Libertad del gesto humano y bondad

 

1) Aplazar el momento de inhumanidad

Emmanuel Levinas (1905-1995)

 

Ser hombre es saber que el hambre y el miedo pueden vencer toda resistencia humana y toda libertad. No se trata de dudar de esta miseria humana –-de este imperio que las cosas y los malvados ejercen sobre el hombre--, de esta animalidad. Pero ser hombre es saber que es así. La libertad consiste en saber que la libertad está en peligro. Pero saber o ser consciente es tener tiempo para evitar y aplazar el momento de inhumanidad. Este aplazamiento perpetuo de la hora de la traición –ínfima diferencia entre el hombre y el no-hombre-- supone el des-inter-és de la bondad, el deseo de lo absoluta­mente Otro o la nobleza, la dimensión de la metafísica. (Adaptado de: Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito).

 

Emmanuel Levinas

Totalidad e infinito

Eds. Sígueme, Salamanca

2007 (7ª ed.)

 

 

Ruth Klüger (Viena, 1931)

 

2) Salvada de la Selección

por un acto gratuito

 

Selección: había sido anunciada una selección. Las mujeres de entre quince y cuarenta años podían apuntarse para un convoy de trabajo presentándose en cierto barracón cierto día. Estaban las que constataban que, hasta el momento, las cosas siempre habían ido de mal en peor, que nunca habían mejorado y que por lo tanto no se fiaban de la selección; no querían presentarse. Mi madre era de otra opinión. Pensaba que no podía ser peor que aquí: la otra alternativa tenía que ser forzosamente la vida. Con todo, la palabra ‘selección’ tenía en Auschwitz un sonido terrorífico: no se podía estar seguro de que se tratara de una selección para un campo de trabajo y no para la cámara de gas. Aun así, la idea del campo de trabajo parecía lógica, si no ¿por qué el límite de edad? Por otro lado, la lógica no era el principio fundamental de ese lugar.

    En ese campo de exterminio mi madre tuvo desde el primer momento las reacciones adecuadas. Habiendo comprendido enseguida lo que allí pasaba, propuso, en cuanto llegamos, que las dos nos suicidásemos. Como me negué a ello, adoptó la primera y única salida. No pienso que fuera la razón, sino una profunda locura persecutoria la que la hizo reaccionar de ese modo. Los psicólogos como Bruno Bettelheim piensan que un individuo equilibrado, razonable, que nunca ha sido mimado por una educación burguesa, debía de ser capaz de adaptarse a una situación nueva del estilo de Auschwitz. Yo no estoy de acuerdo. Pienso que los neuróticos obsesivos, amenazados de paranoia, eran los que mejor se las arreglaban en Auschwitz, porque habían aterrizado en un sitio en el que el orden, o el desorden, social se acomodaba a sus fantasmas. Tenemos todo el derecho a no querer perder la razón, porque la razón es la facultad humana por excelencia y, como tal, debe sernos tan querida como el amor. Ahora bien, en Auschwitz, el amor no podía salvarnos, ni la razón tampoco. Desde entonces, sé que no existe un modo incondicional de salvación, y entre los medios condicionales la paranoia puede tener su sitio. Mi madre, quien antes, y sobre todo después, se creyó a menudo perseguida, tenía por una vez razón y se comportó en consecuencia.

    Pero el precio que hay que pagar es demasiado alto: esa locura latente que lleva con ella como si de un gato dormido se tratara, que sólo se estira una vez de cuando en cuando, hincha su dorso y se pasea indolente, y después, bruscamente, abre su boca y saca las garras para atra­par un pájaro antes de volver a dormirse, semejante fiera yo no podría transportarla conmigo, aunque fuese ella la que hubiera de salvarme la vida en el próximo campo de exter­minio.

