El encuentro interpersonal

Juan Martín Velasco (1934)

 

El encuentro es un acontecimiento tan raro como feliz que suce­de en la relación entre las personas. Nos cruzamos los unos con los otros, nos tropezamos con frecuencia, pero sólo en muy contadas oca­siones nos encontramos. Este aconteci­miento contiene, como todos los que afectan al hombre fundamentalmente, varios niveles. […] Nos ocupa­re­mos del encuentro entre las personas y más concre­ta­mente de aquél en el que éstas se sienten interiormente afectadas y entablan una relación positiva. Atenderemos, pues, al encuentro que Laín Entralgo ha denominado “afectante” y nos referiremos a las carac­terísticas generales que reviste la relación que en él se instaura.

 

La condición intersubjetiva como raíz del encuentro

 

El encuentro es, como hemos dicho, un acontecimiento, con fre­cuencia fortuito, en la vida de los hombres. Pero tal acontecimiento tiene sus raíces en la dimensión intersubjetiva del hombre. Así, pues, se hace ineludible una referencia previa a lo esencial de esta dimen­sión humana. La descripción de la existencia , que han llevado a cabo tanto la filosofía existencial como las corrientes personalistas, pone de relieve que el hombre posee como dimensión constitutiva su referencia personal a las otras personas. El hombre está abierto al mundo, es un ser-en-el-mundo, dirán, por ejemplo, los análisis heldeggerianos. Los otras sujetos no son para él objetos de ese mun­do dotado de especiales características. Son co-sujetos con él de ese mundo en referencia al cual se realizan. El hombre no es, pues, sino slendo-con-otros. Convlene subrayar que este “con-otros” no de­signa tan sólo una compañía que de hecho acompaña al sujeto, pero que podría faltarle sin que él se vlera afectado en su condición de su­jeto. Ser hombre es una forma de ser que comporta la presencia de otros co-sujetos como presencia constitutiva.

    En términos de la filosofía personalista, representada de forma particu­lar­mente expresiva por Martin Buber, el yo del hombre es doble, es yo-tú o yo-ello, según la palabra primordlal, la relación originarla en que se establezca. No hay, según esto, un yo en sí que después se modifique como yo frente a otros sujetos o como yo frente a obje­tos. El yo de la palabra yo-tú es una original forma de ser hombre constituida por esa relación intersubjetiva.

    El carácter constitutivo de esta relación no se puede demostrar, como no se puede demostrar ninguna de las dimensiones constitu­tivas de lo humano que actúan en cualquier intento de demostración. Pero el análisis de la existencia permite descubrir la existencia de esa dimensión y su condición de dimensión constitutiva por el hecho de que aparece en cualquiera de los aspectos fundamentales de la condición humana y en sus acciones principales.

    Así, la descripción de la apertura al mundo, de esa referencia a la realidad exterior que es esencial a la condición humana, nos mues­tra el carácter perspectivista, necesariamente limitado de esa aper­tura al mundo, con lo que éste aparece como una realidad que no se agota en nuestra visión del mismo, sino que deja siempre lugar para otras perspectivas. Por eso, incluso un análisis del conocimiento como el llevado a cabo por Husserl no puede menos de descubrir en la estructura del sujeto pensante una referencia constitutiva a los otros posibles sujetos que con nosotros determinan el mundo en el que se inscriben las referencias intencionales de la conciencia.

    Pero en este primer nivel, la intersubjetividad aparece tan sólo como una posibilidad con la que tlene que contar la descripción de la apertura humana a la realidad. En cambio, se hace inmediatamen­te presente en un análisis detenido de esa otra dimensión de la exis­tencia que es la corporalidad. Es blen sabido que, partiendo del he­cho de que no cabe experiencia humana que no sea corporal -somos, como diría Zubiri, una inteligencia sentiente-, ni cabe tampoco cor­poralidad humana que no esté habitada de espiritualidad -nuestros ojos, por ejemplo, ven realidades, son ojos inteligentes-, la antro­pología actual habla más que de un cuerpo poseído por un sujeto, de la dimensión corporal del hombre. El cuerpo, en esta perspectiva, aparece como el permanente acto de presencia de la interioridad humana, que exige, para no carecer absolutamente de sentido, otros su­jetos capaces de percibir esa presencia y responder a ella. En la cor­poralidad se co-afirma, pues, la intersubjetividad como dimensión constitutiva.

