El rostro
o mi responsabilidad para con el otro
Emmanuel Levinas (1906-1995)
El rostro
Philippe Nemo.- En Totalidad e Infinito, usted habla ampliamente del rostro. Es uno de sus temas más frecuentes. ¿En qué consiste y para qué sirve esa fenomenología del rostro, es decir, ese análisis de lo que pasa cuando miro al otro cara a cara?
Emmanuel Levinas.- No sé si se puede hablar de «fenomenología» del rostro, puesto que la fenomenología describe lo que aparece. Por lo mismo, me pregunto si se puede hablar de una mirada vuelta hacia el rostro, pues la mirada es conocimiento, percepción. Pienso, más bien, que el acceso al rostro es de entrada ético. Cuando usted ve una nariz, unos ojos, una frente, un mentón, y puede usted describirlos, entonces usted se vuelve hacia el otro como hacia un objeto. ¡La mejor manera de encontrar al otro es la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos! Cuando observamos el color de los ojos, no estamos en relación social con el otro. Cierto es que la relación con el rostro puede estar dominada por la percepción, pero lo que es específicamente rostro resulta ser aquello que no se reduce a ella.
Ante todo, hay la derechura misma del rostro, su exposición derecha, sin defensa. La piel del rostro es la que se mantiene más desnuda, más desprotegida. La más desnuda, aunque con una desnudez decente. La más desprotegida también: hay en el rostro una pobreza esencial. Prueba de ello es que intentamos enmascarar esa pobreza dándonos poses, conteniéndonos. El rostro está expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Al mismo tiempo, el rostro es lo que nos prohíbe matar.
Ph. N-En efecto, los relatos de guerra nos dicen lo difícil que es matar a alguien que te mira de cara.
E. L.-El rostro es significación, y significación sin contexto. Quiero decir que el otro, en la rectitud de su rostro, no es un personaje en un contexto. Por lo general, somos un «personaje»: se es profesor en la Sorbona, vicepresidente del Consejo de Estado, hijo de Fulano de Tal, todo lo que está en el pasaporte, la manera de vestirse, de presentarse. Y toda significación, en el sentido habitual del término, es relativa a un contexto tal: el sentido de algo depende, en su relación, de otra cosa. Aquí, por el contrario, el rostro es, en él solo, sentido. Tú eres tú. En este sentido, puede decirse que el rostro no es «visto». Es lo que no puede convertirse en un contenido que vuestro pensamiento abarcaría; es lo incontenible, os lleva más allá. En esto es en lo que consiste el que la significación del rostro lo hace salir del ser en tanto que correlativo de un saber. Por el contrario, la visión es búsqueda de una adecuación; es lo que por excelencia absorbe al ser. Pero la relación con el rostro es desde un principio ética. El rostro es lo que no se puede matar, o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: «No matarás». El asesinato, bien es verdad, es un hecho banal: se puede matar al otro; la exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no convierte al asesinato en algo imposible, aun cuando la autoridad de lo prohibido se mantenga en la mala conciencia del mal hecho -malignidad del mal-. Ésta aparece también en las Escrituras, a las cuales está expuesta la humanidad del hombre tanto como comprometida está en el mundo. Pero, a decir verdad, la apariación, en el ser, de esas «extrañezas éticas» -humanidad del hombre- es una ruptura del ser. Ella es significante aun cuando el ser se reanuda y se recobra.
Ph. N.- El otro es rostro; pero el otro, del mismo modo, me habla, y yo le hablo. ¿Es que el discurso humano no es también una manera de romper lo que usted llama «totalidad»?
E. L.-Cierto. Rostro y discurso están ligados. El rostro habla. Habla en la medida en que es él el que hace posible y comienza todo discurso. Hace poco he rechazado la noción de visión para describir la relación auténtica con el otro; el discurso y, más exactamente, la respuesta o la responsabilidad es esa relación auténtica.
Ph. N.-Pero, puesto que la relación ética está más allá del saber y que, por otra parte, es asumida de manera auténtica por el discurso, ¿sucede acaso que el discurso mismo no es algo del orden del saber?
E L.-Siempre, efectivamente, he distinguido en el discurso entre el decir y lo dicho. Que el decir deba comportar un dicho es una necesidad del mismo orden que la que impone una sociedad, con unas leyes, unas instituciones y unas relaciones sociales. Pero el decir es el hecho de que ante el rostro yo no me quedo ahí a contemplarlo sin más: le respondo. El decir es una manera de saludar al otro, pero saludar al otro es ya responder de él. Es difícil callarse en presencia de alguien; esta dificultad tiene su fundamento último en esa significación propia del decir, sea lo que sea lo dicho. Es preciso hablar de algo, de la lluvia y del buen tiempo, poco importa, pero hablar, responderle a él y ya responder de él.
