EL CONTRACTUALISMO
Características generales
El contractualismo es una doctrina filosófico-jurídica que sostiene que la sociedad y el Estado nacen de un pacto (conocido en la terminología contractualista como “contrato social”). Ese pacto lo establecen los individuos que comienzan a ser parte de esa sociedad, dirigida por el Estado. Esta doctrina se opone a la idea de que la sociedad o el Estado son algo natural, como Aristóteles sostenía (el hombre es un animal político por naturaleza), o que preexistirían a la voluntad de los individuos.
Epicuro (341-270 a.C.)
En la antigüedad hubo algunas posturas que pueden considerarse cercanas a la idea del contractualismo, como la de los sofistas (citada por el propio Aristóteles) o la de Epicuro. Sin embargo, el contractualismo tal como se entiende normalmente es una corriente filosófica que se desarrolla en los siglos XVII y XVIII.
La encantadora de serpientes (1907, Henri Rousseau)
En general, el contractualismo considera que puede pensarse un estado anterior a la institución de la sociedad civil y al Estado. Ese estado previo se denomina “estado de naturaleza” y en él los hombres llevan una existencia individual sin ninguna conciencia de grupo. Por algún motivo, que habrá que precisar, los hombres deciden instituir un “contrato social”, es decir, un pacto de unión entre ellos, con el que dan origen a la “sociedad civil”, y, según algunos autores, un segundo pacto de sumisión, con el que dan forma al Estado. Esta distinción entre los dos pactos se debe a Pufendorf.
Hugo Grocio (1583-1645)
Quizá el primer autor que habla de forma expresa del contrato social sea Hugo Grocio, en su obra, escrita en 1620, De iure belli ac pacis (Sobre el derecho de la guerra y la paz). Grocio da una definición novedosa del concepto de derecho (en latín ius; de donde procede la palabra "justicia") y habla del contrato social y del derecho a la resistencia,. No obstante, para algunos críticos no puede ser considerado un moderno, sino que sigue la tradición medieval.
Los nombres más conocidos, sin embargo, de la tradición contractualista son los de Hobbes, Locke y Rousseau, probablemente por la profundidad de sus pensamientos y por la influencia posterior de sus obras. Veamos cuáles son sus ideas.
Thomas Hobbes (1588-1679)
Thomas Hobbes escribe muchas de sus obras en Francia, exiliado desde 1640 a 1651 de una Inglaterra convulsa donde los enfrentamientos políticos, económicos y religiosos habían culminado con la primera revolución inglesa.
Económicamente, Inglaterra había desarrollado una manufactura textil que permitió la aparición progresiva de una burguesía productora. Mientras, en el plano religioso, se enfrentaban católicos y protestantes, y estos últimos mantenían además disputas entre sí. Las disputas políticas comenzaron con la subida de los Estuardos al trono, lo cual produjo un enfrentamiento entre un rey católico, Carlos I, y el Parlamento, controlado por los puritanos (protestantes). Los conflictos entre los monárquicos y los parlamentaristas tenían como telón de fondo un enfrentamiento entre los defensores de la agricultura y la ganadería (la nobleza) y los defensores de la actividad manufacturera (la burguesía y el Parlamento). Las revueltas acabaron con una Revolución que se saldó con la ejecución, en 1649, de Carlos I por parte del ejército parlamentarista y puritano liderado por Oliver Cromwell. La primera Revolución inglesa estableció un régimen militar que favorecía a la burguesía.
Hobbes publica su obra más famosa, Leviatán, en 1651. En esta obra se muestra a favor de la monarquía absoluta. Aun así, el régimen de Cromwell le permite establecerse en Inglaterra justo después de la publicación de la obra, quizá por ver en Hobbes, más que un partidario de los Estuardo, un defensor de la monarquía absoluta sin más.
