El sentido de "mi vida": identidad y profundidad

Gabriel Marcel (1889-1973)

 

 

IDENTIDAD Y PROFUNDIDAD

 

[Mi vida y su sentido: ¿lo tiene

o se lo otorgo yo?]

 

Yo no puedo hablar de mi vida sin preguntarme qué sentido tiene o también si ella tiene un sentido; y suponiendo que yo llegue a una conclusión negativa, la idea de un sentido no permanece por ello menos presupuesta. Si alguna vez llegara a arrancarla de mí, mi vida cesaría de un golpe de ser vivida, quiero decir que dejaría de aprehenderla como mía, sería la alienación definitiva, como ella puede realizar­se en la situación límite que vive el esclavo, y es necesario añadir: un esclavo que ni siquiera se reconocería ya como esclavo. Todavía hay lugar para creer que esta alienación absoluta es concebible sólo en el terreno de lo abstracto; ya que en todo esclavo subsiste sin duda, y a una cierta profun­didad, la conciencia oscura de un derecho suyo que ha sido violado, y, en consecuencia, el amago al menos indistinto de una protesta, del sentimiento de que mi vida no debía ser eso, que yo estoy frustrado. (…)

    Cuando me pregunto si mi vida tiene un sentido pa­rece que aludo a un sentido independiente de mi voluntad; como si me estuviera refiriendo más o menos explícitamente a la idea de una pieza teatral en la que yo tendría un papel que representar y me interrogara sobre la significación posible de la acción en la cual me encuentro invitado a participar. Desde este punto de vista podría en­contrarme en la situación de un actor al cual no mereciera la pena leerle la obra, ni siquiera resumírsela, antes de darle el papel que se ha de aprender. Por ejemplo, se le ha dicho simplemente: a tal señal usted entrará, después usted saldrá. El actor debe suponer que estas palabras y estos gestos, va­cíos de sentido para él, encontrarán sin embargo su interpretación a la luz del conjunto. Si la vida tiene un sentido (if there is a plot), mi vida en sí misma, en cierta manera, tiene también un sentido.

    Pero si pasamos al terreno de lo concreto, se impone la evidencia de que mi situación, por cuanto tengo que vivir una vida que es la mía, no se parece en lo más mínimo a lo que acabo de describir. Siguiendo con las comparaciones tea­trales, aquí casi es de rigor que la idea de improvisar me venga de inmediato a la mente y no que haya réplicas y ges­tos impuestos de antemano. Sin embargo, mientras que en la commedia dell'arte los actores improvisan a partir de una cierta idea general, en mi caso tengo que improvisar sin nin­guna idea prefijada. Es como si el director hubiera olvidado los datos que debería darme para desempeñar el papel que se me confió. En semejantes condiciones, ¿lo natural no es que ponga en duda la existencia del director? O para decirlo con mayor propiedad, exista o no el tal director, para mí es como si no existiera, lo cual en el fondo significa que no hay trama (there is no plot) o, retomando la expresión inicial: mi vida entonces no tiene sentido. Desde esta perspectiva, la cuestión es ahora saber si puedo darle a mi vida algún sen­tido, a pesar de que a la vida, en términos generales, le falte por completo. Presentada bajo su especie más nihilista, tal es la postura existencialista contem­poránea. Pero lo cierto es que sobran razones para calificarla de insostenible. Al co­mienzo de la lección dije que el acto mediante el cual con­sagro mi vida a... no se puede considerar como exterior a ella, sino más bien como lo que la hace florecer. Y, sin em­bargo, tal sería el caso de la hipótesis que acabo de formular. En efecto, implica la idea de que la vida se me entrega de manera fortuita, un poco como si se tratara de una cartera que encuentro por casualidad. Si soy consciente, no cabe duda de que buscaré a su propietario para devolvérsela; pero si mis esfuerzos por encontrarlo resultan vanos y me hallo en posesión de una suma importante de dinero, ¿qué debo ha­cer? ¿En qué la gastaré? Subrayemos que en este caso la pregunta tiene un sentido preciso y evidentemente presenta una variedad de soluciones: el haberme encontrado ese dine­ro quizá me facilite la satisfacción de un viejo deseo, pagar una deuda antigua o prestar un servicio a alguien en la mi­seria. Se impone elegir entre estas posibilidades. Sin embar­go, tales posibilidades existían de antemano antes de encon­trar la billetera, mientras que la vida en ningún caso puede compararse con ese hallazgo. Yo no me encuentro viviendo en el sentido en que me encuentro propietario de esos billetes. Mi existencia como ser viviente es anterior a ese hallazgo, a ese descubrimiento de mí mismo como ser viviente. Hasta podríamos decir que inevitablemente soy anterior a mí mismo. Todo esto se opone radicalmente a la tan citada frase de Sartre: lo propio del hombre es hacer y, al hacer, hacerse a sí mismo y no ser nunca más que lo que se ha hecho. Todo lo que acabamos de decir nos obliga a pronunciarnos en contra de semejante afirma­ción. ‘No se puede negar con mayor agresividad ‑escribí en mí estudio sobre las técnicas del envilecimiento‑ la insisten­cia de una naturaleza, de una herencia o, más profundamen­te aún, de una investidura o una participación en la realidad que nos salva en la medida en que nos adentramos en ella’.

