¿Quiere el hombre seguir viviendo?

Rémi Brague (1947)

 

Como consecuencia de haber reducido el ser a la existencia en bruto, el deseo adopta un aspecto nuevo: si antes era deseo del Ser equivalente al Bien, se ha convertido en mero deseo de perseverar en una existencia que ha pasado a ser moralmente neutra. (…) La contingencia del ente en general entraña, como caso particular, la contingencia de la vida. Ahora bien, es éste un caso que nos concierne muy de cerca, puesto que la contingencia concierne entonces a esta existencia que se nos entrega, nuestra existencia, de la que tenemos experiencia desde dentro y que, para nosotros, adopta la figura de estar-vivos. (…)

    “El Universo no estaba preñado de vida ni la biosfera, del hombre. Nuestro número salió en el casino de Monte-Carlo. ¿Cómo sorprenderse entonces de que, lo mismo que le sucede a quien acaba de ganar en él diez millones, sintamos la extrañeza de nuestra condición?” [Jacques Monod]. (…)

 

Lo enojoso de esta manera de ver las cosas es que induce ciertos sentimientos y, con ellos, ciertas conductas. Examinaré desde ese ángulo la imagen central del pasaje que acabo de citar, tomándola como lo que es, una imagen, y nada más. Y, en este sentido, dudo mucho de que sea el sentimiento de “extrañeza” del que habla Monod el que nos asalte ante quien ha ganado diez millones en la ruleta. Observemos más bien cuál es nuestra actitud hacia quien ha ganado el premio gordo en la lotería o, en general, que ha sido objeto de un golpe de suerte espectacular: apenas es positiva. No podemos respetarlo, pues no encierra nada moral. Ni siquiera admirarlo, puesto que no ha hecho nada para merecer lo que le sucede. El único sentimiento que podríamos alimentar respecto a él es la envidia. En la comparación que Monod imagina, adoptamos no el punto de vista exterior de un tercero, sino del propio ganador.

 

Ahora bien, la alegría de haber ganado no puede acallar la pregunta “¿por qué yo?” El ganador no puede atribuirse ningún mérito, ya que las cualidades de las que podría gloriarse no son más que el resultado de un golpe de suerte. En consecuencia, podríamos preguntarnos si el sentimiento dominante de la humanidad contemporánea hacia sí misma, tal como es inducido por la visión de la génesis de lo humano que acabo de recordar, no sería esa paradójica envidia de sí mismo.

    Se trata de algo muy difícil de pensar, pero que podemos abordar mediante diversas analogías. Así, los psiquiatras conocen unos fenómenos del mismo tipo desde hace algunas décadas, por ejemplo entre los judíos que tuvieron la suerte de sobrevivir a la Shoá mientras que el resto de su familia fue exterminado. Los sobrevivientes se preguntan con dolor por qué, gracias a qué mérito, no les alcanzó, y se lo reprochan inconscientemente. Los mismos psiquiatras señalan la aparición más reciente, entre ciertos adolescentes, de complejos que los paralizan. Son quienes saben, ya porque se lo hayan dicho sus padres ya porque ellos mismos lo hayan adivinado, que fueron elegidos entre otros hermanos o hermanas virtuales que no fueron queridos y que, por esta razón, fueron víctimas de abortos. Nada indica que este género de sentimientos no esté llamado a convertirse, más que en la excepción, en la triste regla de nuestras sociedades.

    En cualquier caso, podemos plantear una pregunta análoga respecto a la especie humana: ¿por qué ha de ser necesario que exista sobre la tierra – ella y no, más bien, esa o aquella otra especie? Por ejemplo, esos pobres dinosaurios que hoy pensamos desaparecieron como consecuencia de la caída de un meteorito. Su infortunio fue la fortuna de los mamíferos, entre los que se encuentran los primates – y, por tanto, nosotros mismos.