La teoría política de Hobbes parte de una consideración material del ser humano y del Estado, conforme a la cual el hombre es un cuerpo natural y el Estado un cuerpo artificial. La filosofía de la naturaleza y la filosofía política se ocupan de uno y de otro respectivamente. Hobbes se atribuye la paternidad de una filosofía política rigurosa y, en este sentido, se compara con Galileo, quien es admirado como padre de la física. La idea de Hobbes es hacer de la teoría política una física política. Hobbes rechaza la idea aristotélica de la sociabilidad natural de los hombres; para él no es más que el fruto de un acuerdo artificial, egoísta e interesado que persigue garantizar la seguridad personal y evitar el temor a los demás.
Al igual que después hará Locke, Hobbes parte de la hipótesis del estado de naturaleza. Según él, en dicho estado el hombre vive una existencia miserable, derivada del hecho de que todos los hombres viven presos del egoísmo y del miedo; en él, cada hombre tiene un derecho ilimitado sobre las cosas, pero también los demás lo tienen, lo cual genera una enorme inestabilidad, una “guerra de todos contra todos” debida a las tres causas naturales de disputa entre los seres humanos: la competición, la inseguridad y la gloria. En el estado de naturaleza no tienen sentido los conceptos de “justicia” o “injusticia”, que son conceptos sociales, por lo que antes de que exista el Estado nada puede ser injusto. En esta situación tampoco tiene sentido hablar de propiedad (al contrario de lo que dirá después Locke); a lo sumo, cabe hablar de posesión, pero una posesión que, al no estar avalada por ninguna instancia superior a los individuos que prohíba su usurpación, no adquiere el estatuto jurídico de "propiedad".
Esta consideración del estado de naturaleza como una situación de “guerra de todos contra todos” tiene como presupuesto un pesimismo antropológico bien conocido que Hobbes resume en la frase del autor latino Plauto “homo homini lupus”, es decir, “el hombre es un lobo para el hombre.”
Ahora bien, a pesar de esta maldad intrínseca, el hombre es un ser racional y busca el cumplimiento de las leyes naturales: búsqueda de la paz, renuncia de los derechos absolutos y cumplimiento de los pactos. Para lograrlo y evitar así la catástrofe, tiene que pasar a una situación nueva, de seguridad y de paz, garantizada por el poder coercitivo de un tercero: el Estado.
Según esta concepción, se da un único pacto de unión entre los hombres que funda la sociedad y el Estado al mismo tiempo. Esta sociedad está sujeta al poder absoluto del Estado, el cual, sin embargo, no está sometido al pacto.
El Estado para Hobbes es un hombre artificial compuesto por todos los individuos, aunque el poder efectivo lo ostentan sólo unos pocos o uno solo. Este hombre artificial se instaura para defender al hombre natural que, sin él, estaría condenado a la guerra civil permanente; de este modo el Estado, al tener el poder que le otorgan todos los hombres, logra garantizar el fin para el que se ha instaurado: la consecución de la paz. Si no fuera así, no funcionaría como tal Estado, por lo que se volvería al estado de naturaleza y habría que instaurar otro nuevo pacto.
A pesar de llevar el nombre de un monstruo, es comparable también a un Dios; según el propio Hobbes, el Estado, o sea Leviatán es “el dios mortal al que debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa” (Leviatán, 2, 17). Hay que destacar que el pacto, para Hobbes, se establece con los otros hombres, no con el Estado.
Como vemos, Hobbes defiende una monarquía absoluta, mientras que Locke abogará por un claro parlamentarismo. Hay que hacer notar que Hobbes vive en la época de los Estuardos, donde la guerra civil no es algo muy distinto al estado de naturaleza que describe, mientras que Locke, como veremos, es un claro defensor de la causa whig, vencedora de la Segunda Revolución Inglesa, conocida como la Gloriosa.
La teoría política de Hobbes es el paradigma de la política basada en la fuerza y en el temor de los ciudadanos al poder del Estado, cuya existencia además permite la existencia de los derechos individuales. Este planteamiento es bastante distinto de la postura de Locke, ejemplo del temor liberal al poder del Estado, que debe ser controlado mediante la separación de poderes y cuya actuación debe estar ajustada a los derechos naturales de los hombres, derechos éstos previos a la institución estatal.