Ph. N.- En el rostro del otro, hay -dice usted- una «elevación», una «altura». El otro es más alto que yo. ¿Qué entiende usted por esto?
E L.-El «No matarás» es la primera palabra del rostro. Ahora bien, es una orden. Hay, en la aparición del rostro, un mandamiento, como si un amo me hablase. Sin embargo, al mismo tiempo, el rostro del otro está desprotegido; es el pobre por el que yo puedo todo y a quien todo debo. Y yo, quienquiera que yo sea, pero en tanto que «primera persona», soy aquel que se las apaña para hallar los recursos que respondan a la llamada.
Ph. N.- Entran ganas de decirle: sí, en algunos casos ... Pero en otros, por el contrario, el encuentro del otro se produce en el modo de la violencia, del odio y del desdén.
E L.- Cierto. Pero pienso que, cualquiera que sea la motivación que explica esta inversión, el análisis del rostro tal como acabo de realizarlo, con el dominio del otro y su pobreza, con mi sumisión y mi riqueza, es primero. Es el presupuesto de todas las relaciones humanas. Si no hubiera eso, ni siquiera diríamos, delante de una puerta abierta: «¡Después de usted, señor!». Lo que he intentado describir es un «¡Después de usted, señor!» original. Usted ha hablado de la pasión del odio. Me temía una objeción mucho mas grave: ¿Cómo es que se puede castigar y reprimir? ¿Cómo es que hay una justicia? Respondo que es el hecho de la multiplicidad de los hombres, la presencia del tercero al lado del otro, los que condicionan las leyes e instauran la justicia. Si estoy yo solo con el otro, se lo debo todo a él; pero existe el tercero. ¿Acaso sé lo que mi prójimo es con respecto al tercero? ¿Es que sé si el tercero está en complicidad con él o es su victima? ¿Quién es mi prójimo? Por consiguiente, es necesario pesar, pensar, juzgar, comparando lo incomparable. La relación interpersonal que establezco con el otro debo también establecerla con los otros hombres; existe, pues, la necesidad de moderar ese privilegio del otro; de ahí, la justicia Ésta, ejercida por las instituciones, que son inevitables, debe estar siempre controlada por la relación interpersonal inicial.
Ph. N.- Ahí, pues, se encuentra, en su metafísica, la experiencia crucial: la que permite salir de la ontología de Heidegger como ontología de lo Neutro, ontología sin moral. ¿Construye usted una «ética» a partir de esta experiencia ética? Pues, dado que la ética está hecha de reglas, ¿hay que establecer esas reglas?
E. L.- Mi tarea no consiste en construir la ética; intento tan sólo buscar su sentido. No creo, en efecto, que toda filosofía deba ser programática. Sobre todo ha sido Husserl quien ha avanzado la idea de un programa de la filosofía. No cabe duda de que se puede construir una ética en función de lo que acabo de decir, pero no es ése mi tema propio.
Ph. N.- ¿Puede precisar en qué rompe con las filosofías de la totalidad ese descubrimiento de la ética en el rostro?
E. L.- El saber absoluto, tal y como ha sido buscado, prometido o recomendado por la filosofía, es un pensamiento de lo igual. El ser es, en la verdad, abarcado. Incluso cuando a la verdad se la considera como jamás definitiva, existe la promesa de una verdad más completa y adecuada. Sin duda, el ser finito que somos no puede, a fin de cuentas, acabar la tarea del saber; pero en el límite donde esta tarea está culminada, consiste ella en hacer que lo Otro pase a ser lo Mismo. Por contra, la idea de lo Infinito implica un pensamiento de lo Desigual. Parto de la idea cartesiana del Infinito, donde el ideatum de esta idea, es decir, eso a lo que esta idea apunta, es infinitamente mayor que el acto mismo por el cual lo pensamos. Hay despraporción entre el acto y eso a lo que el acto hace acceder. Para Descartes, hay en ello una de las pruebas de la existencia de Dios: el pensamiento no ha podido producir algo que lo sobrepase; era preciso que eso fuese puesto en nosotros. Hay que admitir, pues, un Dios infinito que ha puesto en nosotros la idea del Infinito. Mas no es la prueba buscada por Descartes la que aquí me interesa. Aquí reflexiono, en pleno asombro, acerca de esa desproporción entre lo que él llama la «realidad objetiva» y la «realidad formal» de la idea de Dios, acerca de la paradoja misma (tan anti-griega) de una idea «puesta» en mí, mientras que Sócrates nos enseñó que es imposible poner una idea en un pensamiento sin haberla encontrado ya en él. Ahora bien, en el rostro, tal como yo describo su aproximación, se produce la misma superación del acto por parte de aquello a lo que él lleva. En el acceso al rostro, ciertamente hay también un acceso a la idea de Dios. En Descartes, la idea del Infinito sigue siendo una idea teorética, una contemplación, un saber. Pienso, en lo que a mí concierne, que la relación con el Infinito no es un saber, sino un Deseo. He intentado describir la diferencia entre el Deseo y la necesidad por el hecho de que el Deseo no puede ser satisfecho; que el Deseo, de alguna manera, se alimenta de sus propias hambres y aumenta con su satisfacción; que el Deseo es como un pensamiento que piensa más de lo que piensa. Estructura paradójica, sin duda, pero que no lo es más que esa presencia del Infinito en un acto finito.
