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A continuación puedes leer un artículo en defensa de la Filosofía en la enseñanza secundaria:

La Filosofía en España. Necrológica

(Publicado en El Mundo, 9 de octubre de 2013)

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EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA:

PASO DEL MITO AL LOGOS

(Explicación racional del cosmos frente al mito)

Jesús María Ayuso Díez

 

El Principio del Orden reinante

 

    Se suele decir que el nacimiento de la filosofía significa el paso del Mito al Logos (o Razón). Sin embargo, cómo haya que entender este paso de uno a otro no resulta evidente. Así que, antes de abordarlo, haremos algunas precisiones.

    Si insis­timos en las diferencias entre el mito y el logos, podemos estar acep­tando varios presupuestos injus­tificados que, por lo tanto, debemos rechazar:

) Que se pasaría al logos dejando atrás el mito, como se pasa de Pinto a Valdemoro (metáfora ferroviaria, como la llama F. Duque).

) Que el mito pertenecería a una etapa infantil de la humanidad, mientras que el logos representaría su mayoría de edad, que, como no podía ser menos, sería la nuestra (prejuicio evolu­cio­nista).

La conjunción de ambos daría como resul­tado el tercer prejuicio:

) Que entre nosotros ya no habría mitos porque seríamos plena­mente mayores de edad y “racio­nales” (encan­ta­­miento narcisista: ¡qué racional soy y cuánto me gusto por ello!). Además de que esto es falso, así expresado no aclara nada, pues seguimos sin saber qué signi­fique ser “racional”, que es de lo que se trataba.

 

    Si, en cambio, insistimos en sus semejanzas hasta el punto de identificar el mito y el logos, corremos el riesgo de enmascarar sus diferencias. Es lo que hacemos cuando afirmamos por ejemplo que el logos o discurso racional no pasa de ser un mito más, incluso el mito más pérfido, pues se hace pasar por racional. Así sucede cuando nos limitamos a subrayar que ambos, mito y logos, tienen idéntica aspi­ración, a saber: la de integrar la diver­sidad percibida en una Unidad (Uni-verso), de manera que la plura­lidad existente quede some­tida al Principio regulador (arjé) que hace de la disparidad un Todo con sentido (kosmos), y no un mero amon­to­na­miento dislocado e insensato: tal es la diferencia entre un mero apilamiento de libros y una biblioteca.

    Si sólo subrayamos sus semejanzas, pueden pasarnos desaper­cibidas sus diferencias. 


 

    Nosotros vamos a adoptar otro enfoque; vamos abordar este asunto fi­ján­do­nos en la actitud del hombre respecto a ese Origen del orden (o Prin­c­­i­pio del sentido), sin olvidar, como vimos el curso pasado, que esa actitud siempre arrastra con­sigo una concepción de la vida y la muerte, de las rela­ciones con los de­más, de qué sea lo real y lo ficticio, de qué lo bueno y lo malo, del lugar que ocupamos los seres humanos en la realidad, etc.

 

El Origen inalcanzable y las sociedades religiosas

    Según la pensadora española Mª Zambrano, la situación inicial del hombre no es la de sentirse, en su soledad, enfrentado al mundo, esto es, frente a un Conjunto más o menos Orde­nado de Cosas; para ello sería preciso que entre hombre y mundo se hubiera abierto cierta distancia y, como si dijéramos, “corriera el aire”. Al contrario, la suya sería una sensación similar a la que tendríamos nosotros si una noche cerrada nos perdiéramos en un bosque o en un cementerio: sentiríamos que "ahí hay algo" que no distinguimos, pero cuya presencia se nos impone, y a cada paso que damos nos giramos porque tenemos la sensación de que nos miran.

    Así, en su situación inicial, lo que el hombre sentiría es que “lo que le rodea está lleno, y no sabe de qué”; más aún, que lo miran y no ve quién, como si estuviera enre­dado en una maraña que se le ha venido encima y en la que no es capaz de distinguir nada. No sería en­ton­ces realidad lo que le falta­ría, sino visión. Su primera expe­riencia no sería la del sen­tido de lo que hay, sino la del agobio delirante: “En el principio era el delirio”, el “delirio persecutorio, escribe Mª Zam­brano. A esta realidad asfi­xiante e informe, en la que no es posible, por tanto, identificar “cosas” distintas unas de otras es a la que ella denomina  lo sagrado. La aparición de los dioses, cada uno con sus propios rasgos y nombre dis­tin­to, supone una etapa posterior y significa, a su enten­der, una primera liberación del abrazo opresivo de la realidad sagrada. 

