Película
Tierras de penumbra
(Shadowlands)
(Richard Attenborough, 1993)
¿Es el dolor parte de la felicidad? En Tierras de penumbra, esta pregunta toma cuerpo hasta hacerse carne viva. El pacto que la vida ha sellado con el hombre no deja escapatoria: sin el dolor, la felicidad es irreal. La plenitud de un momento es inseparable del sentimiento agudo de que el tiempo lo devora. Esta amenaza siembra en nosotros la congoja, pero lo vuelve único y, así, lo salva. Tal es la lección que la experiencia, la mejor maestra y la más dura, le enseña a Clive Staple Lewis, “Jack” (1898-1963), escritor de cuentos infantiles (las Crónicas de Narnia) y ensayista (Cartas del diablo a su sobrino, Dios en el banquillo, El problema del dolor…), conferenciante cristiano y profesor en la universidad de Oxford.
Su organizadísima vida de soltero, que comparte con su hermano, se ve sacudida al conocer a la poeta estadounidense Joy Gresham, judía, excomunista y cristiana, como ella misma se define. El amor entre ambos viene de la mano del dolor.
La solidez teórica de Jack al principio de la cinta, bien pertrechado de respuestas (“No creo que Dios quiera exactamente que seamos felices”, “el dolor es el megáfono con que Dios despierta a un mundo de sordos”), se quiebra cuando la vida, arramblando con todas ellas, aspira a una felicidad que el sufrimiento impide (“¿Por qué es Dios un jefe tan omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente como apoyo en las rachas de catástrofe?”, escribe en Una pena en observación). No sólo es sordo el mundo; también Dios lo es.
El escritor de relatos infantiles llenos de magia descubre con Douglas, el hijo de Joey, que crecemos al par que la magia mengua, y el desván –lugar encantado de la casa- va perdiendo poco a poco su aura, hasta convertirse en el escenario en el que Douglas comprende, de golpe, que su infancia ha quedado atrás.
“Ya no tengo respuestas”, exclamará Jack al final. Pero no es del todo exacto. Uno de sus alumnos le ha enseñado algo esencial, que “leemos para saber que no estamos solos”, y Joy le ha sacado fuera de la campana de cristal que le protegía y aislaba. Las respuestas con las que contaba se han roto, volviéndose más complejas y más ricas, y el profesor que empezaba sus clases retando a sus alumnos las inicia ahora invitándoles a hablar y escuchándoles. Ha aprendido a distinguir y ya sabe que el niño elige la seguridad, mientras que el hombre elige el sufrimiento. Aun así, como una herida, queda sin cerrar esta pregunta: “¿Por qué el amor, cuando lo pierdes, duele tanto?”.
Con inteligencia, Richard Attenborough ha sabido darle verosimilitud a esta historia de amor sazonándola con esos ingredientes ineludibles de la vida que son el dolor y la ternura, el humor y el miedo. Con ello, de paso y sin aspavientos, ha dejado bien claro que ni la felicidad es dulzarrona ni el amor se confunde con la languidez. (JMAD).
Ten en cuenta el siguiente guion al ver la película. Tienes que responder sus cuestiones.