    De espaldas a la puerta del fondo, a uno y otro lado de la ‘chimenea’ que atrave­sa­ba el barracón a todo lo largo, había un SS. Delante de cada uno de ellos, una columna de mujeres. Aquél al que me presenté tenía una cara redonda y malvada como una más­cara. Era grande, levanté los ojos para mirarle. Dije mi edad. Me apartó con un cabeceo, nada más. Al lado, una mujer escribía: no debía apuntar mi número. Rechazada. Su meneo de cabeza era la prueba misma de que yo había obtenido ilícitamente la vida, que era como un libro prohibido a cuya lectura yo no tenía derecho […]

    Mi madre sí que había sido seleccionada, tenía la edad que se requería, una mujer adulta. Su número había sido anotado, dejaría el campo dentro de poco. Nos encontrábamos en el ala del campo y discutíamos. Pretendía convencerme de que volviera a intentarlo de nuevo en la otra fila.

    Hacía mucho calor en junio de 1944, las puertas de las barracas estaban abiertas, también detrás. Esa entrada trasera estaba también vigilada, claro está, pero eran presos los que hacían la guardia, y mi madre pensaba que yo podría colarme por allí y presentarme esta vez al otro SS. Y que, al menos por esta vez, no fuese yo tan imbécil como para reconocer que sólo tenía doce años. Esto provocó que nos enzarzáramos en una discusión. ‘¡Pero si no aparento más!’, dije, desesperada. Me daba la impresión de que me iba a ocasionar los peores problemas […] La diferencia entre doce y quince años es enorme para una niña de doce años. ¡A mi edad había que añadirle nada menos que un cuarto de la vida que había vivido! En el edificio L 414, en Theresienstadt, nos habían agrupado por franjas de edad. Por una diferencia de apenas un año, a uno lo mandaban a otra habitación, uno formaba parte de otro grupo. ¿Qué diferencia podía haber sido más palpable? La mentira que mi madre me sugería era demasiado fácil de desenmascarar. ¿De dónde quería ella que sacara yo tres años?

    Estaba muy asustada, pero no se trataba de esa angustia profunda ante la muerte que de vez en cuando me invadía en Auschwitz, como accesos de una enfermedad, al ver la chimenea escupiendo humo o llamas; era el miedo más soportable a los adultos malvados. Y a este miedo más soportable también podía sobreponerme. Pues ¿qué sería de mí si tuviera que quedarme sola en Birkenau? Eso quedaba descartado por completo, me aseguró mi madre. Si yo no quería intentarlo, ella se quedaría también aquí: ¡a ver quién iba a separarla de su hija! Pero no era una buena idea. ‘Escúchame bien, ya’, siguió diciéndome, sin atender a ninguna de mis objeciones válidas; y continuó en tono despectivo: ‘eres una cobarde’, añadiendo: ‘yo nunca fui tan cobarde’. ‘Bueno, de acuerdo, lo intentaré. Pero en ningún caso diré quince años. A lo sumo, trece. Y si sale mal, será por tu culpa’.

    Entre los barracones se extendía una cuerda, precisamente para impedir lo que yo estaba intentando hacer. Ahí estábamos y observábamos atentamente. ‘¡Ahora!’, en el momento en el que los dos vigilantes se gritaban algo. Y allá que voy corriendo a lo largo del muro del barracón, encorvada. ¿Por qué encorvada? ¿Para hacerme más pequeña o para aprovechar la poca sombra? Doblo la esquina y me deslizo en la fila por detrás, sin que nadie se dé cuenta, o al menos me traicione.

    La barraca seguía aún llena de gente. Reinaba en ella esa forma especial de caos organizado o de orden caótico, característico de Auschwitz. La perfección ‘prusiana’ de la administración de los campos de concentración es una leyenda alemana. Una buena organización sistemática implica que haya algo que organizar o que preservar. Pero nosotros carecíamos de valor, despachados a ese sitio para ser eliminados; el despilfarro en ‘material’ humano no tenía pues importancia. En el fondo, lo que sucedía en los campos de judíos les importó siempre un comino a los nazis, con tal de que eso no les creara problemas. Los SS que procedían a la selección y sus ayudantes me daban la espalda. Rápida y discretamente, llegué a la puerta delantera, me desvestí como habían indicado y me coloqué en la fila del otro SS soltando un suspiro de alivio. Había conseguido infringir las reglas y eso me alegraba. Mi madre ya no podía seguir tratándome de cobarde. Pero yo era la más pequeña y con total evidencia la más joven de toda la fila, una niña sub-alimentada, que no estaba aún desarrollada, pre-púber.

