Del Césaropapismo a la doctrina de

las Dos Espadas

 

El problema de la relación de la fe y la razón (de la gracia y la naturaleza; de la religión y la política: de la Iglesia y el Estado) es, en realidad, una discusión radical, esto es, acerca de las raíces o los fundamentos de la filosofía cristiana y medieval, dado que los principios de la religión cristiana chocaban en alguna medida con los resultados de las reflexiones filosóficas griegas. Esos puntos de discrepancia en ocasiones lo fueron también de conflicto entre el poder espiritual (Iglesia) y el poder secular (Monarca); señalemos algunos: frente al politeísmo pagano y a la divinización del Emperador, el monoteísmo, esto es, la creencia en un solo Dios, bueno y trascendente al mundo (esto es, que no se identifica con éste, que está más allá); frente a la eternidad del mundo, la idea de creación ex nihilo por un Dios bueno, de la que se deriva la afirmación de que el mundo es bueno, lo que implica oponerse al dualismo neoplatónico y gnóstico según el cual la materia es fuente del mal (y, por ello, el mundo también); la creación del mundo también choca con la tesis del eterno retorno y el fatalismo inherente a éste, desde el momento en que admite un comienzo absoluto, independiente de cualquier antecedente y que inaugura un tiempo lineal (que ha tenido un comienzo y tendrá un final); este concepto lineal del tiempo trajo consigo un cambio en la manera de entender la historia, en adelante como una sucesión de acontecimientos irrepetibles encaminados hacia una meta final (la segunda venida de Cristo): la idea de progreso (que no alumbrará hasta entrada la Edad Moderna) hunde aquí sus raíces.

Como cuestión de principios que es, el problema nace antes de que comience la Edad Media e incluso antes de que, el año 313, el emperador Constantino consolide al cristianismo como religión en el Imperio Romano (edicto de Milán) como medio de unificar el Imperio; y con el emperador Teodosio, en el 380, el cristianismo pasará a ser la religión oficial del Imperio y, en el 392, la única permitida en él. En efecto, ya en el s. II los padres apologistas defendieron la fe cristiana contra las primeras herejías, principalmente la gnosis y el maniqueísmo. Abordaremos esta relación en dos planos: el teórico (o de la verdad) y el político (o el del ejercicio del poder).

 

La verdad

 

La filosofía cristiana comprendida entre los siglos II y VIII se conoce con el nombre de Patrística. y estos primeros pensadores no comparten todos la misma postura ante la filosofía; en ocasiones, son nítidamente contrapuestas. En general, puede decirse que los apologistas orientales (de origen griego) subrayaron la continuidad del cristianismo con la filosofía griega, viendo en la doctrina cristiana la verdadera filosofía, que la revelación de Cristo llevaba a su plenitud. En cambio, los apologistas occidentales subrayan tanto la originalidad del cristianismo que tienden a fundarlo en una fe ajena a toda especulación; entre éstos, cabe mencionar a: Taciano (s. II-III), autor de un Discurso contra los griegos, a Hermias (s. II-III), de un Escarnio de los filósofos paganos y a Tertuliano (s. III) quien enfatiza el carácter irracional de la fe hasta el punto de afirmar: credo quia absurdum (creo porque es absurdo).

Orígenes (182-254)

 

A pesar de esto, la mayoría de los padres no dudan en utilizar la filosofía griega, práctica que llevó a que el debate entre razón y fe precisara una respuesta altamente matizada. En general entendían que sólo existe una verdad, la de la fe; aun así, Clemente y Orígenes (s. III) (de la Patrística oriental) afirmaron que existe un conocimiento superior a la fe al que se llega gracias a ella y a la filosofía. En cualquier caso, lo más común es que la filosofía aparezca subordinada a la fe, idea que Juan Damasceno (s. VIII) formuló en una expresión que, en la Escolástica, recogerá Pedro Damián junto con buena parte de la Edad Media: la filosofía es la sierva de la teología (ancilla theologiae).

Agustín de Hipona

 

Una de las reflexiones más interesantes de toda la patrística es la que realiza Agustín, obispo de Hipona (IV-V). Según él no puede establecerse una distinción neta entre la razón y la fe. La fe es la guía más segura y hay que creer lo que Dios revela para llegar a comprender. Para él, el punto de partida de la filosofía debe ser la fe y las Escrituras; sin embargo, la razón puede preceder a la fe y demostrar que es razonable creer. San Agustín expresa esta idea en la frase “entiende para creer, cree para entender”. La fe, por lo tanto, no es algo irracional.

