La infancia:
consideraciones filosóficas - 2
La vita activa y la condición humana
Hannah Arendt (1906-1975)
[Antes de empezar este texto de Hannah Arendt, quiero que leas unas instrucciones para un ejercicio que has de ir redactando poco a poco, teniendo en cuenta lo que has leído hasta ahora y los tres textos que te quedan por leer de este bloque. Pincha aquí]
Propongo el término de vita activa para designar tres actividades humanas fundamentales: el trabajo, la obra y la acción. Son fundamentales porque cada una de ellas corresponde a las condiciones básicas en las que al hombre le es dado vivir en la tierra.
El trabajo es la actividad que corresponde al proceso biológico del cuerpo humano: el crecimiento espontáneo, el metabolismo y, en su caso, la corrupción van ligados a las producciones elementales cuyo proceso vital el trabajo nutre. La condición humana del trabajo es la vida misma.
La obra es la actividad que corresponde a la no-naturalidad de la existencia humana, la cual no está incrustada en el espacio y cuya mortalidad no es compensada por el eterno retorno cíclico de la especie. La obra proporciona un mundo “artificial” de objetos, netamente diferentes de cualquier medio natural. Es dentro de sus fronteras donde se aloja cada una de las vidas individuales, a la vez que ese mismo mundo está destinado a sobrevivirlas y a trascenderlas a todas. La condición humana de la obra es la pertenencia al mundo.
La acción, la única actividad que pone en relación directa a los hombres, sin que medien los objetos ni la materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que son los hombres, y no el hombre, quienes viven en la tierra y habitan el mundo. Si todos los aspectos de la condición humana guardan cierta relación con la política, esta pluralidad es la condición específica –no sólo la conditio sine qua non, sino también la conditio per quam- de toda vida política.
Así es como la lengua de los romanos, que fueron sin duda el pueblo más político que se conoce, empleaba como sinónimos las expresiones “vivir” y “estar entre los hombres” (inter homines esse) o “morir” y “dejar de estar entre los hombres” (inter homines esse desinere). Ahora bien, la condición humana de la acción se encuentra en su forma más elemental ya en el Génesis (“Él los creó hombre y mujer”), si admitimos que este relato de la creación es en principio distinto del que presenta a Dios habiendo creado primero al hombre (Adán) solo, siendo la multitud humana el resultado de la multiplicación [1]. La acción sería un lujo superfluo, una intervención caprichosa en las leyes generales del comportamiento si los hombres fueran repeticiones reproductibles al infinito de un solo y único modelo, si su naturaleza o esencia siempre fuese la misma, tan previsible como la esencia o la naturaleza de cualquier objeto. La pluralidad es la condición de la acción humana porque somos todos iguales, es decir humanos, sin que nunca nadie sea idéntico a ningún otro hombre que haya vivido, esté viviendo o esté por nacer.
Estas tres actividades y sus condiciones correspondientes están estrechamente unidas a la condición más general de la existencia humana: la vida y la muerte, la natalidad y la mortalidad. El trabajo no sólo asegura la supervivencia del individuo, sino también la de la especie. La obra y sus productos –el marco humano, su decorado- confieren cierta permanencia, una duración a la futilidad de la vida mortal y al carácter fugaz del tiempo humano. La acción, en la medida en que se consagra a fundar y mantener organismos políticos, crea la condición del recuerdo, es decir, de la Historia. El trabajo y la obra, lo mismo que la acción, arraigan asimismo en la natalidad, en la medida en que su tarea es procurar y salvaguardar el mundo para aquéllos a los que deben prever, con los que deben contar: la oleada constante de los recién llegados que nacen al mundo extranjeros. Aun así, la acción es la que está unida más estrechamente a la condición humana de la natalidad; el comienzo inherente al nacimiento sólo se puede hacer notar en el mundo porque el recién llegado posee la facultad de emprender algo nuevo, es decir, de actuar. Entendido así, como iniciativa, un elemento de acción, y por tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas. Además, al ser la acción la actividad política por excelencia, es sin duda la natalidad, por oposición a la mortalidad, la categoría central del pensamiento político, contrariamente al pensamiento metafísico. […]
La pluralidad humana, condición fundamental de la acción y de la palabra, tiene el doble carácter de igualdad y de distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse unos a otros ni entender a los que les han antecedido ni preparar el porvenir y prever las necesidades de los que vendrán después. Si los hombres no fuesen distintos, distinguiéndose cada ser humano de cualquier otro ser presente, pasado o futuro, no tendrían necesidad ni de la palabra ni de la acción para hacerse entender. Les bastaría con las señales y los ruidos para comunicar deseos y necesidades inmediatas e idénticas. […] Sólo el hombre puede expresar esta distinción y distinguirse él mismo; sólo él puede comunicarse en lugar de limitarse a comunicar algo: sed, hambre, afecto, hostilidad o miedo. En el hombre, la alteridad –que comparte con cuanto existe- y la individualidad –que comparte con cuanto vive- llegan a ser unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de seres únicos.
