El filósofo en la ciudad.

Sócrates visto por Hannah Arendt

 

Hannah Arendt (1906-1975)

 

(La pensadora Hannah Arendt dedicó atención a la figura de Sócrates a lo largo de su vida. En su obra póstuma, La vida del espíritu, encontramos unas interesantes observaciones que resumo a continuación [1]).

 

1.- ¿Qué nos mueve a pensar? Sócrates es un pensador no profesional, que une en su persona dos pasiones aparentemente contradictorias, el pensamiento y la acción, que se mueve con igual soltura en ambas esferas y va de una a otra con la mayor facilidad, “como nosotros mismos vamos y venimos constantemente entre las experiencias en el mundo de los fenómenos y la necesidad de reflexionar sobre ellas” (p. 197). Ni se identifica con la multitud ni con los elegidos, ni aspira a gobernar a los hombres ni –merced a su sabiduría, en caso de tenerla- a convertirse en consejero de los poderosos; tampoco se somete humildemente a la dominación. Es “un pensador, en definitiva, que [sabe] estar como un hombre entre los hombres, que no esquiva el foro, que es un ciudadano entre los ciudadanos, no hace nada ni pretende nada salvo lo que, en su opinión, tienen derecho a ser y hacer los ciudadanos” (p. 197). Subraya Hannah Arendt que Sócrates es el hombre que decidió “entregar su vida, no ya al servicio de una doctrina o creencia específica –que no tenía--, sino simplemente al derecho de ir analizando las opiniones de otros hombres, reflexionar sobre ellas y animar a sus interlocutores a hacer lo propio” (p. 198).

 

Se ha resaltado que los primeros diálogos de Platón, los llamados “socráticos”, son todos aporéticos: la argumentación no lleva a ninguna parte y discurre en círculos; una vez concluido el diálogo, una vez cerrado aporéticamente en círculo, es el propio Sócrates quien propone animosamente empezar de nuevo e intentar averiguar qué sea la justicia, qué la piedad, qué el saber, qué la felicidad, qué la valentía, etc. Cuando hace esto, no está intentando llevar a sus interlocutores hacia una respuesta que él ya conozca de antemano, como hay quien le ha reprochado. Según Arendt, cuando dice no saber nada, es sincero –no se trata, pues, de ninguna estratagema pedagógica--. “Lo más que se puede decir –escribe esta pensadora-- es que Sócrates quería que sus compañeros en el diálogo estuvieran tan perplejos como él” (p. 200). “Parece que, a diferencia de los filósofos de profesión, sintió el impulso de verificar junto a sus iguales si compartían su incertidumbre, y eso es totalmente distinto del deseo de descifrar los enigmas para demostrárselos a los demás” (p. 203).

 

    Alguien dijo de él que era un torpedo, pez marino que paraliza y entumece por contacto; él mismo se comparó con un tábano y una comadrona. Veamos qué significan estas comparaciones:

    1) Tábano.- Sabe cómo aguijonear a los ciudadanos, que, de no ser por él, “seguirían durmiendo el resto de sus días”. ¿A qué los despierta, es decir, a qué los incita? A la reflexión y al análisis crítico. ¿Por qué? Porque, según él, sin la reflexión, sin el pensamiento, la vida humana no valdría gran cosa ni se podría siquiera considerar tal.

    2) Comadrona.- Dice de sí mismo que es estéril, es decir, que no sabe nada, pero que, como las comadronas, sí sabe distinguir si lo que ha nacido es una criatura bien formada o, por el contrario, un monstruo; en otros términos, sabe cómo librar a otros de sus falsos razonamientos (o monstruos lógicos). Sócrates se dedica, pues, a ayudar a la gente a purgarse de sus “opiniones”, es decir, de aquellos prejuicios no reflexionados que les impiden pensar.

