El pogromo de Jedwabne
La mitad judía de la localidad asesinada por la otra mitad
Jan T. Gross (1947)
¿Cómo se llevó a cabo la matanza? Según la tradición conservada en Jedwabne hasta hoy, fue un acto de la mayor crueldad. El farmacéutico del pueblo (…) repite casi al pie de la letra las mismas palabras que ya hemos oído pronunciar a otro testigo: “Cierto caballero me lo contó, el señor Kozlowski, ya fallecido. Era carnicero. Un hombre decentísimo (…) Y me dijo que no había quien soportara contemplar lo que estaba pasando”. Una mujer polaca también de edad avanzada, Halina Popiolek, quepor aquella época era joven y que no duda en comenzar su entrevista con el reportero de la Gazeta Pomorska subrayando que “no vi nada”, afirma más concretamente: “Yo no estaba presente cuando decapitaron a los judíos, o cuando los atravesaron con pinchos. Tampoco vi cómo los nuestros ordenaban a las muchachas judías que se arrojaran al estanque. La hermana de mi madre sí que lo vio. Estaba hecha un mar de lágrimas cuando vino a contarnos todo aquello. Presencié cómo ordenaban a unos muchachos desmontar la estatua de Lenin, y cómo les mandaban que la llevaran a hombros por el pueblo gritando: ‘Nosotros tenemos la culpa de la guerra’. Vi cómo al mismo tiempo les pegaban con porras de goma, cómo masacraban a los judíos en la sinagoga y cómo los nuestros quemaban vivo a Lewiniuk, que todavía respiraba… Los condujeron a empujones a un pajar. Lo regaron todo con gasolina. No tardó ni dos minutos, pero los gritos… Todavía puedo oírlos”.
Así pues, no sólo resultó insoportable el espectáculo de la matanza de los judíos. También los gritos de las infortunadas víctimas eran escalofriantes, lo mismo que el olor a carne quemada. La matanza de los judíos de Jedwabne duró todo un día, y se limitó a un espacio no mayor que el de un campo de fútbol. El pajar de Sleszyñski, dende fueron quemadas por la tarde la mayor parte de las víctimas del pogromo, estaba a tiro de piedra de la plaza del pueblo, situada en el centro de la localidad. El cementerio judío, donde fueron acuchilladas, apaleadas o lapidadas muchas de las víctimas, está al otro lado del camino. De modo que todas las personas que aquel día estuvieran en el pueblo y que poseyeran los sentidos de la vista, el oído o el olfato participaron o fueron testigos de la tortura y la muerte de los judíos de Jedwabne.
El crimen
Todo empezó (…) la mañana del 10 de julio [de 1941] con la convocatoria de todos los varones polacos adultos en el ayuntamiento de Jedwabne. (…)
“Cierto día, a petición de Karolak y Sobuta, varias decenas de hombres se congregaron delante del ayuntamiento de Jedwabne, y la gendarmería alemana, Karolak y Sobuta les proporcionaron látigos y porras. Entonces Karolak y Sobuta ordenaron a los hombres allí reunidos que trajeran a la plaza, delante del ayuntamiento, a todos los judíos de Jedwabne”.
Más o menos a la misma hora en que los polacos eran convocados en el ayuntamiento, los judíos recibieron la orden de reunirse en la plaza para realizar, supuestamente, ciertas labores de limpieza. (…) Desde primera hora del día los judíos se dieron cuenta de que corrían un peligro mortal. Muchos intentaron escapar internándose en los campos de los alrededores, pero sólo lo consiguieron unos pocos. Resultaba difícil salir del pueblo sin que nadie se diera cuenta, pues había grupos de campesinos vigilando que se encargaban de localizar y detener a los judíos que se escondían o intentaban huir. Un grupo de unos doce adolescentes detuvo a Nielawicki, que ya estaba en el campo cuando comenzó el pogromo e intentaba pasar a Wizna a través de los sembrados. Le dieron una paliza y lo llevaron a la plaza (…) Fueron entre cien y doscientas las personas que lograron escapar, esconderse y sobrevivir aquel día (…) Pero muchas otras fueron asesinadas ipso facto, en el lugar mismo en el que las encontraron. (…) Unos civiles montados a caballo, provistos de gruesas estacas, patrullaban la zona. Un jinete podía localizar fácilmente a cualquiera que estuviera escondido entre los sembrados y darle alcance enseguida. Los judíos de Jedwabne no tenían escapatoria. (…)
Sinagoga de Jedwabne, destruida en un incendio en 1913
Al mismo tiempo (…) se dieron otras formas de persecución más organizadas que produjeron más víctimas entre los judíos, conducidos a la fuerza hasta el cementerio para ser asesinados en masa. “Cogieron a los hombres más fuertes y se los llevaron al cementerio; les mandaron cavar una fosa y cuando la tuvieron cavada, los mataron de mil formas distintas, a unos con herramientas de metal, a otros a cuchilladas y a otros a estacazos”. (…)
Pero los verdugos debieron de darse cuenta enseguida de que no era posible matar a mil quinientas personas en un solo día mediante unos métodos tan rudimentarios. Por eso decidieron acabar con todos los judíos de una sola vez, quemándolos a todos juntos. (…)
Jósef Chrzanowski prestó el siguiente testimonio: “Cuando llegué a la plaza, me dijeron [Sobuta y Wasilewski] que les prestara mi pajar para quemar a los judíos. Pero yo empecé a decirles que no hicieran nada a mi pajar; ellos se mostraron de acuerdo y dejaron mi pajar en paz; me dijeron sólo que les ayudara a llevar a los judíos al pajar de Bronislaw Sleszyñski”.
