Alimentar el deseo...

Françoise Dolto (1908-1988)

 

Pregunta.- En ciertos laboratorios de psico­biología infantil, los direc­tores de in­ves­­tigación empiezan a adelantar que, en el niño de pecho, la nece­sidad de afec­tividad es anterior a la de nutrición, mientras que hasta ahora la tendencia era más bien la de decir que en torno al acto nutri­tivo se teje y se anuda el vínculo del niño.

 

Françoise Dolto.- Ése era el discurso habitual. Pero creo que es al contrario: el niño vive más de palabras y del deseo que tenemos de comunicar con el sujeto que él es que de cuidados físicos –por su­­puesto, teniendo asegurado el mí­nimo vital-. Todo lo que se había considerado más im­­por­tante (la higiene, la dietética) tiene su valor para el organismo, pero sólo en un se­gun­do plano. El cuerpo a cuerpo tiene sen­tido por el corazón a corazón.

    Lo primordial es la dispo­ni­bi­lidad que tiene el adulto para entrar en contacto verbal y afectivo con ese niño. Al contrario que aquellas cam­pa­ñas que se hacían sobre las buenas nodrizas, reconocemos a una buena nodriza menos en su potencia lactante que en su capa­cidad co­mu­nicativa. […]

    La creatividad del ser humano proviene de sus deseos repri­midos en un clima afectivo sufi­­ciente­mente gratificante como para que pueda subli­marlos según el ejem­plo de lo que le rodea. […] Precisamente, el niño va a cons­truir su propia dife­rencia, y no la del vecino, a partir de lo que va a faltarle con su madre. Creo que cuanto mayor es la dife­ren­cia entre los seres, más creativo es el deseo contrariado.

Con las aportaciones y los datos de la ciencia, hay que tener mucho cuidado y no intentar crear unas condiciones ideales; sin embargo, hay cierta actitud con los niños, y sobre todo una actitud verbal, que per­mite decir o expresar esas dife­rencias, esas carencias, y que jus­ti­fi­ca y humaniza el sufri­miento de no ver satisfecho su deseo. Justi­fi­ca­mos el deseo, pero no lo satis­fa­cemos. No satis­­facemos un deseo, pero sí lo justificamos (por ejem­plo, vemos esto con los padres que se creen obligados a dar todo lo que su hijo pide, reclama, incluso exige si lo consiguió por capricho; se dan cuenta de que están atra­pados en una situación sin salida: el niño siempre está des­con­tento). Si el adulto consi­dera que una petición debe ser satis­­fecha, es como si, para él, se tratara de una necesidad: el niño va a considerar que no es su deseo lo que se justifica. Por el contrario sí será ése el caso si se habla de esa peti­ción, si se la aplaza o se la declara no aten­dible. No hay más so­lu­ción que hablarle al niño de su deseo, con el pretexto de reconocer su petición justificándole por haber tenido ese deseo, esti­mán­dole por de­sear eso; hablar de ello y deta­llar el objeto que pre­tende, pero rehu­sán­dole la satis­facción cor­po­ral, el consumo o el dis­frute físico. Se pue­de hablar de todo deseo, representar el ob­jeto, etc. Ésta es la intro­duc­ción en la cultura. Toda la cultura se produce al desplazar el ob­je­to del deseo o de la pulsión misma sobre otro objeto, sirviendo este desplazamiento para que sujetos de lenguaje se comu­ni­quen.

 

...pero dominar el deseo

y pasar el relevo.

 

Si el deseo es siempre satisfecho, es la muerte del deseo. Decirle “no” ofrece la oportunidad de ver­ba­lizar acerca del objeto rehusado, a con­dición de que se respete el derecho del niño a montar una escena: “Yo [padre o madre] no hago lo que quieres. Tienes razón… Pero en­tien­do que tengo razón al no hacerlo”. Entonces, se crea tensión, pero de esta tensión re­sul­ta una relación verdadera en­tre ese niño que emite un deseo y el adulto que expresa el suyo, en el bien entendido de que al niño no le falta nada en lo que se re­fie­re a sus nece­si­dades vitales: dos sujetos que sos­tienen cada uno su deseo. Ejemplo: la agradable diver­sión conocida como “mirar esca­pa­rates”. Tu hijo ve un coche expuesto en una juguetería. Desea tocarlo. En lugar de entrar en la tienda, que se ocupe en detallar la belleza de ese ju­guete, y así pasa una media hora en una relación muy enri­que­­ce­dora con el adulto. Y el niño dice: “Me gustaría com­prar­lo” – “Sí, tienes razón, estaría bien comprarlo, pero no puedo com­prártelo. Volveremos ma­ñana, lo veremos todos los días; habla­re­mos de él todos los días”.