La responsabilidad para con el otro
Ph. N.-En su último gran libro publicado, De otro modo que ser o más allá de la esencia, usted habla de la responsabilidad moral. Husserl ya había hablado de la responsabilidad, pero de una responsabilidad para con la verdad; Heidegger había hablado de la autenticidad. ¿Qué entiende usted mismo por responsabilidad?
E. L.- En ese libro hablo de la responsabilidad como de la estructura esencial, primera, fundamental, de la subjetividad. Puesto que es en términos éticos como describo la subjetividad. La ética, aquí, no viene a modo de suplemento de una base existencial previa; es en la ética, entendida como responsabilidad, donde se anuda el nudo mismo de lo subjetivo.
Entiendo la responsabilidad como responsabilidad para con el otro, así, pues, como responsabilidad para con lo que no es asunto mío o que incluso no me concierne; o que precisamente me concierne, es abordado por mí, como rostro.
Ph. N.- ¿Cómo es que, habiendo descubierto al otro en su rostro, lo descubrimos como aquél con respecto a quien somos responsables?
E. L. - Describiendo positivamente el rostro, y no sólo de modo negativo. Recuerda usted lo que decíamos: el abordaje del rostro no es del orden de la percepción pura y simple, de la intencionalidad que va hacia la adecuación. Positivamente, diremos que, desde el momento en que el otro me mira, yo soy responsable de él sin ni siquiera tener que tomar responsabilidades en relación con él; su responsabilidad me incumbe. Es una responsabilidad que va más allá de lo que yo hago. Habitualmente, uno es responsable de lo que uno mismo hace. Digo, en De otro modo que ser, que la responsabilidad es inicialmente un para el otro. Esto quiere decir que soy responsable de su misma responsabilidad.
Ph. N. -¿En qué esta responsabilidad para con el otro define la estructura de la subjetividad?
E. L. - La responsabilidad, en efecto, no es un simple atributo de la subjetividad, como si esta existiese ya en ella misma, antes de la relacion etica. La subjetividad no es un para sí; es, una vez más, inicialmente para otro. La proximidad del otro es presentada en el libro como el hecho de que el otro no es próximo a mí simplemente en el espacio, o allegado como un pariente, sino que se aproxima esencialmente a mí en tanto yo me siento -en tanto yo soy- responsable de él. Es una estructura que en nada se asemeja a la relación intencional que nos liga, en el conocimiento, al objeto -no importa de qué objeto se trate, aunque sea un objeto humano-. La proximidad no remite a esta intencionalidad, en particular, no remite al hecho de que el otro me sea conocido.
Ph. N. - Yo puedo conocer a alguien a la perfección, pero ¿jamás será este conocimiento, por él mismo, una proximidad?
E. L.- No. El lazo con el otro no se anuda más que como responsabilidad, y lo de menos es que ésta sea aceptada o rechazada, que se sepa o no cómo asumirla, que se pueda o no hacer algo concreto por el otro. Decir: heme aquí. Hacer algo por otro. Dar. ser espíritu humano es eso. La encarnación de la subjetividad humana garantiza su espiritualidad (no veo lo que los ángeles podrían darse o cómo podrían ayudarse entre sí). Dia-conía antes de todo diálogo; analizo la relación interhumana como si, en la proximidad del otro –más allá de la imagen que del otro hombre me hago-, su rostro, lo expresivo en el otro (y todo el cuerpo es, en este sentido, más o menos, rostro), fuera lo que me ordena servirle. Empleo esta fórmula extrema: el rostro me pide y me ordena. Su significacion es una orden significada. Matizo que si el rostro significa una orden dirigida a mí, no es de la manera en que un signo cualquiera significa su significado; esa orden es la significatividad misma del rostro.
