TV:

fábrica de mentiras

Lolo Rico (1935)

 

[FICCIÓN REAL, REALIDAD FICTICIA]

 

Hemos hablado en páginas anteriores de la necesidad del ser humano de dar un sentido a su vida, de comprometerse en ella a partir de una inserción consciente en el mundo y de contribuir a transformarlo a la medida de sus necesidades más legítimas. Hoy casi no existen los valores heredados, los que antes se nos inculcaban y que no sin razón nuestra generación combatió con esperanzas de cambio, pero es preciso adquirir otros, adaptados a la nueva situación, en los que podamos reposar como agentes de la propia independencia personal. No se puede madurar -crecer- en el vacío, sin entender lo que está pasando a nuestro alrededor ni por qué, por muy ingenuo que pueda parecer semejante aserto en una sociedad cuyo desencanto han sabido explotar tan bien nuestros políticos, y sin buscar y proponer formas alternativas de convivencia. En definitiva, no se puede llegar a ser mayor, ni a ser personas dignas y honestas, sin otra preocupación que la del propio ombligo, sin otros intereses que los personales, reducidos casi exclusivamente hoy al triunfo fácil con inmediatos resultados económicos: no se puede obtener un significado de la vida sin valores éticos, morales y culturales, sin ideología, sin preocupación por lo que excede un palmo de nuestras narices. Enseñar a niños y jóvenes a vivir de esa manera es lo que están haciendo nuestras televisiones. No me repita usted que no le interesa que sus hijos sepan determinadas cosas o tendré que indagar la causa y deberé preguntarle: ¿Por qué? ¿Le preocupa el carácter áspero y violento de muchos de los temas a los que me he referido? ¿Acaso no lo son más los resultados de la encuesta francesa que hemos venido citando [1]? Es que todos esos muertos, torturas y suicidios, defenestraciones y violaciones no son reales, podría usted repetirme, se trata tan sólo de una ficción. He aquí un problema que debería preocuparnos. Para nuestros hijos -quizá también para nosotros- lo que no sale en la caja mágica no existe, carece de realidad. Al mismo tiempo lo que sale en ella es sólo ficción. La salsa de tomate de los nuevos vídeos musicales sadomasoquistas es más roja y espectacular que la sangre de los muertos de cualquiera de las guerras que proliferan últimamente. La hiperrealista violencia de ficción desrealiza la realidad –le quita importancia y la trivializa-. La consecuencia es que, para los niños y los jóvenes y -cada vez más- para usted y para mí también, sólo existe lo que se percibe en condiciones de ficción y que, por tanto, es la ficción la verdadera realidad, en relación a la. cual -casi podría decirse- la realidad es sólo una realidad débil y accesoria en la que creemos porque se parece a la televisión. Me parece peligroso.

 

[PERSONAS PASIVAS Y ACRÍTICAS]

 

Lo malo no es que queden excluidos de la pequeña pantalla aquellos problemas sociales graves que nuestra sociedad no está dispuesta a asumir como suyos y no se produzcan a cambio aquellas ficciones que proponen otras formas de vida que incitan a otro género de sueños, que animan a positivos cambios y mejoras y estimulan la moralidad y la racionalidad. Lo malo es que esos problemas aparecen constantemente y su aparición de­termina siempre relaciones fiduciarias y positivas (de adhesion) con el modo de su aparición. Así como la constitución reconoce una presunción de inocencia (…), hay también una presunción de verdad de lo que aparece (…). Nos tragamos, en fin, lo que nos echen y por eso la labor crítica frente al televisor debe consistir en desmentir traba­jo­sa­mente todo lo que ella nos impone dulce y fácilmente.

