ILUSTRACIÓN Y CRÍTICA EN KANT

Guía de lectura del ensayo Contestación a la pregunta "¿Qué es la Ilustración?"

 

Immanuel Kant (1724-1804)

 

I. Introducción

 

Para Kant, la crítica y la ilustración son inseparables. Para verlo, analizaremos el ensayo Respuesta a la pregunta: “¿Qué es la Ilustración?”, que publicó en septiembre de 1784 en la “Revista Mensual de Berlín”, donde en noviembre apareció su Idea para una historia universal en sentido cosmopolita. Ambos escritos se complementan: el primero sostiene que la única condición para que una sociedad llegue a ilustrarse es que en ella reine la libertad de expresión; el segundo postula que ello sería debido a un plan oculto de la misma Naturaleza. De este modo, el esfuerzo de los hombres por emanciparse no sería un sinsentido condenado al fracaso: la propia Naturaleza sería cómplice de este empeño suyo.

Ilustración equivale a emancipación, a mayoría de edad: “La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad”. De esta manera tan rotunda empieza Kant a definir qué es la Ilustración. Lo propio de un hombre ilustrado es pues pensar por sí mismo, libre de las andaderas con que otros quieren mantenerlo sujeto. Éste es el sentido que tiene también la tarea crítica a la que Kant dedicó sus desvelos: Crítica de la Razón pura (1781), Crítica de la Razón práctica (1788) y Crítica del Juicio (1790). En efecto, responder a la pregunta “¿qué puedo conocer?” implica delimitar la Razón humana, establecer las lindes que no puede rebasar sin extraviarse por serle imposible, más allá de ellas, conocer nada.

Pero lo significativo de esta tarea es que esos límites no se los debe imponer a la Razón sino ella misma: ni el poder político, ni el religioso, ni los prejuicios sociales, ni los temores, las expectativas y demás inclinaciones de los individuos; nada de esto está legitimado para fijarle a la Razón en qué ha de poner su empeño. El tribunal ante el que la Razón debe rendir cuentas es ella misma. De ahí el lema de la Ilustración, que Kant resume así: “Sapere aude [atrévete a saber]. ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!”. El proyecto ilustrado aspira a provocar en la sociedad y el Estado el mismo “giro copernicano” que dio lugar, en el conocimiento, a la ciencia moderna: que sea la razón el criterio de la acción moral y política del hombre.

a) El giro copernicano de la Ciencia

 

Para dar cuenta de la objetividad de la ciencia (de su necesidad y su universalidad), Kant busca el origen del conocimiento en lo puro de la razón humana, en lo anterior a la experiencia y condición de ésta (adopta un enfoque trascendental). Según él, la ciencia moderna nos enseña que no es el sujeto cognoscente (el hombre) quien se acomoda al objeto cognoscible, sino que es al revés: es el objeto el que ha de acomodarse a las condiciones trascendentales que de antemano el sujeto le impone (las formas de la sensibilidad y las categorías del entendimiento). Esto significa que la razón humana no es, como sostenía en cambio el empirismo inglés, una tabula rasa dependiente por completo de lo que la experiencia sensible tenga a bien ofrecerle, concepción que, con Hume, sabemos que desemboca en el escepticismo: al no existir la impresión sensible correspondiente a la idea de “conexión necesaria” propia de la idea de causa, ésta carece de fundamento y queda reducida a mera ficción ilusoria y, con ella, toda la ciencia a mero hábito y simple creencia, no más cargada de razón que cualquier otra explicación de los fenómenos.

En cambio, según Kant, el sujeto cuando conoce no es pasivo, aunque sea receptivo; aunque aprende de la naturaleza, esto es, aunque no extrae de sí misma el conocimiento, como la araña su tela (pues no dispone de ideas innatas, como sostenía el Racionalismo), no le deja a la naturaleza tomar la iniciativa, pues la razón, actuando como un juez, dirige el interrogatorio planteándole las preguntas que ha de responder e imponiéndole las condiciones según las cuales ha de hacerlo –tal como sucede en un experimento científico (que hay que distinguir de la experiencia bruta o fortuita)--. Por tanto, el sujeto se acerca a la realidad que aspira a conocer anticipándola de alguna manera. Que la anticipe no quiere decir que sepa de antemano qué va a ocurrir, pero sí que puede prever conforme a qué condiciones ocurrirá, puesto que es la razón quien las establece (por ejemplo, no sabe qué resultado tendrá el experimento, pero sí sabe que no podrá producirse fuera de las coordenadas espacio-temporales).

La objetividad científica tiene pues su origen en la razón, en su a priori puro (independiente de la experiencia), el cual delimita así de antemano hasta dónde puede conocer el hombre. Tal era la pretensión de la crítica (“krinein”: de-terminar, de-finir, de-limitar): determinar el perímetro de la razón para saber si es posible tener ciencia de las Ideas metafísicas (las tres sustancias cartesianas: alma, mundo y Dios); esto es, si esas tres Ideas representan algún objeto del que pueda tener conocimiento la razón o si, por el contrario, ésta se engaña cada vez que lo pretende. La respuesta es que no, porque no son fenómenos, es decir, no se le dan a la razón como objetos de la experiencia sensible, según las coordenadas espacio-temporales; son sólo algo pensable (son noúmenos). Tomarlos como objetos de ciencia equivale a cometer un grave error, que Kant llama ilusión trascendental. ¿Carecen entonces de interés? No. Tienen un uso regulativo y, en este sentido, resultan indispensables: le proporcionan a nuestro conoci­miento mayor unidad y, con ello, mayor coherencia. Mientras que la ilusión trascendental consiste en afirmar que existe un objeto trascendente (esto es, algo que está más allá de la experiencia) que se corresponde con esa Idea, el valor regulativo de la Idea reside en que le da orientaciones al entendimiento, señalándole que ha de buscar explicaciones más universales y unitarias. Su función es organizar lo que aparece dentro de la experiencia a fin de entenderlo mejor: las Ideas le señalan a la razón una misión y un fin prácticos infinitos.

