Pantalla, necesidad de reconocimiento y exigencia de autonomía
Alain Ehrenberg (1950)
La imagen de una familia reunida ante el televisor, que recogía los frutos del crecimiento reponiéndose de un duro día de trabajo y se olvidaba de sus preocupaciones hasta el día siguiente, es sustituida por la de una familia en la que cada cual intenta negociar su propio espacio en lugar de obedecer al único individuo que, durante mucho tiempo, fue el jefe de familia – o en lugar de rebelarse contra él.
El retroceso de la cultura jerárquica, que asignaba a cada cual su puesto en la familia y en la sociedad --la pertenencia de clase--, se ha visto acompañado por este efecto inesperado que es la entrada de la televisión en los mercados del equilibrio íntimo. Puesto que cada cual es más igual, tiene más derechos (los del niño y de la mujer crecieron ampliamente desde finales de la década de los 60), pero igualmente tiene otros deberes distintos a los de obedecer o mandar: tiene que hallar la adecuada distancia al otro y ajustarse a éste poniendo en juego sus atractivos personales. Disponer de los recursos interpretativos necesarios para conseguir comprenderse a sí mismo y al mismo tiempo lograr ser reconocido por el otro se convierte en un dato esencial de la vida cotidiana. La familia y la pareja contemporáneas tienden a asentarse sobre compromisos negociados: la vida privada se hace pública modelándose conforme a procedimientos de deliberación, de negociación y de arbitraje del espacio público.
Mi hipótesis es que el reality-show es la expresión que, en un programa de entretenimiento, adopta esta recomposición de lo privado y lo público. […] El resorte imaginario del reality-show es el testimonio de la propia vida y condensa esa dimensión de la televisión que afecta de manera menos visible a la ficción, al documental, al programa de variedades o al informativo: ese testimonio no es tanto el egoísmo del individuo replegado sobre sí mismo cuanto la busca del otro a través de la búsqueda de la comunicación con él; es la expresión de una preocupación por el lazo que nos une. El reality-show recuerda permanentemente que cuando se es reconocido por el otro es cuando uno consigue tener el sentimiento de existir. […] Este receptáculo de todos los testimonios, esta escena en la que basta con existir para tener derecho a comunicar algo, ofrece una vía para canalizar múltiples demandas de representación que arraigan masivamente en toda la sociedad. Dicho con más precisión, el estilo de respuesta que ofrece este entretenimiento se sitúa en el punto donde se cruzan, por un lado, la tradición de la novela de kiosko, los almanaques y los consejos prácticos de las revistas del corazón y femeninas, que ofrecen recetas para actuar en la vida privada, y, por otro lado, la crisis de la función representativa de la solidaridad colectiva derivada de la descomposición de nuestras formas políticas tradicionales. La representación de la que se trata en estos programas no es la delegación que permite representar los intereses particulares de un grupo, sino el hecho de dar forma a una realidad, de dotarla de sentido poniéndola a la vista. Aunque se las critique desde un punto de vista moral, esas emisiones tienen que ver con el asunto de la ciudadanía contemporánea ya que reafirman las imágenes negativas y esperadas de lo popular en democracia.
Hay que superar este prejuicio para describir fríamente las relaciones confusas y tormentosas del par comunicación-representación. […] Hay que precisar los contenidos y los lazos que esta demanda de representación mantiene con la política: ¿Contribuye a la crisis de ésta al presentarse como un competidor que instaura nuevas mediaciones? ¿No versa más bien sobre problemas que no tienen nada que ver con la política o que sólo la implican de manera incierta? ¿Mezcla unos con otros, acentuando así la dificultad de distinguir entre lo que pertenece a la acción en común y lo que concierne a la acción individual? ¿No crea la ilusa creencia de estar propiciando una democracia directa? ¿No acaba parasitando la representación al ofrecer multitud de escenas públicas donde lo mismo da debatir sobre lo difícil que es vivir con grandes senos que encontrar un empleo o que reparar una injusticia? Cuando todo se representa, ¿conseguimos ver algo? […]
Los reality-show son únicamente la parte saliente de un estilo televisivo que se sitúa en el cogollo de los dilemas contemporáneos de la individualidad, a los que pretenden dar un tratamiento eficaz sin abandonar las funciones de distracción características de la televisión. En efecto, en esta coyuntura en la que la norma central impone la conquista de la autonomía y la exigencia de lucirse, cada cual puede –e incluso debe—ser considerado el mejor experto de su propia vida y debería hacerlo saber –comunicarlo—a todo el mundo. […]
Nos hallamos menos en una civilización de la imagen, contraria a lo escrito, que en una cultura de la pantalla, que se sobreañade a lo impreso. Los programas que ofrecen servicios de relación apoyándose en el modelo de la comunicación perfilan así el espacio técnico y mental en el que, en lo sucesivo, se concentrará el tema de la abundancia: no la posesión de objetos-signos, sino la capacidad de conectarse, de entrar en relación consigo y con otro. Los reality-shows expresan ese desplazamiento de la posesión a la relación. […] La televisión prefigura la cultura de masas interactiva que está concentrándose en el ámbito multimedia y en la realidad virtual, la conversión de la televisión en la más joven de las utopías de la abundancia: ese sueño de un objeto total capaz de reunir las pantallas hoy dispersas y que permitiría recibir todo –imágenes, textos, datos, sonidos—y emitir todo, es decir, que permitiría comunicar virtualmente con el mundo entero. Este sueño se redobla con el de la propia abolición de la pantalla y con el de la eliminación del objeto como interfaz con el mundo: la realidad virtual hace que a las imágenes que miramos –-por ejemplo, un programa—les sucedan unas imágenes en las que nos movemos –por ejemplo, un mundo que exploramos--; no ya imágenes sensacionales, sino sensaciones directas por inmersión en ellas. Acentúa así la tenue frontera entre la búsqueda de significaciones y la búsqueda de sensaciones. (Alain Ehrenberg, L’individu incertain [El individuo incierto], 1995; tr. esp.: Jesús Mª Ayuso Díez).
Lee el siguiente artículo de prensa titutado "El miedo a la insignificancia" para ampliar tu visión de este asunto.