Anselmo de Canterbury (1033-1109)

 

Una figura importante de la Alta Edad Media es san Anselmo de Canterbury (s. XI-XII) que, siguiendo la inspiración agustiniana, intenta racionalizar al máximo el contenido de la teología; de hecho, expuso la disciplina a través de una argumentación lógica muy rigurosa que pretende descubrir la racionalidad inherente a la fe mediante la propia razón. Una de las demostraciones lógicas más famosas de la existencia de Dios es suya: el "argumento ontológico" (como Kant lo denominará en el s. XVIII).

Averroes (1126-1198)

 

La figura griega más influyente durante todo este periodo fue Platón, pues hasta el s. XIII no aparecerá en el horizonte intelectual europeo Aristóteles, quien fue conocido antes en el mundo árabe, desde el que fue penetrando en el pensamiento cristiano acompañado de los comentarios de Avicena (s. XI) y, sobre todo, de Averroes (s. XII). Este último, que llegó a ser conocido como el Comentador (entiéndase: de Aristóteles) tuvo una influencia radical en la universidad más importante de la época, la de París, y entendía que podía hablarse de una doble verdad (la verdad de la razón y la de la fe); según la fe, el mundo es creado y el alma personal, inmortal; sin embargo, según la razón, el mundo es eterno y la inmortalidad del alma no es personal. Al mismo tiempo, entiende que la vida de los filósofos es superior a la de los teólogos y a la de los hombres de fe. La teoría de la doble verdad tuvo seguidores en Europa (que llegaron a considerarla propiamente aristotélica), dando lugar al llamado averroísmo latino, en el que destaca Sigerio de Brabante (s. XIII), condenado a cadena perpetua. San Buenaventura criticó fuertemente el averroísmo latino.

San Buenaventura (1218-1274)

 

Maimónides (s. XII-XIII) es el filósofo que se encarga de intentar compaginar el aristotelismo con el judaísmo. Su obra más conocida es Guía de los  perplejos, en la que afirma que fe y razón no se oponen sino que, bien al contrario, convergen. Pero para que esto sea manifiesto, y para eliminar las indecisiones de los perplejos, que son aquellos a los que la lectura de los textos filosóficos hace que su fe se tambalee, considera que es preciso hacer una exégesis de los textos de las Escrituras de forma alegórica, de manera que entonces, según él, desaparecen las aparentes contradicciones entre la racionalidad y la creencia. A pesar de que dicha armonización entre filosofía y religión se apoyaba en el aristotelismo, Maimónides no dudó en oponerse a Aristóteles en aquellas cuestiones en las que «el filósofo» contradecía abiertamente los textos sagrados y no era posible, ni aún a través de interpretaciones alegóricas, armonizar aquéllos con su pensamiento.

Plaza de Maimónides en Córdoba

 

En el s. XIII aparece uno de los teólogos más importantes de la historia, Tomás de Aquino, cuya postura sobre la relación entre la fe y la razón es el intento más elaborado de conciliación entre ambas, si bien ya en el s. XIV será rechazada. Sus afirmaciones fundamentales son las siguientes:

Existe una neta distinción entre razón y fe. La sola razón natural sólo puede conocer de abajo arriba, a partir de los datos de los sentidos; en cambio, la fe conoce de arriba abajo, a partir de la revelación divina, esto es, a partir de lo que Dios ha dicho de Sí mismo al hombre. En consecuencia, razón y fe son mutuamente independientes y autónomas. Pero no se da contradicción entre ellas; independientes, pero no contradictorias. Las verdades racionales y las verdades de fe no pueden entrar en contradicción, puesto que ambas tienen el mismo origen: Dios. Tomás de Aquino escribe: “solamente lo falso es lo contrario de lo verdadero”, es decir, la verdad es una sola, en clara oposición a Averroes, a quien, por otra parte, admiraba tanto como comentador de Aristóteles. Existe pues colaboración entre la razón y la fe:

a) La razón puede ayudar a la fe en sus procedimientos de ordenación científica (para conseguir un sistema organizado), en sus armas dialécticas (dando argumentos) y para el esclarecimiento de los artículos de la fe.

b) Por su parte, la fe sirve a la razón de norma o criterio extrínseco, pues si la razón llega a conclusiones incompatibles con la fe, entonces deberá revisar sus razonamientos. Todo conflicto entre razón y fe proviene de errores de la razón o, mejor dicho, del razonamiento concreto que ha hecho el hombre, quien habrá caído en alguna trampa o paralogismo.

