La infancia:

consideraciones filosóficas - 1

 

Reivindicación filosófica de la infancia

Miguel García-Baró (1953)

 

    Hay algunas experiencias, quizá encadenadas todas entre ellas por misteriosos vínculos, sólo a partir de las cuales se entiende a sí misma la filosofía. Ocurren casi todas estas expe­rien­cias en el ámbi­to doloroso de la infancia, donde arraigan las esperanzas y despier­tan las sospechas de todos los sufri­mientos y todas las decepciones.

    La primera de estas experiencias […] consiste en comprender un día, súbitamente, que la realidad es tan rica, pode­rosa y plural que no se puede concebir la propia vida sin el intento de recorrerla entera. ¿Quién puede sufrir la resignación a no llegar a explorar todos los arcanos? ¿Quién puede quedar indiferente an­te la idea de no descifrar todas las sabidurías acumuladas por las generaciones anteriores, por insignificantes que quizá sean si se las compara con la magnitud de la propia realidad? ¿Voy a conformar­me con que otros sepan lo que yo ignoraré? Ya sé que es insensato, pero precisa­mente por eso, y porque es estrictamente necesario, quiero conocer todas las lenguas, leer todos los libras, visitar todos los países, explorar todas las posibilidades del alma humana. Yo aún no sé apenas nada, pero es evidente que vivo desbordado por la majestad de lo real y es evidente que ya han vivido del mismo mo­do muchos sabios. Cada vez que sepa de la existencia de alguno, iré a su presencia y absorberé cuanto él haya conocido. No puedo encontrar mi felicidad más que cumpliendo esta empresa.

En seguida, como una segunda experiencia o, mejor, como un segundo aspecto de esta vivencia de asombro y entusiasmo ilimita­do, de confianza y deseo de aventura, aparece la conciencia de que este quijotesco viaje al final de toda la belleza y toda la compleji­dad de lo real es de alguna manera una respuesta de justicia, un agrade­ci­miento que trata de hacerse digno del don extra­ordinario (por más común que sea a todos) que se ha recibido con la vida. Pronto este impulso de gratitud puede ir tomando los aires especí­ficos de la responsabilidad. Este maravilloso placer de la aventura sin término, cada vez más honda y más gozosa, esta expansión de vitalidad perfecta, es además mi deber primordial. He sido planta­do en la vida para vivirla despierto, alerta; para responder a sus re­clamaciones y para mejorarla, aunque se diría que esto es imposi­ble, increíble. Esta totalidad dentro de la cual ya estoy existiendo no sólo espera mi acto de justicia consistente en procurar conocer­la, sino también el complemento a un auténtico hacerme cargo yo mismo, yo solo, yo con los amigos que pueda encontrar por el ca­mino, de cuanto hay en la realidad.

    El que se hace cargo de todo, de veras de todo, tiene el deber ine­ludible de vivir de tal manera que no pueda afirmarse a su muerte que ha dejado el mundo tal como lo encontró y aún peor. Si hay que ver toda la vida tal como es, hay también que marcar nuestra huella sobre el mundo enmendando sus males. Tengo que conocer por puro desbordamiento de gratitud y maravilla; pero también es cierto que tengo que conocer para perfeccionar. ¿No veo ya, desde el principio, a muchos hombres que han de vivir en tales circuns­tancias que seguramente están impedidos de realizar ni siquiera un pequeño tramo de lo que yo me propongo? ¿Cómo no va a ser la peor de las injusticias que este universal deber de filosofía (démosle desde el principio su nombre propio y clásico) pueda verse espu­riamente limitado por tantas constricciones? Es infinitamente la­mentable que no estén dadas las condiciones básicas para que cualquier hombre que de verdad lo desee pueda llevar a cabo su destino de conocimiento y responsabilidad. Pero con independen­cia de esta desgracia colectiva y repetida, yo mismo, que tengo la fortuna de ver con alguna claridad qué rumbo debe tomar mi vida, estoy urgido por la gravísima responsabilidad de trabajar constan­temente, mientras me duren las fuerzas, en la mejora del mundo, sea lo que quiera de mi suerte.

