El ser encarnado,
punto central de la reflexión filosófica
Gabriel Marcel (1889-1973)
[Punto de partida de la investigación: algo indudable. Yo existo]
Al principio de la investigación habrá que calocar un indubitable, no lógico o racional, sino existencial; si la existencia no está en el origen, no estará en ninguna parte; creo que no hay paso a la existencia que no sea escamoteo o trampa.
Aquí se impone una observación preliminar de orden absolutamente general, a la que doy una gran importancia; creo que conviene situarla como exergo de toda filosofía existencial. Proposiciones del tipo: "nada existe", "quizás no exista nada", "acaso no sea verdad decir o admitir que algo existe", deben ser consideradas, no sin duda como intrínsecamente contradictorias, sino como realmente vacías, desprovistas de significación. No puedo, en efecto, negar a "todas las cosas" la cualidad de existentes… más que en nombre de una determinada idea de la existencia; idea aquí por definición sin contenido, sin potencia efectiva de aplicación. Estas proposiciones presentan una apariencia de sentido sólo porque he tenido la precaución de no explicitar la idea en efecto inespecificable de la existencia, en cuyo nombre se la rechazo a esto y a aquello y a lo que sea.
Decir "algo existe" es, pues, simplemente sentar el principio de que no tiene sentido negárselo, que esta negación es completamente verbal, una extrapolación perfectamente ilegitima de proposiciones lícitas, pero particulares, como: “A no existe”, o “es posible que A no exista”.
Ahora bien, ¿hay un existente privilegiado al cual esta cualidad no podría verdaderamente serle denegada, si no sin contradicción, al menos sin absurdo? -confundiéndose, según parece, lo sin sentido y el absurdo-.
Estoy fuertemente tentado a declarar que este existente-tipo soy yo mismo; sin embargo, no puede admitirse esto sin muchas matizaciones. Si yo mismo es –o soy- aquí considerado como sujeto, como realidad-sujeto, si yo, en “yo existo”, es asimilado a este yo mismo que sería realidad-sujeto, la proposición no resiste, según parece, al examen. No se ve qué garantías ofrecería, qué títulos de validez. Si la afirmación yo existo puede ser recogida, lo es en su unidad indescomponible, en tanto que traduce de una manera no solamente libre, sino bastante infiel, un dato inicial que no es yo pienso, ni siquiera yo vivo, sino yo siento, tomando aquí esta palabra en su máxima indeterminación…
Seguramente puedo -por un acto de abstracción deliberada- interpretarme como puro sensitivo; incluso puedo, a partir de esto, concluir, a la manera cartesiana, que soy. Pero cuando digo “yo existo”, indiscutiblemente reconozco algo más; reconozco oscuramente el hecho de que no soy solamente para mí, sino que me manifiesto -sería mejor decir que soy manifiesto-; el prefijo ex en “existir”, en cuanto traduce un movimiento hacia el exterior, una tendencia centrífuga, es aquí de la mayor importancia. “Existo” quiere decir que tengo de qué hacerme conocer o reconocer, sea por otro, sea por mí mismo, en la medida en que adopto ostensiblemente para mí una alteridad prestada; y todo esto no es separable del hecho de que "hay mi cuerpo". Voy por el momento a expresarme de una manera que deseo deliberadamente, que quiero completamente vaga, como hago cuando digo “hay mi cuerpo” Hablaré igualmente de una deliberada presencia de mi cuerpo en mí mismo, por la cual el hecho de existir adquiere para mí una consistencia de la que, sin aquélla, estaría exento. Presencia de mi cuerpo en mí mismo: concentro mi pensamiento sobre estas palabras, y enseguida tropiezo. ¿No implican una dualidad entre mi cuerpo y yo, una exterioridad del uno con respecto al otro? Pero ¿podemos legítimamente afirmar esta exterioridad? ¿Ofrece esta afirmación una significación precisa, determinable? Algo interroga en el fondo de mí: ¿no debería yo hablar más bien de una presencia del cuerpo para sí mismo? Pero inmediatamente se anula esta posibilidad: ¿mi cuerpo entendido físicamente implica un sí mismo? Parece evidente que no.