 

b) El plan secreto de la Naturaleza: la insociable sociabilidad

 

En el ensayo Ideas para una historia universal concebida en sentido cosmopolita, Kant considera utópica la idea rousseauniana de una vuelta al estado primitivo de naturaleza, tanto en cuanto hecho como en cuanto ideal moral. Kant muestra su convicción de que sólo en sociedad pueden los hombres alcanzar la libertad, es decir, hacer realidad el ideal de que los hombres sean conscientes de la tarea moral que parece haberles encomendado la Naturaleza: hacer que la libertad vaya ganándole progresivamente terreno al determinismo y al sometimiento. La legitimi­dad de un Estado no reside por tanto en lo que éste haga a favor de la supervivencia física y el bienestar individuales, sino en los medios que ponga al alcance del individuo para la consecución de la libertad. Kant piensa que en la historia sólo hay progreso si se van desarrollando progresivamente leyes que nazcan de la autonomía moral del hombre, es decir, de los imperativos categóricos que cada cual reconoce en su conciencia como deberes exigidos por su razón práctica, de modo que el Estado pueda ir prescindiendo de las leyes coactivas, que el individuo no reconoce como deberes propios. Ésta es la diferencia entre ser mayor y menor de edad: el mayor de edad se rige por lo que su razón aprueba como racional (necesario y universal) y rechaza lo que ésta desaprueba, mientras que el menor de edad no acaba de entender por qué ha de hacer algo, y, si lo hace, es porque así se lo han mandado. En el primer caso se obedece a sí mismo (tiene autonomía personal), en el segundo, obedece a otro (es heterónomo).

La misma naturaleza humana explica este fin que el hombre pone a la Historia (la libertad): su indefensión al nacer le mueve a salir de su natural limitación y aislamiento. Por ello, afirma Kant que no fue un impulso social (al modo aristotélico) lo que llevó al hombre a vivir en sociedad, sino el aguijón de la necesidad. Tampoco es cierto, señala, que la cohesión social se base en la armonía interior primitiva de las voluntades particu­lares (Rousseau), ya que, según Kant, junto a su tendencia a unirse en sociedad (sociabilidad), el hombre tiene una disposición original egoísta (insociabilidad) que le lleva a querer disponerlo todo a su gusto y a buscar honores, placeres y bienes. Ahora bien, mientras que Rousseau condenaba bajo en nombre de amor propio estas inclinaciones egoístas, Kant las aprecia como impulsores del desarrollo de los talentos individuales. Sin la insociabilidad estos talentos quedarían adormecidos y reinaría entre los hombres un acuerdo tan pleno y tan pobre como el existente en un rebaño de borregos. Nadie querría destacar sobre los demás, porque nadie valoraría su individualidad, y por eso no aguzaría su ingenio ni perfeccionaría sus talentos (Kant está criticando al buen salvaje de Rousseau, tomando ideas de La fábula de las abejas, o los vicios privados hacen las virtudes públicas de Mandeville). El motor de la historia es pues esta insociable sociabilidad del hombre, es decir, el enfrentamiento entre su tendencia a agruparse en sociedad y su inclinación al aislamiento y al egoísmo (esto aparece claramente en el último fragmento del texto sobre la Ilustración).     

Por todo ello, la verdadera idea del orden social y del Estado kantiano no consiste en hacer que las voluntades individuales desaparezcan en una nivelación completa (o que se alienen totalmente en la voluntad general, como propone Rousseau), sino en mantenerlas en su propia peculiaridad y, por tanto, en su antagonismo; si bien, en un antagonismo donde el egoísmo de cada cual se imponga límites cumpliendo el deber moral de dejarles a los demás el mismo espacio que él quiere para sí. La meta ética de la auténtica libertad en la historia radica en hacer que la propia voluntad de cada hombre reconozca en sí misma que su libertad no puede invadir la libertad de los demás (a los que ha de tratar siempre como fines en sí mismos, y nunca sólo como medios). Al reconocer cada cual la libertad ajena se alcanzaría la paz en el Estado. Por esta razón, «la paz constituye el sentido último del progreso y de la historia». Este mismo antagonismo entre los individuos de un Estado lo reproducen las relaciones entre Estados. Y, por ello, la esperanza última de la historia es que se aplique el mismo principio en las relaciones entre Estados, creando «una gran federación de naciones» en la que reinaría una «paz perpetua». No puede pues haber paz si no hay libertad para todos los hombres de una sociedad.

Ahora bien, ¿cómo lograr esto sin la coacción externa? La respuesta es clara: Ilustrando a los hombres, logrando que progresivamente los hombres vayan haciendo un uso autónomo de su razón, esto es, que piensen por sí mismos (mayoría de edad) al tiempo que se van liberando de toda tutela (minoría de edad, fanatismo y superstición). Según Kant, es éste el problema más difícil que el género humano tiene que resolver. Y según Kant, no hay duda de que ésta es la verdadera finalidad de la historia: realizar progresivamente el plan de la naturaleza tendente a la completa unificación civil del género humano. A este problema Kant trata de darle respuesta en ¿Qué es la Ilustración?

Ahora se ve más claramente el contexto filosófico en donde hay que situar este ensayo kantiano. Nos hallamos precisamente en un peldaño crucial de la historia de la liberación humana: la época de la Ilustración. Comienza el proceso de la propia liberación, que en la línea del progreso nos debería llevar hacia una auténtica época ilustrada, de libertad y paz perpetua en la humanidad. Pero esta época se ha iniciado porque un monarca, Federico el Grande, se ha atrevido a decirles a sus súbditos: “¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!”, es decir, ha distinguido entre el uso público y el uso privado de la razón (luego veréis lo que significa esto), y ésa es la clave para que una sociedad avance hacia la libertad. Por esto, define al siglo XVIII como una época de Ilustración tanto como el siglo de Federico.

 

II. Ideas y estructura de ¿Qué es la Ilustración?

 

Para mayor comodidad, hemos dividido el ensayo kantiano en siete fragmentos. De este modo, indicamos cuáles son las líneas a las que remitimos y, a continuación, pasamos a explicarlas.

