La conciencia fanatizada
Gabriel Marcel (1889-1973)
La primera observación que se nos impone es que el fanático no puede en ningún caso verse a sí mismo como tal; sólo el que no lo es puede reconocerle como fanático; de modo que, ante esta apreciación, ante esta acusación, siempre dispondrá del recurso de declarar que es incomprendido y calumniado.[…]
¿Cuáles son las condiciones que deben reunirse para que podamos decir de un hombre que es un fanático? En un lenguaje más preciso, ¿en qué consiste el poder fanatizador y en qué se asienta? Ante todo nos sentiremos inclinados a decir que es la idea la que fanatiza; y, con toda seguridad, no es del todo inexacto, pero tampoco es pura y simplemente verdadero. Para empezar, no cualquier idea puede ser fanatizadora; ni siquiera basta con que una idea adquiera un carácter o un influjo obsesivo para llegar a fanatizar. […] El fanático no puede ser alguien aislado; está, por el contrario, entre los demás. Entre estos otros y él se forma lo que nos inclinamos a denominar una cierta aglutinación, si bien yo preferiría hablar de una unidad o de una identidad de diapasón. Esta unidad -o esta identidad- se siente como vínculo exaltante, y todo sucede como si el fanatismo del uno se avivara perpetuamente en contacto con el fanatismo del otro. Podría decirse incluso que está siempre centrado sobre la conciencia hipertensa de un ‘nosotros’.
Pero no es bastante. Bien parece que, en la inmensa mayoría de los casos, se centra, no sobre una idea considerada en sus caracteres abstractos, sino sobre un individuo-foco, que es, de algún modo, su vector. La desaparición de éste amenaza siempre con provocar una crisis muy grave para las conciencias fanatizadas. Por otra parte, aquí habría que distinguir diferentes casos. Cuando éste al que he llamado individuo-vector sucumbe pura y simplemente a una enfermedad o a un accidente, por ejemplo, puede sobrevivir como una sombra divinizada. Esto es aun más verdadero si es asesinado. Pues el homicidio basta para desencadenar una voluntad vengadora, que no puede menos de exacerbar el propio fanatismo. Sin embargo, sigue siendo necesario que pueda efectuarse una sustitución, que el muerto tenga un sucesor que sea como su locum tenens [quien ocupe su lugar]. Si no puede darse esta sustitución, tiende a producirse un desconcierto que amenaza con sacudir al fanatismo, al menos a la larga. Un caso muy diferente sería aquél en el que el individuo-vector traicionara de alguna manera la idea de la que se ha presentado como viva encarnación. El desconcierto sería en este caso mucho más grave, porque nos movemos en el plano de la existencia y porque al individuo no se le concibe simplemente como si representara de forma contingente una entidad que nos sobrepasase. El vínculo es mucho más inmediato, mucho más concreto. Y, desde el punto de vista de la existencia, si acaso no de la lógica, siempre se corre el riesgo de que se produzca un contragolpe que afecte a la idea misma -precisamente porque, como hemos visto, la idea no es, hablando con propiedad, la fanatizadora-. Destaquemos además que el desconcierto, cualquiera que éste sea, sacude al fanatismo porque éste por principio lo excluye. No puede dejar de manifestarse como flexión de algo que es una hipertensión; pero la flexión de una hipertensión puede siempre transformarse en ruptura o en hundimiento.
No cabe duda de que sería éste el lugar de hacer intervenir la noción de masa. La observación de lo que sucede a nuestro alrededor nos permite afirmar en efecto que las masas, como tales masas, son esencialmente fanatizables. No es inútil referimos aquí a las observaciones que Qrtega y Gasset ha propuesto en su libro sobre la Rebelión de las masas. El escritor español llama la atención sobre el hecho de que, en los grupos cuyo carácter es precisamente el no ser muchedumbres o masas, las coincidencias afectivas de sus miembros consisten en algún deseo, en alguna idea o ideal que, por sí solo, excluye el gran número. Pero, por el contrario, la masa puede definirse como hecho psicológico antes de que los individuos constituyan aglomeraciones. Un individuo forma parte de la masa cuando no sólo el valor que se atribuye -bueno o malo- no reposa en una estimación justificada de alguna cualidad especial, sino cuando, al sentirse como todo el mundo, sin embargo, no experimenta por ello ninguna angustia y más bien se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás… "Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone por doquier. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese ‘todo el mundo’ no es ‘todo el mundo’. ‘Todo el mundo’ era normalmente la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa". Éste es, me parece, uno de los diagnósticos más lúcidos sobre el mundo contemporáneo que se han escrito. Desde el momento, ya lejano, en que se compuso el libro, la situación se ha agravado considerablemente en el mismo sentido que indicaba Ortega y Gasset. A partir de entonces hemos podido ver hasta qué punto las masas son accesibles a la propaganda y, por ello, fanatizables. Un poco más lejos escribía: ‘No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada ... De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior’. […]