John Locke (1632-1704)
La teoría política de John Locke aparece fundamentalmente en el Segundo tratado sobre el gobierno civil. En esta obra desarrolla una teoría contractualista que aporta originales puntos de vista y que critica muchas posturas de Hobbes. El tratado fue escrito en 1690 en Holanda, dos años después del triunfo de la revolución Gloriosa en Inglaterra. Según muchos, este tratado constituye una justificación teórica de la revolución, apoyada y promovida por su benefactor, el conde de Shaftesbury, principal representante de la causa whig (liberal y parlamentarista) con la que se identificaba Locke, así como de la monarquía parlamentaria que siguió a la revolución.
Locke entiende que el estado de naturaleza es un estado bastante pacífico donde los seres humanos disfrutan de su libertad, su vida, su salud y su propiedad. Esta paz viene dada por el respeto a la ley natural, cuyos preceptos básicos son el respeto a los derechos que hemos citado anteriormente. Esta ley natural no es innata, según el principio empirista de Locke, pero sí racional. No obstante, el estado de naturaleza se transforma con la introducción de la moneda que complica muchísimo el sistema económico y permite la adquisición de riqueza. Esto hace que crezca la inestabilidad y que aumente significativamente el riesgo de ver dañada la propia vida y la propiedad. Debido a esto los hombres deciden contractualmente formar una sociedad civil que garantice los derechos, especialmente el de la propiedad. Locke afirma que la constitución de la sociedad civil es, al mismo tiempo, la constitución del Estado, por lo que, al igual que Hobbes, funde en uno los dos pactos que Pufendorf distinguía.
Es especialmente interesante la importancia que Locke otorga a la propiedad, de hecho es la primera vez que este derecho obtiene una justificación filosófica tan explícita. Según Locke, en el estado de naturaleza toda persona tiene derecho a tanta tierra como pueda cultivar con provecho. Esto, lejos de ser un acto egoísta, es una acción que redunda en el bien común. Para Locke la propiedad es la base de la libertad: el individuo es libre sólo en la medida en que es propietario de su persona y de sus capacidades. Esta postura es claramente individualista: la sociedad es un agregado artificial que se entiende como una relación de intercambio entre los individuos en cuanto propietarios. Cada cual puede ejercer su derecho de propiedad sobre sí mismo, sobre lo ganado con el trabajo y sobre lo que pueda comprar con el dinero.
En relación con esto, es interesante la definición que da Locke de felicidad. Según él, la mayor felicidad no consiste en gozar de los mayores placeres, sino en poseer las cosas que producen los mayores placeres. Según algunos, Locke instaura una especie de hedonismo capitalista.
La sociedad civil, como hemos dicho, surge con el objeto de preservar el derecho a la propiedad, fundamentalmente. Antes de pasar adelante hemos de advertir que Locke usa los términos “sociedad civil”, “gobierno” y “sociedad política” de un modo distinto a como se usan en la actualidad. La sociedad civil es fruto de un contrato establecido entre los hombres y no sustrae a los hombres los derechos de los que disfrutaban en el estado de naturaleza, excepto el de hacer justicia. Esta es otra de las razones por la que se pasa a la sociedad civil, asociada a la de la propiedad privada; aquel que ha visto dañados sus derechos tiene el poder de castigar legítimamente al culpable, sin embargo en el estado de naturaleza esto provocaría o bien una serie infinita de venganzas, o bien la imposibilidad de ver satisfecha la justicia debido a la astucia de los delincuentes. La sociedad civil se encarga de elaborar leyes, juzgar y castigar a los culpables. Como curiosidad diremos que Locke justifica la esclavitud como conmutación de la pena de muerte.
La sociedad política está compuesta por tres poderes y algunas instituciones. El primer poder es el legislativo; este es el poder supremo del Estado, debe buscar el bien común respetando los derechos naturales y ha de legislar siguiendo el principio de igualdad legal. Los legisladores son elegidos por el pueblo temporalmente y su poder es intransferible. Debe estar separado de cualquier otro poder para evitar la corrupción. Esta separación de poderes es una consecuencia clara de la desconfianza de la ideología liberal ante el poder de los gobiernos.