 

1. Primer fragmento, en el que define qué es Ilustración y por qué la culpa de la falta de Ilustración es de uno mismo. (Desde «La Ilustración significa...» hasta «Tal es el lema de la Ilustración»).

El objetivo central del texto kantiano está enunciado en la pregunta que lo titula: definir la Ilustración. El proyecto kantiano se enmarca en su época, en el siglo XVIII, «el Siglo de la Ilustración» o "Siglo de las Luces", esto es, de la Razón. Los pensadores de esta época estaban convencidos de que con el pensamiento racional se podía acabar con el oscurantismo y los prejuicios heredados. La luz de la razón tenía el poder para combatir toda superstición y transformar la sociedad, «civilizar a la humanidad», en expresión de Voltaire, un ilustrado francés. Todo ha de someterse al dictamen del «tribunal de la razón»: el conocimiento, la moral, las leyes, el orden social, la religión, etc. La razón ilustrada es pues una razón crítica, que sólo respeta aquello que pueda resistir un examen público y libre. Así, el proyecto ilustrado de Kant queda perfectamente condensado en la primera frase del texto: «Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo», entendiendo por minoría de edad la incapacidad de servirse del propio entendimiento sin la guía de otro. Alcanzar la ilustración es pues pensar por uno mismo, pensar por cuenta propia, ser autónomo en el pensamiento; encontrar en la propia razón los criterios para el saber teórico y práctico (¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?), poder responder a estas preguntas usando la propia razón, sin tutores ni maestros que las respondan por uno mismo; ilustrarse será tener el coraje de utilizar la razón de manera autónoma, atreverse a saber (Sapere aude) para actuar como es debido (como la razón ordena). Ése es el lema de la Ilustración: «Ten valor para servirte de tu propio entendimiento», y era además el lema que, como profesor, Kant daba a sus alumnos: ¡pensad por vosotros mismos!

            También señala este fragmento quién es el responsable de esta minoría de edad, es decir, a quién hay que echarle la culpa de que yo no piense por mí mismo, de que tú no pienses por ti mismo, etc.: de cada uno de nosotros. Ni a los niños ni a quienes padecen alguna perturbación de su juicio cabe hacerles este reproche, pero sí a todos los demás. Lo que nos falta es decisión y coraje; en suma, voluntad. Pensar por uno mismo no es fácil. Al contrario, la tarea de la libertad es la más difícil de todas porque supone responder uno mismo de lo que piensa, decide y hace, además de exigir mantenerse a sí mismo en un examen constante. Es mucho más fácil y cómodo que otros piensen y decidan por mí. Para librarse de esta carga, la mayoría de los hombres prefiere seguir siendo menor de edad. De aquí que Kant afirme en la Crítica del juicio que la Ilustración es cosa sencilla de definir pero difícil y larga de cumplir, porque requiere una gran dosis de esfuerzo personal y valentía.

            La minoría de edad, es decir, el dejarse guiar por otros, equivale a dejarse guiar por los prejuicios, el fanatismo y la superstición; dejarse llevar por lo que pulula a nuestro alrededor, por lo que "se" dice, "se" opina, "se" piensa... Pero, ¿acaso el "se" impersonal piensa realmente? La Ilustración, en cuanto significa pensar por uno mismo, es justamente liberarse de los prejuicios, el fanatismo y la superstición. Soy ilustrado si hago examen crítico de hasta dónde puedo conocer, qué debo hacer y qué me cabe esperar. En este sentido, el propio Kant, con su obra, nos está dando un ejemplo de qué significa Ilustración.

 

2. Segundo fragmento: análisis de las causas de la falta de Ilustración (es decir, de la minoría de edad cuyo responsable es uno mismo). Desde «Pereza y cobardía...» hasta «...con paso seguro».

Aquí Kant analiza las causas de que los hombres no piensen por sí mismos y sigan presos del fanatismo y la superstición. A pesar de que físicamente los hombres sean mayores de edad, intelectualmente siguen siendo menores, por pereza, comodidad y cobardía: «¡Es tan cómodo ser menor de edad! Basta con tener un libro que supla mi entendimiento, alguien que vele por mi alma y haga las veces de mi conciencia moral, a un médico que me prescriba la dieta, etc., para que yo no tenga que tomarme tales molestias». La pereza, la comodidad y la cobardía hacen que deleguemos en otros (heteronomía) la dirección de nuestras vidas y no afrontemos la ardua tarea de nuestra libertad (autonomía). Estos otros son los que Kant denomina «tutores», poniendo el ejemplo del director espiritual (el sacerdote al que pregunto qué debo hacer) o del médico (al que le pido una dieta milagrosa a fin de no tener que esforzarme yo en llevar una vida sana). Ahora bien, no nos engañemos, un buen tutor es aquél que educa a sus tutelados para que sean capaces de asumir la responsabilidad de pensar y decidir por ellos mismos, es decir, para que se independicen de él. En cambio, los malos tutores los adoctrinan a fin de ejercer sobre ellos una tutela vitalicia que les impida emanciparse, llegar a ser autónomos, convirtiéndolos así en animales domésticos pendientes de las órdenes de su dueño. Éste además no dejará de mostrarles lo peligroso que es que intenten “caminar solos”. Si bien –añade Kant—“ese peligro no es ciertamente tan enorme, puesto que finalmente aprenderían a caminar bien después de dar unos cuantos tropezones”. Los riesgos de pensar por uno mismo no son tan grandes: a lo sumo, equivocarse y tener que rectificar después, como el paso del niño que aprende a caminar, que al principio es titubeante y da algún tropiezo, pero luego se vuelve más firme y seguro. Sólo necesitamos vencer nuestra pereza y cobardía para liberarnos de todo yugo, de todo tutor, de todo fanatismo, y comenzar a usar nuestra propia razón en lo teórico y en lo práctico. Mayor es el peligro de acostumbrarme a que sean otros quienes piensen por mí, pues ello hace que cada vez me resulte más difícil vencer mi indolencia y mi miedo, volviéndome al final incapaz de dar un paso por mi propia cuenta. No sólo es mucho más cómodo repetir los principios, fórmulas, eslóganes y consignas impuestos por otros, sino que es grande el riesgo de creer que pensar consiste en eso, en repetir los principios, fórmulas y eslóganes que nos dictan, en vez de buscar en nuestra propia razón el fundamento de tales fórmulas y principios. Tener autonomía es mucho más difícil e inseguro, «de ahí que sean muy pocos quienes han conseguido gracias al cultivo de su propio ingenio, desenredar las ataduras que les ligaban a esa minoría de edad y caminar con paso seguro».