    Todos los relatos que conozco sobre las operaciones de selección afirman categó­ri­ca­men­te que la primera decisión era siempre definitiva, que ninguno de los que habían sido en­via­dos de un lado logró pasar al otro. Pues bien, yo soy la excepción.

    Lo que entonces sucedió ha quedado suspendido en el espacio de la memoria como el globo terrestre estaba suspendido, en tiempos de Copérnico, del cielo por una delgada cadena. Sucedió algo que, por muy a menudo que suceda, sigue siendo siempre algo único: fue una gracia incomprensible o, para expresarlo con más sencillez, una buena acción. Quizás el término ‘gracia’ sea más justo, a pesar o, por el contrario, a causa de su connotación religiosa. Ese acto fue ciertamente algo hecho por un ser humano, pero cayó del cielo de manera tan inmerecida como si su autor hubiera flotado por encima de las nubes. Esa persona era una joven, en una situación tan desesperada como todos nosotros, que no puede haber querido nada más que salvar a otro ser humano. Cuanto más reflexiono sobre la escena siguiente, más frágil y precario me parece el fundamento de ese acto, ese acto que hace que un ser humano, por su libre arbitrio, salve a otro al que no conoce, en un lugar que ha empujado al instinto de auto-conservación hasta el crimen. Hay en ello algo a la vez sin precedente y ejemplar. Simone Weil juzgaba a casi toda la literatura como sospechosa, porque en ella el bien aparecía casi siempre aburrido y el mal interesante, cosa que ella consideraba que era una radical perversión de la realidad. Quizás sea que las mujeres saben sobre el bien mucho más que los hombres, a quienes les gusta mostrarlo bajo una luz trivial. Desde aquel día sé que Simone Weil tenía razón: el bien es incomparable e inexplicable porque no tiene más causa verdadera que él mismo, y tampoco quiere otra cosa más que él mismo.

    Para mí, todos los SS se confunden bajo los rasgos idénticos de una marioneta uniformada con botas, y cuando Eichmann fue encarcelado y ejecutado fue tal mi indiferencia que me resultaba incómoda. Gentes así constituían, ante mis ojos, un fenómeno único, y no merecía la pena ocuparse de las diferencias individuales existentes entre ellas. Hannah Arendt nos ha proporcionado la contrapartida de los planteamientos de Simone Weil sobre el bien, al subrayar el simple hecho de que el mal era perpetrado con un espíritu de una obtusa estupidez. Por lo demás, ella desencadenó así alaridos de rabia en los hombres que entendieron, con razón, aunque sólo fuese confusamente, que esa denuncia de la violencia arbitraria ponía en entredicho el patriarcado. Quizá las mujeres sepan por ello mucho más sobre el mal que los hombres que se complacen en demonizarlo.

    Al lado del SS de servicio que, sentado, relajado y de buen humor, hacía de vez cuando realizar algunos ejercicios gimnásticos a una joven desnuda, sin duda para sacarle algún placer a esa ocupación tan aburrida, estaba la que servía de secretaria, una detenida. ¿Qué edad podía tener: diecinueve, veinte años? Me vio en la fila cuando yo casi había llegado al primer puesto. Abandonó entonces su sitio y a una distancia en que el SS podía casi oírla, se acercó con rapidez a mí y me preguntó a media voz, con una inolvidable sonrisa de sus dientes mal alineados:

    - ¿Cuántos años tienes?

    - Trece.

    Y clavándome sus ojos, insistentemente: ‘Di que tienes quince’.