Tomás de Aquino (1224-1274)

 

Existe una zona de confluencia. Tomás niega la doble verdad, pero admite dos tipos de verdades: hay algunas verdades que superan la capacidad de la razón humana y otras que la razón puede conocer por sí sola. Dios ha revelado aquellas verdades que la razón no podría llegar a conocer, pero también algunas de las verdades que podría conocer por sí misma; estas últimas constituyen las que Tomás de Aquino denomina los preámbulos de la fe. Existen contenidos comunes porque conviene que algunas verdades racionales sean impuestas también por la autoridad de la fe, dado que es difícil llegar a ellas y no todos los hombres disponen del tiempo ni de la capacidad necesarios para hallarlas. Además, ello resulta también conveniente, dada la facilidad con la que la razón se extravía, como acabamos de ver. Se entiende pues la teología como ciencia mixta. La zona de confluencia entre la razón y la fe (los preámbulos) permite que la teología utilice los principios de la filosofía, no porque los necesite, sino para explicar mejor lo que en ella se enseña. Utiliza a la filosofía como ancilla o “sierva” suya.

Duns Scoto (1266-1308)

 

Pero ya en el mismo s. XIII, el franciscano Duns Scoto rechazará la opinión de santo Tomás. Teología y filosofía son epistemológicamente distintas. La filosofía debe renunciar a reflexionar sobre los atributos de Dios y admitir su incapacidad para demostrar cuestiones como la inmortalidad del alma, la omnipotencia divina, etc. Acepta la prueba de san Anselmo y rechaza las de santo Tomás (las cinco vías), porque éste demuestra un Dios estrictamente racional, alejado de la omnipotencia que lo caracteriza.

Por esta fecha, la Escolástica estaba claramente en crisis y la mística del maestro Eckhart es un claro exponente de ello. Para este dominico, el conocimiento de Dios es un conocimiento místico, no se puede entender metafísicamente a Dios, esto es, mediante la razón.

Guillermo de Occam (1288-1347)

 

El golpe definitivo a la Escolástica llegaría de la mano de otro franciscano, Guillermo de Occam (s. XIII-XIV). Para Occam, la omnipotencia divina y su consiguiente libertad eran incuestionables y el punto central de la reflexión teológica, lo cual implica sostener que la voluntad divina escapa a cualquier principio lógico y ontológico. Este punto de partida significa destruir la metafísica escolática, dado que supone eliminar las ideas platónicas, así como las aristotélicas, del discurso teológico. Así, si hay que amar a Dios no es porque amarlo sea bueno en sí mismo. Si es bueno es porque Dios así lo ha querido. De modo que, si Dios hubiera querido (y establecido) que se le odiara, lo bueno sería odiarle. Lo que es malo no lo es por su propia naturaleza, sino por la voluntad divina. No existen leyes naturales eternas, la voluntad de Dios es inaccesible racionalmente y el único camino que lleva a Dios es la fe.

 

Como vemos, las posiciones respecto a la relación de la fe con la razón caminan hacia una drástica separación de ambas (Guillermo de Occam), desde su primera indistinción (Agustín de Hipona), pasando por la separación que entre ellas establece Tomás de Aquino, quien aun así sigue aceptando su colaboración. Ante las audacias teológicas de los primeros pensadores cristianos, la via modernorum aboga por la prudencia en estos asuntos, dada la limitación de la razón humana para obtener respuestas relativas a los designios de Dios. Esta prudencia en cuestiones teológicas les despejará el terreno a los modernos para otro tipo de audacias en el plano del conocimiento y el dominio de la naturaleza, que se materializarán en el vertiginoso desarrollo científico-tecnológico con el que la modernidad dará origen.

 


El poder

 

Por las mismas tres etapas (1] indistinción, 2] independencia, pero con colaboración y 3] separación radical, sin colaboración) pasa también la discusión acerca de la relación entre poder espiritual y poder secular. Si en el “agustinismo político” el ejercicio político queda completamente supeditado al eclesiástico, en el s. XIV se llega a su radical separación, llegando incluso a cuestionar el poder del mismo pontífice, como hace el propio Occam en su Sobre el gobierno tiránico del papa (escrito entre finales del s. XIV e inicios del s. XV). Entre ambas posturas, Tomás de Aquino representa una etapa intermedia, pues, al desligar los ámbitos propios de la razón y de la fe, si bien no los independiza por completo, sí le reconoce consistencia propia al ámbito del poder secular, del mismo modo que no independizó a la razón de la fe en la revelación, si bien le reconoció capacidad para alcanzar por sí misma algunas verdades (los preámbulos de la fe, por ejemplo).