Nadie puede soportar la idea de que su estancia en el mundo sea inútil y hasta perjudicial, si es capaz de pensar sobre la cuestión un instante.

    Ahora bien, la llamada a la aventura, a la única aventura que merece tal nombre, y la carga con la responsabilidad por el mun­do, se alimentan de otra experiencia, que ha podido surgir en for­ma oscura ya antes, pero que irá tomando volumen y color a me­dida que la infancia avanza. Se trata de la experiencia con la que de verdad empieza el hombre su existencia, y apenas cabe cir­cunscribirla con un nombre sencillo. A partir de ella se sabe qué es el tiempo, se tiene conciencia intensa y dolorosísima de la fi­nitud de uno mismo, se posee la certeza de la muerte a solas; pe­ro también  se inicia el conocimiento de la diferencia que separa la apariencia de la realidad, y de la que distingue la inocencia y el pecado. Por vez primera se sufre por los demás y, al mismo tiem­po, se comienza a hacer sufrir adrede a otros. Y únicamente por­que ha sucedido ya en alguna forma esta experiencia, auténtico paso del umbral de la vida, puede luego alguien, puede luego to­do el mundo, proponerse la empresa del conocimiento y de la responsabilidad.

    Un día se descubre el significado primordial de la palabra ser, a una con el de su contrario. De pronto, infinitamente de improvi­so, sin que haya intervención ninguna de la propia voluntad, se cae literalmente en la cuenta de que se está existiendo, pero de que an­tes no existíamos y de que llegará el tiempo casi inconcebible en que todo lo demás, menos precisamente nosotros, siga vivo.

Este descubrimiento relega al ámbito de las cosas superfluas to­do el resto. Cuando se insinúa, es casi imposible impedirle que se torne violento y obsesivo. He nacido y estoy destinado a morir. Ha habido enormes multitudes que han muerto mucho antes de mi na­cimiento. Tendré yo también  hijos y me verán morir. Ahora vivo, existo, comprendo; y me ahogo. El universo de los juegos libres de todo tiempo acaba de desaparecer para siempre y da paso al juego serio, en las pausas en las que la experiencia del ser alivia su tena­za sobre nosotros.

    Cada momento se ha convertido ya para siempre en una deci­sión de desmesurada importancia. Empezamos a ver caer a nuestro alrededor las posibilidades que hace un instante todavía existían, pero ya ahora mismo se nos han perdido definitivamente.

    Ya que sufrimos, nos subleva cómo parece que los demás no su­fren, y vivimos la primera tentación: probar a ver cómo por nuestra actitud otros pierden también para siempre algo que esperaban.

    Estamos salvajemente solos, pero soñamos con leer en el ros­tro de los padres, los profesores y los amigos una señal, por leve que sea, de que también ellos se dan cuenta de lo que nos sucede a todos y nadie expresa. Aunque quizá rechacemos abrirnos al reco­nocimiento de nuestra congoja ante nadie más que no sea exacta­mente como nosotros. Si nos hablaran las personas de otra edad sobre lo que nos está pasando, huiríamos, con toda probabilidad, al silencio.

    Nos refugiamos en contraponer el espacio, siempre quieto, y el tiempo, siempre en fuga. Las habitaciones de la casa son las mis­mas, aunque entre el día de hoy y el mes pasado haya alguien muerto en una de ellas (este hecho suele encender la experiencia del ser en los niños) y nosotros hayamos cambiado por completo.

    Sólo nos consuela oír hablar indirectamente de nuestro mal: suena la música y es como si imitara la rapidez del tiempo; ojalá en el aula un profesor que no esté enton­tecido se atreva a leer un poema o una página de una novela donde la sensación del paso irremisible del tiempo esté captada.

    Lo único que admite un cultivo en esta edad con escasez de conceptos es el sentimiento, o sea, la reiteración en notar la melan­colía de todas las cosas.

    La crueldad quizá se vuelque repentinamente con los animales. En ellos se puede experimentar por de fuera, a voluntad, el proceso de la muerte sorpren­diendo a lo que inmediatamente antes estaba tan rutinariamente vivo como cada una de las hormigas en esta fi­la que destrozamos a pisotones.