    De manera menos espectacular, podemos preguntarnos qué es lo que nos hace preferibles a todas esas especies cuya supervivencia está amenazada por la propia presencia del hombre sobre la tierra, el más peligroso de los predadores. El problema no es un problema sólo académico. Se ha hecho muy concreto, por no decir candente, desde que despertó la conciencia ecológica hace algunas décadas. (…) Para ayudarnos a orientarnos no hay ningún punto de referencia, ni aquí abajo ni en algún mundo superior. (…)

    Algunos filósofos reflexionan acerca de las responsabilidades de la generación presente para con las generaciones futuras y dicen al respecto cosas llenas de sentido común. Hans Jonas reflexiona sobre el vínculo inter-generacional. Adopta incluso el fenómeno del lactante como paradigma de la noción de responsabilidad: su misma existencia constituye una llamada, su solo ser implica un deber-ser. Pero acerca de las cuestiones demográficas sigue prisionero del fantasma de una superpoblación dominante en su generación. (…)

    En cambio, el hecho bien sencillo de que la existencia de esas generaciones futuras depende enteramente de la voluntad de la generación presente no ha sido objeto de reflexión sino muy rara vez. De resultas, pocos filósofos, reales o pretendidos, han tomado como objeto de su meditación la posibilidad de la extinción demográfica de la especie humana. (…)

    [David Benatar] sostiene que no sólo no tenemos el deber de reproducirnos, sino que tenemos incluso el deber de no hacerlo. De modo que estaríamos moralmente obligados a ponerle un punto final a la aventura humana. La extinción voluntaria de la vida humana sería de interés incluso (que él concibe en clave utilitarista como placer) para los que habrían podido nacer. (…) Veo en esta tesis el resultado de una honestidad intelectual, ésa sin la cual no se extraen con total franqueza y claridad las consecuencias últimas de la lógica inmanente del ateísmo, que yo, en cambio, formulo penosamente y desde fuera. Éste reconoce de este modo que no dispone de ningún argumento a favor de la existencia del hombre. El nombre que el ateísmo se otorgó desde la época victoriana, humanism, alcanza de esta manera una tonalidad irónica.

    Sea como sea, ¿cómo hacer frente al desafío? Nietszche cree aportar una respuesta [con] el “amor al destino” (amor fati) (…) Amar el destino vale para la suerte que es la mía y que encuentro ya hecha cuando entro en escena. Con el eterno retorno de lo mismo tampoco salgo de mi singularidad. Más bien al contrario, me clavo más definitivamente a ella. Pero ¿debemos aceptar ser un destino, una fatalidad para el otro? Puedo muy bien asumir con entereza la existencia que he recibido yo. Quizá incluso pueda hallar en esa aceptación cierta alegría heroica. Pero, ¿esa existencia tengo yo el derecho de imponérsela a otro? (…) Pues el hecho es que la existencia misma de seres humanos depende cada vez más de la libre voluntad de seres humanos. (…)

    En concreto, no pretendo que el retroceso demográfico de los países avanzados se deba a causas “metafísicas”, por ejemplo, la pérdida de la fe religiosa. Si se me admite una distinción --por otro lado muy elemental--, lo que me interesa no son las causas, sino las razones. Más en concreto, no las causas pasadas de la situación presente, sino las razones que necesitamos tener ahora para determinar lo que será el futuro. (…)

    Nada permite pensar que sería un deber traer niños al mundo. Podemos felicitar a quienes se ocupan bien de los que han tenido alimentándolos, educándolos, etc. Pero de ello no podemos extraer que sería un bien en sí querer tener hijos o, al revés, que sería un mal en sí el no tenerlos. Pues ese deber ¿respecto a quién sería un deber? (…) Puedo hacer mal a mis hijos --en caso de que los tenga-- si los educo mal, maltratándolos incluso. Pero ¿a quién daño cuando rechazo tener hijos? Ciertamente no a ésos a quienes de este modo rehúso traer a la existencia. (…)

 

    Para que la humanidad continúe existiendo, es preciso que los hombres se basen en la idea, explícita o implícita, de que la vida es un bien. Debe ser un bien no sólo para los que la dan, sino también y resueltamente para los que la reciben. (…)

    Puede muy bien suceder que toda la evolución que ha desembocado en la vida, y después en la existencia de la especie humana; puede muy bien suceder que toda la historia que ha desembocado en nuestra vida personal, sean ambas el fruto del solo azar. Pero, cualquiera que sea la hipótesis, es de nosotros de quienes depende prolongar o no ese pasado. No somos libres de haber venido al mundo; en cambio, somos enteramente libres de traer a él a otro.

    Ahora bien, no tenemos el derecho de hacerlo a no ser que la vida sea un bien también para esos a quienes llamamos a la vida. Y para que éste sea el caso, la vida no debe ser sólo placentera de manera global, cosa que poca gente niega, en todo caso yo no; es preciso aún que sea buena. Y ello con independencia de cuáles sean las vicisitudes que la vida aportará a quienes no habrán pedido venir, vicisitudes que, por supuesto, tenemos el deber de intentar lo más posible evitarles, pero que no podemos estar seguros de evitárselas enteramente.