 

RECOGIMIENTO Y  SER EN SITUACIÓN

 

Si regresamos al recogimiento propiamente dicho de­bemos constatar que una primera observación se impone y servirá de norte a todas las otras: recogerse no es abstraerse, y es aquí donde las actitudes interiores se revelan diferentes y probablemente hasta contrarias. Nos abstraemos de, lo cual quiere decir que nos retiramos y que, en consecuencia, nos dejamos o nos abandonamos. Sin embargo, el recogimiento es todo un acto en que uno se vuelve hacia  sin abandonar nada. Esto se aclarará dentro de un instante; “hacia”, he dicho: ¿pero hacia qué? Respon­de­re­mos con la mayor naturalidad: hacia sí mismo, ¿recogerse no es entrar en sí? Pero la ambigüedad con tanta frecuencia señalada reaparece aquí: ¿qué significa aquí este sí mismo?, ¿de qué yo se trata? Tomemos un ejemplo famoso: el emperador Augusto en el Cinna de Corneille. Descubre que un hombre que es como un hijo al cual ha colmado de beneficios se encuentra a la cabeza de una conspiración contra él. Su primer movimiento es la có­lera, la indignación, y pretende vengarse del ingrato. Pero algo en él se niega a abandonarse a esos movimientos por otra parte tan naturales. Y en el monólogo célebre, que es una de las cumbres de la tragedia clásica, él se fuerza a entrar en sí mismo. Este sí mismo no es el yo de la cólera ni de la venganza. Dándole un carácter más general, digamos que tampoco es el yo del deseo ni del apetito. Y esto se cumple en todos los casos en que un ser entra efectivamente en sí mismo. Ciertamente, nosotros reencontramos aquí de la manera más completa, la más personalizada que existe, la exigencia de trascenderse […]. Solamente […] debemos guar­darnos cuidadosamente de proceder a una disociación por completo artificial; esto es, a suponer que este yo de la reflexión y del recogimiento no es el mismo que el del deseo y la venganza. No hay manera alguna de distinguirlos como se distinguen las cosas que son de tal manera que una no es la otra. Yo preferiría decir que el yo del recogimiento y de la venganza y el deseo son modalidades diferentes de la exis­tencia. […]

    Prosigamos el estudio del ejemplo que nos ha proporcio­nado el emperador Augusto en Cinna. Él se encuentra en una cierta situación: víctima de un complot tramado contra él por conjurados donde dos al menos le deben todo lo que poseen, todo lo que son, pero que pretenden suprimir en su persona al tirano que ha reducido Roma a la servidumbre. Es evidente que no se trata para Augusto de hacer abstrac­ción de esta situación; al contrario, más bien de lo que se trata es de darle la vuelta; y, cosa extraña, nos encontramos aquí sobre el otro plano de la contemplación del que ya dije era como una introversión del conocimiento externo. La palabra “conversión” se presenta de modo natural al espíritu, pero no debe estar afectada de ningún índice propiamente religioso; el emperador aparecerá ante sí mismo no simplemente como víctima inocente de la ingratitud humana, sino como respon­sable en último análisis de esta situación en sí misma. Por­que, en el pasado, ¿no actuó él mismo como los que vienen ahora a decidir su caída? De manera que entrar en sí mismo quiere decir esencialmente mirar la situación por el otro extremo y colocarse por ello en la imposibilidad de juzgar a los culpables de manera simple, condenán­dolos sin apelación como a primera vista parece imponerse este fallo. Aquél que entra en sí mismo es llevado a plantearse la pregunta más cargada de sentido que puede surgir para una conciencia: ¿quién soy yo para condenar? ¿Es que yo poseo verdade­ra­­mente la calificación interior que haría lícita esta condena.