La congoja, esta hermosa palabra de la que gustaba Unamuno para trasladar a sus lectores hasta los fondos abismales de su me­moria afectiva, puede subir al grado máximo cualquier noche en que el niño sigue meditando sobre la vida desnuda. Este crecimien­to del dolor es la consecuencia de descubrir que no sólo es horrible tener que morir, sino que igualmente horrible, y más aún, lo es te­ner que vivir siempre. De la idea de la muerte no consuela en absoluto el casi recuerdo de lo que ha sido nuestra infinitamente larga espera antes de la vida. Pero si oímos hablar de la esperanza de la inmortalidad en los términos superficiales en los que casi siempre se habla de ella, el espanto al representárnosla será todavía mayor.

    Es el momento en que echamos absurdamente de menos no ha­ber nacido. Anhe­la­mos lo imposible. Por eso mismo, también po­demos, a partir de aquí, anhelar otro objeto que no parece menos imposible: quizá nuestra desesperación encuentre una res­pues­ta si nos decidimos a vivir y, sobre todo, a vivir en el conocimiento. ¿No será la vida misma, si trabajamos con suficiente entusiasmo, la que aporte la solución al enigma, aunque ahora creamos que no cabe ninguna respuesta que no sea espantosa? Así comprendemos que nuestro gusto desesperado, enorme, por la vida fugaz, ha sido com­partido por quienes se han atrevido a explorarlo todo.

    No estamos solos con la pobreza absoluta de recursos que tie­ne un niño perdido en su noche. Sabemos que no sabemos, pero nos entregamos a la esperanza, a la lucidez y a la bondad.

¡Qué absoluta profundidad puede alcanzar, en estas circuns­tancias, el encuentro milagroso del primer amor y de la amistad auténtica!

    El adulto, si consigue recordar, si es de nuevo despertado por la injusticia y el dolor de los otros, sobre la base de esta memoria gra­bada en el centro de su ser podrá vivir en el esfuerzo de la visión responsable, en el entusiasmo y en la certeza de que sólo desde el acatamiento del imperativo moral absoluto cabe empezar a hablar de lucidez, de pen­sa­miento, de filosofía.

    Los jóvenes que van entrando en la sociedad adulta necesitan su Sócrates, y seguimos necesitándolo hasta la extrema ancianidad, cada día menos dóciles ante sus claridades, cada día más feroces frente a lo que calumniamos como sus ingenuidades tan fuera de lugar. Los niños no necesitan de Sócrates más que si quieren decir, trasponer a conceptos, aquello que estructura su infancia. La niñez del hombre es la época de la experiencia radical de la realidad, de la fundación originaria del sentido mismo de lo real, de la escisión patente de la realidad en lo Mismo y lo Otro.

    La filosofía comienza obligadamente por la reivindicación del valor decisivo de las experiencias primeras de sentido en nuestra infancia. […]

Los filósofos clásicos han descrito el renacer filosófico del hombre que llega a la edad madura, pero no el nacimiento absolu­to del pensar.

    La niñez del hombre se estructura alrededor de su experiencia básica de la realidad. La hondura emocional es aquí de tanta im­portancia, que muchas veces es eso lo que la hace ser explícita y puntual, y no meramente tácita y gradual.

    En esa estructuración alrededor del eje básico, lo que hay antes toma sin remedio, en la memoria, la forma de la inocencia.

    La infancia -¡qué ambigua la extensión en el castellano del sig­nificado de esta palabra latina, que originalmente designa al niño incapaz todavía de hablar!- es primordialmente la revelación del tiempo, es decir, de la muerte.

   La revelación del tiempo finito es universal: todo adolescente sabe que ha de morir. De aquí la abrumadora soledad del niño y su compleja actitud ante la ternura de los demás, con la que siente que se desea hacerlo volver a un amparo inaccesible. De aquí también el desprecio con que siempre se halla mezclada la relación del niño hacia sus mayores. Él es consciente de que querer retenerlo en el cobijo de la inocencia es inútil e hipócrita, o bien es perfectamen­te estúpido.