El bene­ficio es doble: el he­cho de hablar del deseo justi­fi­ca el mismo deseo y, al mismo tiem­po, no fuerza al padre a sa­tis­facer to­dos los deseos. Un niño le echa el ojo a un objeto y pide tenerlo inmedia­ta­men­te. La única res­pues­ta cons­truc­ti­va consiste en verbalizar y comu­ni­car con él me­dian­te pa­la­bras acerca de la seducción que ese objeto ejerce sobre él. Decir: “Pues en mi tiempo no teníamos eso” es identificar al niño con su padre niño; es sacarlo de su tiempo, de su espacio y de su deseo. Igual que decirle: “No pienses más en ello; no es para nosotros”.

    No, no hay más solución que decirle: “Tienes razón, ese juguete es muy bonito; te apetece y yo no te lo puedo comprar. Si te pagara eso, esta noche no podríamos cenar carne… porque tengo este dinero y, si lo invierto en eso, no podré tenerlo para otra cosa”. Cierto que él pue­de responder: “A mí me da igual; prefiero comer sólo pan” – “Sí, pero a mí no me da igual”. El niño se encuentra frente a alguien que tiene un deseo y lo defiende; que no lo hace adrede para fastidiar al niño; que le explica a su joven interlocutor que está ejer­cien­do su res­pon­sa­bilidad de adul­to y que su opo­si­ción no es más que el control de su propio deseo. Hay una jerar­quía de sus deseos que el adulto asume. El con­flicto entre su deseo y el del niño también debe ser asumido.

Lo que no es bueno es que el niño, so pretexto de dejar que se expan­sione libremente, nunca en­cuentre resistencia; es preciso que en­cuentre otros actos de deseo, los de los demás y correspondientes a edades distintas a la suya. Si cedié­ramos en todo con el niño, anu­la­ría­mos por completo sus capa­cidades creativas, que son la búsqueda ardiente de satis­facer un deseo que no es posible satisfacer nunca y que, en lo que es aten­dido, se desvía del objeto, al menos en el aspecto que se ha visto satisfecho, y se satisface de otro modo.

    Paliativos sociales, las ludotecas son lugares donde hay muchos juguetes: los padres dejan un dinero en depósito (como en las biblio­te­cas) y el niño tiene derecho a llevarse prestado un juguete dis­tinto ca­da semana, que devuelve. Expe­ri­menta con ese juguete, lo devuelve y co­ge otro. De esta ma­nera, se construye senso­rialmente y va creán­do­se imá­genes de con­trol de ese juguete. No es el juguete nuevo el que in­te­resa a los niños, sino el hacer funcionar y controlar un juguete pres­tado momentá­nea­mente e incorporarlo a sus fan­tasmas [a sus enso­ña­ciones]. Con los juguetes sucede como con los libros: lo que desea el niño es apropiarse del concepto y fantasear también con su placer y encontrar que otro com­parte con él el valor reconocido de su peti­ción, aunque quizá actual­mente no atendible. Negar su deseo, como la zorra de la fábula [“¡Bah, las uvas aún están verdes!”], es un gesto de astucia, la inteligencia no humana, que se siente satis­fecha tontamente de su impotencia razo­na­ble. “¡Pero, veamos, sé razonable: renuncia a tu pro­yecto!... Quizás a éste o a aquél, pero no a tu deseo”. Y además la unión de varios es un placer si pueden hablar entre ellos del inaccesible deseo y si hacen pro­yectos y se ponen a trabajar para realizarlos, para superar los obs­táculos que se oponen por el mo­men­to y en ese lugar a la satisfacción del deseo: desde la época en la que los hijos de los hombres deseaban ir a la Luna y oían de abuelo a nieto decir “es imposible”, …y cuántos otros deseos cuya imposible satisfacción ha centu­plicado la energía de los hombres para mantenerlo.

Cada generación se ha mantenido del tra­ba­jo y el saber de la gene­ración precedente, que ha operado le­gando el fruto de sus intentos apa­rente­mente esté­riles, de su trabajo aún inu­ti­li­zable, a la gene­ración si­guiente; el ser humano pone en juego, en cada etapa de su vida, su fuerza y su inteligencia sin disfrutar de la sa­tisfacción de alcanzar el objeto deseado, pero gracias a los relevos –como en una carrera-, uno de ellos alcanza el objetivo sostenido por la espe­ranza de cuantos le precedieron y cuyo relevo él ha cogido con de­ter­mi­nación y coraje. El deseo es creador de hombres. Por los hom­bres, deseosos de rebasar los límites de lo posible, lo imposible ad­vie­ne… a veces, renovando su fe en su deseo y en las esperanzas puestas en su control. (F. Dolto)

 

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