[…] Analicemos mejor el medio: la imagen en movimiento es el arte propio de nuestro siglo xx. Abarca y resume en sí misma otras muchas artes de larga tradición: literatura, arquitectura, música, fotografía, etc. Su capacidad para integrar y perfeccionar, a través de técnicas indirectas, todos los espectáculos y la facilidad con que interpela a varios sentidos al mismo tiempo, sin exigir una elaboración intelectual ni una preparación específica, han hecho de ella el espectáculo de masas por excelencia.-La-television se com­prende como se comprende un acontecimiento. Se acepta con na­turalidad y delectación, como todo lo visible. El costo para el con­sumidor es escaso y no es necesario salir de casa para utilizarla, ¡qué más se puede pedir!

Se culpa a la televisión de pasivizar. Puede sorprender que McLuhan la considere un medio más cálido que la lectura, a la que incluye entre los medios fríos. Ambas cosas me parecen ciertas y perfectamente conciliables. Cuando nuestro Cardito  [2]  ve la television, se reduce a un estado cero de intervención; es metido en ella, pero allí dentro –precisamente porque su resistencia es cero- se ve mucho más afectado y de un modo más completo. Al ceder a todo lo que está viendo u oyendo, queda a merced de un proceso sentimental del que no es más que un mudo receptáculo, pero tiene la vigencia absoluta de todo sentimiento: la de ser incuestionable. Si es un medio cálido se debe, pues, precisamente, a que el espectador, frente a él, es entera­mente pasivo. De ahí que –emotiva e incuestionable- la televisión sea casi omnipotente. (…)

Debemos volver, no obstante, al receptor –también lo somos usted y yo- objeto de este análisis: los jóvenes telespectadores. La influencia de un programa de televisión, tan sencilla, tan ele­mental, tan irresistible (en razón del propio medio), será sin em­bargo tanto mayor cuanto más baja sea la formación del espec­tador. Mezclando el desprecio y la adulación, en la más pura e insultante demagogia, los directivos que deciden la programación, convencidos de que cuanto más baja es la formación más pueblo es el pueblo y, en consecuencia, más influenciable y más legiti­mador, da por supuesto que la voluntad del espectador es tan baja como su formación. Y escogen como criterio, para fijar sus con­tenidos, un presunto gusto inexistente que, sin embargo, están con­tribuyendo a formar. (…) En lugar de arro­jar margaritas a los cerdos, se hacen cerdos, como Circe con los compañeros de Ulises, a fuerza de arrojar algarrobas a los ciu­dadanos. Y luego la democracia funciona sola (…)

Gracias a Bruno Bettelheim conocí esta frase de Diderot: «Si se abandonara a sus anchas al pequeño salvaje (se refiere al niño), si conservara toda su estu­pidez y combinase las violentas pasiones de un hombre de treinta años con la carencia de razón de un niño de cuna, le retorcería el pescuezo a su padre y se acostaría con su madre.» Dejando a un lado el carácter supuestamente «natural» del pequeño salvaje de Diderot (el mismo que Freud analizaría dos siglos más tarde), no puede ponerse en duda que una sociedad «infantil» sería una sociedad intolerable. Todas las comunidades hu­manas, incluidas las más primitives, han intuido que la infancia estaba de algún modo fuera de la sociedad y han integrado en ella a los niños a través de ritos iniciáticos más o menos traumáticos que señalasen públicamente esta ruptura. Hoy nuestra sociedad occidental ya no necesita de este tipo de rupturas porque integra al niño desde el principio en una sociedad a su medida, una socie­dad de arriba a abajo «infantil». Ya no hay peligro de que se exprese a sus -anchas: su «infantilismo», hecho de sexualidad polimorfa, narcisismo e incapacidad para distinguir la realidad de la ficción, encuentra su· fiel reflejo en la.televisión. El resultado lo tenemos delante de los ojos. Basta con dirigir una mirada al país de Peter Pan para comprobar que sus actuales pobladores -los que cabalgan sobre la moto recor­riendo la isla de Nunca Jamás- ­son casi tan igno­rantes como los «pequeños salvajes» y pueden ser crueles y sienten la atracción de la violencia y siguen siendo ra­bio­sa­mente egoístas y, en consecuencia, inso­li­darios y tienen un exacerbado instinto de la propiedad, a la que se aferran celo­sa­mente, y su sexualidad es confusa, cuando no indis­cri­minada, y en muchas ocasiones actúan por instintos irracionales y parecen mayoritariamente desin­te­resados de la cuestiones éticas y políticas.