El segundo poder es el ejecutivo, cuya función es tomar decisiones para los casos imprevistos e indeterminados y que no pueden, por lo tanto, estar regulados por leyes fijas e inmutables. Este poder no puede estar reunido, en ningún caso, con el legislativo, y es inferior a él.
El tercer poder es el federativo cuya función es la de representar a la comunidad frente a las demás y ante los individuos ajenos a ella. Es el que tiene la competencia para decidir las alianzas, la guerra, la paz y las transacciones internacionales. Este poder sí puede estar unido al ejecutivo, para evitar la descoordinación.
Aparte de estos tres poderes, la sociedad política cuenta, por un lado, con los jueces, encargados de hacer imperar la verdad siguiendo las leyes, y, por otro, con la policía y el ejército, que garantizan el orden. Los gastos estatales deben ser sostenidos por medio de impuestos.
En el Tratado Locke trata el problema de qué hacer si la sociedad civil contraviene el contrato por el que ha sido fundada, es decir, si no logra garantizar el derecho a la propiedad o a la vida. Si el poder perjudica a los derechos naturales, especialmente a la libertad y a la propiedad, Locke reconoce a los gobernados el derecho a sublevarse. Se debe desencadenar una “insurrección sagrada” y el pueblo ha de dotarse de gobernantes decididos a hacer del Estado un poder al servicio de los derechos naturales. Lo interesante del caso es que la rebelión no se justifica para un cambio de régimen, sino para la reinstauración del orden. Según algunos, la postura de Locke en este sentido es claramente conservadora. El derecho a la resistencia no se refiere a la realización de ciertas aspiraciones populares, sino a la defensa del orden.
Por último, haremos referencia a la importancia que Locke otorga a la tolerancia religiosa. Iglesia y Estado deben estar separados y se permite la libertad de credos siempre y cuando no dañen el orden social. Debido a esto, la tolerancia no se les aplica a los católicos, los mahometanos y los ateos.
Jean-Jacques Rousseau es un hombre contradictorio y, si Sócrates es el ejemplo filosófico de coherencia entre vida y filosofía, Rousseau es tal vez todo lo contrario: considerado uno de los intelectuales de la Ilustración francesa, fue al mismo tiempo un antiilustrado; autor de una de las obras más influyentes sobre educación, abandonó a todos sus hijos en un hospicio; cuando consiguió fama se retiró a una buhardilla; opinaba que el hombre era bueno por naturaleza, pero que en sociedad se pervertía...
Según Rousseau, en el estado de naturaleza el hombre sería bueno y feliz, independiente y libre, guiado por el amor de sí mismo (que no hay que confundir con el amor propio, en el que se funda el egoísmo). Rousseau distingue, al igual que Hobbes y Locke, entre estado de naturaleza y estado social.
El hombre es bueno por naturaleza. Rousseau entiende que este estado quizá nunca existió; se trataría, pues, de un concepto heurístico, necesario para explicar el origen de la sociedad con el fin de “distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la naturaleza actual del hombre”. Esta doctrina aparece en los Discursos sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, de 1755. Según Rousseau, en este estado el hombre se mueve por el amor a sí mismo. Rousseau critica muchos de los postulados jusnaturalistas y sostiene que en el estado de naturaleza no se da la familia ni la propiedad. Solamente debido a distintas catástrofes naturales se formaron los primeros grupos sociales, a partir de lo cual se desarrolló lo propiamente humano. Rousseau pone el acento en la aparición de una novedad que ejercerá una fuerza decisiva sobre la posterior marcha de la sociedad: la propiedad. Al contrario que Locke, Rousseau considera que es algo negativo, pues supone una ruptura definitiva de la primigenia igualdad humana.
