Desear, hablar, crecer (F. Dolto).
Explicación
Vemos que el papel de los adultos es fundamental para que el niño madure adecuadamente. Una relación viciada en su base puede impedir el crecimiento o pervertirlo. Según Dolto, existe un fundamento de esta perversión en la misma biología, pues el niño nace con el deseo y la necesidad mezclados o, mejor dicho, confundidos. Que los confunde significa que desea lo que necesita, que su deseo se mueve dentro de los límites de su necesidad: cuidados, cariño, comida, alivio, palabras, etc.; es una confusión ‘originaria’ o innata, que se irá deshaciendo poco a poco con el tiempo y con la ayuda de sus educadores.
¿Y qué desea el niño? Ante todo, comunicarse, es decir, conservar la plenitud que, con el alumbramiento, se quebró. Nacido al mundo, desaparece la plenitud física que le proporcionaba la unión uterina con su madre. Sigue necesitando esa plenitud, pero esta vez no le bastará con el contacto físico; habrá de transitar también por la vía de la palabra que le dirigen quienes le rodean. No será una plenitud de inmediatez, pues la unión con los demás no se establece a través del cordón umbilical; será una plenitud a distancia, hecha de palabras y silencios.
De ahí que, cuando está despierto, reclame atención: porque desea comunicarse; más aún, el niño es ese deseo de comunicación. Sólo que, dada su nueva condición de nacido y, por tanto, de separado físicamente de la madre, esta comunicación ha de producirse según este nuevo registro, conforme a esta separación. Antes de nacer, el contacto permanente con la madre hacía que las sensaciones de ésta repercutieran en él; digamos que la comunicación era constante y probablemente casi siempre imperceptible, salvo cuando se producían cambios bruscos (a los que el feto respondía moviéndose, por ejemplo). Ahora el niño está separado, sus sensaciones son no sólo otras, sino de otro tipo: exclusivamente suyas; es decir, estar separado físicamente de la madre da lugar a nuevas sensaciones (hambre, sed, frío, calor), pero también a una nueva manera de sentir, en la que la separación constituye un factor esencial: por ejemplo, entre la necesidad de comer y su satisfacción se introduce un intervalo que está en el origen de la percepción que el niño irá teniendo del tiempo y de sí mismo como un ser distinto a los demás: ‘la relación devoradora con su nodriza le ha hecho entender que la actividad de su cuerpo está individualizada respecto al otro a medida que ella se aleja (…)’. Debido a estos cambios, la comunicación será efectiva si deja de ser constante; pues, si es continua, al no haber ‘variaciones perceptivas’, llega un momento en que el niño deja de sentirla (igual que, junto al mar, llega un momento en que dejas de oírlo, aunque su oleaje siga produciendo el mismo ruido). ç
No es pues necesario estar hablando constantemente al niño; más aun, puede ser contraproducente, ¿Por qué? Porque, al ser constante, la comunicación a distancia se desvirtúa convirtiéndose en ‘un clima emocional o un baño continuo de palabras’ que acaba por no decir nada y, más que estimular, amodorra. Ahora el niño está fuera del seno materno, y ha de habituarse a esta exterioridad. Crear a su alrededor una burbuja compacta de ruidos, sonidos y palabras de la que ha sido expulsado el silencio termina encerrándolo en una especie de envoltorio amniótico que esta vez, fuera de la madre como está, ya no lo nutre, pero, en cambio, lo aísla del mundo en el que ha ingresado y al que se está incorporando. [¿Tendrá algo que ver con esto ese pertinaz afán por impedir el silencio en nuestro entorno: televisores encendidos sin que nadie les preste atención, músicas ambientales por doquier, chirridos pretendidamente musicales en las esperas telefónicas, etc.?]. Por eso dice Dolto que ‘la variación sutil, sensorial, ideativa, da vida al corazón y al espíritu del ser humano’. ¿Y qué es esa vida? Es deseo. ¿Y el deseo? ‘Búsqueda de lo nuevo’. A diferencia de la necesidad, que busca llenar un vacío (de comida, de sueño, de alivio, etc.) que al cabo de un tiempo se hará sentir otra vez forzándonos así a repetir el mismo gesto para colmarlo; esto es, a diferencia de la necesidad, cuyo verbo sólo se conjuga en pasado debido a que queda atada a un tiempo que no acaba de pasar del todo pues, tan pronto como parece haberlo hecho, retorna machaconamente, el deseo, en cambio, mira a lo nuevo, a un futuro que no sea simple repetición, y de este modo se anticipa a lo existente, es decir, inventa y crea. Y ¿a qué se debe que acaben separándose la necesidad y el deseo, que en el recién nacido están enmarañados? Al tamaño del encéfalo y al lenguaje, a la función simbólica, que crea entre nuestras percepciones nuevas relaciones, dotándolas así de un sentido nuevo.