Si abandona usted el sillón en el que se ha instalado frente al televisor y sale a la calle y observa las reacciones de los vecinos y los transeúntes, y escucha sus opiniones, se dará cuenta de que nuestra sociedad tiene similares características a las de los niños y jóvenes. Como ellos, es cruel y despiadada, egoísta e interesada, celosa de lo que piensa que le pertenece, etc. (…) Si el proceso con­tinuara, sin cambios ni modificaciones más provechosas, si ese Dios Supremo en que se ha convertido la televisión no rectifica y ofrece otras opciones, la sociedad actual les parecerá un paraíso a los que vivan en la del futuro ... cuando Peter Pan no sólo colabore, sino que sea el rey, y el nombre de Nunca Jamás haya dejado de ser una profecía metafórica para convertirse en una angustiosa realidad. […]

 

[TELEVISIÓN Y

PENSAMIENTO PARTICIPATIVO-INFANTIL]

Prácticamente no nos quedan ya niños en nuestra sociedad de consumo. Así-es, en efecto, si ser niño se identifica con vivir plenamente la infancia, con el juego y la actividad, con una comunicación vital, en definitiva. Ja­net Frame lo narra de forma expresiva en Un ángel en mi mesa: «Tenía entonces vívida consciencia de mí misma como individuo presente en la tierra, percibía mi afinidad con otras criaturas, me alborozaba lo que vivía y oía a mi alrededor, y me embriagaba por anticipado el juego, ya que el juego semejaba interminable, sin conceder tregua después de la escuela hasta la anochecida, y aun después de ella, pues había juegos propios de la cama, unos físicos como el "Trole” o el "Encaje", en que cada cuerpo envolvía a otro y todos daban vueltas a una voz, y otros de adivinanzas o ima­ginación, como interpretar las masas de bulto y color de las cor­tinas del dormitorio, o de códigos, con mensajes escondidos en las esferas de latón del techo. Había discusiones, peleas, planes y sue­ños imposibles de celebridad como bailarinas, violinistas, pianistas y artistas». Sólo viviendo plenamente como niños se es plena­mente niño y sólo siéndolo se podrá, más tarde, ser plenamente adulto. «El que no fue nunca total­mente niño, difícil será que se convierta totalmente en un hombre», escribe el poeta Hölderlin en su Hyperion.

Pero cabría preguntarse quién quiere hoy ser adulto. ¿Le ape­tece a usted ser mayor? ¿O sueña, como su hijo pequeño, con tener una moto para ir a reunirse con Peter Pan en Nunca Jamás donde quizás le hagan, gratuitamente, un lifting? En el fondo, usted, como su hijo pequeño, no sólo quiere tener una moto, aspira a parecerse a ese quinceañero que galopa recorriendo raudo cual­quier urbanización, embutido en unos «Charros piteados» y una camiseta «Chevignon», pisando el acelerador a toques de sus «Pa­nama Jack» y, como es dócil a las sugerencias publicitarias de la televisión, tocado con un flamante casco que le equipare a Batman o a Superman y que equilibre, en cierta medida, el «Vespino» sobre el que cabalga y que, gracias también a otro spot publicitario, se ha comprado por sólo 200 pesetas diarias. Como es muy joven y todavía cuenta con los dedos, no ha comprendido que 200 pesetas diarias equivalen a las 6.000 pesetas mensuales a las que se ofrecía el mismo vehículo antes de que Tráfico se decidiera a imponer el casco protector. ¡Qué importa que el 80 por 100 de los accidentes de tráfico afecten a jóvenes de entre 15 y 25 años y muchos de ellos estén causados por el uso de la moto! Lo único que interesa  es vender. Y en el capítulo de ventas, o de compras, el joven es el rey. Por eso las televisiones procuran contar con el mayor número de niños y jóvenes entre sus adictos telespecta­dores. (…)