El césaropapismo.- Como indicábamos al inicio de este tema, en el s. IV, con los emperadores Constantino y Teodosio, el cristianismo pasa a ser la religión del Imperio Romano. Con ello, lo que Constantino hizo fue adaptar la nueva situación al viejo esquema de relación entre la Iglesia y el Estado, ya que –recordemos—en Roma, desde César, confluían en una misma persona la jefatura del imperio y el pontificado. El propio Constantino presidió el primer concilio ecuménico de Nicea, que tuvo lugar en su palacio de verano, y en el que se condenó al obispo Arrio por negar la divinidad de Cristo: lo que pretendía era, en realidad, controlar a la Iglesia interviniendo en sus cuestiones internas. Todo ello, consciente como era de que sus divisiones internas (herejías) constituían una amenaza a la unidad del Imperio: “Las divisiones internas de la Iglesia de Dios nos parecen mucho más graves y peligrosas que las guerras”. Esta manera de concebir y plasmar la relación del imperio con la iglesia es, como vemos, la que existía en las antiguas monarquías paganas y consiste en unificar ambos ámbitos subordinando la religión a la política del Estado. Se la conocerá como Constantinismo o Césaropapismo, y predominará en el imperio romano oriental o bizantino.

El emperador Constantino (272-337)

 

Las dos espadas.- Destaquemos que para S. Agustín todo lo existente vive de la vida de Dios, por tanto también la realidad política ha de ser una prolongación de la misma, esto es, un reflejo de la realidad trascendente divina. En su obra La Ciudad de Dios, Agustín distinguía en la tierra dos comunidades (civitates) que se definen por dos modos de vida irreductibles, y no por el lugar en el que residen: una la constituyen quienes viven secundum Deumsecundum Spiritum (según Dios y según el Espíritu), y la otra quienes viven secundum hominem y secundum carnem (según el hombre y según la carne); la primera se define por el amor Dei (el amor a Dios), y la segunda por el amor sui (el amor a sí mismo). No son realidades históricas reconocibles empíricamente, sino metahistóricas: civitates mysticae (ciudades místicas) las denomina Agustín. Ahora bien, a pesar de no haber perfilado expresamente qué relaciones deben mediar entre la Iglesia y el Estado, al llamar Ciudad de Dios a la Iglesia (que es, sin duda, también una realidad histórica) propició que los teólogos carolingios establecieran indebidamente el paralelismo entre Ciudad de Dios y Ciudad Terrena, por un lado, y, por el otro, Iglesia y Estado, dando así lugar a lo que se conocerá como “agustinismo político” (que no se le atribuye a él personalmente).

Tomando apoyo en las tesis de Agustín, esta doctrina entiende que la realidad política carece de sustancia propia al no ser más que un reflejo de la trascendencia divina. Por ello, también el poder temporal habrá de ser sólo imagen del único poder real, la Iglesia, que lo ha recibido de Dios, de modo que el monarca queda definido, más que como soberano, como primer fiel, cuyas obligaciones por tanto estipula la Iglesia. El primer texto en el que esta concepción queda claramente reflejada es la carta que, en el año 494, el Papa Gelasio I (492-496) dirigió al Emperador Anastasio I. Tras distinguir “los dos poderes con los que este mundo es soberanamente gobernado: la autoridad (auctoritas) sagrada de los pontífices y la potestad (potestas) de los reyes”, subraya: “Pero la responsabilidad (pondus) de los sacerdotes es de tal modo la mayor que deberán dar cuenta al Señor, en el Juicio final, de los mismos reyes”. Y concluye: “sabes que hay que someterse al orden religioso, más que dirigirlo”. En otras palabras, las dos espadas están en poder del Papa, si bien una, la religiosa, la blande personalmente, mientras que la segunda, la temporal, la esgrime indirectamente, por medio del Emperador. Fundándose en estos principios, Gregorio el Grande (540-604) elaborará la “concepción ministerial” del Imperio y de las monarquías: los órganos del poder temporal han de servir a los designios del soberano gobierno de la Iglesia (teocracia). Esta asimetría ya quedaba reflejada en los términos empleados por Gelasio I, tomados del Derecho Romano: auctoritas significa la fuente legitimadora del poder, mientras que la potestas es una fracción de aquélla, a la que remite como a su razón de ser.