    Por eso no es extraño que todos los actos fundamentales del hombre traduzcan esa condición y la supongan para su realización. El pensamiento del hombre, por ejemplo, es un constante diálogo con el pensamiento de los otros hombres. Con el de las generaciones que le han precedido y han plasmado esa matriz de su pensamiento que es el lenguaje, en el cual nace, y con el pensamiento de las genera­ciones que le son contemporáneas y en reacción a las cuales se pro­duce el pensamiento incluso del hombre más solitario. También el trabajo, para aludir a una acción diferente, expresa y realiza la condición intersubjetiva de su autor. No hay trabajo humano que no sea obra de colaboración, por el carácter social de sus productos, por la mutua interdependencia de los que intervienen en él y por los ins­trumentos de que se sirve y los saberes que utiliza. De este carácter intersubjetivo del trabajo ofrece clara contraprueba el hecho de que en la misma medida en que la llamada racionalización del trabajo in­dustrial ha “desmenuzado” el trabajo humano, éste ha corrido el pe­ligro de deshumanizarse. Bastan estas alusiones para apoyar las descripciones de la filosofía existencial y de las corrientes persona­listas de la condición intersubjetiva de la persona. De esta condición surge, como un momento en el que se realiza y se manifiesta de for­ma privilegiada, el acontecimiento del encuentro entre las personas. Veamos cuáles son sus propiedades características.

 

Rasgos característicos de la relación interpersonal

 

Sin querer ser exhaustivos, enumeraremos los que parecen más importantes. El encuentro exige, en primer término, la respectividad de las personas. La misma etimología de la palabra nos remite a un “frente a” de los sujetos que se encuentran. Esa respectividad comprende la alteridad insuperable, la resistencla de las personas que se encuentran y la relación, la referencia de esas dos alteridades. La alteridad introduce en la relación del encuentro una característica a la que el uso común del término presta escasa atención: la trascen­dencia respectiva de las personas que se encuentran. En el otro encuentra el afán poseedor y dominador del propio yo una barrera insalvable. Por eso se ha podido afirmar que el descubrimlento del otro introduce en la esfera de lo “inaccesible en cuanto tal” [Ortega y Gasset].

    Pero, ¿cómo precisar la cualidad de esta relación respectiva? Algo nos ayudará a ello atender a las condiciónes en las que el en­cuentro surge. En la raíz del encuentro “afectante” hay un acto de presencia. La persona con la que me encuentro no puede aparecer simplemente como aparecen los objetos, sino que debe llamar mi atención o, mejor, requerir mi libertad. El encuentro surge como con­secuencia de ese requeri­miento, como respuesta a la llamada que me dirige el acto de presencia del otro.

    Este surgimiento del encuentro se continúa en la reciprocidad que caracteriza la relación respectiva de los que se encuentran. En la relación con los objetos se comporta el sujeto activamente, pero no espera de ellos más que el resultado de su acción [de la que él ejerce sobre ellos]. En el encuentro la relación está constituida por dos libertades en ejercicio, cada una de las cuales crea con su iniciativa el campo de posibilidad para la puesta en ejercicio de la otra. Basta que uno de los interlocutores pretenda ahogar la voz del otro, que uno de los sujetos quiera su­plir al otro, o poseerlo o dominarlo, para que el encuentro se per­vierta. En la relación del encuentro los dos sujetos intervienen de forma igualmente activa; son el uno para el otro “reciprocantes”. Y esta condición no se agota en el hecho de que el otro se muestre co-partícipe de las posibilidades de que está dotada mi existencia; significa, además, que su respuesta hace posible el ejercicio de mi posibilidad de invocación y de llamada. La acción del otro no es sólo colaboración, ayuda en una tarea común; es, además, condición de posibilidad de esa nueva forma de ser, de esa actualización de mi condición intersubjetiva que es el encuentro con él; correlativamente, “el otro no acaba de constituirse para mí como tal 'otro' mlentras yo no me he decidido a responderle”. Lo que el encuentro tiene de característico, afirma con razon R. C. Kwant, es que en el “no­sotros nos hace­mos ser uno al otro”.

    El encuentro exige, además, una relación de intimidad entre las personas que se encuentran. No nos referimos con este término al aspecto privado, exclusivo, reservado o entrañablemente afectivo que suele caracterizar !as relaciones “íntimas”. Queremos decir que, si bien la ocasión del encuentro puede ser una actividad o una propiedad de los sujetos, los sujetos se encuentran como tales suje­tos. La relación del encuentro no afecta al orden de los medios, de los actos, de !as funciones o del haber, sino al ser mismo, al centro subjetivo que a través de todos esos órdenes realiza un destino per­sonal. Podemos tratar con el abogado, o con el médico, o con el sa­cerdote, pero sólo nos podemos encontrar -en el sentido “fuerte” que estamos dando al término- con la persona, aunque frecuen­temente lleguemos a ella a través de sus cualidades, de su función o de su trabajo.