 

Entrada al campo Auschwitz I, con la leyenda El trabajo libera

 

Para que veas hasta qué punto es peligroso inculcar prejuicios y mantener a las personas en una permanente minoría de edad, algo de lo que Kant veía con mucha claridad, voy a ponerte un ejemplo histórico que él no conoció, pues sucedió en el siglo XX. La inmadurez que Kant denuncia puede vestirse de muchas maneras, una de ellas es la de confundir lo legal con lo moral, es decir, creer que basta con obedecer las leyes y cumplir lo estipulado para actuar moralmente. ¡Como si todo lo establecido fuera correcto y todo lo legal, moral! De sobra sabe Kant, como tú también, que hay leyes inmorales. Pero vayamos al ejemplo. Adolf Eichmann fue, entre 1940 y 1945, el jefe de la Gestapo encargado de organizar las deportaciones de los judíos con miras a su exterminio. Huyó en 1946. Localizado en Argentina por los servicios secretos israelíes, tras secuestrarlo en 1960, fue juzgado en 1961 por crímenes contra la humanidad en Jerusalén, donde, en cumplimiento de la sentencia de muerte dictada, murió ahorcado en 1962. 

En prisión durante su proceso escribió sus memorias, en las que expresiones como “según me fue ordenado...”, “de acuerdo con lo que me había sido encomendado...”, “en conformidad con lo decidido por la superioridad...”, le sirven para justificar las decisiones que adoptaba al fletar trenes con destino a Auschwitz, Treblinka y otros campos de exterminio. Según cuenta la pensadora Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, lo que Eichmann intentaba era defenderse haciendo ver que él no era un canalla y que, en este sentido, no existía ningún motivo por el que hubiera de tener algún remordimiento de conciencia; en cambio, sí habría tenido cargo de conciencia si “no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de enviar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad”. En un momento del interrogatorio policial, repentinamente y con gran énfasis, Eichmann declaró que “siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber”. Ante esto, Hannah Arendt comenta: “Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que [y esto es muy importante para lo que estamos estudiando] la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina por completo la obediencia ciega”. En efecto, a propósito de las leyes morales y sus principios, Kant escribe en su Funda­mentación de la Metafísica de las Costumbres: “Estas leyes requieren ciertamente un Juicio bien templado... para saber distinguir en qué casos tienen aplicación y en cuáles no”. Merece la pena leer, aunque sea extenso, lo que sobre esto escribe Hannah Arendt: “El juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichamann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: ‘Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales’ (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final [eufemismo con que los nazis se referían al exterminio de los judíos], había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser ‘dueño de sus propios actos’ y que él no podía ‘cambiar nada’. Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel ‘período de crímenes organizados por el estado’, cual él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del ‘imperativo categórico del Tercer Reich’, debida a Hans Franck, que quizás Eichmann conociera: ‘compórtate de tal manera, que si el Führer [Hitler] te viera aprobara tus actos’... Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido –señala H. Arendt--. Al contrario, para él todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su ‘razón práctica’, encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley.” Más que la encarnación del imperativo categórico, Eichmann era el prototipo del burócrata encapsulado en una rutina que afloraba incluso en un lenguaje reducido a clichés y a frases hechas que, tras haber sustituido la voz de la conciencia por la voz del Führer, era incapaz de pensar por sí mismo para distinguir el bien del mal; en otras palabras, había embotado su facultad de juzgar. ¡Cuántas veces nosotros mismos embotamos nuestro juicio y nos dejamos llevar por consignas ajenas a la razón, simplemente porque es lo que se lleva, o porque las lanza quien manda o porque las propone alguien que nos cae bien!

 

3. Tercer fragmento: el público puede ilustrarse si se le deja en libertad. Pero esta tarea de Ilustración es difícil y costosa; no se logra rápidamente mediante una revolución, ya que el que cada uno abandone toda tutela y todo prejuicio, y asuma su autonomía racional es una tarea lenta y costosa en lo personal, y no se logra con sólo cambiar un régimen político. Desde «Sin embargo, hay más posibilidades...» hasta «muchedumbre sin pensamiento alguno». 

 

        En este fragmento, Kant comienza a señalar cuál es el camino que conduce a una época ilustrada. Por lo pronto, es necesaria la libertad. Si al pueblo se le deja en libertad es «casi inevitable» que termine ilustrándose. Es característica del espíritu ilustrado la alta estima “racional del propio valor y de la vocación a pensar por sí mismo». Pero no hay que engañarse: no es un proceso rápido. Para alcanzar la Ilustración, no basta con proclamar la necesidad de ilustrarse ni con que el pueblo así lo «crea»; si nos limitamos a eso, lo único que hacemos es sustituir los viejos prejuicios por otros nuevos, tan prejuicios como los anteriores. La Ilustración terminaría siendo pues un nuevo cliché, una nueva consigna, y nada más. Por eso, una revolución puede derribar un régimen político despótico (parecería que Kant estuviera aludiendo, cinco años antes de que estallara, a la incipiente Revolución Francesa), pero por sí sola no producirá «la auténtica reforma del modo de pensar», la autonomía racional, que es lo propio de los espíritus ilustrados. Así pues, la Ilustración convertida en una consigna más, en un prejuicio, terminaría sirviendo de «riendas para la mayor parte de la masa carente de pensamiento». Es decir, la Ilustración terminaría siendo un prejuicio más que impediría a cada cual pensar por sí mismo.

