Medios y fines

Theodor W. Adorno Y Max Horkheimer

 

Cuando se le pide al hombre común que explique lo mentado con el concepto de razón, su reacción acostumbra a ser, por lo general, de vacilación y desconcierto. Sería falso interpretar esto como sig­no de una sabiduría demasiado profunda o un pensamiento dema­siado abstruso como para poder traducirse a palabras. Lo que real­mente revela es el sentimiento de que nada hay ahí que investigar, de que el concepto de razón se explica por sí mismo, de que la pregunta es superflua. Urgido a procurar una respuesta, el hombre medio dirá que las cosas racionales son, evidentemente, cosas útiles y que toda persona racional debe ser capaz de decidir qué es lo que le resulta útil. Deberían, obviamente, ser tenidas en cuenta las cir­cunstancias que concurren en toda situación, así las leyes, costum­bres y tradiciones. Pero la fuerza que en última instancia hace posi­bles acciones racionales es la capacidad de clasificación, de inferencia y de deducción, independientemente del contenido específico que en cada caso esté en juego. Lo que aquí cuenta es, en fin, el funcio­namiento abstracto del mecanismo del pensamiento. Esta clase de razón puede ser llamada razón subjetiva. Tiene que ver esencial­mente con medios y fines, con la adecuación de los métodos y modos de proceder a los fines, unos fines que son más o menos asumidos y que presuntamente se sobreentienden. Confiere escasa importancia a la pregunta por la racionalidad de los fines como tales. Si se ocupa, de todos modos, de fines, lo hace dando por descontado que éstos son también racionales en sentido subjetivo, esto es, que sirven al interés del sujeto en orden a su autoconserva­ción, tanto si se trata del individuo particular como de la comunidad, de cuya perduración depende la del individuo. La idea de que un fin pueda ser racional por sí mismo -en razón de excelencias contenidas de modo evidente en él-, sin venir referido a ningún tipo de generación subjetiva o ventaja, es de todo punto extraña a la razón subjetiva, incluso en los casos en los que, alzándose sobre la consideración de valores inmediatamente útiles, se dedica a re­flexiones sobre el orden social, considerado como un todo.

 

Por ingenua o superficial que pueda parecer esta definición de la razón, es un síntoma importante de una transformación de vasto alcance en modos de pensar y concebir que ha tenido lugar en el último siglo en el pensamiento occidental. Durante largo tiempo dominó una visión de la razón diametralmente opuesta. Dicha visión afirmaba la existencia de la razón como una fuerza no sólo en la consciencia individual, sino también en el mundo objetivo, en las relaciones entre los hombres y entre las clases sociales, en las instituciones sociales, en la naturaleza y en sus manifestaciones. Grandes sistemas filosóficos, como los de Platón y Aristóteles, la Escolástica y el idealismo alemán, tenían como fundamento una teoría objetiva de la razón. Su objetivo era el desarrollo de un sis­tema englobante o de una jerarquía de la totalidad de los entes, incluidos el ser humano y sus fines. El grado de racionalidad de la vida de una persona podía ser determinado a tenor de su armo­nía con esta totalidad. La estructura objetiva de ésta, y no tan sólo el ser humano y sus fines, debía ser el patrón de medida de los pensamientos y acciones individuales. Este concepto de razón ja­más excluyó la razón subjetiva, sino que la consideró como expre­sión parcial y limitada de una racionalidad englobante, de la que eran derivados los criterios para todas las cosas y seres vivos. El énfasis era puesto más en los fines que en los medios. La aspira­ción máxima de este tipo de pensamiento era conciliar el orden objetivo de lo “racional", tal como lo concebía la filosofía, con la existencia humana, incluidos el interés propio y la autoconserva­ción. No de otro modo busca Platón mostrar, en su República, cómo quien vive a la luz de la razón objetiva y dejándose guiar por ella, es también feliz y tiene éxito en la vida. En el núcleo central de la teoría de la razón objetiva figuraba no la coordinación entre conducta y fin, sino los conceptos que se ocupan de la idea del bien supremo, del problema de la determinación humana y de los modos de realización posible de los fines supremos, por mitológi­cos que tales conceptos puedan hoy parecernos. 

 

Entre esta teoría, a tenor de la que la razón es un principio inviscerado en la realidad y en ella operante, y la doctrina que no ve en ella sino una capacidad subjetiva del espíritu, existe una dife­rencia fundamental. De acuerdo con esta última concepción de la razón, sólo el sujeto puede ser racional en un sentido genuino, de modo que cuando decimos que una institución o alguna otra reali­dad son racionales, lo único que afirmamos es que los hombres las han organizado racionalmente, que les han aplicado, de modo más o menos técnico, su capacidad lógica, calculística. La razón subje­tiva se revela en última instancia como la capacidad de calcular probabilidades y determinar los medios más adecuados para un fin dado. Esta definición parece coincidir con las ideas de muchos filósofos relevantes, en especial de pensadores ingleses desde los días de John Locke. Por supuesto que a Locke no le pasaron inad­vertidas otras funciones espirituales, que podrían entrar en esta misma categoría, por ejemplo la capacidad de diferenciar y la re­flexión. Pero también estas funciones están, en definitiva, al ser­vicio incondicional de la coordinación de medios y fines, coordi­nación que constituye, en última instancia, el interés social de la ciencia y, en cierto modo, la raison d'être de toda teoría en el proceso social de producción.