Henos aquí obligados a someter a un análisis riguroso lo que llamo mi cuerpo. Antes de iniciar esta investigación, es preciso, sin embargo, indicar claramente para todo lo que seguirá que mi cuerpo es el punto con relación al cual se sitúan para mí los existentes, y -añadiré- se establece la demarcación entre existencia y no existencia. Citaré aquí modificándolo ligeramente, pero sin alterar su verdadero sentido, un texto de la primera parte de mi Journal Métaphysique [Diario Metafísico]: "Cuando digo: César ha existido -y tomo el ejemplo en el pasado porque allí parece mi tesis más discutible-, no quiero decir solamente que César habría podido ser percibido por mí; quiero decir que entre la existencia de César y la mía (es decir, mi presencia órgano-psíquica para mí mismo) hay una continuidad temporal objetivamente determinable; esta presencia es el punto respecto del cual se ordena la multiplicidad infinita de lo que puede ser pensado por mí mismo como existente; toda existencia puede ser relacionada con este punto, y no podría ser pensada fuera de esta referencia más que por pura abstracción". Digamos también que esta cadena de relaciones temporales, espaciales, espacio-temporales, puede ser contraída por mi imaginación hasta que el existente pensado llegue a serme co-presente. La especie de campo magnético en el que se distribuyen estas cadenas, todas ellas ordenadas con relación a mi existencia actual, es lo que llamaré la órbita existencial.
Por tanto, los caracteres que presente esta existencia, por singulares e incluso antinómicos que sean, se volverán a encontrar inevitablemente en toda existencia concebida. […]
Mi cuerpo. ¿Qué significa aquí, qué valor tiene exactamente el índice posesivo? De cualquier forma que intentemos especificarlo, vamos a encontrarnos en presencia de dificultades insolubles. ¿Diré, por ejemplo, como seguramente me tentará hacerlo en muchas circunstancias, que mi cuerpo es mi instrumento? Nos hará falta comenzar aquí por interrogarnos sobre la naturaleza de la relación instrumental y profundizarla. Parece que todo instrumento es un medio de extender, desarrollar y reforzar un poder inicial que posee el que usa de este instrumento; esto es tan verdadero para un cuchillo como para una lupa. Estos mismos poderes, estas aptitudes son características activas del cuerpo organizado. Mientras lo considero desde fuera, puedo evidentemente pensarlo como máquina, como instrumento. Pero aquí nos interrogamos sobre mi cuerpo en cuanto mío. Este cuerpo (hoc corpus y no illud), este instrumentista, ¿puedo mirarlo como siendo él mismo un instrumento, y de qué? Está completamente claro que corro el riesgo de enredarme aquí en una regresión infinita: si el instrumentista es él mismo un instrumento, ¿de qué es instrumento?, etc. Si pienso mi cuerpo como instrumento, atribuyo por lo mismo -digamos al alma, de la que sería el útil- las virtualidades mismas cuya actualización aseguraría él; convierto a esta alma en cuerpo, y, en consecuencia, el problema se plantea de nuevo acerca de ella.
Se podría demostrar que esto es válido para toda relación objetiva pensada entre yo y mi cuerpo, no siendo aquí, por otra parte, lo que llamo yo más que el ignotum quid al que mi cuerpo, siendo mío, se supone que debe estar ligado.
Para suprimir, para extirpar mejor dicho, todas estas cuestiones por esencia insolubles, ¿no deberé proceder a una especie de golpe de mano lógico y declarar que la supuesta dualidad entre yo y mi cuerpo no existe, y que en verdad yo soy mi cuerpo?
Pero andémonos con tiento: “yo soy mi cuerpo” ¿significa que yo soy idéntico a mi cuerpo? También esta identidad deberá ser situada bajo la mirada implacable de la reflexión; ¿puede ser mantenida? Está claro que no. Esta supuesta identidad es un sinsentido; no puede ser afirmada más que gracias a un acto implícito de anulación del yo: se transforma entonces en una afirmación materialista: mi cuerpo soy yo, sólo mi cuerpo existe. Pero esta afirmación es absurda: lo propio de mi cuerpo es no existir solo, no poder existir solo. ¿Nos refugiaremos entonces en la idea de un mundo de cuerpos? Pero ¿qué es lo que le confiere unidad? ¿Qué es quien lo piensa como mundo? ; y, por otra parte, ¿qué llega a ser en este mundo puramente objetivo el principio de intimidad (mi cuerpo), a cuyo alrededor se constituía la órbita existencial?