    3) Torpedo.- Este pez paraliza al que toca. Parece, pues, lo opuesto del tábano, que aguijonea y estimula. Visto desde fuera, es así: paraliza. Pero, en realidad, la perplejidad que a uno lo deja estupefacto y paralizado provoca el más elevado estado de actividad y de vida: lo fuerza a pensar y a discurrir sobre la causa de su estupefacción.

 

Aristóteles nos enseña que Sócrates descubrió el “concepto”. ¿Qué significa esto? Como escribe H. A., mejor será que nos preguntemos acerca de “lo que Sócrates hizo al descubrirlo” (p. 201). De paso, quizá podamos explicarnos por qué sus contemporáneos vieron en él una amenaza, y no sólo para los jóvenes. Lo que hizo al descubrir el concepto fue sacudir las opiniones, poner en movimiento la reflexión, activar el pensamiento, “deshacer, descongelar, por así decir, lo que el lenguaje –el medio del pensamiento- ha congelado en el pensamiento: palabras (conceptos, frases, definiciones, doctrinas)” que, a modo de clichés y consignas, impiden pensar, pero que tenemos siempre a mano para caminar con ellos como si fueran muletas y, de paso, arrojárselas al otro a la cabeza. “La consecuencia es –sostiene H.A.- que el pensamiento tiene inevitablemente un efecto destructivo, socava todos los criterios establecidos, los valores, las pautas del bien y del mal” (p. 206). Sócrates –tábano, comadrona y torpedo- no enseña, pues, nada ni tiene nada que enseñar: no pretende ser un sabio, lo cual le distingue de los sofistas. Se limita a señalarles a sus conciudadanos que no son sabios, que nadie lo es, tarea ésta (con la que presta su servicio al dios) que le ocupa tanto que no se dedica a actividades públicas ni privadas (Apología, 23b). Es como si Sócrates dijera “esos pensamientos congelados son tan cómodos que te puedes valer de ellos durante el sueño; pero si el viento del pensar, que ahora voy soplar en ti, te ha sacado de tu sueño, te despierta y te hace vivo, verás entonces que sólo te puedes asir a la incertidumbre, y lo mejor que podemos hacer con ella es compartirla unos con otros” (p. 206). Ya no cabe seguir aplicando mecánicamente reglas de conducta a casos particulares, como si fueran recetas: el viento del pensamiento arrambla con todo, sin llegar, en cambio, a solucionar lo que ha convertido en problemático.

 

Esto entraña un riesgo, quizás el mayor, que ilustran pupilos de Sócrates como Alcibiades y Critias –que acabaron siendo una auténtica amenaza para la polis--: volverse cínico y licencioso. “Insatisfechos por haber sido enseñados a pensar sin enseñarles una doctrina, cambiaron la falta de resultados del examen crítico socrático en resultados negativos: si no podemos definir la piedad, seamos impíos –que es prácticamente lo contrario de lo que Sócrates había esperado alcanzar cuando hablara de la piedad-.” (p. 207). Lo que se denomina por lo común “nihilismo” resulta inseparable de la misma actividad de pensar. Lo cual no significa ni que haya pensamientos peligrosos ni que el nihilismo sea resultado suyo: “el mismo pensar es peligroso... El nihilismo no es sino la otra cara del convencionalismo; su credo consiste en la negación de los valores vigentes, llamados positivos, a los que permanece vinculado” (p. 207). ¿Es Sócrates responsable del nihilismo por haber afirmado que una vida irreflexiva no merece la pena ser vivida? No. El nihilismo arraiga en el “deseo de encontrar resultados que hagan innecesario todo pensamiento ulterior... Desde la perspectiva práctica, el pensar significa que cada vez que nos confrontamos con una dificultad en la vida, es preciso recomenzar desde el principio” (p. 207-208), prueba de que “ningún hombre es sabio”. Si el pensamiento entraña estos riesgos, ¿será entonces mejor no pensar, principalmente cuando se trata de política y moral? En absoluto: también esto encierra peligros. El no pensar, con eso de evitarle a la gente los riesgos del examen crítico, la adiestra en “aferrarse sólidamente a cualesquiera reglas de conducta que puedan estar establecidas en un tiempo dado en una determinada sociedad” (p. 208). En este caso, lo de menos es cuál sea su contenido, “cuyo examen detenido les arrojaría siempre a la perplejidad”: a lo que la gente aquí se acostumbra es a la posesión de unas reglas que aplicar automáticamente a los casos particulares. Por eso, estas gentes son las que mejor se adaptan al nuevo código que viene a sustituir al hasta entonces vigente. En contra de lo que pudiera parecer en un primer momento, los más aferrados al antiguo código son los más dispuestos a obedecer al nuevo, “mientras que los que a todas luces parecían ser los elementos menos fiables del antiguo orden [por ser sus críticos más duros] serán los más subversivos” (p. 208).

