Emilia Oliva

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quien no tuvo hijos

no ha de afrontar la iniquidad de la sangre

                                                [por lo que ha de venir

quien no tuvo hijos y labró la página como

                                                                  [quien siembra

lanza su plegaria y brinda al sol naciente

                                                [su trozo de universo

no teme ni lamenta el ultraje que ha de

                                                                        [sobrevenir

 

el tiempo, como fruto destripado en tierra,

                                                        [es dintel de huerto

 

de los otros, el desbroce

            (Emilia Oliva, cifras de una fracción periódica, 

            Luna de poniente, de la luna libros, 2013)

El peligro de repetir al adulto

Françoise Dolto (1908-1988)

 

Pregunta.- Hay una cuestión central en el debate de nuestra época, entre psi­có­logos, so­ció­logos, psico-so­ció­logos, etnólogos, médicos; en fin, entre quienes se inte­rro­gan sobre la realidad del niño en rela­ción con su devenir, con el devenir del Hom­bre: ¿Existe una espe­ci­ficidad de la infancia? ¿Tiene el niño una rea­li­dad propia, incluso aunque sea tran­s­i­toria, o bien es simplemente una etapa? En todas las disciplinas nos encon­tramos con esta ambigüedad y esta per­ple­­ji­dad a la hora de definir al niño.

 

Françoise Dolto.- Es una falsa cuestión, porque la frontera psíquica entre infancia y edad adul­ta no es muy nítida. ¿Quién puede sentirse adulto? Es verdad que existen refe­ren­cias so­má­ticas: la maduración gonádica, el final del proceso de osificación, la trayec­toria de desarrollo que pode­mos fijar en una curva y que muestra al má­ximo la “fuerza de la vida”. Desde este punto de vista –crecimiento, edad ce­lu­lar, etc.-, el niño es un pre-adulto, y el adulto un pre-viejo.

 

Pregunta.- Para manipularlo, no se le respeta como futuro adulto, sino que se le trata co­mo una no-per­sona, como si no estuviera incurso en ese futuro. Los nove­listas y los poetas que le reco­nocen un poder mágico contri­buyen a acreditar esa le­yen­da de irrealidad, de mundo aparte, ese angelismo que justifica que a los ni­ños no se les considere como personas ínte­gras. Pierre Em­­manuel escribe: “Pre­servemos el continente comple­tamente ma­ra­villoso y único e irreem­pla­za­ble del niño”. En este caso, lo reduce al estado de no-persona, al mismo tiem­po que de irrealidad.

 

F. Dolto.- Es verdad que los niños son poetas. El adulto puede ser tam­bién poeta, pero ha olvidado que, cuando era niño, ya lo era. Ha perdido ese sentido. Saint-John Per­se es un adulto, pero ha conservado en él el continente de la infancia, de don­de mana la fuente de su poesía. La poesía existe siempre subyacente, sólo que la educación, o más bien la ins­trucción, puede aplastar en un niño las posi­bi­lidades poé­ticas.

Al niño pequeño hay que liberarlo de una idea que a todos nos domina hasta los cuatro o cinco años, a saber: la de que el adulto es la imagen de él mismo cuando tenga su fuerza. Es verdad que el niño tiene ga­nas de conquistar el poder de ese adulto. Por lo demás, por eso es por lo que aprende, según el có­digo inteligible para los otros, la lengua que hablan quie­nes le crían; quiere ex­presarse como se expresan esos adultos; y, si algunos no apren­den bien la len­gua, es porque poseen ya su propio código de lenguaje, que es diferente del len­­guaje de los adul­tos. Entre ellos, los poetas son los que aceptan la lengua vehi­cular, o sea la lengua de todo el mundo, que permite a los unos y a los otros comunicar con unas palabras que deberían decir otra cosa y al mis­mo tiem­po continúan hablán­dole “a su árbol”, como el héroe del Bel Oranger [Hermoso Na­­ranjo], a seres visi­bles o invisibles, a seres imaginarios que conservan en ellos. Les ha­blan por medio de una lengua codificada de otro modo, que está centrada a la vez en la música y las imágenes y, al mismo tiempo, en es­can­sio­nes [per­tur­ba­ción de la pronun­ciación consistente en acen­tuar ciertas sílabas] que en la lengua de comu­ni­cación no serían fun­cionales: es ésta una lengua de placer, y no cual­quiera, de placer que no es posible impedir, que les resulta in­dis­pensable: el placer de crear; el poeta, si no escribe poesía, sufre hasta mo­rir. Revienta. La gente escribe porque, si no escri­biera, caería enferma. Pero es más fre­­cuente que, en lugar de desar­rollar su singularidad, los niños se vean grandes como los adultos que les rodean. El niño lleva los genes de esos adultos, pero tiene que llegar a ser totalmente diferente de ellos. Y creo que esto es lo que me agrada de la manera en que entiendo la Palabra de Jesús de Nazaret: “Dejad que los niños se acerquen a ”, a ese que representa en el mo­mento en el que habla al Yo, al Hijo de Dios, es decir, a alguien total­mente dife­rente de cada uno de los seres humanos de hoy, aparen­temente los únicos mo­delos que los niños poseen. Dejadles que lleguen a alguien distinto por completo de vosotros. Así lo entiendo yo.