    A esta situación de absoluta dependencia y sumi­sión del hombre respecto al Fundamento de lo que hay, otro estudioso del tema, Marcel Gauchet, la denomina “despo­sesión religiosa”, y constituiría, según él, el rasgo peculiar de las “sociedades religiosas”, más acentuado en las arcaicas (sin Estado o contra el Estado, como decía el antro­pólogo Pierre Clastres) que en las sociedades con Estado. Esto significa que, para dichas sociedades, queda fuera del alcance humano el Origen del Orden reinante en lo que hay, tanto del orden celeste como del social. En rigor, en dichas sociedades no cabe distinguir ambos órdenes: hasta tal punto están entre­mez­clados que quebrantar el orden de la colectividad es percibido como una amenaza que puede llegar a pro­vocar un cataclismo cósmico. Es más, lo invisible (el más allá, lo sagrado) y lo visible (el más acá, lo profano) forman una Unidad inseparable, con la que el hombre aspira a fundirse y respecto a la cual no se concibe separado, como individuo sin­gular (el enmarañamiento al que hacíamos referencia cuando exponíamos la tesis de María Zambrano). Ello significa que lo invisible sagrado empapa toda la realidad y toda la vida humana, del nacimiento a la muerte, en los casamientos, en las guerras, en las declaraciones de paz, en los contratos, en la fabricación de herramientas, etc.; en otros términos: que lo presente siempre es vivido a la luz de ese pasado originario, de ese Origen que siempre es anterior a todo, que siempre es pasado.

 

    Ahora bien, aunque lo invisible inunde toda la vida, hasta en sus aspectos más corrientes, ello no significa que el hombre pueda apropiarse del Origen instituyente del Orden. Como decíamos, dicho Origen queda siempre en un tiempo totalmente diferente al actual, en un pasado inacce­sible: entre el hoy y ese mo­mento originario se alza una barrera infranqueable para el hombre. Esto quiere decir que la comunidad no puede pues ni comprenderlo ni modificarlo: alterar las leyes so­ciales, como señalábamos, le resultaría igual de insen­sato y peligroso que alte­rar el orden de las órbitas pla­ne­tarias. Lo que sí puede y debe hacer es conservarlo, evitando su dete­rioro  y que el tiempo lo devore. ¿Cómo? Combatiendo el olvido que lo erosionaría. Ésta es precisa­mente la función del mito y del rito: rememorar los orígenes mediante el relato mítico y, con ello, hacer nacer de nuevo la sociedad de modo que ésta reestrene el orden que moldea su existencia repitiendo, merced a los ritos, los gestos primigenios, pero en modo alguno creando un orden. El Origen del Poder instituyente no le pertenece al hombre, le es exterior, y la palabra mítica y ritual lo que hace es recordarlo, en modo alguno adueñárselo. 

 

Las sociedades con Estado

 

    Con el surgimiento del Estado hace unos 5000 años se habría producido un cambio radical: la frontera entre el hombre y el Origen deja de ser temporal y penetra en la misma comunidad, dividiéndola en dos: de un lado quienes pueden mandar y, del otro, quienes no. El Origen sigue quedando más allá, pero no en un tiempo de otro tipo, sino en otro espacio, pero de manera que, aun así, comunica con el espacio de aquí, en el que vivimos, y el punto donde se cruzan o entran en contacto el más allá y el más acá es el monarca, de naturaleza intermedia entre los dioses y los hombres. Su boato sería la expresión visible de la grandeza de lo invisible. En este tipo de sociedad, las jerarquías sociales repre­sentan los vasos comunicantes del más allá con el más acá, de modo que todas las cosas, incluidos los seres humanos, ocupan el lugar que les corres­ponde por naturaleza (o por sobrenaturaleza, que viene a ser lo mismo en estas socie­dades).

    En este sentido, no cabe hablar de igualdad humana, pues las diferencias existentes entre los hombres son percibidas como naturales o esenciales y, por tanto, como inalterables. Como en el siglo XIX dirá Alexis de Tocqueville, en las sociedades aristocráticas “uno no ve a sus semejantes más que en los miembros de su propia casta”; los de otra casta son percibidos distintos, como si estuvieran hechos de otra pasta: no son nuestros semejantes. La casta o el linaje es el eje en torno al cual se organiza la comunidad: cada familia, cada clan, cada tribu, está vinculado a su divinidad, y la jerarquía social refleja el puesto que a cada cual le corres­ponde por (sobre)naturaleza en la gran escala que une a todos los seres, desde los inferiores a los superiores: el basileus micénico es a la vez rey y sacerdote tribal. Ves pues que lo del color azul de la sangre noble es más que una metáfora inge­niosa, ya que se traduce en realidad en que mandar (arjein) está reservado sólo a los empa­rentados con los dioses; en otros términos, quién gobierne no es asunto en el que intervenga la voluntad humana: lo decide la naturaleza (o sobrena­tu­ra­leza), es decir, el nacimiento (la “alta cuna” o la “baja cama”).

