La propia historia,

una urdimbre de otras historias (F. Dolto)

Explicación

 

Hemos dicho que el hombre nace al mundo, a la comunidad de otros seres humanos, pero que este naci­miento –que significa una rup­tura, un desgaja­miento- ha de man­tener un hilo de con­tacto con la fuente de la vida que late en cada indi­viduo, a fin de que éste no des­fallezca, no se venga abajo. En este apartado, Dolto vuelve sobre esta idea: nadie es Adán, nadie es el pri­mer ser humano sobre la tierra; a todos nos ha prece­di­do la Vida que, en las figuras de nuestros padres, nos ha engendrado, y con la que nos une un delicado hilo cuya ruptura deja en nosotros algo muerto y resulta, por tanto, difícil de sobrellevar. El hilo de nuestra propia histo­ria está  tejido con los hilos de las historias de nuestros padres, hermanos, abuelos, amigos, etc.; es ésta una ur­dim­bre hecha de palabras –fundamentales para el desar­ro­llo per­sonal— y de experiencias y complici­da­des pre-lin­­güís­ticas y pre-lógicas –difíciles por tanto de expre­sar ver­bal­mente, si acaso no imposible-. Todo ello cons­­tituye esa Vida de la que brota la fuerza que cada indi­viduo necesita para vivir.

Las dificultades de adap­tación del niño abandonado se deberían en gran medida a que, rotos esos hilos o alguno de ellos, le faltaría la fuerza para enfrentarse a las dificultades; sin ella, al individuo se le vuelve muy cuesta arriba irse haciendo un hueco en el mundo, como si al haber roto el vínculo con esa Vida originaria hubiera cortado con el manantial del que bebe. El ser del niño se nutre de ese doble linaje –insiste Dolto-, razón por la cual, si se quiebran estos hilos, se siente amputado y percibe que ‘su ser es dolor, desprecio y tristeza’, es decir, que ser es sufrir: ‘Pienso que un ser humano necesita ser religado a su origen encarnado, a ese momento de lo que llamamos la escena primigenia, es decir, la escena conceptiva, procrea­dora, y ser religado a ella mostrando la alegría de ese momento’, un momento muy especial ya que, según Dolto, en él sintonizan tres deseos (el del padre, el de la madre y el del niño que es concebido). Recomponer el vínculo en los casos de niños adoptados significa reco­no­cer y apreciar al niño en su integridad, es decir, reconocerlo y apreciarlo a él mismo y también, en él, sus orígenes: sólo así se regenera una sana auto­estima (o un ‘sano nar­cisismo’): inte­grantes de nuestro ser individual son quienes nos dieron la vida y nos acompañaron en nuestro crecimiento.

Pero recomponer ese vínculo es di­fí­cil de­bi­do a que se trata de construir con palabras unos lazos que, en parte, son anteriores al lenguaje y no llega­ron a tejerse: con la ‘relación de pala­bra’ se intenta dotar de sentido una vida que debería haberse nutrido de una relación pre-lingüística, pre-ló­gica, pre-consciente. En otros tér­minos, se trata de expresar en clave de conciencia lo que es previo a la conciencia; algo así como recuperar una segunda inocencia y, de este modo, desculpabilizar la existencia de un niño que puede sentirse culpable de la vida dolorosa que vive.

    En resumen, en estos textos de Dolto destacan dos ideas:

    a) El ser humano es un ser de relación; su vida está tejida con las vidas de los demás, hasta el punto de que el amor que éstos sienten por él condiciona el que él sien­ta por sí mismo; más aún: el aprecio que los demás sienten por los orígenes del niño es un factor clave del aprecio que él sienta por sí.  Esta relación se teje en dos planos, el consciente (lógico y lingüístico) y el pre-consciente (ilógico y pre-lin­güís­tico).

  b) Entre ambos planos, debe el hombre mantener un puente para poder religarse con el origen, a fin de recibir de él la fuerza que necesita para vivir.