Volvamos ahora al país de Peter Pan, por el que se pasea Car­dito montado en su motocicleta. Sí. Ya lo sé. Cardito sólo tiene nueve años, y aún no dispone de moto. Y yo sin embargo me obstino en verlo motorizado, no sé si porque su padre ha accedido a comprársela para paliar con ella una de sus crisis de aburrimiento o porque ha crecido ya y no me he dado cuenta, dado que, aunque un poco más alto, su mentalidad ha variado muy poco. […]

A veces se me ocurre pensar, cierto que sin base alguna, que en este predominio de la imagen sobre cualquier otro medio, cuya tiranía estamos viviendo, los niños no llegan a consumar adecuadamente el proceso de individualización que les corresponde. Me refiero a la primera etapa de la vida, antes de la escisión-recono­cimiento en el espejo, en la que uno se toma a sí mismo por todo lo que ve y se confunde con los objetos que pueblan su mundo, desde la madre que nos acuna entre sus brazos al paisaje que se vislumbra a través de la ventana. Es evidente que, en el periodo previo a una individualización en la que la escritura juega un papel fundamental, percibimos la realidad mediante imágenes y éstas forman la base del pensamiento participativo característico de la infancia. Indudablemente, no se trata de elaborar ideas para formar juicios y valoraciones, sino de algo menos concreto que está estrechamente vinculado a las sensaciones y, a través de éstas, a eso que podríamos llamar asombro enamorado, propio de la etapa infantil. Ese ser uno con la imagen y por la imagen sin conocimiento de la propia individualidad, no le parece al niño una li­mitación, sino todo lo contrario. El no reconocimiento de sí mismo como algo delimitado hace que él sea todas las imágenes que ve y, en consecuencia, éstas le pertenezcan. El niño, aunque desconoce lo que es el «yo», sabe bien lo que significa «mío». Todo es «suyo» porque todo es él, y vive la luna y la silla como si se trataran de su propia mano o su propia pierna. Las imágenes forman ese mundo que envuelve, que condiciona el pensamiento y el ser con la placentera sensacion de totalidad absoluta. El mundo del niño es inmediatamente imaginante e inmediatamente oral; se representa las cosas como figuras y como sonidos; y si cree poder mover la luna como mueve su propio brazo, es movido por la palabra como es levantado del suelo por su padre. La palabra acciona, mueve cosas, no es representativa sino puramente imperativa:"basta re­cordar el conocido pasaje de la vida de Flaubert, narrado por Sar­tre, en el que el escritor francés, a los nueve años, obedece a un pariente al que molesta su presencia: «Anda, Gustavito, ve a ver si estás en la cocina». El mundo de la infancia es un mundo de imágenes y oralidad; el de los adultos, en cambio, de representacn escritura.

El conocimiento traumático del otro (a través de la separación) nos revela que los-demás-no-son-yo. Que esta ruptura en el umbral de la individualización permanezca en la memoria habitualmente como el primer recuerdo no debe extrañar: la conciencia misma se fragua en ella y no sin dolor. Cierto que en alguna ocasión dicho conocimiento puede generarse a partir de una sensación placentera -me contaba una joven que inició dicho proceso al caer al mar y ver el mundo distorsionado por el agua, con otra luz y otro color-, pero generalmente no es así. Una de mis hijas se reconoce a sí misma por primera vez porque a mitad de la noche cree ver, con horror, al Pato Donald en la pared de su habitación. Una amiga me explicaba que se captó a sí misma como unidad psico­lógica porque un familiar la regañó en un lugar público y varias personas se volvieron a mirarla. Yo misma tengo el recuerdo del inicio de mi individualidad, cuando veo llorar a mi madre y, al acercarme a consolarla, ella me rechaza. En ese preciso instante, al percibir a mi madre exterior y adversa a mí, reconozco que ella no es yo y que, en consecuencia, nada es yo. […]