En Discursos sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Rousseau declara que los hombres en estado de naturaleza son iguales, y no existe más desigualdad que la natural (talento, estatura, peso, cualidades..). Esto quiere decir que lo que ha causado la desigualdad entre unos hombres y otros no puede deberse a una causa física, sino a una moral o política (la propiedad). En este estado de naturaleza los hombres son felices y buenos. Rousseau está claramente influido por el llamado “mito del buen salvaje”, que consiste en creer que las sociedades de bandas y aldeas que aparecían en la literatura de los exploradores de la época eran tal como ellos las idealizaban, es decir, buenas y felices. Se opone, como vemos, a la opinión de Hobbes, quien sostenía que el hombre en el estado de naturaleza es un lobo para el hombre. No obstante, estaba de acuerdo con Hobbes en que el hombre no es social por naturaleza; ambos conceden prioridad al individuo frente a la sociedad.
En El contrato social, de 1762, analiza la situación real presente en la que se encuentra el hombre al vivir en esta sociedad. Su tesis es que en la sociedad es donde se hace malo, movido como está por el amor propio (egoísmo) y por el ansia de poseer que le convierte en un hombre artificioso, y en la que lo que predomina es la injusticia, la opresión y la falta de libertad.
La sociedad política aplicó nuevas ataduras al pobre y dio nuevos poderes a quien ya tenía poder; destruyó irrecuperablemente la libertad natural y fijó eternamente la propiedad y la desigualdad...: sometió a la humanidad entera al trabajo, a la esclavitud y a la miseria. Este paso del estado de naturaleza al estado de sociedad hace al hombre menos feliz, menos libre y menos bueno. Rousseau critica, por lo tanto, la idea del progreso, central en la concepción ilustrada.
La sociedad surge lentamente y en sus estadios iniciales el hombre es feliz. Sin embargo, al establecerse el derecho a la propiedad y la autoridad para salvaguardarlo, aparecen las desigualdades. La sociedad se convierte entonces en un engaño, porque los hombres se unen creyendo defender a los débiles, pero en realidad defienden los derechos de los más ricos (con lo que Rousseau critica el liberalismo económico y político). Aparecen las diferencias entre ricos y pobres, poderosos y débiles, amos y esclavos. Queda un último reducto, sí, pero está olvidado: la conciencia. El hombre vive más fuera de sí que en sí: está alienado.
Toda esta crítica del injusto orden social y de la cultura no significa que Rousseau abogue por el retorno a un estado natural y adánico, algo imposible e innecesario. Defiende, sin embargo, la transformación de un orden social establecido por la fuerza (Hobbes quizá era un realista) y vivido sin autonomía. Rousseau defiende una forma de asociación mediante la cual cada uno, al unirse a todos, no obedezca más que a sí mismo y quede tan libre como antes. El verdadero contrato ha de ser un contrato de la libertad, lo cual no significa que en ese estado no haya obligatoriedad de la ley.
Rousseau entiende que existen dos pactos distintos: un primer pacto, engañoso, derivado del nacimiento de la propiedad privada, y un segundo pacto, el del contrato social, que debe dar lugar a una nueva sociedad donde prime la voluntad general. El contrato social de Rousseau no es un contrato entre individuos (Hobbes) ni entre los ciudadanos con el gobernante (Locke), sino un pacto de la comunidad con el individuo y de él con la comunidad.
El pacto crea la voluntad general. Esta noción la desarrolla en el artículo sobre “Economía política” de la Enciclopedia. Con esta expresión -suya o de Diderot- alude a la imagen de que el cuerpo social, como persona moral que es, ha de poseer, como cualquier persona, un alma que lo anime, una «voluntad», que no puede ser sino «general»: el interés común, la armonía de intereses, la «norma de lo justo». Sometiéndonos a ella, es posible ceder toda la libertad y derechos personales a los demás y recibir, a cambio, los derechos y la libertad de todos los demás. El resultado de este pacto, la entrega total de todos a todos -la «enajenación sin reservas»-, es el pueblo soberano, el conjunto de ciudadanos, los cuales constituyen el poder, la sociedad política o el Estado. En la concepción del Estado justo de Rousseau se apela al interior del hombre, reducto en el que sobrevive, como resto del estado primitivo de naturaleza, la moralidad. De aquí que la aceptación del interés común sólo sea posible en una perspectiva de moralidad; esto es, a través de la educación para entender lo que es justo.