            En definitiva, lo que Kant está señalando aquí es el mismo problema que ya vimos en la Idea para una historia universal concebida en sentido cosmopolita: las enormes dificultades que tiene una sociedad y, por ende, cada uno de nosotros para conquistar su libertad, esto es, para llegar a ser ilustrado. La libertad convertida en consigna es todo lo contrario de sí misma: yugo, superstición, prejuicio. Por eso, a partir del párrafo siguiente, Kant va a proponer el «modo» en que una sociedad puede progresar hacia la ilustración, hacia la libertad o autonomía racional de todos sus miembros. Es decir, propondrá cómo ayudar a que paulatinamente los ciudadanos sean cada vez más ilustrados, más autónomos.

 

 

4. Cuarto fragmento: Kant propone cómo puede irse ilustrando progresivamente una sociedad, para lo cual distingue entre el uso público y el uso privado de la razónDesde «Para esta Ilustración...» hasta «...perpetuar toda suerte de disparates».

 

            El problema que Kant trata de resolver en esta parte del texto es paralelo a otros planteados en otros lugares de su obra y lo resuelve de la misma forma. Aquí se trata de cómo hacer compatible la libertad de pensamiento con el mantenimiento del orden en el Estado, y es equivalente al de cómo compatibilizar la libertad moral del individuo con el determinismo de las leyes físico-matemáticas de los fenómenos. Su respuesta es: para ilustrarse no es necesaria (ni conveniente, según hemos visto a propósito de la revolución) una libertad ilimitada de hacer y decir lo que se quiera y cuando se quiera, sino que es preciso distinguir los dos ámbitos en los que hacemos uso de nuestra razón, el ámbito público y el privado. Kant subraya que en el ámbito público, la libertad de expresión ha de ser ilimitada, mientras que en el privado tiene que estar restringida. A lo primero, Kant lo denomina uso público de la propia razón, y lo define como el uso que hace de ella alguien como experto o conocedor, es decir, en calidad de “docto ante el gran mundo de los lectores”. Es decir, se trata de la libertad para expresar por escrito (y en los medios de difusión --tenemos que añadir--) nuestras críticas y argumentos sobre cualquier cuestión, dirigiéndonos al gran público. Es la libre expresión del pensamiento. «Sólo este uso puede traer Ilustración entre los hombres». Como vemos, la libertad de expresión, según Kant, es suficiente para que los hombres progresen en su Ilustración.

          Sin embargo, hay que hacer compatible la libertad de expresión –el uso público de la propia razón- con el mantenimiento del orden público, ya que sería insostenible un Estado en el que, por ejemplo, un soldado, por no estar de acuerdo con las órdenes de un superior, tuviese libertad para cuestionarlas y no cumplirlas (sí que podría expresar libremente su descontento en el ámbito público, pero no en el ejercicio de su función –en el ámbito privado--). Por esto, habla Kant de limitar el uso privado de la razón, es decir, prohibir la libertad de expresión del ciudadano cuando está ocupando un puesto civil o desempeñando una función pública. En estos casos, un ciudadano tiene que atenerse a lo que exijan las normas que regulan la función que desempeñe (ejemplos: un oficial ante sus superiores o un sacerdote ante sus feligreses). Kant señala incluso que, en algunos asuntos públicos, es necesario que los miembros del Estado se comporten pasivamente; no les está permitido razonar, ni mucho ni poco, solamente obedecer. (Hamann, un crítico de Kant, dirá en Una carta sobre la Ilustración: «¿Para qué me sirve el traje de fiesta de la libertad, si en casa tengo que llevar el delantal de la esclavitud?»).  Para abordar esta cuestión, Kant pone varios ejemplos de cómo se concilian el uso privado y el uso público de la razón: «Ciertamente, resultaría muy pernicioso que un oficial, a quien sus superiores le hayan ordenado algo, pretendiese sutilizar en voz alta y durante el servicio sobre la conveniencia o la utilidad de tal orden; tiene que obedecer. Pero en justicia no se le puede prohibir que, como experto, haga observaciones acerca de los defectos del servicio militar y los presente ante su público para ser enjuiciados».

            ¿Cuál es pues el fin que Kant se propone lograr con la distinción entre uso público y uso privado de la razón? Ya lo hemos dicho: conciliar la libertad de expresión que permite la auténtica Ilustración con el mantenimiento del orden en el Estado, es decir, evitar las revueltas sociales y la revolución que pudieran derivarse del hecho de que los ciudadanos sometieran todo a una crítica constante. Ya expresó Kant en el anterior fragmento que una revolución no serviría para ilustrar a los ciudadanos e incluso podría no servir más que para instituir nuevos yugos y prejuicios. Y es que Kant estaba convencido de que sin una auténtica reforma moral de cada ciudadano, esto es, si cada uno no reconoce sus deberes en su propia razón (si, en definitiva, no se logra la autonomía, o la ilustración, personal), no se conseguirá una sociedad ilustrada ni un Estado ilustrado. De manera que su propuesta nos dice: atrévete a pensar por ti mismo y expresa públicamente tales pensamientos para ayudar a la sociedad a progresar, pero, a la vez, limita el uso de tu razón cuando estés desempeñando tus cargos. Se trata pues de un progresivo avance en el pensamiento propio de los ciudadanos a través de la libertad de expresión, que mejorará paulatinamente las instituciones y la sociedad en general, sin necesidad de recurrir a rápidos cambios revolucionarios que no sólo no ilustrarán a los ciudadanos sino que les impondrán nuevos yugos y prejuicios.

        La otra razón, y además la fundamental, para esta distinción, como veremos en el último fragmento, es que Kant está convencido de que para que un hombre progrese en la Ilustración, en la libertad, necesita de una cierta coacción social, una limitación por parte de la ley, dada su insociabilidad, su tendencia al egoísmo. Sin leyes coactivas, externas, heterónomas que frenen las inclinaciones egoístas del hombre, éste nunca llegará a interiorizar las leyes y reconocerlas como deberes, es decir, sin coacción mientras es menor de edad, el hombre nunca llegará a la mayoría de edad, a la Ilustración, a ser libre.    