Lo describe muy acertadamente Janet Frame: «Me acuerdo del día gris en que estuve junto a la puerta y oí sonar el viento en los cables telefónicos. Me acometió mi primera sensación consciente de melancolía externa, o que parecía llegar del exterior, del tañido del aire gimiendo en ellos. Miré a uno y otro lado del camino y no vi a nadie. El aire bajaba de lugar en lugar, y allí estaba yo, en medio, escuchando. Experimenté un agobio de pena y soledad como si hubiera ocu­rrido algo o algo hubiera empezado y yo lo supiese. No imaginé que hubiera empezado a pensar en mí como persona que contem­pla el mundo; hasta entonces sentí que yo era el mundo. Al escuchar el viento y su cántico desconsolado, comprendí que percibía una tristeza que carecía de vínculo conmigo, que pertenecía a cuanto me rodeaba».

El niño pasa de la felicidad de ser todo a la tristeza de ser casi nada; es pequeño y está confuso porque siente frente a él el mundo que antes le pertenecía. Lo describe bellamente Rilke cuando habla de «los niños solitarios». Me pregunto cómo se realiza el proceso de individualidad viendo la televisión. - Supongamos que el niño siente que las imágenes que ve son parte de sí mismo. Aceptemos que un día -no le llamaremos ya niño sino telespectador puesto que hoy lo es casi desde el nacimiento- se define psicológicamente frente al mundo o, mejor, frente a la pantalla. No sería exagerar demasiado pretender que la televisión se ha convertido en el ver­dadero espejo lacaniano en el que el niño elabora por primera vez una idea de sí mismo: a tenor de lo dicho en las páginas precedentes puede imaginarse cómo se esta idea (secuestros, asesinatos, violaciones…). La televisión, además, al identificarle, lo hace en un mundo que sigue siendo oral; es decir, un mundo no representativo sino imperativo, en el que las palabras se viven como órdenes. Es entonces cuando toma en su mano el mando a distancia y, al con­trario que la luna o la silla (o mamá), que se Ie resisten, las imá­genes acuden dócilmente a una presión de su dedo. ¿No pensará tal vez el niño que es él la fuente omnipotente del mundo en el que vive? ¿No se individualizará frente a la televisión como tiranizado, sí, pero también como tirano?

Me refería antes a ese embelesamiento con que uno contempla, cuando es niño, un haz de luz que se rompe en un espejo, o una nube que recorre el cielo o una brizna de hierba por la que se pasea una hormiga y que he llamado asombro enamorado. En el niño los sentidos imperan sobre la representación y esta capacidad sensorial produce un estado amoroso ininterrumpido. Vive enamorándose de todo, fundamen­tal­mente de sí mismo en cuanto que es para sí el objeto más próximo. Dicho asombro, es la semilla del conocimiento y se consume conforme se va con­sumando, o sea, a medida que se va conociendo. Creo que algo parecido debe de ocurrir con el universo de imágenes que es uno mismo: también se van consumiendo conforme se conocen. La televisión, en cambio, jamás se consume; por el contrario, es ina­gotable y es ella quien nos consume a nosotros entre sus fauces chillonas y coloreadas. El niño-tirano que se cree dueño de las imágenes que ve, se hace sujeto en un universo oral y desordenado en el que el tiempo y el espacio y los conceptos de «causa» y «efecto» o no están regulados o han desaparecido y en el que, por definicion, la palabra es incuestionable. El niño se hace mayor, pues, sin salir del mundo de la infancia; su individualización se consuma, como la de nuestros antepasados de las cavernas, en medio de la naturaleza. El problema es que ahora, a finales del siglo xx y en la televisión, esta naturaleza es política y el tirano del zapping es en realidad, sin saberlo, un esclavo potico. No es que siga siendo un niño; es que es un hombre infantilizado y, mien­tras pueda seguir dominando su televisor desde el asiento, no le importa quién domine el mundo desde el gobierno. (…)

Vivir perpetuamente en el país de Nunca Jamás es quedarse detenido, psicológicamente hablando, en una etapa que, siendo fundamental por ser la primera de la vida, no es nada en sí misma si no conduce a la madurez psicólogica con toda su carga de significado. (…)

