El yo y los otros: la intersubjetividad
Gabriel Marcel (1889-1973)
Lo mejor será recoger el análisis de Homo viator, que constituye el núcleo de una fenomenología de las relaciones entre yo y los demás.
Observemos ante todo que el ego se presenta nítido y agresivo de manera extraordinaria en la experiencia infantil y podría decirse que persiste ulteriormente cuando esta experiencia sigue viva en el adulto. Imaginemos a un niño que corre al encuentro de su madre y le tiende una flor: “¡Mira, soy yo quien la ha cogido!”. La entonación y el gesto son reveladores. El niño llama la atención sobre sí mismo buscando. Mirad, soy yo, yo en persona, aquí presente, quien ha cortado esta flor. No vayáis a creer que fue Jacques o Lucie. El “soy yo quien” excluye de la forma más expresiva posible a todos los demás, aquéllos a los que, por una lamentable equivocación, se les pudiera atribuir tal hazaña. Esa misma reivindicación aparece igualmente en el adulto. Ya cité el ejemplo del aficionado que acaba de cantar con voz desmayada una melodía compuesta por él. “¿Es de Debussy?”, le preguntan unos espectadores; “no ‑dice el compositor con falsa modestia‑, es mía”. En este caso también el yo se ofrece a la atención, a las alabanzas, a los comentarios maravillados del otro, cuyo papel es hacer las veces de caja de resonancia. En ambas ocasiones el yo se afirma como presente en carne y hueso, demandando o reclamando en diferentes tonos que no quebrantemos sus derechos; en lenguaje coloquial, que no lo pisoteemos. Observemos que aquí la inmediatez es esencial, es decir, el aquí y el ahora; un aquí y ahora que tiene que defenderse activamente de otros aquí y ahora que representan una amenaza para lo que he llamado sus derechos. Pero éstos aparecen con un carácter prejurídico, vienen dados de inicio como inseparables del hecho mismo de existir, y por tanto de estar expuestos a todo género de agresiones más o menos mortificantes. En la medida en que me siento en peligro, ignorado o herido de mil formas distintas, me hallo literalmente en carne viva. No hay más que imaginar la nada envidiable situación del joven tímido que se enfrenta al mundo por primera vez [...]. Se siente en el punto de mira, y yo añadiría como blanco sumamente vulnerable. Le parece que los desconocidos sólo tienen ojos para él, y ¡cómo lo miran! No hay duda de que se burlan de él, de su traje, de su corbata. Evidentemente se cortó al afeitarse, todos comentarán su torpeza, etc. Se encuentra, pues, a merced de la malévola lucidez de los demás. De esa manera está consciente de sí en extremo y a la vez hipnotizado por los otros, por la opinión de los demás también hasta el extremo. [...] Pero al mismo tiempo dicha tensión es precisamente lo contrario de lo que yo llamaría aquí intersubjetividad, y a propósito de esta oposición es importante insistir. Un desconocido se dirige a nuestro joven. Éste comienza por sentir a su interlocutor como un puro él: ¿por qué me dirige la palabra?, ¿qué quiere de mí?, ¿será por una casualidad maligna? Hay que tener cuidado. No se quiere comprometer con ninguna respuesta. Precisamente porque está a la defensiva, nuestro joven se encuentra en el menor grado posible con los demás. Porque en general puede decirse que la relación con es precisamente la intersubjetiva por excelencia y que no tiene y no puede tener aplicación en el mundo de los objetos, que es en su conjunto un mundo de pura yuxtaposición. Retornemos al ejemplo y supongamos que la conversación toma un carácter más íntimo. “Estoy encantado de conocerlo”, dice el extraño; “en otro tiempo conocí a sus padres”; en ese momento se crea un lazo y sobre todo se relaja la tensión. El joven deja de centrar la atención en sí mismo como si algo se distendiera en su interior. Se siente transportado más allá de ese aquí y ahora al que, si se me perdona una comparación trivial, su yo se encontraba pegado como una tirita a una herida. Dije transportado, y lo curioso es que ese desconocido lo acompaña en esa especie de viaje mágico. Están juntos en otro lugar que, sin embargo, presenta un carácter de misteriosa intimidad. Digamos que están unidos por un secreto. Aunque sin duda volveré sobre el tema del secreto como principio de la relación intersubjetiva, observemos desde ahora que podrían haberse creado lazos de naturaleza muy diferente entre nuestro joven y el desconocido.
Un hombre al que conozco por casualidad se entera de que soy aficionado al café y sucede que me puede dar una pista sobre la manera de conseguirlo en el mercado negro. Esto no es suficiente para la creación de un lazo entre nosotros, ya que el elemento común es un gusto que ciertamente no basta para acercarnos ontológicamente, es decir, como seres humanos. Lo más natural es que se cree una forma de complicidad, algo semejante a una francmasonería, como si se tratara de una inclinación inconfesable. Pero si, por el contrario, descubro que mi interlocutor conoce la calidad profunda e individual de un ser al que quiero tiernamente y al que llevo en mi corazón, entonces sí puede hablarse de intersubjetividad. […]
Cuando le pregunto una dirección a un desconocido en la calle utilizo la segunda persona, pero por eso no deja de tener para mí la función de una señal de tráfico, aunque, incluso en este caso extremo, se puede introducir un matiz de auténtica intersubjetividad por la virtud mágica de la entonación o de la mirada. Si no sé dónde estoy, si se me hace de noche y corro el riesgo de perderme en un lugar complicado y tal vez incluso peligroso, puedo sentir la impresión fugaz pero irresistible de que me dirijo a un hermano deseoso de venir en mi ayuda. Lo que se produce, en suma, es que el otro se coloca en mi dirección, se sitúa idealmente en mi lugar. No se trata de proporcionarme una información como lo haría un guía o un mapa, sino de tenderme verdaderamente la mano, a mí que estoy solo y me siento desamparado. Esto no es sin embargo más que una especie de chispa espiritual que se apaga enseguida; nosotros sin duda nos despedimos enseguida para no volvernos a ver, y yo permanezco sin embargo durante un instante reanimado por la cordialidad inesperada de la que me ha dado testimonio este transeúnte desconocido. Estamos ya en el umbral de la intersubjetividad, es decir, en el momento en que la vida se ve afectada por el signo “con”, este signo, repito, que no se deja jamás aplicar al dominio de lo objetivo en cuanto tal. [...]
La idea de intersubjetividad puede prolongarse en muchos sentidos. […] Pero sin duda es necesario ir más allá y reconocer que la intersubjetividad concierne al sujeto mismo, que lo subjetivo en su estructura propia es ya profundamente intersubjetivo. (Gabriel Marcel, El misterio del ser).
Los otros son el hogar originario (Jan Patocka)
El encuentro interpersonal (Juan Martín Velasco)
El rostro o el otro (Emmanuel Levinas)
La propia historia, una urdimbre de otras historias
(Françoise Dolto)