Decir "yo soy mi cuerpo" es en realidad emitir un juicio negativo: "no es verdad decir, no tiene sentido decir que yo soy otra cosa distinta de mi cuerpo"; o más exactamente: "no tiene sentido decir que yo soy cierta cosa ligada de la manera que sea a esta otra cosa que es --o que sería- mi cuerpo. De esta relación X entre la cosa desconocida Y y mi cuerpo no puede afirmarse nada que presente un carácter de verdad, lo que equivale a decir que esta relación no es pensable".
Es necesario ir hasta el fondo. […] Ser encarnado es aparecerse como cuerpo, como este cuerpo, sin poder identificarse con él, sin poder tampoco distinguirse de él -siendo identificación y distinción operaciones correlativas la una de la otra, pero que sólo pueden ejercerse en la esfera de los objetos-.
De este conjunto de reflexiones resulta claramente que no hay en rigor un reducto inteligible, en el que yo pudiera establecerme fuera o más acá de mi cuerpo; la desencarnación es impracticable, esta excluída por mi estructura misma.
Sin embargo, todo esto presenta una contrapartida, sobre la que me es preciso insistir ahora.
Si hago abstracción de lo peculiar propio a mi cuerpo -en la exacta medida en que es mi cuerpo-, si lo considero como un cuerpo entre otros cuerpos en número ilimitado, seré llevado a tratarle como objeto, como dotado de los caracteres fundamentales por los que se define la objetividad. Por tanto, se hace materia de conocimiento científico; se problematiza, pero solamente a condición de que lo mire como no mío: este distanciamiento --esencialmente ficticio- está en la raíz de toda ascesis intelectual. En tanto que sujeto cognoscente, restablezco o finjo restablecer entre mi cuerpo y yo la dualidad, el intervalo que hace un momento y desde el punto de vista de la existencia nos parecía precisamente impensable; pero es que este sujeto sólo se constituye por la renuncia a la existencia; no es -lo diré de buena gana- más que a condición de tratarse como no siendo. Esta paradoja está en la raíz misma del objeto, porque yo no pienso verdaderamente el objeto más que en la medida en que afirmo que no cuento para él, que él no tiene cuenta de mí. Y esta es la respuesta, la única respuesta válida o incluso posible, pero decisiva, a la irritante cuestión del idealismo empírico: ¿pueden continuar existiendo las cosas cuando yo ceso de percibirlas? La verdad es que sólo con esta condición son cosas.
No obstante, por una anomalía que se disipa con la reflexión, cuanto más ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón umbilical que las liga a mi existencia, a lo que llamo mi presencia órgano-psíquica para mí mismo, tanto más afirmaré la independencia del mundo respecto de mí, su radical indiferencia a mi destino, a mis fines propios; tanto más este mundo así proclamado el único real se convertirá en un espectáculo sentido como ilusorio, una inmensa película documental ofrecida a mi curiosidad, pero que en resumidas cuentas se suprime por el simple hecho de que me ignora. Creo por ello que el universo tiende a anularse en la medida misma en que me sumerje -y es esto, creo, lo que se olvida cada vez que se intenta aplastar al hombre bajo el peso de los datos astronómicos.