 

De acuerdo con la concepción subjetivista, en la que “razón” se utiliza más bien para caracterizar una cosa o pensamiento que un acto, ésta viene referida exclusivamente a la relación entre un obje­to de este tipo o un concepto con un fin, no al objeto o al concepto mismos. Lo que significa que la cosa o el pensamiento sirven para algo distinto. No hay ningún fin racional en sí, y, en consecuencia, carece de sentido discutir la preeminencia de un fin respecto de otro desde la perspectiva de la razón. A tenor del enfoque subjeti­vo, una discusión de este tipo sólo es posible cuando ambos fines están al servicio de otro tema de orden superior; esto es, cuando son medios, no fines (1).

 

La relación entre estos dos conceptos de razón no es solo una relación de contraposición. Históricamente han estado operantes desde un principio ambos aspectos de la razón, el objetivo y el subjetivo, y sólo en el transcurso de un largo proceso tomó cuerpo la preeminencia de éste sobre aquél. […] La crisis contemporánea de la razón radica fundamentalmente en el hecho de que, llegando en su evolución a una determinada etapa, el pensamiento o bien perdió por completo la capacidad de concebir tal objetividad, o bien comenzó a combatirla como un espejismo. Este proceso vino poco a poco a afectar hasta al contenido objetivo de todo concepto racional. Finalmente no hay realidad singular alguna que pueda aparecer como racional per se; vaciados de su contenido, todos los conceptos fundamentales se han convertido en meras cáscaras formales. […]

De acuerdo con estas teorías el pensamiento está al servicio de cualquier empeño particular, sea bueno o malo. Es un instrumento para todas las empresas de la sociedad, pero no le es dado intentar determinar las estructuras de la vida social e individual, que deben ser determinadas por otras fuerzas. En los debates tanto científicos como no especializados se ha llegado hasta el punto de considerar la razón, por lo común, como una capacidad intelectual de coordinación, cuya efectividad puede ser aumentada mediante el uso metódico y la exclusion de factores no intelectuales, como las emociones conscientes o inconscientes. La razón nunca ha dirigido realmente la realidad social, pero hoy ha sido tan depurada de toda tendencia o inclinación específica, que ha renunciado incluso a la tarea de enjuiciar acciones y modos de vida de los seres humanos. Tales cosas han sido dejadas por la razón a la sanción definitiva de los intereses en pugna, a merced de los que parece estar hoy nuestro mundo. (...)

 

En la mayor parte de los casos ser racional equivale a no ser obstinado, lo que de nuevo apunta a una coincidencia con la realidad tal como ésta es: el principio de la adaptación es asumido como obvio. [En cambio] cuando la idea de la razón fue concebida, tenía cometidos mucho mayores que simplemente el de regular la relación entre medios y fines; era considerada como instrumento idóneo para comprender los fines, para determinarlos. Sócrates murió por subordinar las ideas más sagradas y arraigadas de su comunidad y de su país a la crítica del daimon o del pensamiento dialéctico, como Platón lo llamaba. Al hacer tal luchaba tanto contra el conservadurismo ideológico como contra el relativismo enmascarado de progreso, pero en realidad sometido a los intereses personales y de clase. Con otras palabras, luchaba contra la razón subjetiva, formalista, en nombre de la que hablaban los otros sofistas. Minó los fundamentos de la sagrada tradición de Grecia, el modo de vida ateniense, y al hacerlo preparó el terreno para formas radicalmente distintas de vida individual y social. Para Sócrates incumbía a la razón, entendida como inteligencia capaz de un discernimiento universal, determinar las convicciones y regular las relaciones entre hombre y hombre y naturaleza

 

Aunque su doctrina podría ser considerada como el origen filosófico del concepto de sujeto como juez supremo sobhre el bien y el mal, Sócrates no hablaba de la razón y de sus juicios como meros nombres o convenciones, sino como si reflejaran la verdadera naturaleza de las cosas. (...)

 

NOTAS

 

(1) La diferencia entre este significado de razón y la concepción objetivista guar­da cierta similitud con la diferencia entre racionalidad funcional y substancial, tal como son usados estos términos en la escuela de Max Weber. Por su parte, Max Weber se aferró tan decididamente a la tendencia subjetivista que no pudo elaborarse siquiera la imagen de una racionalidad “substancial”, esto es, de una racionalidad con la ayuda de la cual le sea dado al hombre discernir entre un fin y otro. Si nuestros impulsos, nuestros objetivos y, finalmente, nuestras decisiones están a priori condena­dos a ser irracionales, la razón substancial se convierte por fuerza en el lugar de una mera interrelación, siendo así, en consecuencia, esencialmente “funcional”. Aunque las descripciones de los procesos de burocratización y monopolización del conoci­miento debidos al propio Weber y a sus discípulos han iluminado mucho el aspecto social de la transición de la razón objetiva a la razón subjetiva (cf. especialmente los análisis de Karl Mannheim en Mensch und Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus, Darmstadt, 1958), el pesimismo de Max Weber en lo tocante a la posibilidad de una comprensión racional y de una acción racional, tal como se expresa en su filosofía (cf., por ejemplo, “Wissenschaft als Beruf”, en Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, Tübingen, 1922; vers. Castellana, “La ciencia como vocación”, en El politico y el científico, trad. de F. Rubio Llorente, Alianza, Madrid, 1984, pp. 180-231), constituye un mojón decisivo en el camino de la abdicación de la filosofía y de la ciencia en lo relativo a su aspiración a determinar la meta última del hombre.
(1)

(Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental (1947: Eclipse of Reason), trad. de Jacobo Muñoz, editorial Trotta, Madrid, 2002, pp. 45-50).