            Como señalábamos al principio, esta propuesta de Kant para conducir a la sociedad hacia la Ilustración es paralela a la que propone en la Crítica de la razón práctica para solucionar la cuestión de si el hombre es libre o está determinado por las leyes naturales. Para ello distingue dos ámbitos: el de los fenómenos y el del noúmeno. El hombre como un fenómeno más de la naturaleza no es libre, sino que está condicionado o determinado por las leyes físico-matemáticas que rigen los fenómenos; pero en cuanto sujeto capaz de deberes, es decir, en cuanto puede actuar por el puro deber que autónomamente su razón le dicta: como sujeto moral –y no como fenómeno natural- no está determinado por nada más que por sí mismo, es plenamente libre. De igual forma, en el plano social y político, al hombre, en cuanto desempeña alguna función o cargo público, sólo le será permitido un uso limitado de su razón, e incluso, en algunos casos, se le exigirá simplemente obediencia, pero en cuanto ciudadano es plenamente libre para hacer un uso público de su razón, de modo que con ello contribuya al progreso de la sociedad y de las naciones hacia su finalidad: la libertad o plena autonomía de todos los ciudadanos (Ilustración) y la consiguiente paz perpetua.   

 

5. Quinto fragmento: como consecuencia de la propuesta anterior (para que  la sociedad progrese en la ilustración se necesita una ilimitada libertad de expresión en público), Kant declara ilegítimo un acuerdo que impidiera revisar, criticar o cambiar cualquier contrato, constitución o doctrina de la actualidad, porque esto supondría un impedimento para el progreso e Ilustración de la sociedad. Desde «Ahora bien, ¿acaso...» hasta «...algunos tiranos frente al resto de sus súbditos».   

 

            Kant se plantea aquí una cuestión esencial, la de si estaría legitimada una sociedad para pactar que nunca más se revise ni modifique la doctrina o constitución aprobada. Y responde: «Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un contrato semejante, que excluiría para siempre toda ulterior Ilustración del género humano, es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos, depurarlos de errores y, en general, avanzar en la Ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial consiste, justamente, en ese progresar». En efecto, ese acuerdo, al impedir hacer un uso público de la razón sobre esa doctrina, evitaría que se la pudiera criticar o revisar racionalmente; en definitiva, impediría mejorarla en la discusión pública. Ese pacto estaría adoptando una actitud dogmática, fanática, al asumir que tal doctrina es verdadera para siempre, sin posibilidad de ser públicamente cuestionada. Ése es precisamente el freno de la Ilustración: el fanatismo que se niega a aceptar que toda doctrina es provisional y susceptible siempre de ser mejorada en la discusión pública. La Ilustración exige todo lo contrario: que todo pueda ser públicamente cuestionado para mejorarlo y así progresar.

            Una vez sentados estos principios, expone Kant la que entiende es la clave (o “piedra de toque”) para que una ley o acuerdo pueda considerarse legítimo: «¿podría un pueblo imponerse a sí mismo semejante ley?». La respuesta inmediata es que no, puesto que nadie podría querer para sí evitar su progreso, su Ilustración. Fíjate bien, pues en este punto se rompen las semejanzas entre Kant y Rousseau (del que el prusiano fue un lector muy atento). Kant está rechazando la siguiente idea del ginebrino, quien escribía que “a fin de cuentas, un pueblo es siempre muy dueño de cambiar sus leyes, incluso las mejores, pues si le complace hacerse daño a sí mismo, ¿quién tiene derecho a impedírselo” (Del contrato social, II, XII). Según Kant, en este asunto incluso el pueblo tiene limitada su libertad, aunque su acuerdo sea por unanimidad, pues no está moralmente legitimado para pactar que sea definitiva una doctrina religiosa, una ley o una constitución, dado que ese acuerdo le impediría progresar.

            Aquí hay que mencionar el paralelismo entre la pregunta clave que propone Kant para determinar la legitimidad de una ley y el imperativo categórico en la moral. Éste nos decía que un deber es aquella máxima de actuación que mi voluntad quiere para mí y para cualquiera, universalmente. De la misma forma, una ley es legítima si la voluntad popular la puede querer para sí y para cualquiera, universalmente. Y como nadie debe querer para sí ni para los demás impedir la Ilustración y el progreso, el acuerdo mencionado no podrá considerarse jamás una ley legítima. Pero puede que te preguntes: ¿y por qué nadie debe querer para sí y para los demás que no haya ni ilustración ni progreso? La respuesta kantiana sería más o menos ésta: al querer tal cosa estoy juzgándola como algo universalmente valioso, es decir, como algo obligatorio para todo ser racional, incluido yo mismo; por tanto, si considero que otros no deben someter a debate público una determinada constitución política, esto es, si considero que no son lo bastante mayores de edad como para criticarla y establecer otros acuerdos, estoy –al universalizarlo-- considerando también que yo no soy lo bastante mayor de edad como para establecer este pacto.  En suma, estoy pisoteando la dignidad que, como seres humanos, tenemos los otros y yo.  

            Es importante esta idea de que nadie puede renunciar legítimamente a su propia Ilustración, a su progreso, a su avance hacia la autonomía plena, porque en ese caso se está rebajando a sí mismo en su dignidad como hombre; no se está tratando como un fin, como una persona moral, libre, sino sólo como un medio, como una cosa. Tan ilegítimo es que un pueblo impida su propia Ilustración como que uno decida no ilustrarse a sí mismo: «un hombre puede eludir la Ilustración, pero sólo por un cierto tiempo (...), pues renunciar a ella, aunque sea en pro de su persona, y con mayor razón todavía para la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad».               