Algunas víctimas del pogromo del 10 de julio de 1941
Los asesinos estaban dispuestos a arrebatar a sus víctimas la dignidad antes de quitarles la vida. “Vi cómo Sobuta y Wasiliewski cogían a una docena de judíos de entre los congregados y les ordenaban hacer una serie de ejercicios gimnásticos ridículos”. Antes de que los judíos emprendieran su último breve viaje desde la plaza al pajar, donde iban a perecer, Sobuta y sus compinches organizaron un espectáculo de feria. Durante la ocupación soviética [1939-1941] había sido erigido en el pueblo un monumento a Lenin, justo al lado de la plaza principal. De este modo, “un grupo de judíos fue conducido a la placita para echar por tierra la estatua de Lenin. Una vez derribada, les dijeron que colocaran los fragmentos en una tablas y que los llevaran en procesión, y al rabino le mandaron ponerse al frente de ella con el sombrero colocado en un bastón, mientras cantaban: ‘Nosotros tenemos la culpa de la guerra, nosotros tenemos la culpa de la guerra’. Mientras portaban la estatua de esta manera, los judíos fueron conducidos al pajar, que fue regado con gasolina y al que prendieron fuego. De este modo, perecieron mil quinientos judíos”.
En las inmediaciones del pajar (…) se había congregado una gran multitud que empujaba hacia su interior a los judíos apaleados, heridos y aterrorizados. “Condujimos a empujones a los judíos hasta el pajar –declararía después Czeslaw Laudañski—y les mandamos entrar en él, de modo que no tuvieran más remedio que hacerlo”. (…)
Lugar donde tuvo lugar la masacre
Entonces regaron el pajar con gasolina (…). “Llevaron los ocho litros de gasolina que les proporcioné y regaron con ella el pajar atestado de judíos y le prendieron fuego; del resto no sé nada”. Pero nosotros sí lo sabemos. Los judíos fueron quemados vivos. En el último momento Janek Neumark logró escapar de aquel infierno. Un golpe de aire caliente debió de abrir la puerta del pajar. El hombre se hallaba justo al lado en compañía de su hermana y de su hija de cinco años. Staszek Sielawa le cortó el paso blandiendo un hacha. Pero Neumark se enfrentó a él y los tres lograron escapar y esconderse en el cementerio. La última imagen que recuerda Neumark del interior del pajar es la figura de su padre ya envuelto en llamas.
El fuego debió de propagarse de forma desigual. Parece que avanzó de este a oeste, probablemente debido al viento. Más tarde, en el ala este del edificio incendiado, se encintraron unos cuantos cuerpos carbonizados; en el centro había otros pocos, mientras que en el extremo izquierdo se hallaba amontonada una multitud de cadáveres. Los cuerpos situados en la parte superior del montón habían sido consumidos por el fuego, mientras que los de abajo habían perecido aplastados y asfixiados, y sus ropas habían quedado en muchos casos intactas. “Los cadáveres estaban enredados unos con otros, que no había forma de separarlos”, recuerda un anciano campesino que, de muchacho, recibió la orden de enterrar a los muertos junto con un grupo de hombres de la localidad. Y añade un detalle que viene a confirmar sin querer el escalofriante testimonio de Wasersztajn: “A pesar de todo, la gente intentaba registrar los cadáveres buscando si llevaban algo de valor cosido a la ropa. Yo encontré una caja de betún Brolin. Noté que hacía ruido. La abrí con una palanca, y vi brillar unas cuantas monedas (creo que eran monedas zaristas de oro de cinco rublos). La gente se acercó a recogerlas, hecho que atrajo la atención de los gendarmes encargados de la vigilancia. Registraron a todo el mundo. Y si alguien se había guardado lo que había encontrado en el bolsillo, se lo quitaban y le daban un empujón. Pero los que se lo guardaron en el zapato lograron salvar el botín”.
El criminal más sanguinario de todo el grupo probablemente fuera un tal Kobrzyniecki. (…) (Jan T. Gross, Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne, ed. Crítica, Barcelona, 2002, pp. 90-101).
Momumento en Jedwabne en recuerdo de las víctimas de la masacre