Distintas maneras de amar

Erich Fromm (1900-1980)

 

Cualquier teoría del amor debe comenzar con una teoría del hombre, de la existencia humana. (…) El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma: tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esta conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su vo­luntad y de que ha de morir contra su voluntad, de que morirá antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su sole­dad y su «separatidad» [separateness: “estado de separación”], de su desvalidez frente a las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existen­cia separada y desunida una insoportable prisión. Se volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás hombres, con el mundo exterior.

    La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes humanos. De ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo -las cosas y las personas- acti­vamente; significa que el mundo puede invadirme sin que yo pueda reaccionar. Así, pues, la separatidad es la fuente de una intensa angustia. (…) La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la ne­cesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su soledad. El fracaso absoluto en el logro de tal finalidad sig­nifica la locura, porque el pánico que produce el aislamiento total sólo puede vencerse retrayén­dose del mundo exterior de modo tan radical que el sentimiento de separación se desvanece -porque el mundo exterior, del cual se está separado, ha desa­parecido-.

    El hombre -de todas las edades y culturas- busca la so­lución de un problema que es siempre el mismo: el problema de cómo superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo tras­cender la propia vida individual y encontrar compensación. El problema es el mismo para el hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus rebaños, el pastor egip­cio, el mercader fenicio, el soldado romano, el monje medieval, el samurái japonés, el empleado y el obrero modernos. El pro­blema es el mismo, puesto que surge del mismo terreno: la si­tuación humana, las condiciones de la existencia humana. La respuesta varía. La solución puede alcanzarse por medio de la adoración de animales, del sacrificio humano o las conquistas militares, por la complacencia en la lujuria, la renuncia ascética, el trabajo obsesivo, la creación artística, el amor a Dios y el amor al Hombre. Y si bien las respuestas son muchas -su crónica constituye la historia humana- no son, empero, innumerables. Por el contrario, en cuanto se dejan de lado las diferencias menores, que corresponden más a la periferia que al centro, se descubre que el hombre sólo ha dado un número limitado de respuestas -y que no pudo haber dado más- en las diversas culturas en que vivió. La historia de la religión y de la filosofía es la historia de esas respuestas, de su diversidad, así como de su limitación en cuanto al número.

    Las respuestas dependen, en cierta medida, del grado de in­dividualización alcanzado por el individuo. En el infante, la yoidad apenas se ha desarrollado; él aún se siente uno con su madre, no experimenta el sentimiento de separatidad mientras su madre está presente. Su sensación de soledad es calmada por la presencia física de la madre, sus pechos, su piel. Sólo en el grado que el niño desarrolla su sensación de separatidad e indi­vidualidad, la presencia física de la madre deja de ser suficiente y surge la necesidad de superar de otras maneras la separati­dad.

    De manera similar, la raza humana, en su infancia, se siente una con la naturaleza. El suelo, los animales, las plantas, constituyen aún el mundo del hombre, quien se identifica con los animales, como lo expresa el uso que hace de máscaras ani­males, la adoración de un animal totémico o de dioses anima­les. Pero cuanto más se libera la raza humana de tales vínculos primarios, más intensa se torna la necesidad de encontrar nue­vas formas de escapar del estado de separación.

 

Una forma de alcanzar tal objetivo consiste en diversas clases de estados orgiásticos. Estos pueden tener la forma de un trance autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de tribus primitivas ofrecen un vívido cuadro de ese tipo de solución. En un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de separati­dad con respecto al mismo. Puesto que tales rituales se practi­can en común, se agrega una experiencia de fusión con el grupo que hace aún más efectiva esa solución. En estrecha re­lación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida a ella, está la experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a los efectos de ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales forma­ban parte de muchos rituales primitivos. Según parece, el hom­bre puede seguir durante cierto tiempo, después de la experien­cia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su separatidad. Lentamente, la tensión de la angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la repetición del ritual.

    Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Participar en ellos es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma compartida por todos, aprobada y exigida por los médicos brujos o los sacerdotes; de ahí que no existan motivos para sentirse culpable o aver­gon­zado. La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las drogas son los me­dios a su disposición. En contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero cuando la experiencia orgiástica concluye, se sienten más sepa­rados aún, y ello los impulsa a recurrir a esa experiencia con frecuencia e intensidad crecien­tes. La solución orgiástica se­xual presenta leves diferencias. En cierta medida, constituye una forma natural y normal de superar la separatidad, y una solución parcial al problema del aislamiento. Pero en muchos individuos que no pueden aliviar de otras maneras el estado de separación, la búsqueda del orgasmo sexual asume un carácter que lo aseme­ja bastante al alcoholismo o a la afición a las dro­gas. Se convierte en un desesperado intento de escapar de la an­gustia que engendra la separatidad y provoca una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres huma­nos, excepto en forma momentánea.

    Todas las formas de unión orgiástica tienen tres caracterís­ticas: son intensas, incluso violentas; ocurren en la personali­dad total, mente y cuerpo; son transitorias y periódicas. Exactamente lo contrario ocurre en esa forma de unión que está le­jos de ser la solución que con mayor frecuencia eligió el hom­bre en el pasado y en el presente: la unión basada en la confor­midad con el grupo, sus costumbres, prácticas y creencias. Volvemos a encontrar aquí una evolución considerable.

 

En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está inte­grado por aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se convierte en la ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los miembros de una iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir civis romanus sum; Roma y el Impe­rio eran su familia, su hogar, su mundo. También en la socie­dad occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma predominante de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser individual desaparece en gran medida, y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensa­mientos que me hagan diferente, si me adapto en las costum­bres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de la temi­ble experiencia de la soledad. Los sistemas dictatoriales utilizan amenazas y el terror para inducir esta conformidad; los países democráticos, la sugestión y la propa­ganda. Indudablemente, hay una gran diferencia entre los dos sistemas. En las democracias, la no conformidad es posible y, en realidad, no está totalmente ausente; en los sistemas totali­tarios, sólo unos pocos héroes y mártires insólitos se niegan a obedecer. Pero, a pesar de esa diferencia, las sociedades demo­cráticas muestran un abrumador grado de conformidad. La ra­zón radica en el hecho de que debe existir una respuesta a la bús­que­da de unión, y, a falta de una distinta o mejor, la con­formidad con el rebaño se convierte en la forma predominante. El poder del miedo a ser diferente, a estar sólo unos pocos pasos alejado del rebaño, resulta evidente si se piensa cuán pro­funda es la necesidad de no estar separado. A veces el temor a la no conformidad se racionaliza como miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere so­me­­terse en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occi­dentales.

    La mayoría de las gentes ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de confor­mismo. Viven con la ilusión de que son individualistas, de que han llegado a deter­mi­nadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos, y que lo que sim­ple­mente sucede es que sus ideas son iguales a las de la mayo­ría. El consenso de todos sirve como prueba de la corrección de «sus» ideas. Puesto que aún tienen necesidad de sentir al­guna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a diferencias meno­res; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido Demócrata en lugar del Republicano, a los Elks en vez de los Shriners, se convierte en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario «sé distinto» nos demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna.

    Esa creciente tendencia a eliminar las diferencias se rela­ciona estrechamente con el concepto y la experiencia de igual­dad, tal como se está desarrollando en las socieda­des industriales más avanzadas. En un contexto religioso, igualdad significó que todos somos hijos de Dios, que todos compartimos la misma sustancia humano-divina, que todos somos uno. Signifi­caba también que deben respetarse las diferencias entre los in­dividuos, que, si bien es cierto que todos somos uno, también lo es que cada uno de noso­tros constituye una entidad única, un cosmos en sí mismo. Tal convicción acerca de la unicidad del individuo se expresa, por ejemplo, en la sentencia tal­múdica: «Quien salva una sola vida, es como si hubiera sal­vado a todo el mundo; quien destruye una sola vida, es como si hubiera destruido a todo el mundo.» La igualdad como una condición para el desarrollo de la individualidad fue, asimismo, el significado de este concepto en la filosofía de la Ilustración oc­cidental. Denotaba (como lo formuló muy claramente Kant) que ningún hombre debe ser un medio para que otro hombre realice sus fines. Que todos los hombres son iguales en la me­dida en que son finalidades, y sólo finalidades, y nunca medios los unos para los otros. Continuando las ideas de la Ilus­tra­ción, los pensadores socialistas de diversas escuelas definieron la igualdad como la abolición de la explotación, del uso del hom­bre por el hombre, fuera ese uso cruel o «humanitario».