No creo que el niño sea un ser inocente, salvo que por inocencia se entienda ignorancia. Tampoco considero que sea el contacto con los adultos lo que le corrompe. Por el contrario, creo que es el empecinamiento en la infancia, su no abandono, lo que hace que el ser adulto se pervierta. Más exactamente, la infancia prolongada es en sí misma una perversion. […]

 

[PETER PAN, EL REY]

He hablado de perversion y no me arrepiento. ¿Acaso no le parece a usted una perversión el hecho paradójico y quizás inédito en la historia de la Humanidad de que los mayores queramos imitar a los jóvenes en vez de ser ellos los que aspiren a ser como nosotros? ¿No considera perverso que sea usted quien ambicione ser como su hijo en vez de ser él quien quiera ser como usted? Porque el “joven” es el modelo vigente en nuestro mundo actual. Ser como su hermano mayor o como su primo Juan es a lo que aspiran los más pequeños. A lo mismo que usted. Detenerse en ese estadio que es la juventud -y que tampoco es nada en sí mismo­- es algo fácil de conseguir puesto que, incluso laboralmente, el paro nos permite hoy alargar nuestra juventud hasta el infinito.

Peter Pan es el rey en la sociedad en que vivimos. Él es quien ha impuesto una terrible norma: no está de moda ser adulto. Para conseguirlo, Peter Pan ha inventado múltiples trampas que van desde jubilarnos anticipadamente porque no nos ajustamos al es­caparate que regula el mercado libre de seres humanos, a imponernos programas juveniles como programación adulta porque Peter Pan,'asesor en"casi todas--las cadenas de television, en vez de hablar a los niños como. si. fueran adultos despertando su curio­sided intellectual proporcionándoles cada vez más recursos lingüísticos, le habla a usted como si fuera un niño,. tal y como ve­remos más -tarde con algunos ejemplos concretos.

Volvamos al primer capítulo, en el que usted mantenía que sus hijos no veían programas para adultos. Esta vez voy a darle la razón -olvidando las estadísticas- porque casi no puede afir­marse que haya programas para adultos. Dicho de otra manera: si usted acepta "como-propia de su edad y dignidad la programación que llamamos adulta puede significar que algo le está sucediendo.

De ser así tendré que dudar o de su sinceridad o de su capacidad intelectual. En cualquier caso, deberá usted cuestionarse si piensa  menos últimamente e incluso si ha dejado completamente de pensar. Aunque también puede suceder que nos hayamos olvidado de lo que significa ser adulto. Posiblemente, queremos parecernos tanto a los jóvenes, siempre frescos y atractivos, que hemos ido asimilando los gustos y aficiones que se les han ido implantando intencionadamente, porque esos programas vacíos, huecos, en los que las imágenes van presentando avasalladoramente una sucesión de violencias tan semejantes a las de «Rambo», «Cobra», «Ter­minator», «Arma letal», «Robocop» o «La jungla de cristal», están pensados, precisamente, para un público juvenil cuya personalidad se hace, o se deshace, desde niños. Con ellas se pretende, entre otras cosas, que en el futuro no tengan que dejar de pensar, como usted, puesto que nunca habrán comenzado a hacerlo. Ser adulto se aplica a la persona o animal -en sentido real o figurado, porque de todo hay en la viña del Señor- que ha al­canzado su pleno desarrollo. La niñez y la adolescencia, la juven­tud en general, son periodos de transición, que para alcanzar el pleno desarrollo, supuesta meta de todo ser humano, es impres­cindible abandonar. Sensatez y buen juicio son características que convencionalmente se atribuyen a la madurez y que usted sin duda nombrará ante sus hijos para justificar sus decisiones. Si deno­minamos a los referidos programas para «adultos», ¿no será por­que carecemos de sensatez y buen juicio? ¿Nos interesa, si somos medianamente sensatos, la violencia por la violencia? ¿Nos atrae, si nuestro juicio funciona debidamente, un sexo que sólo se puede mirar pero no tocar, ni oler, ni gustar, y que hace de esta sepa­ración del objeto la cima del placer y el erotismo? Temo que, so­metidos a las «necesidades» del mercado «libre» y reconociéndo­nos a nosotros mismo como objetos para el consumo, aceptamos los sacrificios -incluida la-pasión cotidiana ante los distintos ca­nales de televisión-, los riesgos y las operaciones quirúrgicas que sean necesarias para permanecer eternamente detenidos en etapas transitorias. Todo se lo debemos a Peter Pan.

