedad de la duda? Así es como, tras haber echado una carta en el buzón, el maniático vuelve atrás para ver si la carta no se ha caído fuera o si el buzón sigue estando allí… Y lo peor es que las cartas a veces se pierden por muchas precauciones que uno tome, ¡y precisamente por tomar demasiadas! Creemos haber echado la carta cuando en realidad no la hemos echado, creemos estar repitiéndonos cuando aún no hemos dicho nada o, al revés, creemos decir algo nuevo cuando no hacemos más que chochear repitiéndonos. Pues hay que contar con el genio maligno del olvido  y la distracción. ¿No es diabólico el olvido? El tiempo nos hace travesuras, como el genio maligno de Descartes… El vacío del tiempo: ¡quizás eso sea el diablo del olvido! El ser temporal y finito no puede pensar en todo; la capacidad limitada de nuestro espíritu hace que la atención que prestamos a una cosa se pague con la distracción y la inocencia respecto a las demás. ¡Así que la burla más irritante y más amarga es que a veces esté justificado el escrúpulo maniático! A veces los hechos le quitan la razón, mientras que otras se la dan… Esta ambigüedad se debe a la irreversibilidad del tiempo que hace de cada acontecimiento una primúltima vez, al ser la primera vez también la última. Por un lado, cada vez es una punta aguda, única en toda la eternidad y, en consecuencia, incomparable, irremplazable, inimitable, inestimable; más que rarísima, infinitamente preciosa; hablando con rigor, el valor de lo único es inevaluable; así es el hecho de haber sido, de haber vivido, de haber amado. Pero, por otro lado, la cosa infinitamente preciosa se convierte a la larga en infinitamente dudosa si nunca se repite. Aquí es la miseria de la temporalidad y de la mortalidad la que otorga un sentido profundo a la repetición. Algo que me han dicho y que nadie ha repetido nunca es como si nunca hubiera sido dicho; se pierde, recuerdo indiscernible del olvido, en lo lejano de las épocas y en la noche de los siglos. Llevado al extremo, la acumulación de años vuelve incierto ya cualquier testimonio. Una cosa que ha sucedido, pero una sola vez, ¿ha sucedido de verdad? Siendo joven habité en Praga, todo el mundo repite y me asegura y me confirma que es la ciudad más hermosa del mundo, pero nunca más he regresado a la ciudad más hermosa del mundo; llego a preguntarme: ¿Soy yo quien ha vivido en Praga? ¿Fue en Praga? ¿Era yo? ¿No he confundido mis recuerdos con los de otro? Y así ocurre con todo lo que ha sucedido una sola vez en la eternidad ¡y después nunca más! ¡Never more! El primer-último beso, el primúltimo encuentro. Una eterna duda envolverá en su mortaja de incertidumbre lo que nunca se repitió. Y por ello es por lo que imploramos la oportunidad de otra vez más, otra menudísima vez de gracia, una humilde y pequeña segunda vez para confirmar mi afirmación; pues la verificación empieza con esta gracia secundaria. El mismo Dios lo intenta dos veces para grabar las tablas de la ley, siendo la primera vez toda ella rotura y olvido… La renovación continua es pues una necesidad vital; la rosa de la que hablábamos debe ser a cada momento reanimada, despertada, reinventada, protegida contra los peligros y las negaciones; esa rosa del recuerdo está en todo momento a punto de marchitarse; no promete un desenlace, no señala el adviento de una vida nueva: hic incipit vita nova [aquí empieza una nueva vida] anunciaban quienes eran tocados por la gracia. Pero aquí no se trata ni de gracia ni de término ni de luz fundadora; la verdad que se descubre reside en el movimiento y el perpetuo recomenzar.

 

[…] El modo de ser del hombre es el devenir irreversible que desemboca en la muerte; lo irrevocable de la muerte pone el sello final a lo irreversible de la vida. Lo serio de la nostalgia procede de la muerte que nos saluda en ella. Algo tan irremediable como el haber-pasado del pasado no puede generar sentimientos frívolos. Si el hombre viviera eternamente y lo supiera, la nostalgia no tendría ese regusto amargo; en el número infinito de experiencias que un hombre podría tener a lo largo de una vida inmortal siempre conservaríamos una oportunidad de recomenzar esta o aquella experiencia ya vivida; en un caso extremo, se volvería posible y finalmente cada vez más probable la repetición literal; el eterno retorno sería una esperanza infinitésima. Pero la vida es finita y en consecuencia toda reiteración adviene como una oportunidad inaudita y un azar milagroso: las vivencias de esta vida están todas ellas abocadas a convertirse, tarde o temprano, en objetos de nostalgia… Sé de antemano que no las reviviré más, por triviales que sean. En cierto sentido, ¿no estamos muertos antes de estar muertos cuando la juventud ha muerto? La nostalgia, pues, no es en modo alguno una complacencia fútil; más bien, es un dolor gratuito, una delectación seria. Hay en ella un elemento ético, puesto que me remite a la ‘semelfacticidad’ o unicidad irreemplazable, incomparable, y, por ello, a lo trágico de la existencia. En realidad, estamos divididos entre dos seriedades: la seriedad de la acción prosaica del trabajo que transforma a la humanidad de hoy y prepara la de mañana; es ésta la seriedad de las cosas que hay que hacer y que han de venir; es la seriedad humanista que preside la construcción del socialismo. Tras una guerra, se restauran las ruinas, se establece para la nación un plan de reconstrucción, el pasado es cogido en las manos por el hombre que decide hacer de él un taller del futuro ilimitado. Esta seriedad es toda ella positividad afirmativa y creadora, puesto que es ella la que hace que surjan ciudades y fábricas, eleva el nivel de vida de los ciudadanos y aumenta indefinidamente su longevidad… sin suprimir la muerte: no es ésta una seriedad que precisamente necesite abogado. Pero hay otra seriedad metafísicamente distinta, puesto que su dominio es el del nunca más, el del ya no: hemos causado un daño que ya no puede ser reparado; me han dado una alegría que no se me renovará nunca más; he vivido y vivido mal, y esta vida mal vivida en ningún caso se repetirá; he echado a perder mi vida, mi vida única en toda la eternidad. Si esta visión retrospectiva del pasado es seria no es porque el pasado ofrezca algún asidero a la acción ni porque algún día yo vaya a poder sanar de mi herida nostálgica; no, esta visión es seria porque es inherente al destino (destin). Hay en la destinación (destinée) un núcleo irreparable que es el destino de toda destinación… La destinación expresa más bien la seriedad de la acción transformadora; el destino, más bien la seriedad de la tragedia que la muerte expresa en futuro y que lo irreparable expresa en pasado. La nostalgia, sentimiento de incompletud infinita, refleja esa ambigüedad del destino y de la destinación; la infinitud de la destinación queda limitada en el interior por un destino que es una muerte doble: en el futuro por la muerte sin más, en el pasado y en cada momento por la imposibilidad de recomenzar una vida mal vivida o por la imposibilidad de no haber vivido lo que se ha vivido; en suma, por lo irrevocable. (Vladimir Jankélévitch, Quelque part dans l’inachevé).
 


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El rincón de la cita

El tiempo que no has vivido
no sabes a lo que sabe.
El que has vivido y que vives
sabe a ceniza y a sangre.
Lo que aprendes al saberlo
es un saber de la vida
cuando es un sabor del tiempo

(José Bergamín)

La vida, entre la rebeldía y la dicha.

  

Emilia Oliva

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