    En la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende la igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su individualidad. Hoy en día, igualdad significa «identidad» antes que «unidad». Es la identidad de las abstracciones, de los hom­bres que trabajan en los mismos em­pleos, que tienen idénticas diversiones, que leen los mismos periódicos, que tienen idén­ti­­cos pensamientos e ideas. En este sentido, también deben reci­birse con cierto escep­ticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos de progreso, tales como la igualdad de las mujeres. Me parece innecesario aclarar que no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de esa ten­dencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman parte del movimiento hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el precio que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales por­que ya no son dife­ren­tes. La proposición de la filosofía de la Ilustración, l´ame n'a pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica general. La polaridad de los sexos está desapa­reciendo, y con ella el amor erótico, que se basa en di­cha polaridad. Hombres y mujeres son idénticos, no iguales como polos opuestos. La sociedad contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos humanos, todos idén­ti­cos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedecen las mismas órdenes y, no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en masa re­quiere la estandarización de los pro­ductos, así el proceso social requiere la estandarización del hombre, y esa estan­da­ri­zación es llamada «igualdad».

    La unión por la conformidad no es intensa y violenta; es calma, dictada por la rutina y, por ello mismo, suele resultar insuficiente para aliviar la angustia de la sepa­ratidad. La fre­cuencia del alcoholismo, la afición a las drogas, la sexualidad compulsiva y el suicidio en la sociedad occidental contempo­ránea constituyen los síntomas de ese fracaso relativo de la conformidad tipo rebaño. Más aún, tal solución afecta funda­mentalmente a la mente, y no al cuerpo, por lo cual es menos efectiva que las soluciones or­giás­ticas. La conformidad tipo re­baño ofrece tan sólo una ventaja: es permanente, y no espas­módica. El individuo es introducido en el patrón de conformi­dad a la edad de tres o cuatro años, y a partir de ese momento nunca pierde el contacto con el rebaño. Aun su funeral, que él anticipa como su última actividad social importante, está es­trictamente de acuerdo con el patrón.

    Además de la conformidad como forma de aliviar la an­gustia que surge de la sepa­ra­tidad, debemos considerar otro factor de la vida contemporánea: el papel de la rutina en el tra­bajo y en el placer. El hombre se convierte en «ocho horas de trabajo», forma parte de la fuerza laboral, de la fuerza buro­crática de empleados y empresarios. Tiene muy poca inicia­tiva, sus tareas están prescritas por la organización del trabajo; incluso hay muy poca diferencia entre los que están en los pel­daños inferiores de la escala y los que han llegado más arriba. Aun los sentimientos están prescritos: alegría, tolerancia, res­ponsabilidad, ambición y habilidad para llevarse bien con todo el mundo sin incon­ve­nientes. Las diversiones están rutinizadas en forma similar, aunque no tan drástica. Los clubs del libro seleccionan el material de lectura; los dueños de cinematógra­fos y salas de espectáculos, las películas, y pagan, además, la propaganda respectiva; el resto también es uniforme: el paseo en auto del domingo, la sesión de televisión, la partida de nai­pes, las reuniones sociales. Desde el nacimiento hasta la muerte, de lunes a lunes, de la mañana a la noche, todas las ac­tividades están rutinizadas y prefabricadas. ¿Cómo puede un hombre preso en esa red de actividades rutinarias recordar que es un hombre, un individuo único, al que sólo le ha sido otor­gada una única oportunidad de vivir, con es­pe­ranzas y desilu­siones, con dolor y temor, con el anhelo de amar y el miedo a la nada y a la separatidad?

    Una tercera manera de lograr la unión reside en la activi­dad creadora, sea la del artista o la del artesano. En cualquier tipo de tarea creadora, la persona que crea se une con su mate­rial, que representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero que construye una mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el trigo o el pintor que pinta una tela, en todos los tipos de trabajo creador el individuo y su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de crea­ción. Esto, sin embargo, sólo es válido para el trabajo produc­tivo, para la tarea en la que yo planeo, produzco, veo el resul­tado de mi labor. Actualmente, en el proceso de trabajo de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco queda de esa cualidad unificadora del trabajo. El traba­jador se con­vierte en un apéndice de la máquina o de la organización buro­crática. Ha dejado de ser él, y por eso mismo no se produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la con­formidad.