Pero habríamos de alcanzar a discernir con más claridad la razón por la que es fanatizable el hombre-masa. Me parece advertir que esa permeabilidad se debe a que el hombre, el individuo, para pertenecer a la masa, para ser masa, previamente y sin percatarse de ello, ha tenido que vaciarse de la realidad sustancial que iba unida a su singularidad inicial o al hecho de pertenecer a un pequeño grupo concreto. El papel increíblemente nefasto de la prensa, la radio y el cine [ten en cuenta que en 1950 Marcel no conocía nuestra TV ni internet] precisamente habrá consistido en pasar una especie de rodillo compresor sobre esa realidad original para, en su lugar, colocar un montón de ideas y de imágenes sobreañadidas y desprovistas de toda raíz real en el ser mismo del sujeto. En este sentido, la propaganda vendría a aportar una suerte de alimento a la especie de hambre inconsciente que sentirían esos seres así despojados de su propia realidad. De esta manera, creará en ellos algo así como una naturaleza segunda e íntegramente artificial, pero que sólo podrá subsistir por la pasion que precisamente es el fanatismo. Hay que añadir que esta pasión está hecha de miedo, que implica un sentimiento de inseguridad que no se reconoce como tal y que se exterioriza como agresividad. Y justamente es la existencia de ese miedo secreto lo que permite explicar que el fanatismo implique siempre un rechazo a cuestionar, por lo que tenemos que preguntarnos por la esencia de ese rechazo.[…]
El mayor mérito del espíritu crítico consiste en ser ante todo desfanatizador, y es lógico que en el mundo en el que vivimos el espíritu crítico tienda a desaparecer y que ni siquiera se le reconozca su valor. Por otro lado, habría que desentrañar las razones por las que desde hace un cuarto de siglo el espíritu crítico ha decaído en las espantosas proporciones que sabemos. […] Habría que ahondar mucho más, pues, si esta filosofía de la vida ha podido adueñarse de los espíritus, ha sido porque cierta profunda evolución de la mentalidad o quizá de la afectividad la había precedido. Pienso que, en este registro, convendría mostrar el papel nefasto jugado por la velocidad, por la creencia en el valor de la velocidad; en una palabra, por cierta impaciencia que ha contribuido hondamente a alterar el ritmo mismo de la vida espiritual.
Por otra parte, habría que preguntarse cuáles son las condiciones en que una idea o una persona o, más exactamente, el explosivo compuesto formado por la idea y la persona tiende a adquirir el poder fanatizador que hemos visto. […] Un simple hecho salta a la vista del más superficial de los observadores: vemos, por ejemplo, cómo jóvenes que han recibido una profunda formación intelectual, y en los que todo, al parecer, habría debido promover el espíritu crítico, acaban sumidos, por el contrario, en un fanatismo que los aísla radicalmente de quienes no piensan como ellos. Ciertamente, lo prudente es, en principio, rehusar poner en duda la buena fe de estos jóvenes. Resultaría demasiado fácil suponer que se trata de simples ambiciosos o de oportunistas. Más bien, hay que pensar que nos hallamos en presencia de un estado patológico, sin que, hablando con propiedad, se pueda decir si lo enfermo es la razón o la sensibilidad; este fenómeno se produce más bien en la articulación de una y otra.
Me parece que es necesario insistir sobre un aspecto del fanatismo que aún no hemos subrayado. La conciencia fanatizada también está como insensibilizada ante todo lo que no gravita en su sentido de imantación propio. Cuando le hablas a un estalinista de los millones de desgraciados que son deportados a las orillas del océano Glacial o a otras regiones donde son condenados a morir de hambre o de frío en un plazo más o menos breve, suponiendo que tu interlocutor no niegue pura y simplemente el hecho, te declarará verosímilmente que se trata de una penosa necesidad que va ligada a un periodo transitorio. El horrible proverbio que dice que "no se hace una tortilla sin cascar huevos" es la expresión trivial de este argumento. […]
Visto así, habría que abordar más de cerca el problema y preguntarse qué es lo que contribuye a determinar un estado de insensibilidad parcial que, por lo demás, no es más que la contrapartida de lo que con gusto denominaría una "tetanización" de la conciencia. […] Con ello, estoy sobre todo aludiendo a la fatiga que, por ser un estado sentido, se deja pensar con tanta dificultad; cabe dudar de que sea conceptualizable. […] Creo constatar lo siguiente en el mundo que es hoy el nuestro: existe un número sin cesar creciente de seres cuya conciencia está, hablando con propiedad, desenfocada; y las técnicas que han transformado el marco de vida de esos seres a un paso prodigiosamente rápido --me estoy refiriendo, claro está, ante todo al cine y a la radio [recuerda que el autor, en 1950, no podía conocer ni la TV ni internet]-- contribuyen de la forma más enérgica a este desenfoque. Veamos qué es lo que quiero decir. Podemos establecer como principio, me parece, que el ser humano normalmente se sitúa en relación con otros seres así como con cosas que no están sólo espacialmente próximas, sino a las que está vinculado por un sentimiento de intimidad. De este sentimiento es del que diré que es en sí focalizador. Incluso se podría hablar de una constelación real a la vez material y espiritual, que se crea normalmente alrededor de cada ser humano. Ahora bien, por muchos motivos que es casi superfluo enumerar, esa constelación se está disolviendo en un gran número de países. Esto es verdad ante todo, por supuesto, para el proletariado de las grandes ciudades, pero también hay numerosos intelectuales que sin duda se hacen graves ilusiones cuando creen poder ser su conciencia y reflejar sus aspiraciones, pero en los que esa disolución se ha realizado por unas vías muy diferentes.