Con Tomás de Aquino entraremos en una cristiandad nueva, en la que el cristianismo ha pasado a ser un factor de unidad del que carecían tanto la polis griega como la urbs romana. El cambio que él introduce no es sólo circunstancial; representa un auténtico giro conceptual que tendrá como consecuencia la elaboración de una nueva perspectiva en la que la realidad política ya no será percibida como mero reflejo de la realidad trascendente, sino como realidad sustantiva, esto es, dotada de su propia realidad. Este vuelco es parejo al que se da en la estimación ontológica del individuo: si a la luz del agustinismo platónico éste no es sino copia o imagen de rango secundario, con el prisma que aporta el recientemente redescubierto Aristóteles se destaca, en cambio, como la auténtica realización del universal, de manera que, sin él, éste no pasaría de simple proyecto (es en el individuo en el que la especie se hace real). De este modo, su sustantiva individualidad personal se convierte en el fundamento de su sociabilidad, la cual se realiza y expresa en órdenes a su vez sustantivos que se definen por el bien al que tienden: familia, civitas e imperium.

Desgajado del orden supremo de la salvación, se recorta el orden de las cosas temporales. Lo que lo define es su contenido y su meta, a saber, el bonum commnune (bien común), que, aunque ordenado al fin supremo del hombre (su salvación), es de carácter temporal. Entre el bien común y temporal y los valores de salvación hay relación de jerarquía, pero ya no queda el ámbito temporal encerrado en éste. Junto a la comunidad humana, la Iglesia es rectora y administradora del orden de la salvación y tiene su bonum commune propio: la persona soberana de Dios. Es verdad que tanto el poder temporal como el espiritual proceden de Dios. Sin embargo, sólo en lo tocante a la salvación del alma está el poder temporal (o natural) sometido al espiritual (o sobrenatural, o de la gracia), mientras que en lo que atañe al bienestar civil más se ha de obedecer al poder temporal que al espiritual, como señala el Evangelio de San Mateo: "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". La autoridad política tiene su fundamento en el Derecho natural. Por tanto, el poder político, "temporal", se constituye como poder autónomo, y ya no es visto como una prolongación de la Iglesia.

Ockham acabará con el equilibrio tomista. Como vimos, subraya tanto la voluntad divina que rompe cualquier lazo racional entre Dios y las criaturas: los universales son sólo nombres (nomina) con los que nos referimos a las cosas individuales (las únicas reales), y no ya ideas en la mente divina conforme a las cuales Dios las habría creado. Conocer los universales no equivale, pues, a compartir --siquiera un poco-- la visión que Dios tenga de las cosas. Por tanto, ¿en qué habría de fundarse la pretensión pontificia de imponerse al poder temporal? Occam ni siquiera le reconoce infalibilidad al Papa. El principio de la soberanía del pueblo se lo aplica también a la Iglesia. El poder espiritual queda rebajado al rango de principatus ministrativus. No tiene misión alguna en las cosas seculares. Por su parte, el poder imperial que libre para dictar leyes (solutus legibus positivis). Ningún puente une ya las dos esferas. La realidad política se erige en realidad autónoma desvinculada enteramente del orden de la salvación. Sólo queda dar un paso para entrar de lleno en la edad del Estado moderno.

 

Para terminar, conviene destacar lo siguiente: más allá de las discrepancias que hemos visto, hay una idea que todos los cristianos comparten: la de que el hombre es libre y responsable de su vida (subrayada por la idea de pecado, la exhortación a la conversión y la espera de un juicio final). Así, por ejemplo, los Padres de la Iglesia mantuvieron una dura lucha contra los dualismos, los fatalismos [de fatum = hado, destino] y los determinismos astrológicos (el horóscopo), que, al tiempo que libreaban al hombre de su responsabilidad, lo convertían en un ser indefenso y sin recursos ante un destino prefijado e inevitable. En este sentido, se ha afirmado que el cristianismo, en su propia esencia, implicaba la “desfatalización de las conciencias” y la “desfatalización de la historia”. En suma, en estas polémicas (que entre los siglos II-V tanto iban a ocupar a los pensadores cristianos) y en estas discusiones, se fue fraguando lo que, con el correr de los tiempos, iba a ser la gran aportación de la cultura europea a la humanidad.