Primera hoja de la Constitución francesa de 1791: decreto de l'Assemblée nationale del 3 de septiembre de 1791, precedido de la Déclaration des droits de l'homme et du citoyen. En el margen de la primera hoja figura la mención de aceptación de Louis XIV: "J'accepte et ferai exécuter. 14 7bre 1791.", rúbrica: Louis; contra-rúbrica: M. L. F. Duport.
La tarea del legislador, por tanto, consiste en poner las leyes de acuerdo con esa voluntad general y la tarea del ciudadano consiste en poner su voluntad particular en armonía con esa voluntad general. Esta concepción excluye la posibilidad de la representación y de la separación de poderes. La voluntad general es inalienable e indivisible.
Se podría preguntar a Rousseau por la libertad individual. Para él los hombres nacen libres y se unen en sociedad para asegurar, no solo su propiedad y su vida, sino sobre todo su libertad. El verdadero contrato social es un contrato de libertad. El individuo que obedece a la voluntad general es libre puesto que obedece a una ley que expresa su propia voluntad real.
Preámbulo de la Declaración de los Derechos de la mujer y la ciudadana (1791)
El primer paso para lograr todo esto es la transformación del individuo por medio de la educación. En Emilio, o sobre la educación, de 1762, libro en el que leemos su famoso lema “todo sale bien de las manos del creador, todo degenera en las de los hombres”, Rousseau expone sus ideas pedagógicas. Su pedagogía tiene como base el análisis de la psicología del niño y su evolución, algo sorprendente teniendo en cuenta su experiencia como padre. En ese proceso reconoce que el hombre es naturalmente bueno, pero se ha hecho malo al entrar en sociedad.
Si el niño se atiene exclusivamente al proceso de su propia naturaleza, se evitan todas las perversiones del hombre civilizado. El niño tiene que aprender por sí mismo, en contacto directo con la naturaleza, y el mentor debe intentar que sea el propio niño el que genere los conceptos morales, alejados de la corrupción de la sociedad (Rousseau reproduce la experiencia de Robinson Crusoe, publicada en 1719). Aboga por una educación “no directiva”, que mantenga al alumno lejos de las malas influencias sociales. El objetivo de la educación es formar, en primer lugar, al padre de familia y –secundariamente- al ciudadano.
Este método educativo no impone ni impide la religión. Rousseau aboga por un deísmo característico de la racionalidad ilustrada (Dios existe, pero no interviene en el mundo.)
John Rawls.
Ya en el siglo XX aparece una teoría neocontractualista que merece la pena incluirse dentro del grupo de autores clásicos, debido a la influencia más que notable que tiene. Esta teoría es la del filósofo americano J. Rawls, cuya obra más conocida es Teoría de la justicia, de 1971.
El sentido que, en esta obra, intenta dar a la justicia lo funda en la teoría clásica del contrato social, al que considera fundamento moral de una sociedad. La idea de este contrato moral remite a una «posición original», o situación original hipotética, en la que los individuos deben establecer las condiciones en que están dispuestos a vivir en sociedad, esto es, las normas de justicia que están dispuestos a adoptar. En esta situación, en la que cada individuo ignora cuál será el lugar y la parte que le ha de tocar viviendo en sociedad, que podrían ser fuente no de elección racional, sino de prejuicios interesados, se prescinde incluso de criterios morales y todo individuo ha de elegir sólo por motivos egoístas. En estas condiciones no queda más remedio que adoptar la estrategia propia de la teoría de juegos: dada la incertidumbre, asegurarse de la situación posible menos mala.
En esta situación y por esta estrategia, los individuos escogen dos principios: 1) el principio de igualdad, y 2) el principio de diferencia. El primer principio asegura el máximo de libertad de cada uno, compatible con el máximo de libertad de todos. El segundo, justifica la desigualdad cuando resulte provechosa para todos.
A la asunción de estos principios y de sus consecuencias, llama Rawls «justicia equitativa» o justicia entendida como «equidad» (fairness) o «imparcialidad».
Él cree que este concepto de justicia es superior al del utilitarismo, e incluso lo considera fundamentado en la moral (reinterpretada) de Kant. (JMAD).