 

La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es tran­sitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudo­unidad. Por lo tanto, cons­tituyen meras respuestas par­ciales al problema de la exis­tencia. La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor.

    Ese deseo de fusión interper­sonal es el impulso más pode­roso que existe en el hombre. Constituye su pasión más funda­mental, la fuerza que sostiene a la raza hu­ma­na, al clan, a la familia y a la sociedad. La incapacidad para alcanzarlo signi­fica insania o destrucción -de sí mismo o de los demás-. Sin amor, la humanidad no podría existir un día más. Sin embargo, si llamamos «amor» al logro de la unión interpersonal, nos ve­mos frente a una seria dificultad. La fusión puede lograrse en distintas formas -y las diferencias no son menos significativas que lo que tienen de común las diversas formas del amor-. ¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O tendríamos que reservar la palabra amor únicamente para una forma espe­cífica de unión, una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y sistemas filosóficos humanísticos en los cuatro mil años de historia occidental y oriental?

    Como ocurre con todas las dificultades semánticas, la res­puesta sólo puede ser arbitraria. Lo importante es que sepamos a qué clase de unión nos referimos cuando hablamos de amor. ¿Trátase del amor como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a esas formas inmaduras de amar que podríamos llamar unión simbiótica? En los pasajes si­guientes sólo usaré el término amor para designar la primera alternativa. Comenzaré el examen del «amor» con la segunda.

 

    La unión simbiótica tiene su patrón biológico en la relación entre la madre embarazada y el feto. Son dos y, sin embargo, uno solo. Viven «juntos» (sym-biosis), se necesitan mutua­mente. El feto es parte de la madre y recibe de ella cuanto ne­cesita; la madre es su mundo, por así decirlo; lo alimenta, lo protege, pero también su propia vida se ve realzada por él. En la unión simbiótica psíquica, los dos cuerpos son independien­tes, pero psicológicamente existe el mismo tipo de relación.

    La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión, o, para usar un término clínico, el masoquismo. La persona ma­soquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y se­paratidad convirtiéndose en una parte de otra persona que la dirige, la guía, la protege, que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera el poder de aquel al que uno se so­mete, se trate de una persona o de un dios; él es todo, yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él. Como tal, comparto su grandeza, su poder, su seguridad. La persona ma­soquista no tiene que tomar decisiones, ni correr riesgos; nunca está sola, pero no es independiente; carece de integri­dad; no ha nacido aún totalmente. En un contexto religioso, el objeto de la adoración recibe el nombre de ídolo; en el contexto secular de la relación amorosa masoquista, el mecanismo esen­cial, de idolatría, es el mismo. La relación masoquista puede estar mezclada con deseo físico, sexual; en tal caso, trátase de una sumisión de la que no sólo participa la mente, sino también todo el cuerpo. Puede ser una sumisión masoquista ante el des­tino, la enfermedad, la música rítmica, el estado orgiástico pro­ducido por drogas o por un trance hipnótico; en todos los ca­sos la persona renuncia a su integridad, se convierte en un ins­trumento de alguien o algo exterior a él; no necesita resolver el problema de la existencia por medio de la actividad productiva.

    La forma activa de la fusión simbiótica es la dominación, o, para utilizar el término correspondiente a masoquismo, el sadismo. La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación de estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte de sí misma. Se siente acrecentada y realzada incor­porando a otra persona, que la adora.

    La persona sádica es tan dependiente de la sumisa como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo radica en que la persona sádica domina, explota, lastima y humilla, y la masoquista es dominada, explo­tada, lastimada y humillada. En un sentido realista, la diferen­cia es considerable; en un sentido emocional profundo, la dife­rencia no es mayor que lo que ambas tienen en común: la fu­sión sin integridad. Desde ese punto de vista, tampoco es sor­prendente encontrar que, por lo general, una persona reacciona tanto en forma sádica como masoquista, habitualmente con respecto a objetos diferentes. Hitler reaccionaba sádicamente frente al pueblo, pero con una actitud masoquista hacia el des­tino, la historia, el «poder superior» de la naturaleza. Su fin –el suicidio en medio de la destrucción general- es tan caracterís­tico como lo fueron sus sueños de éxito -el dominio total-.