Aunque sea difícil, es necesario extirpar del niño esa “ilusión má­gica” de que su padre es el modelo, el que sabe y al que ha de parecerse a base de imitarle. Más tarde, el “hacer como papá hace hoy (o como mamá)” es sus­ti­tuido por el “ha­cer como los chicos (o chicas) de la pan­dilla”: está buscando una identidad que sea admitida por los otros. De algún modo es siempre un inevitable alie­­nar­se en una apa­riencia valiosa. Tiene que llegar a ser él en relación con su origen vital, su deseo, no para agradar a otro, aunque éste sea su venerado padre.

    Ahí reside, creo yo, la novedad que el psicoanálisis ha aportado como idea de educación capaz de prevenir pérdidas de energía del corazón y de la inteligencia. Si lo tuviéramos en cuenta a la hora de formar maestros y educa­do­res, éstos aprenderían a preparar a un niño para que llegue a ser lo que tiene que ser según lo que él vive, lo que él es, lo que él siente, y no sólo según aquello de lo que tiene ganas y que, a sus ojos, otro posee; en tal caso, hay que decirle: “Me pides un consejo, y te lo doy. Pero, sobre todo, no lo sigas más que si lo deseas, porque este consejo sólo vale como intercambio hablado; es la reacción de alguien de otra generación a lo que te pre­guntas. Necesitabas hablar de tus inquietudes, y te res­pondo, pero no tomes lo que te digo como una verdad, pues es sólo mi opinión. Puesto que los humanos necesitan comu­ni­carse, te digo cuál es la reflexión que han suscitado en mí tus cuestiones, pero, sobre todo, no sigas este consejo; pregunta a muchas otras personas y, gracias a ello, elabo­rarás por ti mismo la respuesta a tus preguntas”. Lo impor­­tante es decir esto desde que el niño es muy pequeño: no imitar y nunca someterse al otro, aunque sea un adulto, sino encontrar su propia respuesta a lo que le cuestiona e inquieta. “¿Qué es lo que buscas? Veamos juntos cómo puedas quizás encon­trarlo… Y cuando lo hayas encon­trado, me dices qué has hallado y cómo lo has hecho; hablaremos de ello”. Esto es lo que debería ser la educación todo el tiempo. Lo que el adulto debe hacer es vigilar para evitarle al niño el riesgo de que le imite y se someta a su saber, a sus métodos, a sus límites, o de oponerse al otro, aunque le parezca presti­gioso, y que no encuentre valioso obedecer a otro sin crítica, ni que quien quiera someterle encuentre valioso haber sometido al niño a su directriz, sin crítica.

Es en extremo falaz consi­derar a los seres huma­nos durante su infancia como un mundo aparte. Encer­rarlos juntos en un supuesto círculo mágico es este­rili­za­dor. El papel del adulto, durante el tiempo que está en la familia, es suscitar y ayudar al niño a insertarse en la sociedad de la que es un elemento vivo necesario. Para sostener su desarrollo, hay que considerarlo en su advenir y confiar en el adulto en el que aspira llegar a ser. El drama reside en que, a partir del mo­mento en el que dejamos de mirarlo como un pequeño poeta, como un niño que sueña, que tiene su mundo aparte, hacemos que intervenga el modelo impuesto: “Eres un pre-adulto, pero en relación con el adulto que yo mismo soy”. Cuando en realidad es un pre-adulto, es verdad, pero de un estilo que aún no existe, que está por inventar, que él ha de encontrar por sí mismo.

    Lo más frecuente es que los niños, en la trágica condición en la que se les pone, sean o adulados o ava­sallados. Se encuen­tran deba­tiéndose entre esos dos trata­mien­tos, ambos abusivos: la tierna mirada so­bre su verde paraíso (“Apro­ve­chaos, igual que nosotros disfruta­mos a vuestra edad”), o bien el dedo enhiesto, cargado de correc­cio­nes, apun­tan­do hacia un modelo que hay que imitar. En ambas acti­tudes, el confor­mis­mo es reductor. Oculta la verdad: el niño que viene al mundo debería recor­dar­nos que el ser humano es un ser que viene de otra parte y que cada uno nace para aportar a su tiempo algo nuevo.