    En suma, los atenienses le dijeron a Sócrates que el pensar era subversivo, causa del desorden en la ciudad y de la confusión de los ciudadanos. Sócrates niega que corrompa, si bien tampoco afirma que haga mejor a nadie. Lo que sí hace es despertar del sueño, “y esto le parece un gran bien para la ciudad” (p. 209), pues una vida privada del pensar carecería de sentido, “incluso aunque el pensamiento no proporcione a los hombres la sabiduría o no les proporcione las respuestas a las propias cuestiones del pensar.” (p. 209). Con otras palabras, es lo mismo estar auténticamente vivo y pensar, pensar sobre la justicia, la felicidad, el saber, la virtud,..., sobre todas esas palabras en las que la vida va depositándose hasta cuajar en algo tan obvio de puro habitual que su sentido se ha perdido u olvidado.

  

La sabiduría humana –a diferencia de la divina- es la sabiduría de las preguntas –no de las respuestas ni las soluciones-, y Sócrates es quien le ha dado esta nueva significación: sabiduría como búsqueda del sentido, esto es, como amor o deseo (eros) de lo que uno no tiene, es decir, de saber; en suma, como filo-sofía. Precisamente porque no son sabios y desean saber, comienzan los hombres a filosofar; porque no poseen la belleza y aspiran a ella, hacen cosas bellas, etc. Sócrates, quien repite incansable que no sabe nada, se reconoce en cambio experto en el amor: “En todo lo demás soy mediocre y carezco de cualidades; pero es en mí una especie de don de los dioses el saber reconocer al primer golpe de vista a aquél que ama o es amado” (Lysis, 204b-c). Ahora bien, desear lo que no se tiene significa apuntar a lo que no está presente, lo cual sólo es posible hablando de ello, igual que quien ama disfruta hablando del ser amado ausente. “Puesto que la búsqueda que emprende el pensamiento es una especie de amor cargado de deseo, los objetos del pensamiento no pueden ser más que cosas dignas de amor –belleza, sabiduría, justicia, etc.-. La fealdad y el mal se excluyen, casi por definición, de la empresa del saber... Si el pensar descompone los conceptos positivos en su sentido original, el mismo proceso debería descomponer entonces estos conceptos ‘negativos’ en su sinsentido original, es decir, en nada que pueda aferrar el Yo pensante. Por esto es por lo que Sócrates creyó que nadie podría hacer el mal voluntariamente”, porque el mal no es nada, carece de realidad, “consiste en una ausencia, en algo que no es” (p. 210). A esto, añade H. A. que “parece como si todo lo que tuviera que decir Sócrates sobre la conexión entre mal y ausencia de pensamiento es que los hombres que no están enamorados de la belleza, la justicia y la sabiduría, son incapaces de pensar, igual que, a la inversa, los que aman el examen crítico y, por tanto, ‘filosofan’, serían incapaces de hacer el mal” (p. 210).