    Dos minutos después era mi turno; le eché de nuevo un vistazo asustado a la otra fila, temiendo que el segundo SS mirase por azar a nuestro lado y me reconociese como la que ya había sido rechazada. Pero estaba absorto en su tarea. Tampoco es seguro que, si hubiera echado un ojo hacia mi lado, me hubiera reconocido. Pues para él, sin duda, todos nosotros nos fundíamos en una papilla de infra-humanidad. Cuando me pregón­taron mi edad, di la respuesta decisiva que mi madre no había logrado hacerme aceptar, pero que acababa de hacerme admitir esa joven mujer sentada a la derecha del amo alemán:

    - Tengo quince años.

    - Es aún muy pequeña --observó el amo de la vida y la muerte, sin maldad, un poco como se escogen vacas y terneros--.

    Y entonces ella, examinando la mercancía, en el mismo tono:

    - Pero está sólidamente construida. Tiene las piernas musculosas, puede trabajar. Fíjese bien.

   

He ahí alguien que trabajaba para esa administración y que se tomó la molestia por mí, sin siquiera conocerme. Quizá le resultara un poco menos indiferente a ese hombre de lo que yo le resultaba, y éste cedió. Anotó mi número: acababan de conce­der­me un plazo.

    Casi cada superviviente tiene su ‘feliz azar’, ese elemento extraordinario, especial, que le salvó la vida inesperadamente. El mío presenta la particularidad de la intervención de esa desconocida. Las personas que aún hoy siguen llevando un número de Auschwitz tatuado en el brazo son prácticamente mayores que yo, tienen al menos esos dos o tres años que añadí a mi edad aquel día. Existen excepciones, sobre todo los gemelos con los que Mengele experimentaba su pseudo-medicina. También existen algunas personas de mi edad que, cuando llegaron, fueron seleccionadas en la rampa e inmediatamente trasladadas en tren más lejos y que, al llevar varias capas de vestimenta superpuestas, no fueron identificadas como niños. Pero ésas no llegaron más que a la rampa precisamente, no llevan número, no estuvieron realmente en el campo. De hecho, para salir de él, había que tener más edad.

    Sí, me responde descuidadamente la gente; todo eso lo entienden muy bien: hay muchos altruistas, de los que aquella prisionera formaba parte. ¿Por qué no quieren, más bien, sorprenderse conmigo?

    No era algo corriente, no se trataba de alguien que, ostentando el poder, lo ejerciera ciega y autoritariamente sobre cualquier objeto de su elección. Ése era el caso de mi SS, quien no creyó forzosamente que el trabajo de una pequeña sub-alimentada (qué caramba: hacía veinte meses que no había comido hasta hartarme) fuera a contribuir de manera patente a acelerar la victoria alemana o a retrasar la solución final. Pero era preciso que zanjase la cuestión de un modo u otro, que hiciera anotar mi número o no. En ese preciso instante, le apeteció atender a la que era mi verdadera salvadora. Lo que quiero decir es que la decisión de él era arbitraria, mientras que la de la joven era libre. Libre, porque con total cono­ci­miento de causa, se habría podido prever lo contrario: su decisión rompía el enca­de­namiento de causas y efectos. Ella misma estaba detenida y corría un grave riesgo soplándome al oído una mentira y tomando abiertamente partido por mí, cuando era muy evidente que yo era demasiado pequeña y demasiado joven para ese convoy de trabajo, y además no me conocía en absoluto. Me vio en la fila, niña con­denada a muerte, vino hacia mí, me sopló las palabras que había que decir, sa­lió en mi defensa y me permitió atravesar las alambradas. Nunca en ningún sitio ha habido más oportunidades de actuar libre y espontáneamente que allí, en esa época. Lo repito porque no encuentro otro medio más contundente de hacerlo en­ten­der que repitiéndolo. Tuve la experiencia del ‘acto puro’. Escuchad y no repli­quéis mezquinamente; cogedlo en cambio como está escrito aquí, y retenedlo bien.