            Y si un pueblo no podría admitir jamás como legítimo tal acuerdo, mucho menos se le puede permitir al monarca, ya que el poder de éste descansa en la voluntad del pueblo: «reúne la voluntad de todo el pueblo en la suya propia». De modo que si un pueblo no está legitimado para impedirse  a sí  mismo la Ilustración, mucho menos podrá hacerlo cualquier monarca, pues se convertiría automáticamente en un déspota. El monarca no puede pues inmiscuirse en la Ilustración del pueblo, esto es, en el uso público y libre de la propia razón.    

        De nuevo, pues, Kant presenta en este fragmento lo que él entiende como clave en el progreso hacia la Ilustración de una sociedad: la discusión pública de una ley, constitución o doctrina religiosa hará que paulatinamente se llegue al convencimiento de muchos (seguramente no de todos, afirma) de que una determinada propuesta de ley, constitución o reforma religiosa mejora notablemente la anterior. Así se contribuye al progreso en la Ilustración de una sociedad, y quienes intenten frenar este uso público de la razón en las diversas cuestiones (por ejemplo, en materia religiosa, la iglesia; en cuestiones legales o constitucionales, el monarca) hacen algo absolutamente ilegítimo y que ningún pueblo ni hombre puede admitir: intentar detener su progreso, su Ilustración.   

 

6. Sexto fragmento: aún no vivimos en una época ilustrada, pero sí en una época de Ilustración, gracias a Federico el Grande. Desde «Si ahora nos preguntáramos...» hasta «...al que nosotros honramos aquí».

En este fragmento, Kant analiza el momento histórico en el que vive, preguntándose si es o no una época ilustrada. Su respuesta es que aún no es una época ilustrada, pues aún no ha cumplido la historia su auténtica finalidad que, según dijimos, era la plena Ilustración de los hombres, es decir, la autonomía moral e intelectual y la consecuente paz perpetua entre las naciones. «Todavía falta mucho para que los hombres, tal como están las cosas, considerados en su conjunto, puedan ser capaces de servirse bien y con seguridad de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión». No es pues el siglo XVIII aún una época ilustrada, pero sí es una época de Ilustración (es decir, en camino hacia una época ilustrada), precisamente porque Federico el Grande ha dado libertad total a sus ciudadanos para hacer uso público de la razón. De aquí que Kant denomine al siglo XVIII «el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico». 

            Kant señala que ha puesto el centro de su análisis acerca de la salida de la minoría de edad y el progreso hacia la Ilustración en cuestiones religiosas porque en éstas es donde los tutores tienen mayor interés en ejercer su tutela vitalicia e impedir la libertad de pensamiento. Y además, porque «la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial y humillante». Pero aclara seguidamente que el uso público de la razón afecta a todas las cuestiones, incluida también la legislación del monarca, que puede ser sometida a crítica: «Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y comprende que, incluso en lo que se refiere a su legislación, no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso público de su propia razón y expongan públicamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquélla, aunque contenga una franca crítica a la existente».

            Puede resultarnos chocante, después de todo lo dicho, que Kant apoye a un monarca ilustrado como Federico antes que una república. Kant aplaudirá unos años después de este escrito la Revolución Francesa, a la que considera un hito muy significativo en el progreso moral de la humanidad. Sin embargo, ya sabemos lo que piensa sobre las revoluciones: no ayudan a la Ilustración de los hombres, sino que pueden llegar a impedirla. Por eso, no tiene ningún interés en que Prusia viva la misma experiencia que Francia. Y es que Kant no le da importancia a la forma que pueda tener un gobierno (monarquía, aristocracia, democracia) sino al modo de gobernar, que puede ser republicano (si gobierna representando la voluntad general del pueblo) o despótico (si gobierna imponiendo su propia voluntad –relacionar esto con Aristóteles y Tomás de Aquino: bien común y bien propio-). Kant se decanta por un monarca ilustrado como Federico el Grande, que se consideraba «el primer servidor del Estado» y gobernaba con un espíritu representativo, republicanamente. Es decir, gobernaba según las leyes que el propio pueblo se daría a sí mismo (autonomía), según las leyes de la libertad en definitiva, pero sin necesitar pedirle al pueblo su consentimiento. Aunque, naturalmente, tal monarca no es infalible y precisamente por eso permite que los ciudadanos discutan libremente las leyes de modo que propongan y argumenten mejoras. Así se progresa en la Ilustración, según se ha visto. Esta libertad de expresión es pues la única garantía de los derechos del pueblo, ya que es la que permite que éste exprese públicamente sus críticas a las leyes, introduciendo así las reformas necesarias para progresar paulatinamente y evitar traumáticas revoluciones.   

 

7. Séptimo fragmento: Paradoja de cómo una limitación parcial de la libertad (en el uso privado de la razón) es la forma adecuada de progresar hacia la Ilustración, hacia la paz perpetua en la confederación de naciones, hacia la finalidad de la Historia: el «reino de los fines» en que todos los hombres sean, a la vez, súbditos y legisladores. Desde «Pero sólo aquél que...» hasta «conforme a su dignidad».

Kant inicia este fragmento presentando la expresión que resume la voluntad social y política de Federico, y a la vez resume su propia propuesta (la de Kant) para conducir a la sociedad a la Ilustración (la distinción entre los usos público y privado de la razón): «¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!». Y comenta seguidamente lo paradójico que resulta que «un grado menor de libertad», es decir, la limitación del uso privado de la razón, procure a los ciudadanos «el ámbito necesario para desarrollarse con arreglo a todas sus facultades». No es una libertad ilimitada de hacer y decir lo que hace progresar una sociedad hacia la Ilustración, sino una libertad limitada en el uso privado de la razón e ilimitada sólo en su uso público. Ésta es la paradoja, el antagonismo o contradicción: sólo limitando la libertad en determinados ámbitos logramos finalmente ciudadanos libres e ilustrados, hombres autónomos, que se han desarrollado hasta la altura máxima de la dignidad del hombre: la plena libertad o autonomía intelectual y moral.