Se trata verdaderamente de dos com­por­tamientos del adulto hacia el niño que parecen anti­téticos, pero que, en realidad, son dos corrup­cio­nes de meno­res. Al niño o se le en­cierra o se le explota; lo mismo es sueño de infan­cia, fan­tas­ma nostál­gico, jardín que admirar, que objeto de poder, discípulo su­miso, servidor celoso, digno here­dero… [mera som­bra del adulto].

    Creo que ése es el drama perma­nente de la con­dición infantil: el ser hu­ma­no es un ser de deseo al inicio de su vida que muerde el señuelo de desear imitar al padre o a la madre, quien por su parte se siente muy feliz de ser imitado. En lugar de dejarle tomar día a día sus ini­ciativas y des­a­­rrollarse según su propia orientación, conforme a su propio deseo, el adulto piensa que si se lo somete, su niño tendrá más faci­li­dades y correrá menos riesgos. ¿Por qué no inspirarse del ejemplo de la medicina del cuerpo? Bien que vacunamos contra los peligros de las enferme­da­des; también po­dríamos vacunar al niño, desde tem­prana edad, contra el peligro de la imi­tación y la iden­tificación abu­sivas… Está obli­gado a pasar por ahí, por el hecho de que es pequeño y de que se intuye a sí mismo “grande” y que, como per­sona que ya es, quiere imitar al adulto. El niño no busca echadores de cartas para conocer su futuro, como hacen los adultos. A la pre­gunta: “¿Cómo seré de mayor?”, se responde: “Seré ‘él’ (o ‘ella’); así que conozco mi futuro”. El niño conoce su futuro: será igual que el adulto al que frecuenta, primero de sexo que no sabe diferenciado, después como el adulto de su sexo, hasta el día en el que está tan decep­cionado que entonces ya no quiere futuro. En­tonces se vuelve más verdadero, pero también corre más peligro respecto a la so­cie­dad, puesto que los padres no le reconocen si él no se reconoce en ellos. Ahí está el problema. Y también en que los niños no pre­tenden conocer el futuro, y en que la muerte no es problema para ellos como para el adulto, que la teme. El niño, no: vive al día.

Sucede que ello le conduce a la muerte, ello le conduce a lo que llamamos “castración”, es decir, a la pérdida de sus posibilidades de vivir una vez que las ha agotado a la manera de niño, y saldrá de ahí púber, y después adulto. Pero él no prevé todo esto, y por ello todos cuantos hacen literatura apoyán­dose en el psicoanálisis dejan de lado el problema: en efecto, no se trata de describir los procesos incons­cientes desde el exterior, sino de entender el hablar y el actuar de alguien que los vive a su manera, diferente de la de los demás.

    Así es como vivimos el tiempo de la niñez: algo no marcha, no hace­mos ningún proyecto, los recursos están en lo inmediato: un hermano mayor, un padre adoptivo, un árbol, un avión que pasa por el cielo… Hemos balizado su camino, su ámbito, evolucionamos incons­cien­temente en el advenir del adulto. Y si se tienen ganas de acabar, siem­pre hay cerca un río o un árbol desde el que nos tiraremos, o iremos a casa de otro… Haremos diez kilómetros, haremos auto-stop. Es muy limi­tado. El niño no pretende conocer el futuro; lo hace, crea el futuro. No es prudente. No anda con cautelas. Obra según su deseo, asume las conse­cuencias.

    En sus relaciones con la natu­raleza, su antropomorfismo no es científico ni poético: es todo a la vez. Sin duda, es el momento de la conciencia humana en el que efectivamente las cosas no están separadas en disciplinas. Sucede como si fuéramos al río para coger en él arena aurífera para hacer con ella la propia casa, sin haber sepa­rado las pepitas de oro. Esta totalidad es la que encontramos, no ya en el niño tipo, sino en el niño que hay en cada ser hu­ma­no. Quizá sería ya un progreso (en todo caso metodológico) el no hablar sólo de la infancia… La infancia de cada hombre, cada mujer. De ningún modo: los Niños o la Infancia… Me enfu­rezco cuando me veo diciendo “el Niño”, porque por costumbre decimos “el niño”, pero tal abs­tracción no existe, ese con­cepto es falso: eso no quiere decir nada. Para mí es un niño, tal niño; pero también un adulto y una mujer; la mujer no existe. Más aun, eso de “los niños” es peligroso; lo engloba todo; más bien habría que decir “ciertos niños” o “tal niño”. Podemos decir: los humanos en el estado infantil. Si no, recaemos en la trampa del no-adulto y del pre-adulto, abs­tracto y, por tanto, ine­xistente.