 

    En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro sig­nifica unión a condición de preservar la propia integridad, la propia individualidad. El amor es un poder activo en el hom­bre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos.

    Si decimos que el amor es una actividad, nos vemos frente a una dificultad que reside en el significado ambiguo de la pala­bra «actividad». En el sentido moderno del término, «actividad» denota una acción que, mediante un gasto de energía, produce un cambio en la situación existente. Así, un hombre es activo si atiende su negocio, estudia medicina, trabaja en una cadena sinfín, construye una mesa, o se dedica a los deportes. Todas esas actividades tienen en común el estar dirigidas hacia una meta exterior. Lo que no se tiene en cuenta es la motivación de la actividad. Consideremos, por ejemplo, el caso del hombre al que una profunda sensación de inseguridad y soledad impulsa a trabajar incesantemente; o del otro movido por la ambición, o el ansia de riqueza. En todos esos casos, la persona es es­clava de una pasión, y, en realidad, su actividad es una «pasivi­dad», puesto que está impulsado; es el que sufre la acción, no el que la realiza. Por otra parte, se considera «pasivo» a un hom­bre que está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finali­dad o propósito que experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo, porque no «hace» nada. En realidad, esa actitud de concentrada meditación es la actividad más elevada, una actividad del alma, y sólo es posible bajo la condición de liber­tad e independencia interiores. (Se encontrará un estudio más detallado del sadismo y del masoquismo en E. Fromm, El miedo a la libertad, Ediciones Paidós, 1958). Uno de los conceptos de activi­dad, el moderno, se refiere al uso de energía para el logro de fi­nes exteriores; el otro, al uso de los poderes inherentes del hombre, se produzcan o no cambios externos. Spinoza formuló con suma claridad el segundo concepto de actividad, distin­guiendo entre afectos activos y pasivos, entre «acciones» y «pa­siones». En el ejercicio de un afecto activo, el hombre es libre, es el amo de su afecto; en el afecto pasivo, el hombre se ve im­pulsado, es objeto de motivaciones de las que no se percata. Spinoza llega de tal modo a afirmar que la virtud y el poder son una y la misma cosa (Spinoza, Etica IV, Def. 8). La envidia, los celos, la ambición, todo tipo de avidez, son pasiones; el amor es una acción, la práctica de un poder humano, que sólo puede realizarse en la libertad y jamás como resultado de una compulsión.

    El amor es una actividad, no un afecto pasivo; es un «estar continuado», no un «súbito arranque». En el sentido más gene­ral, puede describirse el carácter activo del amor afirmando que amar es fundamentalmente dar, no recibir.

    ¿Qué es dar? Por simple que parezca la respuesta, está en realidad plena de ambigüedades y complejidades. El malenten­dido más común consiste en suponer que dar significa «renunciar» a algo, privarse de algo, sacrificarse. La persona cuyo ca­rácter no se ha desarrollado más allá de la etapa correspon­diente a la orientación receptiva, experimenta de esa manera el acto de dar. El carácter mercantil está dispuesto a dar, pero sólo a cambio de recibir; para él, dar sin recibir significa una estafa (Un examen detallado de esas orientaciones caracterológicas se encon­trará en E. Fromm, Ética y Psicoanálisis, México, Fondo de Cultura Eco­nómica, 1957, Cap. 3, págs. 70 y sig.).  La gente cuya orientación fundamental no es produc­tiva, vive el dar como un empobrecimiento, por lo que se niega generalmente a hacerlo. Algunos hacen del dar una virtud, en el sentido de un sacrificio. Sienten que, puesto que es doloroso, se debe dar, y creen que la virtud de dar está en el acto mismo de aceptación del sacrificio. Para ellos, la norma de que es me­jor dar que recibir significa que es mejor sufrir una privación que experimentar alegría.