        Para entender correctamente esta enseñanza kantiana hay que recordar de nuevo la insociable sociabilidad del hombre: por una parte, el hombre tiene una imperiosa necesidad de la sociedad (es su mayor necesidad), sin ello no puede llegar a ser hombre plenamente, pero, por otra, es egoísta, quiere que todo se ajuste a sus inclinaciones y deseos. Es gracias a esta tensión dialéctica, contradictoria, paradójica entre los recortes de la libertad que impone el orden social y nuestros deseos de libertad total, como el hombre va interiorizando las normas, los deberes, va asumiendo los límites de su libertad en la de los demás, y como, por tanto, se va desarrollando moralmente, se va haciendo cada vez más autónomo, más libre. El hombre jamás hubiera adquirido conciencia moral, libertad, viviendo fuera de la sociedad (como el buen salvaje), fuera de las imposiciones y recortes de su libertad que supone el orden social. Esta es la paradoja de la libertad: sólo llegamos a ser libres, ilustrados, si se nos ha limitado la libertad adecuadamente. Más aun: ni habría llegado a ser libre ni habría llegado siquiera a pensar. El hombre es hasta tal punto social (insociablemente social), que sin los otros ni llega a ser libre ni tampoco sería capaz de pensar. Esto significa también que nadie está legitimado para, como si fuera un genio (concepto tan caro al Romanticismo, a cuyos inicios asistió Kant) y situándose por encima de los demás, considerarse exento de tener que rendir cuentas de sus pensamientos y de sus actos ante el tribunal público de la razón. Tales asuntos los discutió Kant en el ensayo de 1786 ¿Qué significa orientarse en el pensamiento? En él justifica la necesidad de una plena libertad de expresión por el carácter social o público del pensamiento propio: pensamos con los otros, desde y contra lo que ellos han pensado; de ahí que, si no hay libertad para expresar los pensa­mientos, se está impidiendo también que piensen sus posibles receptores. Así lo escribe Kant: “Se dice que un poder superior puede quitarnos la libertad de hablar o de escribir, pero no la libertad de pensamiento. Sin embargo, ¿cuánto y con qué licitad pensaríamos si no pensáramos, en cierto modo, en comunidad con otros, a los que comunicar nuestros pensamientos y ellos a nosotros los suyos? Puede decirse por tanto que aquel poder exterior que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente su pensamiento les quita también la libertad de pensar”. Hasta tal punto le es con­sustancial al pensamiento la dimensión pública, esto es, la pluralidad humana, que algún comentarista ha hablado al respecto del cogito plural kantiano (en contraste con el cartesiano). Quizá ahora entiendas mejor por qué Kant insiste en coartar la libertad del uso privado de la razón: porque de ese modo no se viene abajo el andamiaje social sin el cual ni siquiera es posible pensar. En un fragmento de la Idea para una historia universal en sentido cosmopolita expone otro aspecto de esta misma tesis: « La necesidad obliga al hombre, tan proclive sin embargo a la libertad sin ataduras, a ingresar en ese estado de coerción (la sociedad, el Estado) y tal necesidad es en verdad la mayor de todas, a saber, la que se infligen mutuamente a sí mismos los hombres, cuyas inclinaciones producirán el mejor resultado: tal como los árboles en un bosque, justamente porque cada uno intenta quitarle al otro el aire y el sol, obligándose mutuamente a buscar ambos por encima de sí, logran un hermoso y recto crecimiento, en lugar de crecer atrofiados, torcidos o encorvados como aquellos que extienden caprichosamente sus ramas en libertad, y apartados de los otros; de modo semejante, toda la cultura y el arte que adornan a la humanidad, así como el más bello orden social, son frutos de la insociabilidad merced a la cual la humanidad se ve obligada a autodisciplinarse y a desarrollar plenamente los gérmenes de la naturaleza gracias a tan imperioso arte».

        Desde esta explicación puede entenderse perfectamente la parte del texto que dice: «Un mayor grado de libertad ciudadana parece ser ventajosa para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija barreras infranqueables. En cambio, un grado menor de libertad le procura el ámbito necesario para desarrollarse con arreglo a todas sus facultades». La limitación de libertad que impone el orden social al uso privado de la razón en antagonismo o contradicción con nuestras inclinaciones egoístas, va haciendo que el hombre interiorice cada vez más su conciencia moral (conciencia del deber) y progrese así en la libertad, en la autonomía, en la Ilustración. De ahí que el texto siga en estos términos: «con lo cual el pueblo se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar y, finalmente, hasta llegar a invadir a los principios del gobierno, que encuentra ya posible tratar al hombre, que es algo más que una máquina, conforme a su dignidad». Es decir, una vez que un pueblo ha llegado a ser plenamente ilustrado, plenamente autónomo o libre, su voluntad legisladora real coincidirá plenamente con los principios del gobierno, con la voluntad real del gobernante (siempre que éste gobierne republicanamente, representando la voluntad autónoma del pueblo). En ese momento, cada ciudadano será realmente, a la vez, súbdito y legislador; no asumirá las leyes del Estado como algo exterior, sino como resultado de su propia voluntad moral; la ley será para cada uno un deber moral. En ese momento, el monarca tendrá que ceder su puesto, ya que ha dejado de ser necesario. El pueblo ilustrado es él mismo capaz de legislar según su voluntad moral. Las leyes serían así expresión de la libertad moral de cada ciudadano. Estaríamos así en lo que Kant denomina «el reino de los fines», donde todos los hombres tratemos a los demás como fines, «conforme a su dignidad», y no sólo como medios. Seríamos plenamente autónomos. Entonces habría ya una época ilustrada y no sólo de Ilustración. (José Joaquín Villalón y Jesús Mª Ayuso).

 

Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?

(I. Kant)

Las tres formulaciones del Imperativo kantiano en la FMC

(Jesús María Ayuso)

Kant y la Ilustración

(Roberto R. Aramayo)

Kant, la Ilustración y la domesticación del ser humano

(Antonio Pele)

Conceptos kantianos

Cine, teatro, pensamiento

Como el agua que fluye

Manuel R. Avis