Podemos compararlo con un árbol que, en primavera, aún no tiene frutos. No reacciona al mundo, a las intemperies, al cosmos, como lo hará cuando haya tenido frutos. En el estado infantil, cada hombre es ese ser portador de poten­cia­li­dades crea­doras, pero que desconoce serlo, o bien, si se lo imagina me­diante fantasmas, no hace caso. Dichosa imprevisión, corre­lativa al amor por la vida, a la esperanza en ella y a la confianza en sí. (F. Dolto)

 

Si la necesitas, aquí tienes una explicación

Los niños tiranos.

¡Un poquito de sentido común!

Didier Pleux

 

¡Cada vez son más los niños que se convierten en auténticos verdugos de sus padres! ¿A qué es debido este problema y cómo resolverlo? Para Didier Pleux, doctor en Psicología del Desarrollo, lo que hay que comprender es que amar es también saber decir “no”. Autor del libro Del niño rey al niño tirano, nos habla de la “buena autoridad”.

 

Doctissimo: Usted insiste en que es preciso que los padres tomen conciencia de ello. ¿Es que algunos no se percatan de la situación?  

Didier Pleux: Muchos padres pueden considerar normal el comportamiento de su hijo cuando se dé una auténtica omnipotencia de éste, quien decida sobre todo. Y, en efecto, los padres pueden no darse cuenta de esto, ya que esta situación va imponiéndose de manera progresiva. ¡Los niños tiranos no han nacido por generación espontánea! Y, sin embargo, los padres aguardan a que suceda algo grave para decidir que hay algo que no marcha: fracaso escolar, fuga. Es importante que los padres observen a su hijo, no sólo asegurándose de que le van bien las cosas a él, sino también de que van bien sus relaciones con los demás. Para esto, lo que hay que hacer es observar sin andar buscando en modo alguno qué sentido se esconde tras los actos: no sirve de nada “psicologizar”, cueste lo que cueste, como hacen algunos padres: “es que el niño tiene mucho carácter”, “es que es demasiado inteligente”. ¡Tenemos que hacer predominar el sentido común sobre la búsqueda de sentido!    

 

Doctissimo: En su libro, usted hace referencia a la “buena autoridad”. ¿Podría decirnos algo más al respecto?

Didier Pleux: La buena autoridad consiste en amar, estimular, acompañar, proteger, para favorecer la eclosión de la personalidad. ¡Pero también consiste en exigir, frustrar, controlar y sancionar!  Pues, para que el niño se construya, es necesario el amor y, a la vez, la frustración. Así, pues, la buena autoridad debe tener en cuenta tanto a la psicología como al principio de realidad. Hay que casar a Dolto con Rousseau. Ciertamente, la frustración sin amor conducirá a la castración  y a la neurosis, como, en lo esencial, era habitual antes de los años 60 a 70. Pero hoy el amor sin frustración conduce a la tiranía.

 

Doctissimo: ¿Qué entiende usted por sancionar?

Didier Pleux: Cuando hoy se habla de sanción, la gente piensa en las reacciones puramente emocionales de antes de los años 60: rechazo, violencia. Pero yo no hablo de sanciones emocionales de este tipo. ¡No se trata de rehabilitar el cachete! La sanción debe ser sencillamente una consecuencia realista: si tú no haces esta cosa, no veo por qué yo habría de darte esta otra. Establezcamos una analogía: podríamos compararlo con el mundo laboral: si un empleado no viene a trabajar durante una semana, la consecuencia es que no se le paga su semana. La sanción tiene que ser pues proporcionada. Y, sobre todo, tiene que ser inmediata. Hoy son muchos los padres que toleran todo hasta que explotan, cuando lo preferible es reaccionar ante cada desencadenante.

 

Doctissimo: Cuando estamos ante un niño tirano, ¿es absolutamente necesario acudir a la consulta del especialista?

Didier Pleux: Lo primero que hay que intentar es abordarlo en clave educativa en la familia, antes de recurrir a una eventual psicoterapia. La consulta se comtempla sólo en un segundo momento, únicamente si esa primera manera de abordarlo no ha sido realmente eficaz. Lo importante es volver a poner en el centro la educación, ya que son muchos los padres que piensan que, hagan lo que hagan, el niño se construirá “totalmente solo” y que, por lo tanto, es inútil intervenir.