 

2.- Los dos-en-uno. Enfrentados al problema de cuál pueda ser la conexión entre el pensamiento y el mal, hemos hallado la conclusión de que “sólo la gente inspirada por el eros socrático, el amor a la sabiduría, la belleza y la justicia, es apta para pensar y es digna de confianza”. ¿No despide esta afirmación cierto tufo aristocrático? “Sócrates, que al contrario que Platón reflexionó sobre todos los temas y habló con todo el mundo, no pudo haber creído que sólo los menos eran capaces de pensar, y que sólo determinados objetos de pensamiento, visibles para el espíritu preparado, pero inexpresables en palabras, confieren dignidad y relevancia a la actividad pensante”. Y añade H.A.: “Si hay algo en el pensamiento que puede impedir a los hombres hacer el mal, debe ser algo inseparable de la misma actividad, independientemente de su objeto” (p. 211). Veamos qué nos dice. Sócrates, sabio por no saber nada y amigo de los enigmas, hizo muy pocas afirmaciones. Pero hay dos, íntimamente relacionadas entre sí, que abordan la cuestión que nos ocupa: ¿cuáles son las posibles interconexiones entre el pensamiento y el mal? Ambas aparecen en el diálogo platónico Gorgias, diálogo que, aun no perteneciendo a los primeros (los “socráticos”), sigue siendo, según H.A., aporético: concluye con un mito “sobre otra vida de castigos y recompensas que aparentemente –es decir, irónicamente- resuelve todas las dificultades”; en suma, representa el reconocimiento por parte de Platón de que “los hombres hacen el mal voluntariamente, y la consiguiente admisión adicional de que él, no menos que Sócrates, no sabía cómo operar filosóficamente con este hecho tan disturbador” (p. 211).

 

Las dos afirmaciones socráticas son las siguientes:

    1) “Cometer injusticia es peor que sufrirla” (Gorgias, 474b), a lo que Calicles responde como habría hecho toda Grecia: “recibir injusticia no es propio de un hombre, sino de un esclavo cualquiera, para el que es mejor morir que vivir” (483a, b).

    2) “Por lo  que hace a mí, es preferible que mi lira desafine y no suene acorde con mi voz, y que ocurra igual con el coro que yo dirija, y que un sinnúmero de hombres disienta de mí, a que yo, un hombre solo, discrepe de mí mismo y me contradiga” (482c). Calicles le reprocha estar comportándose con juvenil alocamiento (482c), y le sugiere que deje de filosofar (484c, d). En ambos casos, Sócrates, al sacudir arraigadas convicciones de sus conciudadanos, choca con ellos, los deja estupefactos, como paralizados por el pez torpedo.

    ¿Qué tiene de sorprendente la primera afirmación? En palabras de H.A., lo chocante para sus contemporáneos es que “Sócrates no está aquí hablando en representación del ciudadano, el cual se supone que da prioridad al mundo antes que a su Yo”; en otros términos, sorprende que “habla como el hombre dedicado prioritariamente al pensar” (p. 213). En efecto, si adoptáramos el punto de vista del mundo, lo que contaría sería que se ha cometido una injusticia, siendo irrelevante quién salga beneficiado, si el autor o la víctima. Desde la perspectiva de la ciudad, la injusticia ha de ser combatida porque pone en peligro al mundo en el que todos vivimos (autor, víctima y espectador): es, pues, contra la ciudad contra la que se ha hecho injusticia. Así, “es como si le dijera a Calicles: si tú fueras como yo, enamorado del saber y necesitado de pensar sobre todo y de someter todo a examen crítico, sabrías que si el mundo fuera como tú lo describes, dividido entre fuertes y débiles, donde ‘los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben’ (Tucídides), no existiendo otra alternativa que hacer o sufrir la injusticia, sabrías entonces que es mejor sufrir el mal que hacerlo. Pero está claro que es preciso presuponer lo siguiente: Si estás enamorado del saber y del filosofar; si sabes lo que es el examen crítico” (p. 213). En otros términos, si no buscas saber, si desconoces lo que es el examen crítico, es normal que sostengas que es mejor cometer injusticia que padecerla. A H. A. le importa destacar que no se trata de una proposición puramente moral, a lo cual añade: “surgió en realidad de la experiencia del pensar como tal” (p. 214).