   Y es que la revelación de la muerte tiene, tácita o expresamente, esta estructura: mi vida actual, amparada hasta aquí en la totalidad de la realidad, en su absoluta consis­tencia, no es para siempre. Su ne­cesario destino es acabar. ¿Acabar del todo? La idea de la desapari­ción es intolerable: todo no sólo dejará de ser, sino que se olvidará.

   En el mismo instante se le revela al niño que esta aniquilación ya ha empezado: a cada nuevo momento él es irreversiblemente más viejo, y este mismo enveje­ci­miento imparable afecta a todas las cosas, a la realidad íntegra. Nada volverá a ser lo mismo que ahora; pero ahora ya ha pasado. Todo, pues, está muriéndose, pero nadie habla de ello.

Si el sujeto de la revelación del tiempo finito permanece en su experiencia, se ve impelido a preferir la compañía de las cosas y de los animales; y en seguida capta, con emoción profunda, la radical inmovilidad del espacio, la identidad de lo que está tan quieto co­mo la posición relativa de las estrellas.

    Pero cuando el sujeto de esta experiencia explora la alternativa que se le ofrece respecto de la nada, descubre que la posibilidad de no acabar del todo, es decir, de seguir siempre siendo eso que has­ta entonces se ha sido, es aún más espantosa que tener que desapa­recer un día en la nada. El imaginario ser feliz resulta ahora tan in­vivible y tan indeseable como la nada.

    Así experimenta el niño, quizá secretamente, quizá abiertamen­te, la agónica pinza de la alternativa absoluta que le presenta la rea­lidad; y si su capacidad afectiva se abre a esta experiencia en la me­dida sufi­ciente, ya no entiende cómo podrá seguir viviendo. La vida y la muerte le son insoportables justa­mente porque le son in­inteli­gibles. Todas las salidas, todas las posibilidades son absurdas; pero no con esa absurdidad irónica que tienen los absurdos de la teoría. Absurdo significa aquí absolutamente insoportable.

    Conviene precisar algo más.

    Ser no es para quien realiza esta experiencia no poder dejar de ser, sino, ante todo, no poder dejar de darse cuenta. La primera an­gustia no se alza de la pregunta por el fin que le está reservado a la existencia individual. No se trata de estar atrapado, sin más, en la alternativa que es o bien cesar un día de ser o bien continuar siem­pre siendo. Más bien el horror que no deja de acompañar a la expe­riencia metafísica surge de la pregunta: ahora estoy enterándome de que vivo, pero ¿puedo sufrir la indeterminada prolongación de la conciencia? ¿O es que puedo sufrir su contrario: la perspectiva de abandonar definitivamente la conciencia? En este segundo caso, ¿por qué no se me ha ahorrado la fugaz estancia en la casa de la luz? ¿Qué sentido tiene sentir para que, de inmediato, eso que he sentido vaya desapareciendo en el vacío -aunque quede fantas­má­ticamente en mi memoria un poco de tiempo-, y termine por per­derse absolu­tamente? Todo lo que todos los hombres han vivido fresca, intensa y plenamente, minuto a minuto de todas las vidas, va transformándose, primero lentamente, al final, de súbito, en na­da. ¿Se puede vivir con conciencia o bien para conservarla siempre o bien para perderla para siempre?

    Ésa es la expresión de la experiencia metafísica de la infancia, que, por tanto, se traduce con facilidad en los términos de la deses­peración tanto ante la mortalidad como ante la inmortalidad.

[…] Necesitamos -estamos viéndolo- una reivindicación filosófi­ca, no sólo psico­ana­lítica, de la infancia. La edad infantil ha sido objeto de esencial descalificación a lo largo de toda la historia del pensamiento moderno. Según ésta, no sería la infancia más que lo opuesto, ya siempre vivido y dejado atrás, respecto de la plenitud de la razón. La infancia sería el juego, el mito, la socialización o inculturación; en resumen, el dominio de lo tradicional que impe­ra sin resistencia, el reino de lo irresponsable y la carencia absolu­ta de lucidez, o sea, todo cuanto el hombre maduro, el hombre que entra en plena posesión de sí y se adelanta al espacio público del mundo, debe, ante todo, dejar definitivamente a su espalda.

    La verdad es, en cambio, que el niño es quien lleva a cabo la ex­periencia funda­men­tal: aquélla en la que nace el yo, quizá para in­mediatamente convertirse en rehenes del Otro.