Ph. N.-Usted dice a la vez «me pide» y «me ordena». ¿No hay ahí una contradicción?
E. L. - Me pide como se pide algo que se ordena, como cuando se dice: «¡se os ruega que ... !»
Ph. N. - ¿Pero el otro no es también responsable con respecto a mí?
E. L.- Puede ser, pero esto es asunto suyo. Uno de los temas fundamentales de Totalidad e Infinito, del que aún no hemos hablado, es que la relación intersubjetiva es una relación asimétrica. En este sentido, yo soy responsable del otro sin esperar la recíproca, aunque ello me cueste la vida. La recíproca es asunto suyo. Precisamente, en la medida en que entre el otro y yo la relación no es recíproca, yo soy sujeción al otro; y soy «sujeto» esencialmente en este sentido. Soy yo quien soporta todo. Conoce usted esta frase de Dostoievski: «Todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros» [Los hermanos Karamázov]. No a causa de esta o de aquella culpabilidad efectivamente mía, a causa de faltas que yo hubiera cometido, sino porque soy responsable de/con una responsabilidad total, que responde de todos los otros y de todo en los otros, incluida su responsabilidad. El yo tiene siempre una responsabilidad de más que los otros.
Ph. N. - ¿Es decir que si los otros no hacen lo que tienen que hacer es por mi causa?
E. L.- En algún lugar he llegado hasta decir –son palabras que no me gusta mucho citar, dado que deben ser completadas por otras consideraciones- que soy responsable de las persecuciones que yo sufro. ¡Pero sólo yo! Mis «allegados» o «mi pueblo» son ya los otros, y, para ellos, reclamo justicia.
Ph. N. - ¡Hasta ese extremo llega usted!
E. L. - Ya que soy responsable incluso de la responsabilidad del otro. Son fórmulas extremas que no hay que sacar de su contexto. Yendo a lo concreto, muchas otras consideraciones intervienen y exigen la justicia incluso para mí. Las leyes descartan ciertas consecuencias de modo práctico. Pero la justicia tan sólo tiene sentido si conserva el espíritu del des-inter-és que anima la idea de la responsabilidad para con el otro hombre. En principio, el yo no se arranca de su «primera persona»; él sostiene al mundo. La subjetividad, al constituirse en el seno del movimiento mismo en el que a ella le incumbe ser responsable del otro, va hasta la sustitución del otro. Asume la condición -o la incondición- de rehén. La subjetividad como tal es inicialmente rehén; responde hasta expiar por los otros.
Uno puede mostrarse escandalizado por esa concepción utópica y, para un yo, inhumana. Pero la humanidad de lo humano -la verdadera vida- está ausente. La humanidad dentro del ser histórico y objetivo, la brecha misma de lo subjetivo, del psiquismo humano, en su original vigilancia o deshechizamiento, es el ser que se deshace de su condición de ser: el des-inter-és. Eso es lo que quiere decir el titulo del libro: «de otro modo que ser». La condición ontológica se deshace, o es deshecha, en la condición o la incondición humana. Ser humano significa: vivir como si no se fuera un ser entre los seres. Como si, por la espiritualidad humana, se voltearan las categorías del ser en un «de otro modo que ser». No sólo en un «ser de otro modo»; ser de otro modo es aún ser. Lo «de otro modo que ser», en verdad, no tiene un verbo que designase el acontecimiento de su inquietud, de su des-inter-és, de la puesta-en-cuestión de este ser -o de este essemiento- del ente.
Soy yo quien soporta al otro, quien es responsable de él. Así, se ve que en el sujeto humano, al mismo tiempo que una sujeción total, se manifiesta mi primogenitura. Mi responsabilidad es intransferible, nadie podría reemplazarme. De hecho, se trata de decir la identidad misma del yo humano a partir de la responsabilidad, es decir, a partir de esa posición o de esa deposición del yo soberano en la conciencia de sí, deposición que, precisamente, es su responsabilidad para con el otro. La responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe y que, humanamente, no puedo rechazar. Esa carga es una suprema dignidad del único. Yo no intercambiable, soy yo en la sola medida en que soy responsable. Yo puedo sustituir a todos, pero nadie puede sustituirme a mí Tal es mi identidad inalienable de sujeto. En ese sentido preciso es en el que Dostoievski dice: «Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que todos los otros». (Emmanuel Levinas, Ética e infinito).
Philippe Nemo (1949)
Oración fúnebre pronunciada por Jacques Derrida.