Como ves, es difícil exagerar la influencia que ejerce la función simbólica en el despliegue de la humanidad del niño. Pensemos sólo en que, gracias al lenguaje, podemos adentrarnos en lo inexistente, como el porvenir o como el mundo fantástico de la literatura, el arte, el cine, etc.; no sólo eso, como señala Steiner (a quien leerás más adelante), ‘la gramática de los subjuntivos, los optativos y los contrafácticos’ nos permite ir más allá de nuestras exigencias orgánicas y nos permite incluso asomarnos a lo imposible (‘si Cervantes no hubiera escrito el Quijote…’, ‘si el tiempo se detuviera…’, ‘si el amor fuese siempre indoloro…’, ‘si se pudiera crecer sin dejar atrás la infancia…’ etc.). De esta forma, la realidad no se reduce al ámbito de las necesidades presentes; se abre a lo inexistente –posible o imposible-. Al nacer, el hombre tiene otras percepciones y -lo que es más destacable- percepciones de otro nivel. Volveremos sobre esto en otro capítulo.
A medida que va creciendo, el niño va aprendiendo cómo se comportan los demás con él, para después él ‘actuar de la misma manera respecto al otro’. Ser el centro de cuanto se organiza a su alrededor para mantener su vida no tiene por qué encerrarlo forzosamente en un narcisismo malsano, en la cárcel del egocentrismo. Como hemos visto, juega en ello un papel fundamental la adquisición de la capacidad simbólica. Pero hay otro elemento que Dolto resalta: la presencia del tercero. Es ésta una observación digna de tenerse en cuenta. En efecto, la relación dual (entre el niño y su madre, por ejemplo) puede llegar a ser absorbente al dificultar o impedir la variación emocional que, como veíamos, le permite al niño sentirse distinto al adulto tutelar. La presencia de una tercera persona actúa como factor distanciador pues permite al niño conocer otra manera de sentir y de actuar, otra manera de responder a sus llamadas, no siempre igual a la manera característica del adulto tutelar. Este otro adulto es generalmente el padre, pero no tiene por qué serlo forzosamente, como sucede en el caso de las familias monoparentales.
Además, el segundo adulto ama también al adulto tutelar, igual que el niño. No sólo tendrá que aprender a relacionarse con éste compartiéndolo, sino que el tercero en liza puede llegar a convertirse en modelo al que imitar pues pertenece al círculo que delimitan él y su adulto tutelar: el ser al que el niño ama también es amado por el otro, el cual, por su parte, es también objeto de amor del adulto tutelar. De este modo, las relaciones de estos adultos adquieren rango de modelo de comportamiento y su lenguaje se constituye en ‘referencia codificadora de las variaciones que en ellos se producen entre las necesidades y los deseos’. ¿Qué quiere decir este galimatías? Que, poco a poco, el niño va aprendiendo a distinguir las necesidades y los deseos que en él están confundidos desde el inicio. Separarlos significa liberar al deseo del pasado al que la necesidad permanece encadenada, para que invente lo nuevo y se asome a lo por venir; significa también aprender a reconocer que el deseo pertenece a otro ámbito diferente al de la necesidad, lo que, a la postre, permitirá no caer en la añagaza de considerar como necesario lo que no es más que un capricho [Quizá –teniendo todo esto en cuenta- podríamos definir el capricho como un deseo tramposo, dado que pretende justificarse, y así imponerse, presentándose como una necesidad apremiante e ineludible, cuando en realidad no lo es].
Ahora bien, para hacer esta criba, hay que distinguirlos, hay que captar las variaciones existentes entre las necesidades y los deseos, cosa que el niño no puede hacer solo, pero que sí puede ir percibiendo en los adultos de su entorno cuando éstos se manifiestan (hablando o en su comportamiento) acerca de qué es lo más urgente, qué lo aplazable, qué lo más importante o imprescindible, o qué lo intrascendente. Acabará así reconociendo qué es lo que se valora alrededor de su ser amado. Es importante esto: nuestros deseos se nutren de los deseos que tienen los demás (los imitan, son en una gran medida miméticos). Los adultos tiran del niño haciéndole crecer, a veces de grado y a veces con disgusto por su parte. Esto lo resume magníficamente la siguiente afirmación del filósofo Husserl: ‘Hablamos porque los demás nos hablan’; es decir, gracias a los otros, pasamos del balbuceo al lenguaje.
Como ves, aprender a hablar es mucho más que adquirir un vocabulario y una sintaxis. Implica asomarse al plano nuevo de la realidad, inexistente sin él (JMAD).
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