 

Nacimiento de la polis y de la filosofía

 

    Estos esquemas los irá rompiendo la polis a lo largo de su proceso de gestación y de definición. Esta nueva manera de organización social repre­senta la creación de una nueva figura humana: el polites o  ciudadano, un individuo que no se define por su linaje (de quién sea hijo, a qué clan pertenezca...), sino por su relación con la ley de la ciudad, un individuo abstracto, si se quiere, esto es, desvinculado de toda jerarquia que no haya sido establecida por la ley impersonal (nomos) instituida por la polis.

[Info] Las polis griegas

 

    La polis, según el historiador Pierre Vernant, posee rasgos absolutamente nuevos en comparación con las monarquías sagradas:

1) Provoca una crisis de la soberanía: Desde el inicio –alrededor del s. VIII--  la monarquía sagrada  (repre­sen­tada por el ánax y el basileus micé­nicos) ha sido sus­tituida por una plura­lidad de magistrados.

2) Da lugar a la aparición de un espacio público: La organización de la vida colectiva (o sea, el asunto del Poder) pasa a ser un asunto de todos, por lo que hay que ponerla “encima de la mesa”, en medio de todos (es to meson), en un espacio público o ámbito común (es to koinon). El ágora (la plaza pública, donde los asuntos colectivos son hechos públicos y discutidos) y la ecclesia (asamblea donde se parlamenta) pasan a ser el centro de la vida política, y deja de serlo el palacio-fortaleza (residencia inaccesible del rey, donde los asuntos de la comunidad son tratados en secreto).

 

3El logos pasa a ser entendido como discusión, y no como palabra ritual o, en otros terminos, la Verdad se separa del Poder: Al concernir a todos los ciudadanos el orden colectivo, las decisiones al respecto han de ser adop­tadas contando con ellos tras ser debatidas. Para ello, hay que hablar persuasi­va­mente, apor­tando argumentos y prue­bas al alcance de todos. En este sentido, Cornelius Castoriadis afirma que los griegos, al inventar la polis, inventaron también la verdad, entendida como ese movimiento del pensamiento que, volvién­dose hacia sí mismo, pone a prueba sus propios límites, dis­puesto a cuestionarlos; esto es, inventaron la verdad que, frente a lo esta­blecido como verdadero (que más valdría llamar lo correcto), se justifica mediante argumentos. En pocas palabras, hicieron algo unico y esencial que, sin exageracion, podemos considerar uno de los rasgos definidores del Occidente: separaron la Verdad del Poder. Si en las "sociedades religiosas" se daba por supuesto que algo era verdad porque asi lo establecia quien mandaba, ahora empieza a abrirse hueco la idea de que la verdad se impone por el peso de las razones que la sustentan, y no por el poder que tenga quien la sostenga. ¿Qué es lo importante: lo que pasa o quién decide qué es lo que pasa, como plantea provocadoramente la viñeta de "el roto" que pone fin a este capitulo? Como sugerirá Antonio Machado por boca de Juan de Mairena, decantarse por la segunda alternativa es más propio de porqueros que de nobles agamenones.

 

4La igualdad es reivindicada: Los ciudadanos se perciben semejantes (homoioi) e iguales (isoi), con el mismo derecho a hablar en público (isegoría) e iguales ante la ley (isonomía); en suma, intercam­biables en el ejercicio del poder (iso­kratia) dentro de un sistema cuyo equilibrio se debe a la Ley.

 

5) Se produce una metamorfosis de la religión:

    a) Aparece un culto público de la polis (religión cívica) y

    b) al mismo tiempo y de forma complementaria aparecen formas no cívicas de vida religiosa.

 

    c) Los sacer­do­cios se hacen públicos, frente a los antiguos sacerdocios, priva­tivos de algunos linajes, y así

    d) los objetos sagrados son trasla­dados desde los palacios y las mansiones de los sacerdotes al templo, abierto y público, con­vir­­tiéndose en “enseñanza sobre los dioses”, lo que los des­carga de la fuerza peligrosa que poseían cuando perma­necían ocultos.

    e) Esto implica que la veracidad de los mitos y la eficacia de los ritos es puesta en entredicho, pues sólo se admite aquello de lo que se pueda dar razón, esto es, aquello que demuestre ser verdadero en una discusión abierta y libre en un espacio público.

    f) Privada de eficacia mágica y salvadora, la religión cívica no ofrece res­puesta a las preguntas sobre la salvación del individuo, lo que facilitará que surjan otras formas de religiosidad no cívicas, privadas: sectas, cofra­días, “misterios”.

    g) La tragedia griega (las primeras se estrenaron en el s. VI a. C.) respondería a una clara conciencia de los límites de la condición humana y de sus leyes y a este impulso por hacerlos visibles sacándolos a escena, esto es, poniéndolos en medio de todos.