    La primera y capital visitación del silencio la recibe, en efecto, el niño. Un día (una noche), hemos descubierto todos que la vida corre y se pierde con el tiempo, que no hay hora que regrese, que existe la muerte, que todo envejece segundo a segundo. He aquí que de pronto, del modo más inesperado que cabe, sin haberlo ba­rruntado ni deseado en absoluto, el niño se topa con la existencia: con el ser que pasa y yo contemplo en una inmovilidad increible, por más que también yo corra, enterrado en la corriente del tiempo, hacia la decadencia, lo irreversible y la muerte.

    Yo ahora, detenido en mi puesto temporal, asisto por primera vez al espectáculo atroz del envejecimiento del universo, incluido el de los niños que están naciendo. Y así se me revela también, repitámoslo, la calma silenciosa del espacio, esta hipérbole de la identidad.

El niño contempla el misterio del ser, y la forma inicial de su perplejidad es el dolor ante el silencio impenetrable, porque la pre­gunta que lo abruma es la cuestión del valor o el sentido de su pro­pio ser, y no tanto el valor y el sentido del ser en general. En quien está descubriendo el tiempo de la existencia que va hacia la muer­te, la angustia primordial se refiere al sentido de su propia concien­cia, de su estarse dando cuenta, y viene a decir (si gozara de sufi­cientes palabras) algo semejante a esto:

    Aquí tengo, en carne viva, mi sensibilidad, mi conciencia de ir a existir, a lo sumo, unos cuantos años. ¿Qué significan en medio de toda la vida consciente que se da en el universo? Apenas el instante de un relámpago. Y lo mismo sucede con la totalidad de la vida consciente universal, comparada con el océano del ser de la materia, sobre el cual se sostiene. Pero también a éste le afecta la misma re­lativa insignificancia si lo miro en contraste con el silencio y la nada de antes y de después de su ser. ¿Tiene entonces este Todo de materia, vida y conciencia algún sentido siquiera posible? ¿Tendrá, sobre todo, alguno esta conciencia mía que acaba de ser despertada a tal espectáculo? ¿Por qué no se me habrá ahorrado, cuando me­nos, el dolor de estar así pensando ahora? ¿Por qué he tenido que vivir con esta claridad terrible el descubrimiento de la verdad esen­cial sobre mí mismo?

   También yo estoy ya muriendo y no entiendo qué es morir. Des­de luego, no podré sentir la muerte como tal, porque no hay con­ciencia posible del final de la conciencia; pero eso no quiere decir ya por sí solo que viviré para siempre, aunque en otro modo de la existencia, en el mundo del más allá. Quizá el final de la concien­cia se corresponderá exactamente con su punta de comienzo, para el que tampoco había posibilidad de ser consciente. A lo mejor des­pués de la muerte se vuelve a la misma nada donde estábamos an­tes de nacer. [...]

Volvamos, en efecto, sobre la cuestión, que merece ser tratada con morosidad.

    La primera de estas posibilidades es que nos acabemos absolu­tamente, sin dejar en seguida ni experiencia, ni memoria, ni huella (¿qué más da que algún resto de nosotros subsista mil años, si se trata del tiempo entero y aun de la eternidad?). Toda esta vida sen­sible, todas estas vivencias tan llenas de riqueza y gozosas, tan car­gadas de sentido y, a veces, tan espantosas, pasarán por completo y se borra­rán del ser, como si nada hubiera ocurrido. Ni siquiera so­breviviremos en la memo­ria de Dios, cosa que sería, por cierto, continuar vivos.

    La segunda posibilidad es que nuestra experiencia viva se desa­rrolle infinitamente, siempre, para siempre: ser yo mismo sin fin; mi vida, pero como si fuera, en la práctica, eterna.

    Este pensamiento es aún más horrible que el anterior. (El niño llegado a la edad de ser un lector maduro y omnívoro se asombra­rá de no encontrar casi en ningún rincón de la historia literaria es­ta evidente verdad.)