    O bien decís lo contrario, a saber que el altruismo no existe, que no hay ningún acto detrás del cual no se oculte la búsqueda de algún beneficio personal, incluso con la conciencia de estar actuando libremente, lo cual por lo demás, según vosotros, no es más que una ilusión, pues la verdadera libertad no existe. Quizá tengáis razón y quizá lo único que hagamos sea irnos acercando a la libertad, como al bien. Quizá deberíamos sencillamente definir la libertad como lo que no es previsible. Pues hasta ese día nadie pudo prever el comportamiento humano como se prevé, por ejemplo, el de la ameba. En el perro, el caballo y la vaca ya no resulta tan fácil, pero en el hombre nunca es posible rebasar cierto grado de probabilidad. En el último momento, el hombre decide, por ello ese último momento desencadenador del acto es imprevisible. Aunque supiéramos todo cuanto hay que saber acerca de un ser humano y lo registrásemos en el ordenador más potente que quepa imaginar, el intermedio que acabo de describir no se tornaría por eso previsible; me refiero al hecho de que haya habido allí alguien a quien no conocía y a quien nunca más he vuelto a ver, que decidió salvarme, así porque sí, y que ello haya salido bien.

    Ésta es también la razón por la que pienso que la aproximación más ajustada a la libertad no tiene lugar más que en la cautividad más siniestra, tan cerca de la muerte; dicho de otro modo, allí donde las posibilidades de tomar una decisión han sido reducidas casi a cero. En el ínfimo margen que sigue aún quedando, exactamente en ese margen, justo antes del cero, está la libertad. (¿Y dónde está el cero? Siempre me digo que el cero se sitúa en la cámara de gas, cuando, subyugado por su propio terror a la muerte, uno pisotea a los niños. ¿Es así?). En una ratonera en la que el amor al prójimo es lo más inverosímil, en la que todo el mundo enseña sus dientes y todo avanza en la dirección de la autoconservación; en una ratonera en la que, a pesar de todo esto, sigue quedando un minúsculo vacío, la libertad se manifiesta como una sorpresa. Los que, en los campos, trasladaban hacia abajo los golpes que recibían de arriba actuaban como cabía prever desde un punto de vista biológico y psicológico; como estaba escrito. En este sentido, se puede decir que, en la perversión que era Auschwitz, la posibilidad del bien en sí se ofrecía como un salto más allá de la situación dada. ¿Cuántas veces se ha hecho el bien? Lo desconozco. No muy a menudo, sin duda. Tampoco mi caso es el único. Pero esta vez, yo lo he vivido. (Ruth Klüger, Refus de témoigner)

Lo humano significa el comienzo de una racionalidad nueva y de más allá del ser. Racionalidad del Bien más elevada que toda esencia. Inteligibilidad de la bondad (Emmanuel Levinas)

Sello septiembre

Al 2º mini-Congreso sobre la Shoá: canción e historia

Matar niños.

Un relato verídico

(Jean-François Forges)

Conversación en los montes Adirondack

Elie Wiesel

(adaptacion)

Emmanuel Levinas

Escritos inéditos I (Cuadernos del cautiverio, Escritos sobre el cautiverio, Notas filosóficas diversas),

Trotta editorial, 2013

 

Entrevista radiofónica a Miguel García-Baró (editor de la obra)

sobre esta edición

Viaje de estudio a Auschwitz

Discurso de Poznan, 6-X-1943

(H. Himmler)

Antisemitismo, darwinismo socio-racial y eugenesia

(Cronología comentada entre 1859 y 1933)

Hitos de la exclusión de los judíos de Europa hasta el siglo XIX (Georges Bensoussan)

Enlaces de interés sobre la Shoá

La visión del Judaísmo (Baruj Garzón)

Balance de la Shoá

Las tres formulaciones del Imperativo kantiano en la FMC

(Jesús María Ayuso)

Jan Tomasz Gross

Vecinos. El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne (Polonia)

Ed. Crítica, 2002

6 preguntas

6 respuestas

(Mémorial de la Shoah de Paris)

Preguntas frecuentes sobre la Shoá

(Holocaust Museum Houston)