Tan sólo merced a un fenómeno misterioso, pero cuyas causas me da la impresión de que residen en los cimientos profundos del ser humano, unos focos imaginarios tenderán a suplantar el foco real que, si no queda destruido por completo, ha perdido al menos casi íntegramente su fuerza de irradiación. Esos focos imaginarios podrán colocarse en el espacio y en el tiempo o, más bien, a la vez en el espacio y en el tiempo -un espacio y un tiempo míticos: en la Rusia idílica de los lectores de L'Humanité [diario del Partido Comunista francés] o la sociedad sin clases que se instaurará con la revolución proletaria [¡¡¿¿… o en Disneylandia??!!]-. Pongo este ejemplo por ser, claro está, el más característico. Pero el pretendido milenarismo de los doctrinarios hitlerianos implicaba, también él, un foco imaginario de esa especie; y nos vemos forzados a añadir que cualquier fanatismo, incluido el más estrictamente religioso, parece constituirse en torno a un centro similar, se llame Roma o La Meca. […] Pero lo que, por mi parte, creo entrever es que la relación que se crea entre la conciencia y el foco imaginario es, para usar de nuevo la misma palabra de antes, esencialmente tetanizadora. No basta con decir que es básicamente pretenciosa o desafiante -que implica un "lo afirmo yo, dígase lo que se diga"-, sino que comporta la voluntad de aniquilar a quien se atreva a oponerse a su pretensión. En otros términos, de ninguna manera estamos en el ámbito del pensamiento. Creo que al respecto encontraríamos una expresión feliz al hablar de una carga fanatizadora de la afirmación más o menos igual que hablamos de una carga eléctrica. Por otra parte, tenemos aquí algo extraordinariamente difícil de concebir, y que repugna incluso a la conceptualización, como líneas antes decía a propósito de la fatiga; podría decirse que el fanático traslada al plano del pensamiento, o de lo que debería ser el pensamiento, procesos estrictamente corporales; y supongo que el pensamiento es fanático, precisamente en la misma medida en que está corporeizado.
[…] El fanatismo es la opinión elevada a su paroxismo, con todo lo que puede comportar de ciega ignorancia sobre sí misma. Por otra parte, observemos que, cualesquiera que sean los fines que el fanático se proponga o crea proponerse, aun cuando crea que quiere unir a los hombres, de hecho no puede sino separarlos; pero como es incapaz de aceptar la parte que le incumbe en esta separación, se ve llevado, como hemos visto, a querer suprimir a sus adversarios, de los que se esfuerza, a tal efecto, en formarse únicamente una imagen tan materializante y tan degradante como le sea posible. […] En realidad, los concibe sólo como obstáculos que romper o derribar, pues, al haber dejado completamente de comportarse como ser pensante, ha perdido hasta la mínima noción de en qué consista el ser pensante fuera de él. Es perfectamente comprensible, pues, que previamente se afane en descalificar por todos los medios a quienes quiere exterminar. […]
Lo que me parece esencial en todo esto es ver la espantosa lógica de muerte que está operando en todas estas manifestaciones que tan a menudo se juzga simplemente monstruosas y aberrantes. En realidad, todo ello no es sino corolarios del fanatismo y de ningún modo algún raro fenómeno anejo. Todo procede del hecho de que el fanatismo es, por definición, incompatible con cualquier preocupación por la verdad; y, como la verdad es inseparable de esta preocupación, puede afirmarse sin titubear que el fanático es el enemigo de la verdad, aunque sólo fuera por el hecho de que entiende confiscarla en su propio provecho. […]
A lo largo de estos últimos años, hemos podido ver con una claridad deslumbrante que la suerte de la verdad y la de la justicia están tan ligadas que ni siquiera se las puede distinguir. Como lo han visto desde siempre los mayores pensadores de la humanidad, y pienso en Platón, pero también en Spinoza, no es posible la justicia donde no se respeta la verdad. Sólo que respetar la verdad no significa construir frases, sino mantener abiertas todas las vías a menudo extremadamente delicadas por las que podemos esperar, no ya alcanzarla, sino al menos acercarnos a ella.
Vemos, por lo demás, por qué el escepticismo no puede aquí sino resultar inoperante […]. Es en nombre de la verdad y de las condiciones estructurales que la posibilitan como debe ser combatido el fanatismo, y de ninguna manera mediante ese blando relativismo según el cual todas las opiniones son en el fondo equivalentes y están además igual de lejos de una realidad inaccesible. Incluso podemos preguntarnos, hablando existencialmente, si acaso el escepticismo no abona el terreno en el que ulteriormente dispondrá el fanatismo de todas las facilidades para desarrollarse […]. (Gabriel Marcel, Los hombres contra lo humano).