    Según las apariencias o a pesar de ellas, precisamos afirmar pues que el Ser y el Bien coinciden. Y aquí, no tenemos nada que hacer con un bien “débil”. Muy al contrario, lo que necesitamos es el más “fuerte” de todos los bienes, el Bien con una mayúscula. (…)


    Para los minerales, el bien consiste en existir, sin más: consiste pues simplemente con el Ser. Para los seres vivos, consiste en sobrevivir como individuo y en reproducirse como especie: su bien consiste en ser, pero este ser hay que buscarlo. En cuanto al hombre, la tarea de buscar el bien que le permita ser plenamente lo que es le ha sido confiada en la libertad: ésta es, en él, por así decir, el órgano que le permite acceder al Bien. (…) El hombre no sólo es libre de darse unas cualidades como bien le parezca. Lo es en lo sucesivo de pronunciar sobre sí mismo un juicio global y sin réplica, de afirmarse o de negarse por entero y sin posibilidad de vuelta atrás. ¿Cabe concebir una forma más elevada de autodeterminación? (…) Un ser libre elegirá ser libre, y no sabría elegir libremente no ser libre sin contradecirse. Pero ¿elegiría ser, sin más?

    Scopenhauer (…) desaprobaba el suicidio “violento”. Pero era menos severo con quienes se habrían dejado morir de hambre: de este modo, habrían conseguido negar la misma voluntad y no sólo una de sus manifestaciones. El filósofo alemán propone una experiencia más atrevida aun:  “Quizá todos cuantos están vivos habrían puesto fin a sus días si este fin fuera algo negativo, un súbito dejar de existir. Sólo que esto comporta algo positivo: destruir el cuerpo. Esta destrucción es la que da miedo y nos disuade de hacerlo”. En otros términos: si no tuviéramos cuerpo y si, por ende, nuestra supresión no tuviera que pasar por la destrucción de éste, todos escogeríamos muy probablemente no ser. (…)

    Existe un caso en el que estamos muy cerca de la situación imaginada por Schopenhauer: ése en el que el cuerpo en cuestión no es el mío, sino el de otro. Más aún: es el de otro que no existe más que virtualmente y que no se hará real más que si yo así lo quiero: el niño que procrear. Su destrucción es por tanto también únicamente virtual, la más liviana de todas las acciones. (…)

    La cuestión que estoy planteando es más radical, puesto que se refiere a la relación entre la religión y la existencia misma del hombre sobre la tierra. No se trata ya del hombre como animal social o como animal moral, sino de la especie humana en la totalidad de sus dimensiones y en la totalidad de su trayecto. Ya no se trata de las características de ésta (orden social, moralidad), sino de su vida. Y en este caso la experiencia que hay que intentar es más arriesgada dado que, si fracasara, no sería ya cuestión de volver a empezar sobre nuevas bases. (…) En cambio constato que nuestros contemporáneos parecen haber conservado ese tipo de ilusiones [providencialistas] cuando les veo, en todos los ámbitos, multiplicar las prácticas que ponen en peligro la vida humana, esperando sin duda que “todo acabará arreglándose”. En lo que a mí respecta, no comparto en modo alguno esa manera de imaginar la Providencia como una especie de paracaídas. La concepción cristiana de ésta me parece mucho más rica y sutil, también me parece que deja más sitio a la libertad del hombre y a la lógica de sus acciones.

    Toda nuestra civilización se entrega a un gigantesco  bungy, pero no estoy seguro de que el elástico esté enganchado. Me pregunto, no sin inquietud, si una experiencia mortal como ésa no habrá comenzado ya. (Rémi Brague, Les Ancres dans le ciel, Champs-essais, éds. Du Seuil, 2011, pp. 49-127; tr. esp. de JMAD).

 

Emilia Oliva

César Vallejo

Wislawa Szymborska

Miguel de Unamuno

El sentido de la vida (I) (Jean Grondin)

Emmanuel Levinas

Escritos inéditos I (Cuadernos del cautiverio, Escritos sobre el cautiverio, Notas filosóficas diversas),

Trotta editorial, 2013

 

Entrevista radiofónica a Miguel García-Baró (editor de la obra)

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