 

¿Qué tiene de peculiar esta experiencia que es pensar? Para responder, vayamos a la segunda afirmación, “que de hecho condiciona la primera”, según H. A. Ya en sí misma, esta segunda afirmación es paradójica; en efecto, ¿cómo, siendo uno, se puede correr el riesgo de no armonizar consigo mismo? Para producir un sonido armónico, se requiere de al menos dos tonos: si soy idéntico a mí mismo real y absolutamente, como A es A, no puedo estar ni dejar de estar en armonía conmigo mismo; si soy pétreamente idéntico a mí, la (des)armonía no es un problema para mí (como no lo es para la piedra). ¡A no ser que mi identidad difiera de la de la piedra! Cuando aparezco y soy visto por otros –esto es, desde fuera-, yo soy uno, el mismo de siempre; si no, no se me reconocería. Considerado en mi relación con los demás –en la ciudad; como un ciudadano, pues--, soy tal como aparezco y soy visto: no disueno, no desafino. Sin embargo, Sócrates teme estar en disonancia consigo mismo. Eso significa que el “ser uno” de Sócrates no es tan simple como el de la piedra: “yo no soy sólo para los otros, sino también para mí mismo, y, en este caso, yo no soy claramente uno. En mi unicidad se inserta una diferencia” (p. 214). Según Sócrates, el yo es un dos-en-uno; acaba pues de introducir la conciencia (literalmente, “conocer consigo”). El pensador, entregado a su actividad pensante, es dual, y sólo retorna a la unidad, sólo se unifica el dos-en-uno, “cuando el mundo exterior se impone al pensamiento y corta bruscamente el proceso de pensamiento” (p. 216). “Es esta dualidad de Yo conmigo mismo, según H.A., lo que hace del pensar una actividad verdadera, en la que soy al mismo tiempo el que pregunta y el que contesta”. Por ello, puede el pensamiento llegar a ser dialéctico y crítico, “porque pasa por este proceso de preguntas y respuestas,... en el cual suscitamos constantemente la cuestión socrática fundamental: ¿qué quieres decir con...? con la salvedad de que este legein, decir, es silencioso” (p. 217), el silencioso lenguaje del yo consigo mismo –como dirá Platón--.

 

El diálogo con el mundo tiene como criterio la verdad de las respuestas obtenidas. Pero el criterio del diálogo mental no puede ser la verdad –que además exigiría dar con las respuestas o las soluciones a las preguntas suscitadas-: “el único criterio del pensamiento socrático es el acuerdo, el estar conforme con uno mismo...; su opuesto, contradecirse a sí mismo..., significa en realidad convertirse en su propio enemigo” (p. 217). La “dualidad inherente” al Yo socrático “apunta hacia la infinita pluralidad que es norma en la tierra” (p. 219), esto es, significa que, para ser capaz de hablar conmigo mismo, tengo que hablar primero con otros.  “Es preferible sufrir el mal a hacerlo, porque se puede seguir siendo amigo de la víctima; ¿quién querría ser el amigo de un asesino y vivir con él? Ni siquiera otro asesino... En el Hipias Mayor, Sócrates describe la situación de forma simple y exacta. Al final del diálogo, en el momento de volver a casa, le dice a Hipias –que ha resultado un interlocutor bastante obtuso-- lo “dichoso” que es comparado al pobre Sócrates. ¿Por qué? Porque a Sócrates le espera en casa un individuo odioso que no cesa de interrogarle sobre todo, mientras que Hipias, cuando llegue a su casa, seguirá siendo uno, pues aunque viva solo no busca hacerse a sí mismo compañía. “No pierde ciertamente la conciencia de sí mismo; sólo que no tiene el hábito de actualizarla. Cuando Sócrates llega a su casa, no está solo, está consigo mismo, y le interesa sobremanera llegar a algún tipo de acuerdo con ese tipo que le espera. Vale más estar en desacuerdo con el mundo entero que con la única persona con la que se está obligado a vivir una vez que a los otros se les ha dejado atrás” (p. 220).