 

Doctissimo: ¿Qué es de los niños tiranos más tarde?

Didier Pleux: Vivirán de manera totalmente egocéntrica: “hago lo que quiero cuando quiero”, sin preocuparse de los demás. Pero siempre serán muy sensibles al principio de realidad: en la pareja, en el trabajo, soportarán muy mal las contrariedades y las frustraciones. De este modo, se tiene la impresión de que todo en su entorno será fuente de desagrado: el patrón, el clima, el cónyuge. Pues se habrán acostumbrado a “todo y al instante”. Ahora bien, este principio de hedonismo a corto plazo no es la felicidad.

 

Doctissimo: Hoy es habitual criticar a la generación de padres heredera de Mayo del 68, demasiado permisiva, la cual estaría en el origen de esta tiranía del niño. ¿Cuál es su parecer?

Didier Pleux: A mi entender esto no depende de Mayo del 68, sino esencialmente de la corriente psicoanalítica que surgió en los años 70. Esta evolución era necesaria para devolverle al individuo su importancia. Pero hoy esto ya no es necesario; no es que haya que abandonarlo, claro está, pero sí hay que corregirlo. Para mí, los niños tiranos son globalmente consecuencia de tres factores esenciales: la psicología clásica y su tendencia a considerar al niño como una víctima; la sociedad de consumo y su interés en que los niños tengan ese ascendente y, finalmente, el que los padres se hayan desentendido.

 

Entrevista realizada por Alain Sousa

 

De l'enfant roi à l'enfant tyran de Didier Pleux, Editions Odile Jacob, 2002.

 

Aquí tienes el enlace con la entrevista:

 

Otros enlaces:

No felicite en exceso a sus hijos (en francés)

En el plano educativo, quien "bien te quiere, te frustrará" (en francés)

Rincón de la cita

Sólo hay un aventurero en el mundo, y esto se ve muy especialmente en el mundo moderno: el padre de familia [...] Sólo él está literalmente comprometido en el mundo, en el siglo. Literalmente sólo él es aventurero, corre una aventura. Pues los demás, a lo sumo están comprometidos en él sólo de cabeza, y eso no es nada. Él, por el contrario, está comprometido con todos sus miembros [...] Los demás sólo sufren por ellos mismos: Ipsi. En primer grado. Sólo él sufre por los demás: Alii patitur. En segundo grado, en vigésimo grado. Por ello hace sufrir a otros; es responsable. Sólo él tiene rehenes -la mujer, el hijo-, y la enfermedad y la muerte pueden golpearle en todos sus miembros [...] Jefe y padre de rehenes, él mismo es siempre rehén. A  los demás qué les importan las guerras y las revoluciones, [...] el porvenir de una sociedad, [...] la decadencia de todo un pueblo. En ello nunca arriesgan más que la cabeza. Nada, menos que nada. [...]  Nunca puede escaquearse. Siempre es preciso que pase a todo lo ancho. [...] Está demasiado gordo. Tiene a toda su familia alrededor del cuerpo. [...] Socialmente tiene una grasa, un tejido adiposo social, que lo incapacita para correr. Sin embargo, todo consiste en sólo correr; temporalmente, todo es únicamente concurrir y concurrencias. [...] Es también un pobre hombre; inocente criminal; inocente responsable; inocente culpable; inocente asaltado por escrúpulos; inocente torturado por remordimientos; atado, encadenado por todas partes, las manos, los pies, por todas las cadenas, por todas las ataduras, él es, amigo mío, quien tiene, sólo él, los vínculos peligrosos, las amistades peligrosas [...] El padre de familia es un pobre ser. Criar únicamente tres hijos, ¿te das cuenta? ¡Qué grotesco, qué ridículo! Todas las fuerzas de la sociedad están conjuradas, se conjuran contra tal solecismo. [...] Por lo general se piensa que el hombre de fortuna, el aventurero, quien corre aventuras es el soltero, el hombre sin familia. Por el contrario, es el padre de familia, es el hombre de familia el que es un aventurero, el que corre no sólo aventuras, sino una sola, una grande, inmensa, total aventura; la aventura más terrible, la más constantemente trágica; es el hombre cuya propia vida es una aventura, el tejido mismo de la vida, el pan cotidiano [...] Criar, alimentar a toda esa gente: es un desafío, es una dolencia en el mundo moderno. El padre de familia es un pobre ser, un ser achacoso.  (Charles Péguy)

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