 

[Podemos abrir aquí un debate que nos permita ver que este mismo asunto se plantea en otros planos de la realidad o en otros momentos de la vida. Preguntémonos si de verdad es posible construir con palabras los lazos pre-verbales que en su momento no tuvieron lugar; en otros términos, si se puede expresar conscientemente lo que es ajeno a la conciencia; en suma, si para la herida que ha dejado el pasado es la palabra bálsamo sanador. Pode­mos postular, por el contrario, que más bien se excluyen el plano del cono­cimiento y el de la ignorancia (o el plano de lo consciente y de lo pre-consciente); y si así es, ¿cómo salvar esa alternativa entre conciencia y vida inocente que se despliega inconsciente de sí? Parece que Dolto considera que, además de estas dos, existe una tercera alter­na­tiva. En cambio, el filósofo Jankélévitch  entiende que la inocencia, como la infan­cia, surge para marcharse, apa­rece de­jan­do ya de existir, yéndose. Sabemos de ella a medida que vamos perdiéndola, de modo que ‘la infancia’ resulta ser algo de lo que en realidad sólo habla el adulto, jamás el infans (‘el que no habla’), quien se limita a ser niño. Ser consciente de la infancia es sentir la nostalgia de su pérdida irrever­sible, percibir su regusto de tiempo pasado, su sabor a ceniza –como diría José Bergamín-. Tal sería el veneno escon­dido en el regalo de la infancia: vivir el presente eterno para mejor sentir la irrever­si­bi­lidad del tiempo una vez que hemos dejado de ser niños. Tener conciencia es ya, en sí mismo, sentir que a la propia vida le falta algo: ‘el hombre –escribe Jankélévitch- no tendrá nunca a la vez la conciencia y la plenitud del ser’ (Quelque part dans l’inachevé). Oscilar entre una y otra constituye el latido de la vida humana, de tal modo que si ésta sólo se desplegase en uno de los dos planos no sería la vida de un hombre. El mismo Jankélévitch lo ilustra con el siguiente ejemplo:

 

Escuchad esa maravillosa mú­sica… No cabe duda de que el pianista que la interpreta es un genio; pero, sobre todo, no se lo digáis, ni siquiera en voz baja. Sobre todo que no se entere. En cuanto tuviera con­ciencia de su propio genio, se destruiría ese don infinitamente frá­gil, infini­ta­mente precioso, y el genio se transformaría en un ganso. Una sola indiscreción, y ya es dema­­sia­do tarde; el rumor entusiasta y adulador ha lle­gado a sus oídos geniales de genio, el espejo le ha devuelto su propia imagen, la compla­cen­cia le ha atra­pa­do en sus redes; el grandísimo pianista conoce ahora lo que se dice de él. Ha dejado de ser un pia­nista; se ha conver­tido en un bufón, en un polichinela disfra­zado de pianista.

 

 

Por lo visto no hay posibilidad de escapar a la pinza que esta alter­nativa com­po­ne: o inconsciencia de los pro­pios dones o éstos se echan a perder. ¿Tendremos que re­nun­ciar los hombres a nuestra capacidad reflexiva, a nuestra conciencia? Janké­lévitch  seña­la que esta pre­gunta carece de sentido, pues el hombre no puede renunciar a su poder reflexivo sin renunciar a ser hombre; tal sería su condición trágica, su constitutiva contra­dicción:

 

Ahora bien –añade Janké­lévitch-, ¿acaso el reco­no­ci­miento no implica oficializar nuestro yo y per­mi­tirle tomar conciencia? ¿No tengo una conciencia para tomar conciencia, es decir, después de todo, para servirme de ese poder refle­xivo que la ino­cen­cia deja en el paro, desocupado? Aun así, esta con­ciencia que atestigua la supe­rioridad del hombre es también lo que me deteriora y hace que me convierta a cada instante en una parodia de mí mismo. ¿Esta contra­dicción qué es: una broma o una tragedia? Pues lo que está aquí en cuestión no es ni un pecado, aunque fuera original, ni el resultado de un descuido evitable o de un atolon­dra­miento; el deterioro de la inocencia por abuso de con­ciencia es una contra­dic­ción cons­titutiva, ya que está implicado intrín­se­­camente en el ejer­cicio mismo de esa conciencia, sin la que el hombre no sería un hom­bre.

