La infancia:
consideraciones filosóficas - 3
Los otros son el hogar originario
Jan Patocka (1907-1977)
Aparte de las cosas, dispuestas en el contexto de nuestras necesidades y de la teleología secundaria que brota de éstas, el centro de nuestro mundo lo ocupa nuestro contacto con los otros.
El contacto con los otros es el componente primordial, el más importante, de este centro del mundo natural cuyo suelo es la Tierra y cuya periferia es el cielo. El contacto con los otros es el centro mismo de nuestro mundo, es lo que dota al mundo de su contenido más propio, pero también de su sentido principal, si es que no de todo su sentido. Sólo el contacto con los otros constituye el medio propio en que vive el hombre, Nuestro contacto sensible con la realidad presente, nuestra percepción, adquiere su significación principal del hecho de conferir a la realidad de los otros, a su co-presencia con nosotros en el mundo, una fuerza de convicción inmediata. Y también a la inversa: el contacto sensible, la percepción, no se endereza esencialmente al dominio de las cosas, sino a la esfera de los hombres.
Nuestro espacio es, de arriba abajo, en su entera constitución, espacio humano, pues aunque parta de mí su estructura central, centrada, ésta acaba en el tú, en el otro, que nos es mas próximo que nosotros mismos al ser el verdadero objeto de nuestra mirada esencialmente no objetiva, de nuestro actuar, de nuestro adaptarnos y orientarnos, de nuestra palabra. La perspectiva orientada parte de mí y desemboca en el objeto presente. El objeto presente, ese “aquí” “en lo que yo estoy” ahora no tiene por fuerza que ser otro yo, otro hombre, pero si no lo es, hay una carencia, una falta; el objeto propio en el que estamos no es nunca un ello ni un él, sino un tú. El tú es siempre un objeto próximo, al alcance; es con quien hablamos, no acerca de quien hablamos. En este contacto y en el espejo del otro, nos captamos a nosotros mismos por primera vez, embrionariamente, viéndonos y experimentándonos en las reacciones del otro, en el comportamiento del otro hacia nosotros tal como lo captamos con toda inmediatez. Esta estructura del otro, más próximo a nosotros que nosotros mismos y, paralelamente, más próximo él a sí mismo gracias a nosotros, es el fundamento en que descansa lo más importante del drama de la vida. Por este lazo recíproco los hombres se encuentran en correlación unos con otros, y hasta su coexistencia biológica sería inconcebible sin este lazo. En este medio humano el hombre se forma y aprende a vivir antes de aprender a estar con las cosas. Existen, claro está, los huérfanos, los niños abandonados, etc., pero su caso representa sólo una anomalía sobre el fondo de esta normalidad. Y es que en completa ausencia de todo contacto de proximidad humana, la vida humana sería físicamente imposible. Imposibilidad física que sólo viene a confirmar que la vida sin el otro estaría desprovista de todo sentido: todo significado que surge en nuestra vida o que en ella resuena está orientado al contacto con el otro. Lo cual se sigue de lo que ya hemos dicho: el estrato fundante de nuestra experiencia, que es la percepción sensible, se orienta teleológicamente a reflejar y expresar la presencia del otro. Cosas y otros, he aquí la polaridad original, en la cual las cosas representan el modo defectivo, aquél en que no se manifiesta nada más. Y nuestra propia experiencia, que inicialmente es privada, se vuelve por los otros experiencia objetiva. El mundo se vuelve mundo real, mundo englobante, precisamente por la imbricación de mi experiencia con la experiencia de todos los otros; pues a priori yo no me veo a mí mismo más que integrado entre estos otros que son mis objetos, de modo que únicamente estoy conmigo con ayuda de ellos y como de vuelta desde ellos. (…)
El niño no proyecta su sentimiento en la madre; más bien siente las sonrisas y caricias como una situación llena de sentido en la que ambos, niño y madre, participan según el esquema receptor-emisor. Lo que se ofrece no es primeramente la vivencia propia que se proyecta en los fenómenos expresivos del otro, sino una situación global, con sus polos, la cual se interpreta, al modo de espejos, desde el punto de vista de cada uno de los participantes. Lo que quiere decir que originariamente no nos comprendemos a nosotros mismos ni al otro como un yo, sino como las dos partes activas de la situación. El reconocimiento del otro como un yo efectivo en el mismo sentido que yo lo soy, el reconocimiento de que tiene vivencias y sentimientos, de que piensa y tiene intimidad, todo ello es un descubrimiento que requiere un largo camino. Su punto primordial de partida es una situación significativa bipolar en que dos polos corporales análogos desempeñan papeles complementarios. La comprensión del significado de una palabra puede servir asimismo de ejemplo: pues sólo es posible en una situación de habla en que el niño recibe lo que el otro le da. De suerte que la significación que llega a comprender es siempre una emitida por otro, y no una que el yo geste para sí de modo solipsista. La charla, una regañina, la reprimenda son igualmente situaciones bipolares en que yo me aprehendo como objeto y, eo ipso, aprehendo al otro como agente. De aquí que de manera natural no nos atribuyamos el significado -con razón- a nosotros mismos, sino primeramente a los otros como su polo emisor y sus autores activos.