 

 

Unida a ello estará la conse­cuencia que Philippe Nemo añade:

6) Se hace posible la distinción entre physis y nomos  (entre naturaleza y cultura) que subrayarán los sofistas de la segunda generación (segunda mitad del s. V a. C.). Establecer esta distinción implica romper el orden global que se consideraba sagrado y, por tanto, intocable, y significa que, aunque se reco­nozca que existe un orden inalterable (el orden natural o Physis), se reconoce tambien que hay un orden --el social-- que se puede modificar a voluntad si así lo entiende la sociedad: lo que en una “sociedad religiosa” era incues­tionable, la polis lo convierte en objeto de discusión pública, abierta a todos los ciudadanos.

 

    Observemos que los pasos decisivos en este recorrido hacia la igualdad ciudadana y el lógos abierto del debate y la argu­men­tación se han dado en poco más de un siglo, entre el 620 a. C. en que Dracón fija las leyes por escrito y establece que serán aplicadas a todos sin dis­tin­­ciones y el 506 a. C. en que Clístenes emprende las grandes reformas con las que socava las bases del poder aristocrático al definir la ciuda­danía con cri­terios admi­nis­tra­tivos, y no se­gún los vín­culos de parentesco.

 

Desacralización de la soberanía y geometrización de la astronomía

 

    Es de destacar que, al mismo tiempo que se produce este proceso de desacralización de la soberanía, la astronomía milesia (Tales [624-546], Anaximandro [610-545] y Anaxímenes [585-524]) se libera de la religión astral. Estos primeros filósofos geome­trizan la astronomía, la geo­grafía y la física. Se dice de Anaxi­mandro que fue el primero en trazar mapas y en construir una esfera que representaba el universo celeste. Como señala Pierre Vernant, lo que hace Anaximandro es "situar la tierra, inmóvil, en el centro del uni­verso y argumentar que, si perma­nece en reposo en ese lugar, sin necesitar ningún soporte, es porque, al estar a igual distancia de todos los puntos de la circunferencia celeste, no hay razón alguna para que vaya hacia abajo más bien que hacia arriba”. Anaximandro sitúa el cosmos en un espacio abstracto, del que ha desaparecido toda jerarquía cósmica desde el instante en que no son los dioses los que dan lugar al mundo; esto es, a partir del momento en que, como señala Anaximandro, el mundo no se halla sometido a la dominación de nadie, sino a un principio de razón impersonal inmanente: ningún elemento del mundo puede adueñarse, él solo, del poder cósmico, igual que no puede adueñarse de la dynas­teia ningún elemento de la ciudad. Y, así como el orden de la ciudad no depende ya del basileus (rey tribal), sino del nómos (la ley impersonal y común) que la ciudad se da a sí misma, en el mundo regirán sus propias leyes.

 

    Dar este paso significa que, en un momento determinado, a los hom­bres de las sociedades aris­to­cráticas dejó de parecerles obvio e indis­cutible lo que hasta ese momento así les había pa­re­ci­do. Con esta distancia crítica respecto a lo evidente y estable­cido como correcto, inician un pro­ceso de cuestionamiento en el que unas configuraciones de la realidad suceden a otras, esto es, en el que unos mundos dan lugar a otros: dichas sociedades entran en la Historia. Pues bien, la pregunta que da impulso a este proceso es “¿cuál es el Fundamento (arjé) de lo que hay?” o, en otros términos, "¿en qué se basa la obviedad de lo que nos resulta obvio?", esto es,  “¿qué estamos dan­do por supuesto para que algo nos parezca lo más “natural” del mundo?”, es decir, "¿con qué criterios estamos interpretando lo que nos rodea?".

 

    Afirmar que los griegos entran en la historia (y con ellos nosotros) es lo mismo que decir que ponen en marcha un proceso continuo de desna­tu­ralización de las sucesivas percepciones establecidas de lo real, de las sucesivas “evi­dencias”. Es decir, que dan carta de ciudadanía a las modi­ficaciones, a los cambios "historicos", a los que tan reacias son las llamadas “sociedades religiosas”.

Rincón de la cita

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Agamenón.- Conforme.

Porquero.- No me convence.

(Juan de Mairena / Antonio Machado)

Tres textos breves

Robert Legros

Philippe Nemo

Jean-Pierre Vernant

En el principio era el delirio

(María Zambrano)

Invención griega de la política

(Cornelius Castoriadis)

Sociedades religiosas: primitivas y jerárquicas

(Marcel Gauchet)

Cine, teatro, pensamiento

Como el agua que fluye

Manuel R. Avis