 

    Sin la conciencia, el hombre no sería hombre; pero, consciente, pierde la inocencia que le hace ligero y veraz y se vuelve una imitación grotesca y rígida de sí mismo: un ganso; consciente, pero echando de menos la inocencia, el hombre vive entre ambos polos, sin encontrar reposo en ningu­no, condenado a vivir es­cin­dido entre uno y otro, abo­cado a ser una con­tra­dicción viviente, como un costurón en el mundo, un interro­gante sin cerrar en el cosmos o una herida en la vida.

No obstante, quizá no hayamos planteado correctamente los términos del debate. Ni Dolto está di­ciendo que la herida de lo irrever­si­ble puede bor­rar­se, haciendo como que jamás se hubiese pro­du­cido, ni Jankélévitch  pre­tende decir en sus libros que ante la herida sólo quepa el silencio. Verdad es que la pérdida de la inocencia no admite vuelta atrás: el niño que se entera de que los Reyes Magos son sus padres no podrá en adelante ignorarlo como antes de descubrirlo (parece claro que Janké­lévitch lleva en esto razón –no está claro, por lo demás, que Dolto dis­crepe aquí de él-). Ahora bien, ¿sig­nifica esto que haya quedado incapacitado para sentir la emoción y la ilusión del día de Reyes? No ne­ce­sa­riamente. Puede, por ejemplo, ilusio­narle ver la emoción de otros más pequeños.

    Esto significa, en definitiva, que el ámbito de la ilusión puede en­san­­charse y ampliarse hasta los demás, más allá del con­tacto inmediato con uno mismo. Al fin y al ca­bo, nos estamos preguntando si no hay más con­tac­to que el inmediato; dicho de un modo dife­ren­te: nos estamos pregun­tando acerca del alcance de la palabra: ¿puede ésta tocar a distan­cia? ¿O en cambio –como insi­nuá­ba­mos- sólo es posible el contacto inmediato? Cuan­do un recién nacido llora des­con­sola­damente, lo que mejor le calma es que le acunen entre los bra­zos, como si el recuerdo de su cercana estancia en el seno materno no con­sin­tiera otro tipo de con­sue­lo que el contacto físico. ¿Quiere decirse que única­mente el contacto físico tiene el poder de consolar? Efectivamente, no. Una carta puede ser porta­dora de consuelo, unas palabras sabias y oportunas pueden proporcionar alivio. Es decir, también la palabra puede to­car­nos, aun­que sea a dis­tancia. Nacer al deseo y al lenguaje quizá quiera decir en el fondo esto otro: nacer al contacto a distancia que sólo la palabra propor­cio­na, un con­tacto que, al tiempo que puede dar con­suelo, deja la libertad de aceptarlo o re­cha­zarlo. Distancia o se­pa­­ra­ción con la que no cuenta el niño que entre los brazos puede sentirse acogido o atra­pa­do, pero sin la posibilidad de escapar.

En resumen, quizá de lo que se esté hablando no sea de la posibilidad de borrar la herida y retornar a una ino­cencia o a una inmediatez cuya pérdida es irre­ver­sible. Quizás el proyecto sea más humilde y, a la vez, más realista: el de poder vivir con la herida, con el do­lor de la pérdida, sin venirse abajo. En este sentido, aunque la palabra no pueda propor­cio­nar las vivencias que el niño no tuvo, sí que puede tejer otro tipo de hilo con el origen que, aunque no lo torna presente, sí permite tomar de él el impulso de seguir adelante.

    Al fin y al cabo, ¿no es lo propio del origen dar origen y, al hacerlo, que­dar siempre atrás, antes de lo origi­nado? Nadie asiste a su propio alumbramiento; son siempre otros, quienes, relatán­doselo, se lo acer­carán.] (JMAD).

 

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