    La especie de contradicción interna contra la cual hemos tropezado tan a menudo aparece aquí a una luz resplande­ciente: entrar en sí mismo quiere decir, en el fondo, salir de sí mismo, y, porque una vez más la cuestión no es desdoblar objetivamente el sí mismo, debemos pensar que estamos aquí en presencia de un acto de creación o de transmutación in­terior, pero que también esta creación o esta transmutación […] pre­senta esencialmente el carácter de un retorno, solamente que lo dado después no es simplemente idéntico a lo que fue dado antes;  en efecto, esta identidad despojaría a la prueba de toda significación y en suma volvería a negarla. La mejor comparación a la que podemos recurrir aquí es la de una composición musical; hasta si aparen­temente la obra termi­na con los mismos acordes que ha comenzado, estos acordes no son ahora sentidos como siendo los mismos, pues ahora están cargados de todas las vici­si­tudes por las que hemos pasado, de tal manera que éstas acompañan su recon­quista final.

    Pero el problema de la posibilidad de recogimiento y de sus condiciones meta­fí­sicas, a partir del momento en que lo plan­teamos en toda su amplitud, comporta una interrogación ansiosa sobre la relación que existe entre yo y mi vida; implica, dicho en otro lenguaje, una reflexión sobre este ser “en situación” que nosotros todavía no hemos considerado más que en tal caso particular.

    El hecho mismo del recogimiento nos obliga a abando­nar el postulado implícito en la mayoría de las doctrinas fi­losóficas existentes hasta hoy; este postulado consiste en tra­tar las determinaciones circunstanciales que me constituyen ‑en tanto que soy sujeto empírico- como contingentes en relación con cierto sujeto abstracto que sería idéntico a la razón misma. Si fuera así, el recogimiento sería, sin poder ser otra cosa, mera abstracción; ésta sería la operación, si la podemos calificar así, contra naturam, con la cual un ser se sustraería a la vida. Pero precisamente no es así; la experiencia espiritual tomada en lo más elevado de sí misma se ma­nifiesta deliberadamente contra esta interpretación, contra esta reducción.

    Tratar como contingente el dato circunstancial relacio­nándolo con un cierto núcleo racional o trascendental, en el fondo es representárselo como un vestido del que puede y debe en ciertas ocasiones ser despojado. Pero yo no puedo proceder así más que en la medida en que me concedo el derecho de abstraerme de este dato circuns­tancial y de hacer como si me situara fuera de él. […]

    Parece que existe un lazo estrecho, si no una identidad, entre lo que antes llamé interioridad y la no-contingencia del dato circunstancial. Digamos aún que no es posible hablar de interioridad más que allí donde este dato circunstan­cial afecte un valor positivo, esto es, contribuya a un desarro­llo creador. Para aclarar esto, pode­mos, por otra parte, apelar a ejemplos tomados del dominio del arte. Vermeer no ha pintado La vue de Delft como hubiera podido pintar otra cosa si hubiera vivido en otro ambiente; la verdad es más bien que si él hubiera vivido en otro ambiente, él no hubiera sido Vermeer. Él no ha sido Vermeer más que en tanto él ha pintado La vue de Delft; no decimos que porque él ha pintado La vue de Delft, ya que la conjunción porque tomada en su acepción causal no conviene aquí de ninguna manera. No hay nada en un caso de este género que se deje reducir a una relación de causa a efecto. Por otro lado, acordémonos de lo que se ha dicho sobre el espectador y el espectáculo. Si La vue de Delft  no hubiera sido para Vermeer más que un espectáculo, si él se hubiera reducido a la condición de un espectador, jamás él hubiera podido pintarla; digamos que él no hubiera sido en lo más mínimo un artista. (Gabriel Marcel, El misterio del ser).

Rincón de la cita

La verdad es lo que todo el mundo necesita para poder vivir, pero la verdad no se puede obtener o adquirir de ninguna otra persona. Todos los seres humanos deben producirla constantemente a partir de su propio mundo interior. De lo contrario, perecerían. Es imposible vivir sin verdad. Quizá la vida y la verdad sean lo mismo (Franz Kafka).

Existencia, libertad y desamparo

Jean-Paul Sartre

(El Existencialismo es un humanismo)

Emilia Oliva

César Vallejo

Wislawa Szymborska

Miguel de Unamuno

Acontecimiento y disponibilidad (Jean-Luc Marion)