    Para el carácter productivo, dar posee un significado total­mente distinto: constituye la más alta expresión de potencia. En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha. Me experimento a mí mismo como desbordante, pródigo, vivo, y, por tanto, dichoso (Compárese con la definición de la dicha formulada por Spinoza.) Dar produce más felici­dad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de mi vitalidad.

    Si aplicamos ese principio a diversos fenómenos específi­cos, advertiremos fácilmente su validez.

    Encontramos el ejemplo más elemental en la esfera del sexo. La culminación de la función sexual masculina radica en el acto de dar; el hombre se da a sí mismo, da su órgano sexual, a la mujer. En el momento del orgasmo, le da su semen. No puede dejar de darlo si es potente. Si no puede dar, es im­potente. El proceso no es diferente en la mujer, si bien algo más complejo. También ella se da; permite el acceso al núcleo de su feminidad; en el acto de recibir, ella da. Si es incapaz de ese dar, si sólo puede recibir, es frígida. En su caso, el acto de dar vuelve a producirse, no en su función de amante, sino como madre. Ella se da al niño que crece en su interior, le da su leche cuando nace, le da el calor de su cuerpo. No dar le resultaría doloroso.

    En la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho. El avaro que se preocupa angustiosamente por la posible pérdida de algo es, desde el punto de vista psicológico, un hombre indi­gente, empobrecido, por mucho que posea. Quien es capaz de dar de sí es rico. Siéntese a sí mismo como alguien que puede entregar a los demás algo de sí. Sólo un individuo privado de todo lo que está más allá de las necesidades elementales para la subsistencia seria incapaz de gozar con el acto de dar cosas ma­teriales. La experiencia diaria demuestra, empero, que lo que cada persona considera necesidades mínimas depende tanto de su carácter como de sus posesiones reales. Es bien sabido que los pobres están más inclinados a dar que los ricos. No obs­tante, la pobreza que sobrepasa un cierto límite puede impedir dar, y es, en consecuencia, degradante, no sólo a causa del su­frimiento directo que ocasiona, sino porque priva a los pobres de la alegría de dar.

    Sin embargo, la esfera más importante del dar no es la de las cosas materiales, sino el dominio de lo específicamente hu­mano. ¿Qué le da una persona a otra? Da de sí misma, de lo más precioso que tiene, de su propia vida. Ello no significa ne­cesariamente que sacrifica su vida por la otra, sino que da lo que está vivo en él -da de su alegría, de su interés, de su com­prensión, de su conocimiento, de su humor, de su tristeza-, de todas las expresiones y manifestaciones de lo que está vivo en él. Al dar así de su vida, enriquece a la otra persona, realza el sentimiento de vida de la otra al exaltar el suyo propio. No da con el fin de recibir; dar es de por sí una dicha exquisita. Pero, al dar, no puede dejar de llevar a la vida algo en la otra per­sona, y eso que nace a la vida se refleja a su vez sobre ella; cuando da verdaderamente, no puede dejar de recibir lo que se le da en cambio. Dar implica hacer de la otra persona un da­dor, y ambas comparten la alegría de lo que han creado. Algo nace en el acto de dar, y las dos personas involucradas se sien­ten agradecidas a la vida que nace para ambas. En lo que toca específicamente al amor, eso significa: el amor es un poder que produce amor; la impotencia es la incapacidad de producir amor. Marx ha expresado bellamente este pensamiento: «Su­pongamos -dice-, al hombre como hombre, y su relación con el mundo en su aspecto humano, y podremos intercambiar amor sólo por amor, confianza por confianza, etc. Si se quiere disfrutar del arte, se debe poseer una formación artística; si se desea tener influencia sobre otra gente, se debe ser capaz de ejercer una influencia estimulante y alentadora sobre la gente. Cada una de nuestras relaciones con el hombre y con la natu­raleza debe ser una expresión definida de nuestra vida real, individual, correspondiente al objeto de nuestra voluntad. Si amamos sin producir amor, es decir, si nuestro amor como tal no produce amor, si por medio de una expresión de vida como personas que amamos, no nos convertimos en personas ama­das, entonces nuestro amor es impotente, es una desgracia» («Nationalókonomie und Philosophie», 1844, publicada en Karl Marx. Die Frühschrifien, Stuttgart. Alfred Króner Verlag, 1953, págs. 300. 301). Pero no sólo en lo que atañe al amor dar significa recibir. El maestro aprende de sus alumnos, el auditorio estimula al actor, el paciente cura a su psicoanalista -siempre y cuando no se traten como objetos, sino que estén relacionados entre sí en forma genuina y productiva­