Tiempo tendrán para ser adultos, podría usted responder. Deberé volver a preguntarle: ¿Está seguro? Un chico o una chica de trece años, hoy, está a punto de tener su primera experiencia sexual, si no la ha tenido ya, tiene la posibilidad de probar la droga y se juega su futuro si no se enfrenta, con interés, a su aprendizaje escolar. ¿No cree que tendría menos riesgos si se fuera aproxi­mando a la sensatez? Educar debería ser conducir al niño lo antes posible a ese estado de autonomía en el que existe una capacidad para pensar y discernir y un criterio para actuar. Esa es la meta a la que debe conducer la familia, el colegio y también ese medio, la televisión, en el que tanto tiempo de ocio y tanta atención in­vertimos diariamente. Pues bien, yo no tengo la impresión de que sea éste el camino que han tomado los medios de comunicación. Por el contrario, parecen dispuestos a secundar las inclinaciones juveniles para lograr la máxima audiencia a la que manipular de­mostrando manifies­tamente su mala fe. Se trata de que los jóvenes no piensen, que equivale a decir que no crezcan. ¿Qué ventajas intelectuales se alcanzan infantilizando y aniñando? Ninguna, in­dudablemente. Lo que sí se obtiene a cambio es una sociedad dúctil y manejable, una sociedad tiranizada a la que se considera madura cada cuatro años, cuando se trata de dar validez a su voto en las elecciones, y a la que el resto del tiempo se trata como a una pan­dilla de chiquillos durante el recreo. Son precisamente esos pro­gramas que usted considera para adultos, y que analizaremos en un paso posterior, los que marcan el limite de madurez de los telespectadores -incluido Cardito y nuestros hijos-, una pobre meta a la que se llega con el escaso bagaje que proporciona el televisor. «Entre los jovenes madrileños la actividad mayoritaria y unifi­cadora es ver la televisión. Más de ocho jóvenes de cada diez se colocan ante el aparato todos o casi todos los días», nos dice un informe elaborado por la revista juvenil Catorce-treinta.