La dimensión básica de la vida humana consiste en la búsqueda y descubrimiento del otro en uno mismo y de uno mismo en el otro. Todo el drama de la vida humana gira en torno a si será descubierto o no lo que este contacto primordial puramente situacional ya entraña de un modo implícito: la intimidad que se oculta por detrás de todo lo que se manifiesta. Yo y el otro nos descubrimos el uno al otro en la unidad de una situación significativa. En la medida en que nos ponemos mutuamente de manifiesto, el otro y yo somos ambos objetividades, estamos uno ante el otro. Lo que permanece oculto es que estos objetos no pueden ponerse entre sí de manifiesto si no es porque hay un yo que es anterior tanto respecto de mi yo objetivo como respecto del del otro. Y que este ego anterior presupone igualmente un alter-ego anterior.
Y, sin embargo, no se trata aquí de un doble objeto, de dos cosas, sino también de una relación y un lazo mutuo. Entre madre e hijo hay una relación más íntima que la mera copresencia de dos cosas. El sentimiento que los une brota de una hondura preobjetiva. En ella los dos seres están unidos, la vida de uno está contenida en la vida del otro. En el otro, cada uno de los partícipes de la relación se encuentra a sí mismo, pero de modo tal que encuentra algo más que su propia soledad, la cual significa siempre mera intención, incumplimiento, ausencia, deseo.
Así, desde el comienzo de su vida el hombre se halla inmerso ante todo en el otro, arraigado en él. El arraigo en el otro media todas las demás relaciones. Primariamente es el otro quien se preocupa de nuestras necesidades, antes de que nosotros podamos con su ayuda empezar a preocuparnos por ellas. El otro hace que estemos llenos, que estemos ya siempre, de algún modo, en nuestra meta, pese a todas las necesidades y carencias. El otro nos pone a cubierto de nuestras necesidades. Son el otro y, en el vinculo natural, necesario y recíproco, los otros quienes nos ponen a cubierto y a cuya ayuda debemos que la Tierra pueda para mí llegar a ser Tierra y el cielo cielo: los otros son el hogar originario. Pero el hogar, el arraigo no es posible de suyo y por sí. El hogar es el lugar en que por la mediación de otros se produce el arraigo entre las cosas, es decir, se satisfacen las necesidades. Lo necesario ha de ser, en efecto, previsto y provisto, y sólo en parte ocurre así en el hogar. El procurar lo necesario, el trabajo, representa entonces el afuera, el lugar de trabajo, el dominio de la objetividad. (Jan Patocka, “El mundo natural y la fenomenología” (trad. esp. de A. Serrano de Haro), en El movimiento de la existencia humana).
Otros enlaces de interés:
La propia historia, una urdimbre de otras historias
(Françoise Dolto)
(Juan Martín Velasco)
(Emmanuel Levinas)
El yo y los otros: la intersubjetividad
(Gabriel Marcel)