    Apenas si es necesario destacar el hecho de que la capaci­dad de amar como acto de dar depende del desarrollo caracte­rológico de la persona. Presupone el logro de una orientación predominantemente productiva, en la que la persona ha supe­rado la dependencia, la omnipotencia narcisista, el deseo de ex­plotar a los demás, o de acumular, y ha adquirido fe en sus propios poderes humanos y coraje para confiar en su capaci­dad para alcanzar el logro de sus fines. En la misma medida en que carece de tales cualidades, tiene miedo de darse, y, por tanto, de amar.

    Además del elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.

    Que el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo. Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que des­cuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcio­narle bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo ocurre incluso con el amor a los ani­males y las flores. Si una mujer nos dijera que ama las flores, y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su «amor» ú las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay amor. En el libro de Jonás se describe en forma sumamente bella este elemento del amor. Dios le ha dicho a Jo­nás que vaya a Nínive para advertir a sus habitantes que serán castigados si no abandonan sus prácticas perversas. Jonás huye de su misión porque teme que la gente de Nínive se arre­pienta y que Dios los perdone. Es un hombre con un poderoso sentido del orden y de la ley, pero sin amor. Sin embargo, al tratar de escapar, se encuentra en el vientre de una ballena, que simboliza el estado de aislamiento y reclusión que ha provo­cado en el su falta de amor y de solidaridad. Dios lo salva, y Jonás va a Nínive. Predica ante los habitantes tal como Dios se lo ha mandado, y ocurre aquello que él tanto temía. Los hombres de Nínive se arrepienten de sus pecados, abandonan sus malos hábitos, y Dios los perdona y decide no destruir la ciudad. Jonás se siente hondamente enojado y apesadum­brado; él quería «justicia», no misericordia. Por fin encuentra cierto consuelo en la sombra de un árbol que Dios ha hecho Crecer para protegerlo del sol. Pero cuando Dios hace que el árbol se seque, Jonás se deprime y se queja airadamente a Dios. Dios responde: «Tuviste tú lástima de la calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú la hiciste crecer; que en espacio de una noche nació y en espacio de una noche pereció. Y no ten­dré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas que no conocen su mano derecha su mano izquierda, y muchos animales?» La respuesta de Dios a Jonás debe entenderse simbólicamente. Dios le explica a Jonás que la esencia del amor es «trabajar» por algo y «hacer crecer», que e amor y el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja, y se trabaja por lo que se ama. El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese tér­mino para denotar un deber, algo impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesida­des, expresadas o no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo y dispuesto a «responder». Jonás no se sen­tía responsable ante los habitantes de Nínive. El, como Caín, podía preguntar: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» La persona que ama responde. La vida de su hermano no es sólo asunto de su hermano, sino propio. Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad, en el caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las necesidades físicas. En el amor entre adultos, a las nece­sidades psíquicas de la otra persona.

   La responsabilidad podría degenerar fácilmente en domi­nación y posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reveren­cia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar significa preo­cuparse por que la otra persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Quiero que la persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que les es propia, y no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con ella, pero con ella_ tal cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin muletas, sin tener que do­minar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad: " l'amour est l'enfant de la liberté», dice una vieja canción francesa; el amor es hijo de la libertad, nunca de la do­minación.

    Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cui­dado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara el co­nocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el meollo. Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra per­sona en sus propios términos. Puedo saber, por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre abier­tamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta; que se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no es más que la manifestación de algo más profundo, y la veo an­gustiada e inquieta, es decir, como una persona que sufre y no como una persona enojada.

    Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo la prisión de la propia separatidad se vincula, de modo íntimo, con otro deseo es­pecíficamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si bien la vida en sus aspectos meramente biológicos es un mi­lagro y un secreto, el hombre, en sus aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y para sus semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos, porque no somos una cosa, y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más avanza­mos hacia las profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es «él».

