Desear, hablar, crecer
Françoise Dolto (1908-1988)
Pregunta.- ¿Existe algún fundamento biológico para las malas relaciones pervertidas entre adultos y niños?
Françoise Dolto.- Sí, un fundamento biológico consistente en confundir deseo y necesidad. Esta confusión es originaria en el niño: si le hablamos, la palabra que liga a distancia con el adulto (el lenguaje verbal, la sonoridad verbal) reemplaza esa plenitud física que él necesita de manera repetida, si bien no constante. Mientras está despierto, el niño es un deseo constante: es el deseo de comunicarse. Para sentirla, esta comunicación debe caracterizarse por variaciones perceptivas. Si es continua, de modalidad constante, ya no la siente; es un clima emocional o un baño continuo de palabras que, si es monótono, rápidamente ya no dice nada. Lo que se repite pierde sentido para el deseo. La variación sutil, sensorial, ideativa, da vida al corazón y al espíritu del ser humano. Y el deseo es todo el tiempo una búsqueda de lo nuevo; creo que esto procede de nuestro encéfalo inmenso, que se anticipa a nuestra acción gracias a la imaginación referida a la memoria, recuerdo de las percepciones recibidas. La función simbólica establece entre nuestras percepciones un sentido de hallazgos, a su vez, creadores de relaciones.
El ser humano niño es impotente para actuar, pero no para percibir durante largo tiempo; moriría físicamente si no le acompañara el adulto que va hacia él actuando para que sobreviva. Él es, por lo tanto, el centro de cuanto viene hacia él, para mantener su vida. Y esa vida que progresivamente va madurando, en ese momento se ha informado acerca de la manera de ser respecto a ella, para actuar de la misma manera respecto al otro. La relación devoradora con su nodriza le ha hecho entender que la actividad de su cuerpo está individualizada respecto al otro a medida que ella se aleja, él sufre por faltarle ella, y ella vuelve a él.
Al irse desarrollando, también él quiere ir hacia el cuerpo ausente del otro, para dar o para coger, y entonces es cuando la simbólica le permite dar y coger palabras y guardarlas con él, como representantes del otro, en su actividad creadora imaginaria que, a su vez, funciona en relación con los materiales que el cosmos o la industria humana le dan para que maneje. Y para que haya esa variación emocional en la manifestación de la afectividad, como en la comunicación mediante el lenguaje hablado, es necesario que la relación del niño con el adulto tutelar no sea dual, sino triangular, que sea testigo de que el ser deseado, indispensable para su supervivencia, es amado y deseado por otro que, entonces, se convierte en modelo de la relación humana. El lenguaje que estos adultos emplean es para él una referencia codificadora de las variaciones que en ellos se producen entre las necesidades y los deseos.
Así es como el ser humano niño es incitado por el otro –si este otro está más desarrollado que él- a desarrollarse a fin de adquirir los caracteres de éste que él constata que se valoran alrededor de su ser elegido. Es preferible también que haya cierto número de costumbres y de comportamientos del grupo de los niños que favorezcan estas tomas de conciencia. Para evitar que todo sea monótono, continuo y pletórico, algunos tipos de sociedades han inventado soluciones que no forzosamente pueden aplicarse o trasladarse al momento actual, pero que pueden dar cuenta justamente de ciertas búsquedas de equilibrio. Por ejemplo, repartir los intercambios con los demás miembros de la familia, o de los vecinos. (F. Dolto)
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