    Una vida inacabable en la que cada cual esté arraigado en su yo defini­ti­vamente desde una noche de la infancia en la que desperta­mos (aunque sea brumo­sa­mente) al ser, al tiempo, al yo, sería el in­fierno. Para todo, literalmente para todo ha­bría tiempo. La palabra “posible” perdería su sentido; las emociones se evapo­rarían; se di­siparía todo lo que es serio en la vida. Quedaría nada más que un inde­ci­ble aburrimiento: una desesperación sin fondo, ya que no tendría con­suelo posible.

    Y al principio sólo se presentan estas dos alternativas. No se puede sufrir el pensamiento de la muerte; no se puede sufrir el pen­samiento de la vida.

    […] Aparece, pues, adelantándose desde el horizonte, la pregunta más terrible: ¿no me habría estado mucho mejor no nacer? Este despertar es por ahora puro dolor y puro silencio; pero yo no sufría, por ejemplo, en el tiempo en que no habían nacido mis abuelos.

    Esta noche del alma que necesariamente asiste al nacimiento del yo es absurdo intentar emplazarla en un momento diferente de aquél en que se llega al conocimiento de que se ha de morir. La re­doma que Fausto se disponía a beber en la noche de su silencio, y que Franz Rosenzweig piensa que todos los hombres encuentran sobre su mesa al menos una vez en la vida, se nos pone delante desde la hora en la que recibimos la noticia esencial de que existi­mos. Y el testimonio universal de las culturas nos enseña que la ini­ciación ritual más importante se celebra cuando la adolescencia afronta este misterio, acerca del cual el mito se jacta de aportar ple­no sentido.

El terrible abismo del espacio nocturno palpitante de estrellas no es una pantalla tan oscura como esta conciencia de no desear ni la muerte, ni la vida, ni la inconsciencia, pero seguir incansable­mente deseando desde el fondo del corazón. ¿Qué es la necesidad, qué son las necesidades todas, si las comparamos con esta carencia de sentido, que sólo se parece a la falta de aire que respirar? Sólo hay ahora el corazón en llaga ... y el Silencio.

    No morimos de la angustia de existir, esta sístole del alma, en la bella expresión de Unamuno. La noche silenciosa se prolonga y dura e incluso llega el sueño. Y desde luego llegan la distracción, los deberes, las costumbres, la rutina. Sentimos entonces (y ya siempre) la vida diaria como un adorme­ci­miento bastante estúpido pero también  secretamente sabio. Los adultos que rodean al sujeto de la experiencia decisiva guardan un silencio culpable o cobarde. Jamás se habla de lo único que importa. Nos limitamos a resolver nuestros problemas de matemáticas, a estudiar la gramática o la geo­grafía. Sólo la historia roza silencio­sa­mente el misterio. Únicamen­te se dispone de algunas pocas palabras para la soledad y la memo­ria del dolor. Pero la vida diaria es también sabia siesta, en efecto, ya que vivir en la inocencia (así interpretamos, una vez que ha pasado irreversiblemente, el tiempo de antes de nuestro descubrimiento del tiempo) sólo es una pálida imagen de la imposible felicidad; o sea, es sabio seguir viviendo ahora, pese a todo. Deseamos seguir viviendo.

    Ésta es la primera, tan sensata, respuesta al Silencio. Y así es como se llega a sentir e incluso a pensar que el Deseo que bulle en nosotros, el Anhelo que nos hace sufrir por el tiempo, es en parte el puro deseo de vivir a la aventura, como quien espera a alguien que no conoce, a alguien que no es sensato esperar. (Miguel García-Baró, Del dolor, la verdad y el bien, 2006).

Miguel García-Baró

Del dolor, la verdad y el bien,

eds. Sígueme, Salamanca,

2006

 

Reseña del libro por el Profesor Jacobo Muñoz

en El Cultural.es (28/09/2006)

Educar: ¿permitir o transmitir?

Los dos nacimientos del hombre (F. Dolto)

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La propia historia, urdimbre de otras historias (F. Dolto)

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Desear, hablar, crecer

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Alimentar el deseo, ...pero dominarlo y pasar el relevo (F. Dolto)

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Los otros son el hogar originario (Jan Patocka)

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La vergüenza prometeica. El deseo de ser cosa (G. Anders)