La palabra y la acción revelan esta única individualidad. Por ellas, los hombres se distinguen, y no son sólo distintos; son los modos con los que los seres humanos aparecen unos a otros, y no como objetos físicos, sino como hombres. Esta apariencia, muy diferente de la mera existencia corporal, reposa en la iniciativa, pero en una iniciativa de la que ningún ser humano puede abstenerse si quiere seguir siendo humano. No es éste el caso para ninguna otra actividad de la vita activa: los hombres pueden muy bien vivir sin trabajar, pueden forzar a otro a trabajar para ellos y pueden muy bien decidir aprovechar y disfrutar del mundo sin añadir en él un solo objeto útil; la vida de un explotador o de un esclavista, la vida de un parásito, son quizás injustas, pero no hay duda de que son humanas. Ahora bien, una vida sin palabra y sin acción […] está literalmente muerta para el mundo; ya no es una vida humana, porque ya no es vivida en medio de los hombres.
Nos insertamos en el mundo humano por el verbo y el acto, y esta inserción es como un segundo nacimiento en el que confirmamos y asumimos el hecho bruto de nuestra aparición física original. Esta inserción no nos es impuesta, como el trabajo, por la necesidad, ni nos vemos empujados a ella por la utilidad, como en la obra. Puede estimularla la presencia de los demás, cuya compañía quizá deseemos, pero nunca está condicionada por el otro; su impulso procede del comienzo llegado al mundo en el momento de nuestro nacimiento y al que respondemos comenzando algo nuevo por nuestra propia iniciativa. Actuar, en el sentido más general del término, significa tomar una iniciativa, emprender (como lo indica el verbo griego arjein, “empezar”, “guiar” y eventualmente “gobernar”), poner en movimiento (que es el sentido original del latín agere). Porque son initium, recién llegados e innovadores en virtud de su nacimiento, los hombres toman iniciativas, tienen que actuar: [Initium] ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit (“para que hubiera un inicio, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie”), dice san Agustín en su filosofía política (De civitate Dei, XII, 20). Este inicio es distinto del comienzo del mundo; no es el comienzo de algo, sino de alguien, el cual es, él mismo, un innovador. Con la creación del hombre, vino al mundo el principio del inicio, lo que evidentemente no es sino otra manera de decir que el principio de la libertad fue creado al mismo tiempo que el hombre, y no antes. (Hannah Arendt, La condición humana, caps. 1 y 5).
[1] Al analizar el pensamiento post-clásico, con frecuencia resulta muy revelador ver a cuál de las dos versiones del relato de la creación se refiere el autor. Así, es muy característico de la diferencia existente entre la doctrina de Jesús y la de san Pablo que Jesús, a propósito de las relaciones entre marido y mujer, remite al Génesis (I, 27): “¿No habéis leído que, desde el origen, el Creador les hizo hombre y mujer?” (Mateos, 194, 4), mientras que Pablo, en una ocasión similar, afirma que la mujer fue creada “del hombre” y, por lo tanto, “para el hombre”, aunque de inmediato atenúa esta dependencia: “Ni hay mujer sin el hombre ni hombre sin la mujer” (I Cor., 11, 8-11). Esto es más que una discrepancia de opinión sobre el papel de la mujer. Para Jesús, la fe está estrechamente unida a la acción; para Pablo, la fe está ante todo unida a la salvación. A este respecto es particularmente interesante que san Agustín (De civitate Dei, XII, 21) no mencione el versículo I, 27 del Génesis, si bien muestra que la diferencia entre el hombre y los animales reside en que el hombre fue creado unum ac singulum y que los animales fueron llamados a existir por grupos (plura simul jussit exsistere). Para Agustín, la historia de la creación constituye una buena ocasión para insistir en la especie como algo característico de la vida animal, en oposición a la singularidad de la existencia humana.