El problema del sentido de la vida (I)
Jean Grondin (1955)
¿No vale la pena investigar, o decidirse a investigar, una vez en la vida, si existe algún bien verdadero que haga la vida digna de ser recorrida? Esta reflexión, la del diálogo interior, es la de la filosofía o la existencia que se piensa a sí misma. […] Se trata de interrogarse, por una vez en la vida, sobre un bien que, aunque no sea “soberano”, no deja de ser un bien que ata, que gobierna, que mantiene alerta a las conciencias. Una vida humana desprovista del sentido del Bien no me parece posible. Ese sentido del Bien es lo que le corresponde articular a la filosofía. Si hablo de ese Bien honrándolo con una mayúscula, no es para hacer de él una realidad trascendente que existiese por sí misma, sino para recordar que ese Bien trasciende todas las formulaciones, todas las definiciones en las que pretendemos aprisionarlo.
A pesar de ello, esta pregunta, la pregunta por el Bien y por el sentido de la vida, es el interrogante por excelencia de la filosofía, y hasta de la condición humana cuando ésta se eleva a su más alta posibilidad, a saber, la de la trascendencia de sí y de la universalidad del pensamiento. Sin embargo, este pensamiento siempre debe ser reemprendido por un “yo”; una máquina, un ordenador o un comité jamás serán capaces de hacerlo.
Mi filosofía se puede contener en algunas líneas o en algunos suspiros: en el reino animal, el hombre es el único ser que puede ir más allá de sí mismo, que puede fijarse ideales o, dicho en otras palabras, que puede reconocer un sentido a su existencia. Y este sentido no es otro que poder vivir su vida como si debiera ser juzgada, como si la vida debiera responder a una llamada, a una exigencia, a una esperanza que trasciende la animalidad del hombre y que funda su humanidad -entendamos por esto último su capacidad de ser algo distinto de una bestia-. Vivir la vida como si debiera ser apreciada [o evaluada] es comprometerse con el sentido del Bien, es reconocer la trascendencia del Bien en relación con todas las convenciones, con todos los códigos morales y todas sus aplicaciones. Son todas estas ideas, aún un poco abruptas, las que quisiera desarrollar aquí.
Sé que son algo toscas, que merecen pulimento. Pensar es siempre introducirse en un espacio que uno nunca domina totalmente y comprometerse con él, a saber, el espacio del diálogo interior que, como un niño, no cesa jamás de plantear preguntas y de maravillarse frente a la existencia.
Albert Camus escribió, al inicio de El mito de Sísifo, que sólo hay un problema filosófico verdaderamente serio: saber si la vida merece ser vivida. Preguntarse si la vida merece ser vivida equivale, en nuestros días, a preguntarse si puede tener un sentido. Frente a esta pregunta quisiera responder, inicialmente y de manera bastante perentoria, que por una razón muy simple la vida no puede no tener sentido. En efecto, una de dos: o bien la vida tiene uno o varios sentidos, o bien no tiene ninguno en absoluto. Pero si no tiene ninguno, si la vida es “absurda” como lo pensó la generación de Camus, es porque se presupone que debe tener un sentido. La vida puede ser sentida o experimentada, a menudo muy justamente, como un “sinsentido”, pero sólo a condición de que la acompañe una espera [attente] de sentido. Es decir, precisamente porque la vida debería tener un sentido es por lo que se puede hablar de una vida que no lo tiene […]: la pregunta misma descansa en una espera de sentido, de manera que la vida, desde el momento en que se interroga por su sentido, no puede no haberlo presupuesto. Lo que queda por saber es cuál sea ese sentido. […]
¿Es ese sentido inmanente a la vida? ¿Debe serle insuflado [desde fuera]? ¿Hay que inventárselo, prescribírselo? Todas estas preguntas son apremiantes, pero no deja de ser significativo observar que la pregunta por el sentido de la vida se haya planteado tan tardíamente. De hecho, si esta pregunta se plantea hoy día o, al menos después de Nietzsche, con tanta agudeza, es porque en cierto sentido la vida ha dejado de tener uno. Si anteriormente la pregunta por el sentido de la vida no se planteaba ni por asomo, era porque ese sentido le era propio. La vida se encontraba y se sabía instintivamente encajada en un orden del mundo o del cosmos, al cual no podía menos que conformarse, plegándose a sus rituales, que eran todos ritos de pasaje más o menos convenidos.
La pregunta por el sentido de la vida presupone que ese sentido ya no le conviene, o ya no le es propio [se le ha añadido, como un ropaje artificial]. Si esta situación resulta bastante aporética es porque parece muy difícil darle un sentido a la vida precisamente en el momento en que ese sentido ha llegado a ser tan problemático. Es como cuando uno se interroga por el sentido de una institución ya fenecida o de una relación, por ejemplo amorosa: porque se presenta como problemática y porque todos los intentos por darle, o volver a darle, un sentido no hacen sino agravar la situación. La pregunta por el sentido de la vida no puede entonces ser abordada desde la despreocupación o la falta de inquietud de las que es, en cierto modo, trágica nostalgia. […]. (Jean Grondin, Del sentido de la vida, Herder, 2005).
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