    La realización de estas propiedades en la relación del encuentro exige en los sujetos del mismo unas disposiciones nada fáciles. La primera de todas es la ca­pacidad de trascendimiento. Para encon­trarme con el otro necesito dejarle ser otro y, por tanto, renunciar a cualquier tipo de objetivación que lo privaría de su condición de otro, de sujeto. Debo, pues, romper esa órbita que describe el su­jeto y en la que se inscriben todos los objetos de su mundo y acep­tar al otro sujeto como centro de una órbita distinta de la mía. Pero no puedo caer en el peligro de renunciar a mi condición de sujeto y de convertirme en objeto para el otro. La respuesta a esta exigencia nada simple esta compuesta de actitudes como la disponibilidad por la que abrimos nuestra existencia a las lla­ma­das, a los requerimientos de otras libertades, la atención a las señales de esos otros mundos que son los otros sujetos y, sobre todo, la confianza por la que enlazamos nuestra menesterosidad con la ayuda del otro sin re­nunciar a la acción ni dimitir de nuestra libertad. Llegados aquí, ve­mos que en realidad el en­cuentro no es un acontecimiento del que dispongamos por entero, sino que nos descubrimos como siendo des­de el encuentro y fruto tanto como agentes de él.

    La verdadera relación de encuentro no se reduce al intercambio subjetivo del yo con el tú. El encuentro se realiza desde el suelo común de un nosotros en el que el yo y el tú se descubren participando. La realización efectiva del en­cuen­tro, en sus formas humanas más ele­vadas, como el diálogo y el amor, confirma esta constatación. Dia­logar no consiste fundamentalmente ni en intercambiar palabras ni en comunicarse verdades. El diálogo entre dos perso­nas es, en sus formas elevadas, un fenómeno de comunión, de participación activa en una verdad que no posee ninguno de los interlocutores, pero que alum­bra en el encuentro de ellos. Y el amor en esa forma más pura, en la que el sujeto no busca la posesión ni la fusión, sino la entrega, la obla­ción que per­mite y suscita la recíproca oblación del otro, ese amor de benevolencia o de comunión aparece como un fenómeno de participación de los hombres en una generosidad que viene de más allá de ellos mismos y que por eso se desborda en oblación. Por eso, el encuentro entre los hombres apunta más allá de los inter­locutores del mismo a un tú absoluto, a un encuentro supremo, que está no solo al final de los encuentros humanos, sino en su raíz como lo que los posibilita y los hace ser permanentemente.

    Antes de terminar este esbozo de descripción del encuentro humano debemos aludir ad os rasgos importantes del mismo que nos muestran su parentesco con este encuentro último al que nos referiremos en seguida.

    El encuentro con el otro se presenta como una enorme prome­sa que sólo se puede realizar desgranada en unas respuestas concre­tas que en modo alguno consiguen cumplirla adecuadamente. Por eso, en el umbral del encuentro siente el hombre la necesidad de callar con un “silencio venerativo” que se le presenta como la mejor pero imposible respuesta. Por eso también cada encuentro, al mis­mo tiempo que inesperado, parece al hombre el recuerdo y la re­petición de algo que ha sido desde siempre. Por eso, finalmente, ningún encuentro resulta definitivo, conclusivo, sino que cuanto más vivamente es vivido más abre el horizonte hacia nuevos encuentros y prepara al hombre para recibirlos.

    Por último, el encuentro humano, como ha destacado su feno­menólogo Buy­ten­deljk, tiene unas formas concretas muy variadas, que se derivan de la nece­si­dad de mediaciones que experimenta el hombre para poder vivirlo. En medio del encuentro están las pala­bras, las más variaadas palabras del lenguaje y los casi innumerables gestos corporales. Hay un ritual tradicional del encuentro he­cho también de silencios y acciones, resistencias y pasividades. A través de todas estas mediaciónes se hace realidad el encuentro en­tre las personas, encuentro que siempre, en definitiva, tiene mucho de sólo aludido, sugerido y simbolizado, porque ocurre de forma in­mediata a través de la mediación corporal, como el dios griego, del que habla Heidegger: “Mediante el templo, el dios se hace presente en el templo”. (Juan Martín Velasco, El encuentro con Dios).

Otros enlaces de interés:

 

La propia historia, una urdimbre de otras historias (Françoise Dolto)

El rostro o el otro (Emmanuel Levinas)

Los otros son el hogar originario (Jan Patocka)

El yo y los otros: la intersubjetividad (Gabriel Marcel)

Rincón de la cita

El yo y los otros: la intersubjetividad

Gabriel Marcel

La existencia y los otros

Gabriel Marcel

El rostro o la responsabilidad para con el Otro

Emmanuel Levinas

Película

La vida de los otros

(presentación y guion de trabajo)

Existencia, libertad y desamparo

Jean-Paul Sartre

(El Existencialismo es un humanismo)

La fidelidad creadora

Gabriel Marcel

Estar, existir

Paolo Giordano

Jorge Semprún

La temporalidad de la existencia humana

José Bergamín

Vladimir Jankélévitch

El ser encarnado, punto central de la reflexión filosófica

Gabriel Marcel

(Filosofía concreta)

El hombre existe comprendiendo un sentido

Martin Heidegger

(La idea de la filosofía...)