    Hay una manera, una manera desesperada, de conocer el secreto: es el poder absoluto sobre otra persona; el poder que le hace hacer lo que queremos, sentir lo que queremos, pensar lo que queremos; que la transforma en una cosa, nuestra cosa, nuestra posesión. El grado más intenso de ese intento de conocer consiste en los extremos del sadismo, el deseo y la habili­dad de hacer sufrir a un ser humano, de torturarlo, de obligarlo a traicionar su secreto en su sufrimiento. En ese anhelo de pe­netrar en el secreto del hombre, y por lo tanto, en el nuestro, reside una motivación esencial de la profundidad y la intensi­dad de la crueldad y la destructividad. Isaac Babel ha expre­sado tal idea en una forma muy sucinta. Recuerda a un oficial compañero suyo en la guerra civil rusa, quien acababa de ma­tar a puntapiés a su ex amo: «Con un disparo -digamos así-, con un disparo, uno sólo, se libra uno de un tipo... Con un dis­paro nunca se llega al alma, a dónde está en el tipo y cómo se presenta. Pero yo no ahorro fuerzas, y más de una vez he piso­teado a un tipo durante más de una hora. Sabes, quiero llegar a saber qué es realmente la vida, cómo es la vida» (I. Babel, The Collected Stories, Nueva York, Criterion Book, 1955).

    Es frecuente que los niños tomen abiertamente ese camino hacia el conocimiento. El niño desarma algo, lo deshace para conocerlo; o destroza un animal; cruelmente arranca las alas de una mariposa para conocerla, para obligarla a revelar su se­creto. La crueldad misma está motivada por algo más pro­fundo: el deseo de conocer el secreto de las cosas y de la vida.

    Otro camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no «conozco» nada-. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo que está vivo le es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El sadismo está motivado por el deseo de conocer el secreto, y, sin embargo, permanezco tan ignorante como antes. He destrozado completamente al otro ser, y, sin embargo, no he hecho más que separarlo en pedazos. El amor es la única forma de conocimiento, que, en el acto de unión, sa­tisface mi búsqueda. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre.

    El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema délfico: «Co­nócete a ti mismo.» Tal es la fuente primordial de toda psico­logía. Pero puesto que deseamos conocer todo el hombre, su más profundo secreto, el conocimiento corriente, el que pro­cede sólo del pensamiento, nunca puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo más, nunca al­canzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un enigma para no­sotros mismos, y nuestros semejantes seguirían siéndolo para nosotros. La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la ex­periencia de la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensa­miento, es decir, el conocimiento psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetiva mente, para poder ver su realidad, o, más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar (Esa afirmación tiene una consecuencia importante para el papel de la psicología en la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran populari­dad de la psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hom­bre, también descubre la fundamental falta de amor en las relaciones huma­nas actuales. El conocimiento psicológico conviértese así en un sustituto del conocimiento pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él. ).

    El problema de conocer al hombre es paralelo al problema religioso de conocer a Dios. En la teología occidental conven­cional se intenta conocer a Dios por medio del pensamiento, de afirmaciones acerca de Dios. Se supone que puedo conocer a Dios en mi pensamiento. En el misticismo, que es el resultado del monoteísmo (como trataré de demostrar más adelante), se renuncia al intento de conocer a Dios por medio del pensa­miento, y se lo reemplaza por la experiencia de la unión con Dios, en la que ya no hay lugar para el conocimiento acerca de Dios, ni tal conocimiento es necesario.

    La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irra­cional. Por el contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro conocimiento de las limitaciones fundamentales, y no accidentales, de nuestro conocimiento. Es el conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del hom­bre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología como ciencia tiene limitacio­nes, y así como la consecuencia lógica de la teología es el misti­cismo, así la consecuencia última de la psicología es el amor.

    Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son mu­tuamente interde­pen­dientes. Constituyen un síndrome de acti­tudes que se encuentran en la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus propios poderes, que sólo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y omni­potencia, que ha adquirido humildad basada en esa fuerza inte­rior que sólo la genuina actividad productiva puede proporcio­nar… (Erich Fromm, El arte de amar).

Erich Fromm

El arte de amar

Paidós, 2011

¿Por qué nos asusta tanto ser libres? (Erich Fromm)