Esto equivale a decir que nos adentramos en la abstracción pura tan pronto como, por temor al antropocentrismo, intentamos romper el nexo que me une al universo –el nexo de mi presencia en el mundo, no siendo mi cuerpo más que este nexo hecho manifiesto-. Reconozco que esto corre el peligro de dar lugar a graves malentendidos. De ningún modo se trata de presentar una especie de dependencia del universo respecto a mí; sería recaer en un subjetivismo agravado. Lo que presento aquí es primeramente la prioridad de lo existencial respecto de lo ideal, pero añadiendo enseguida que lo existencial se refiere ineluctablemente al ser encarnado, es decir, al hecho de estar en el mundo. Creo que esta última expresión, que no es admitida en filosofía, o al menos no lo era antes de Heidegger, traduce adecuadamente algo que, como se habrá comprendido, debe ser entendido como una participación, no como una relación o una comunicación […] El arduo problema […] es el de saber cómo se puede llegar a pensar esta participación sin desnaturalizarla, es decir, sin convertirla en una relación objetiva […] Si intento resumir todo lo que precede y precisar lo que, siguiendo a Jaspers, llamaré mi situación fundamental, he aquí lo que encuentro:
En primer lugar observaré que no puedo verosímilmente mirar a esta situación, justamente porque es fundamental, como contingente, en cualquier grado que sea, respecto a una determinada entidad aprehensible en sí [el alma, el yo], y que "ocuparía" esta situación, pero podría también ocupar otra; es lo que […] llamaba bastante pesadamente la no contingencia del dato empírico. […]
Por una parte, la facultad que me es impartida de considerar en cualquier grado mi cuerpo desde fuera (por ejemplo, y bastante simbólicamente, cuando me miro en un espejo), me expone inevitablemente a la tentación de separarme idealmente y como renegar de él -como se renegaría de un amigo, de un pariente; veréis enseguida la enorme importancia que presenta el tema del posible reniego en mi pensamiento-.
Por otra parte, ejerciéndose mi reflexión sobre esta disociación descubre su carácter falaz; como hemos visto, me obliga a reconocer que esta entidad separada, este yo con relación al cual el cuerpo mismo sería como adventicio, no se deja pensar ni aparte ni en relación ni como idéntico a esto de lo que pretendo separarlo.
Me interesa observar de paso que esta reflexión de segundo grado o a la segunda potencia, esta reflexión que se ejerce sobre una reflexión inicial es, a mis ojos, la filosofía misma, en su esfuerzo específico de restaurar lo concreto más allá de las determinaciones desunidas o desarticuladas del pensamiento abstractto […]
Pero entonces no puedo afirmar, reencontrar o restaurar esta participación que es mi presencia en el mundo, más que resistiendo a la tentación de negarla, es decir, de afirmarme como entidad separada.
Me diréis: "No hay que emplear aquí el término tentación. Si vuestro argumento es válido, no nos queda opción. ¿Puede haber elección entre lo que es razonable, lo que tiene un sentido, y lo que es absurdo?". Precisamente, sí; la esencia del absurdo, para un ser construído como yo lo estoy, es poder ser preferido, a condición, en general, de no ser reconocido como tal. Esta reflexión de Segundo grado, esta reflexión filosófica no es más que para y por la libertad; nada exterior a mí puede obligarme; en este orden de cosas la idea de obligación está vacía de todo contenido posible. Por tanto, puedo escoger el absurdo, porque me es fácil o bien persuadirme de que no es absurdo o bien incluso preferirlo como tal absurdo; basta para ello que interrumpa arbitrariamente una determinada cadena de reflexiones. Esta facultad que me es permitida y que jamás me podrá nadie negar –cualquiera que sea, por lo demás, la forma en que la interpretemos- de proseguir o no una serie de pensamientos, esta facultad que en ultimo análisis no es más que un modo de la atención, está llamada a ejercerse aquí de la manera más directa; comprobamos así que nuestra libertad está implicada en el reconocimiento de nuestra participación en el universo.
Vemos organizarse así de una manera compleja o inesperada las premisas de lo que llamaré filosofía concreta o existencial. Se constituye alrededor de un dato que, reflexionándose, no solamente no llega a ser transparente para sí mismo, sino que se muda en la apprehension distinta, no dire de una contradicción, sino de un misterio radical, que da lugar a una antinomia tan pronto como el pensamiento discursive se aplica a reducirlo o, si se quiere, a problematizarlo. […] La existencia o, mejor, si me permitís este vocablo bárbaro, la existencialidad es la participación en tanto que ésta es inobjetivable. Pero apliquémonos a no dejarnos engañar por las palabras. Es demasiado claro que estamos irresistiblemente inclinados a objetivar esta participación, a tratarla como relación; y para impedírnoslo interviene exclusivamente el acto mismo de nuestra libertad. A ella y solo a ella se revela nuestra inmediación radical –y este descubrimiento puede producirse en zonas muy diversas, pero que todas se corresponden: zona dela metafísica, zona de la poesía, zona del arte propiamente dicha. (Gabriel Marcel, Filosofía concreta).
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