 

¿Qué ha descubierto Sócrates? “Que podemos tener relaciones con nosotros mismos igual que con los otros, y que ambos tipos de relación están de alguna forma interrelacionados” (p. 220). Quien no conozca esta relación silenciosa, quien no vuelva a casa para someter a examen lo que dice y lo que hace, no teme contradecirse, simplemente porque ignora qué sea eso. Lo cual significa que no tendrá nunca la posibilidad ni el deseo de justificar lo que dice o hace; ni le preocupará cometer algún delito, puesto que puede contar con haberlo olvidado al momento siguiente. Pensar lo que hace es actualizar la diferencia presente en la conciencia, y esto no es una prerrogativa de unos pocos, “sino una facultad siempre presente en todo el mundo” (p. 222). Se puede vivir sin pensar, pero en ese caso los hombres son como sonámbulos. “La consciencia [la conciencia moral] –escribe H.A.-- es la anticipación del individuo que te espera si y cuando llegas a casa” (p. 223).

 

“Cuando todo el mundo se deja llevar, irreflexivamente, por lo que todos los demás hacen y creen, aquellos que piensan son sacados de sus escondites, porque su rechazo a participar es demasiado evidente y se convierte en una especie de acción. En tales situaciones críticas, resulta que el componente de purgación contenido en el pensamiento (la labor de la comadrona de Sócrates, que saca a la luz las implicaciones de las opiniones admitidas, y así las destruye –valores, doctrinas, teorías e, incluso, convicciones-) es implícitamente político. Pues esta destrucción posee un efecto liberador de otra facultad, el juicio, que se puede considerar con bastante razón la más política de las facultades mentales del hombre... La facultad de juzgar... no es la misma que la facultad del pensar. El pensamiento opera con lo invisible, con representaciones de objetos ausentes; el juzgar se ocupa siempre de objetos y casos particulares que están a mano [para subsumirlos bajo reglas generales que se enseñan y se aprenden]. Pero ambos están interrelacionados: el juicio –subproducto del efecto liberador del pensamiento- realiza el pensamiento, le hace manifiesto en el mundo de los fenómenos, donde no estoy nunca solo y [sí] siempre demasiado ocupado para pensar. La manifestación [en el mundo] del viento del pensar [esto es, el juicio] no es la sabiduría; es la habilidad de distinguir el bien del mal, lo bello de lo feo. Y esta capacidad, en los raros momentos en los que las cartas están sobre la mesa, puede prevenir efectivamente las catástrofes, para el Yo, al menos” (p. 224). (JMAD)

 


[1] ARENDT, Hannah, La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984. Ha sido reeditada por  Paidós.

 

Rincón de la cita

Si a Sócrates lo envenenaron no fue por haber inventado nuevas verdades y nuevos dioses, sino por haber fastidiado y perturbado a todo el mundo con sus nuevas verdades y sus nuevos dioses (...) Sócrates murió porque no supo o no quiso callarse. Los hombres no temen tanto las verdades, jóvenes o viejas, como a los predicadores de verdades. Pues la verdad no persigue ni perturba a nadie, mientras que los predicadores son gentes muy desagradables, en perpetua inquietud y agitación, que no dejan a nadie en paz. (...) Si se hubiera contentado con despertarse a sí mismo o con despertar a sus amigos, le habrían dejado tranquilo. Incluso habrían repetido sus palabras sobre el "auténtico despertar", que es lo que al final pasó: en cuanto Sócrates desapareció, todo el mundo cantó sus alabanzas. Se sabía que ya no era peligroso, y las verdades silenciosas no dan miedo a nadie. (Leon Chestov).

¿Cuánto mide la existencia? (Roger-Pol Droit)

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(García-Baró y Merleau-Ponty)

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Crecer de golpe  (Susana Tamaro)

Tierras de penumbra (R. Attenborough)

La filosofía como actitud existencial (M. García-Baró)