Nos queda preguntarnos cómo será Cardito cuando alcance la edad de su primo Juan. Desde luego, exacta­mente igual que él, puesto que una individualización homogénea frente a un medio universal (y paupérrimo) sólo puede dar lugar a una uniformidad generacional. Es el sovietismo del «color». Cardito se parecera a todos los demás, incluida la ropa, intencionadamente idéntica «para ser aceptado», según reconocen los propios jóvenes cuando se les consulta sobre sus hábitos indumentarios. Lo importante para Cardito será dicha aceptación; estará, pues, pendiente de que le miren -esto es, al parecer, la cultura de la imagen-, e irá a lugares donde el ruido y la música ensordecedora -aunque no sean sitios de baile- le impedirán hacer otra cosa que mirar, em­pujar, o dejarse ver. Cardito sólo hablará por teléfono y su con­versación se limitará prácticamente a decir «tú ya me entiendes», «vale» o «sabes» -quizás Cardito añada algo mas puesto que maúlla, aunque quizás esta peculiaridad solo le perjudique, ya que los otros sólo saben ladrar-. La voz de Cardito no se distinguirá tampoco de las otras voces -el tono y la inflexión de voz es idén­tica ya en todas las tribus urbanas desde los «pijos» a los «ma­carras», así como es también difícil, por la misma razón, saber cuándo ríen o se quejan, bromean o se pelean- y como la voz expresa y da un sentido a la palabra y ésta a su vez es manifestación del pensamiento, no hace falta describir la cabeza de Cardito, algo casi inútil hoy que ni siquiera se lleva sombrero. Respecto al len­guaje juvenil apareció en el diario El País un artículo sobre la selectividad muy esclarecedor. Se titulaba: «Cela, "embestido" doctor honoris causa» y el subtítulo rezaba así: «La falta de lectura y el pobre lenguaje de la televisión se reflejan en la selectividad». El profesor García Sanz llegaba a las siguientes conclusiones: «Se tiene la impresión de que muchos estudiantes han ido perdiendo la memoria visual de los signos y escriben de oído; su escritura es fonética». Pero no es esto, al parecer, lo peor -según los mismos profesores-; lo peor es la incapacidad de estructurar frases haciéndolas inteligibles, dificultad que demuestra la casi nula com­prensión de nuestros-jóvenes. Cardito sólo es experto ya en el len­guaje de «Rambo» y «Robocop». No puedo predecir el futuro de Cardito -sí el de la sociedad de los Carditos-, pero intuyo que le pueden pasar dos cosas. La más ventajosa: que comprenda, al fin, después de numerosas frustraciones, que no se es Michael Jack­son o Tom Cruise tan sólo con soñario, y como quiere ser rico -meta de todos los jóvenes hoy- decida que su vocación es ha­cerse «inspector de hacienda» -en este sentido se manifestó en el programa «Pasando» una jovencita de 14 años para aclarar in­mediatamente que más adelante podría poner un gabinete particular para aconsejar a los defraudadores. Si es esto lo que ocurre, quizás llegue a estudiar y trabajar asépticamente, sin importarle nada más que la consecución de su proyecto professional, sin interés por el mundo ni por sus semejantes nip or la cultura. (…) Lo menos conveniente: que “pase” de todo y siga soñando con que algún día llegará a ser  Michael Jackson o Tom Criuse. (…) Para cerrar este capítulo deberíamos tartar de imaginar la sociedad del futuro, con tanto Cardito en el censo o, lo que es igual, la vida en la isla de NUnca Jamás. ¿Cómo actuarán los Peter Pan empresarios, los Peter Pan banqueros, los Peter Pan politicos, los Peter Pan publicistas, los Peter Pan que hagan, a su vez, la television? Inimaginables los artistas o intelectuales en ese país de seres amorfos y pequeños. Hasta ahí no llego”. (Lolo Rico, TV, fábrica de mentiras)

 


[1] Un estudio hecho en seis cadenas de televisión francesas durante una semana ha dado el siguiente resultado: 670 homicidios, 15 secuestros, 848 peleas, 419 tiroteos, 14 secuestros de menores, 11 robos, 8 suicidios, 32 casos de capturas de rehenes, 27 casos de tortura, 18 imágenes sobre la droga, 9 defenestraciones, 13 intentos de estrangulamiento, 11 episodios bélicos, 11 striptease y 20 escenas de amor atrevidas (citado en la pág. 17; la encuesta es anterior a 1991).

[2] Niño ficticio, inventado por la autora

 

El rincón de la cita

El final del sujeto [humano] hoy puede ser ilustrado con el tratamiento maquinal de la información y la constitución de redes, hasta de inter-redes ('internets'), en las que cada información sólo significa por su referencia a la totalidad de las demás; la comunicación entre personas, la palabra viva e intercambiada, se esfuma ante la producción y la consulta de textos, de intertextos, de teletextos, de vídeotextos, los cuales crean a su vez contextos, suscitan incluso metatextos, etc.

(Pierre Aubenque, comentando una idea de J. Derrida)

La realidad escamoteada por la imagen

(Günther Anders)

El pudor y la realidad personal (Marguerite Léna)

Hacia la conciencia pueril

Del homo sapiens al homo videns

(Giovanni Sartori)

Unos adultos muy pequeñitos

(Pascal Bruckner)

LTI - La lengua del Tercer Reich

Victor Klemperer